lunes, 29 de diciembre de 2008

LA GIRA SIN FIN Y EL LARGO WEEK END DE LA ANARQUIA

A mediados de este año que se va, nuestro querido Julio Barriga se embarcó en una gira por las principales ciudades del país para presentar ante las ávidas masas lectoras del Altoperú su Cuaderno de sombra. Como es tradición desde aquel opus fundacional del abuelo Cervantes, al hacerse al camino le fueron saliendo al paso aventuras, amigos viejos y nuevos, Dulcineas lánguidas y de armas llevar, e incluso alguno que otro yelmo de Mambrino. Ningún Sancho posmo acompañó a este nuestro chuncho de la triste figura, pero se comenta que el tierno fantasma de Robertito Echazú cuidaba sus pasos. No nos extrañaría, por lo demás, que Julio Barriga haya combatido, en el trayecto, contra algún molino de viento.

En el texto que sigue, el poeta nos cuenta cómo vio y vivió él esa singladura. Bien leída, la personalísima crónica de Julio responde aquella célebre pregunta de Hölderlin: “¿Para qué poetas en tiempos de penuria?”. Nos llena de orgullo, legítimo, intransferible, haber estado cerca de Julio en esos días de invierno. Y allí vamos a estar tantas veces como haga falta.

Por Julio Barriga

Probablemente todo empezó a finales del 2007 cuando me trasladé a La Paz a publicar mi último libro, pero, cuándo es que algo empieza o termina, si hay algo que empiece o termine? Luego de meses de devaneos, indecisiones, marchas y contramarchas, copiosas celebraciones por mi reinserción en la república de las letras, arduas discusiones con mi editor y el diseñador, turisteos y trapicheos que se resisten a la descripción y el recuerdo en esa ciudad que es la madre de todos los encuentros y todas las perdiciones, salió el librillo en la imprenta OFAVIN, cuyo digno y amable titular nos tendió una cortina roja al sabernos recomendados por Jesús Urzagasti, que también y entre otros autores publica con él. Nos sorprendió gratamente entregando el producto…dos días antes del plazo y a pedir de boca (salvo un detalle), violando toda idiosincrasia boliviana y las expectativas. La presentación se llevó a cabo el miércoles 4 de Junio en el Museo Nacional de Arte; la vieja casa del homicida legal de Tupac Amaru, Tadeo Diez de Medina, bordada en florituras barrocas de piedra berroqueña, afortunadamente restaurada y ampliada con bellos y modernos ambientes y más fría que el culo de un pingüino. Conté con mayor asistencia en este punto inicial de la gira, más que en ningún otro. Alrededor de cien personas que colmaron un gran ámbito de aluminio, vidrio y luz polarizada proporcionado por la gentileza del director del Museo y dilecto amigo Edgar Arandia, quien por supuesto no podía dejar pasar la oportunidad de abrir los fuegos con muy gratas palabras. Algunos rezagados se dieron de cara a las puertas cerradas, según se me excusaron luego. La presentación la realizó el poeta orureño Edwin Guzmán Ortíz con bellas y vibrantes palabras señalando entre otros aspectos la importancia de la culpa en mi obra, de lo que, por razones que Freud debe saber, nunca fui cabalmente consciente. Leí emocionado ante la reunión de tanta gente querida y colegas notables en la ardua disciplina que nos desvela y luego nos dirigimos contentos hasta el éxtasis y el frenesí, los más allegados y juergueros, hacia el Bar La Prensa, donde compartimos la más jolgoriosa de las celebraciones hasta tardes horas de la madrugada. Diez días más tarde, ocurrió la presentación “informal” en el boliche La Carcajada, que administran Las Niñas Dinamiteras, un colectivo de tendencia anarco feminista con quienes tenemos asidua cercanía. La modalidad consistió en que los invitados leyeran un poema mío de su elección. Así hicieron David Mondacca, Jessica Freudenthal (se subió a una silla en mi honor) y otros amigos. La concurrencia marcó la pauta para todas las presentaciones futuras: multitudinarias ausencias y clamorosos fracasos. De allá me fui temprano nomás, mientras las dueñas del lugar se quedaban heroicamente a dar fin a una enorme olla de sangría (caliente!) de vino tinto y fruta, que en su entusiasmo habían elaborado para el inasistente público. Les dolió la cabeza varios días.

Hechos los contactos con Harold Beizaga y Alex Ayllón en Sucre, hacia allá me fui digiriendo una poderosa resaca y perdiendo los zapatos por la premura del tiempo. Bloqueos y huelgas postergaron mi presentación una semana. La generosidad de Carlos Gutiérrez, multifacético animador de la vida espiritual de la ciudad blanca, me alojó en su casa con la aquiescencia de sus permisivos padres y con riesgo de sus actividades y reputación; me acompañó a todo lado y gocé de las amistades reencontradas empezando a beber chicha, esa bebida precolombina de escasa graduación que en Tarija despreciamos con el nombre de agua de adobes. Me reencontré con Skarlet Mujica o Briseida de las rosas en la cara, con el hiperactivo y especie de hombre renacentista que es Mimo Pacheco en su bello boliche de la plaza 25 de Mayo, exornado de sus hermosas pinturas & bicicleta de palo y centro de las publicaciones, que con abnegación impermeable a todo desencanto promueve y edita jóvenes valores de una naciente y creciente literatura. Todos ellos me demostraron mucha inmerecida simpatía y con otros y otras más compartimos un tiempo mágico. (Mayita, María, Mauricio, Fabricio, perdón por no mencionarlos a todos). La presentación bien puede describirse con las palabras del Papirri: harta gente no ha venido; no más de veinte personas en el auditorio del Archivo y Biblioteca Nacionales, flamante edificio abundante en mármoles y vidrio donde Harold leyó una presentación muy elogiosa y yo, pese a mi estado altamente inconveniente, leí un speech que vengo repitiendo hace rato con algunas variantes, algunos poemas y pare de contar. De allí y luego de beber un horrible vino trucho (en Sucre no conocen nada de vinos) nos dirigimos al boliche de Mimo, de donde fuimos expeditamente expulsados por exhibición indecente de júbilo y damajuanas. La efervescente comitiva rumbeó al local que se llama Crisálida y es de propiedad de mi bella y querida sobrina Nayra y su pareja. Recién conocida a instancias del pintor y maestro suyo Javier Ramos, que abundaba en elogios de su capacidad plástica, lo que me fue evidente en los cuadros que guarnecen las paredes en este exótico lugar y en unos collages de explosivo color e inquietantes temáticas que me mostró en su compu. Días más tarde allá fue la presentación íntima y se caracterizó por la sobriedad, un dolor de muela del infrascrito y la escasa asistencia de los queridos amigos jóvenes que me honran con su amistad y siempre me están salvando de lo peor: la soledad.

Otra vez de vuelta a casa en Tarija, como en realidad la habíamos vendido, tuve que coger mis bártulos abandonados a la intemperie y alquilar un cuartito…a escasos metros de mi antigua morada. Ni bien instalado a lo Macedonio, entre mis cachivaches y mis queridos cuan desvencijados libros, pero sin guitarra, llegó una comunicación de mi editor y promotor de abnegadas gestiones Fernando Barrientos, quien me instaba a trasladarme sin pérdida de tiempo hacia Santa Cruz, donde la presentación era promovida y tramitada por otro joven querido amigo, Marco Montellano. Fernando ya estaba en un hotel cercano a la Terminal y allí nos dirigimos a prepararnos para la lectura en el Centro Cultural Patiño, que contó con poca asistencia, no más de veinte personas, palabras del editor, un hermoso ensayo de Marco sobre mi obra, y el reencuentro con queridos amigos, como fue norma en esta peregrinación: Gualberto Rojas, Cropp, el polémico poeta Lucho Andrade, Victor Paz Irusta, un personaje capaz de hacer lo que sea por ser un escritor(*), que de por sí merece una novela y nos asombró y deleitó con su casa llena de arte y libros además de su simpatía, y mi entrañable e inmortal amigo Carlos Langa, que nos invitó a su popular programa televisivo Chaco y punto. También conocí a Juan Gonzales “Falucho”, y me parece que entablamos, no sé si es correcto el término de carpintería, una amistad puntuada de intereses comunes, delikatessen de pescado y cervezas en Las Cabañitas. Al momento de despedirnos me regaló varios libros. Habría querido quedarme más tiempo en la ciudad de las llanuras y los árboles florecidos como gigantes bouquets de novia, pero salimos rajando pues en Cochabamba ya se llevaba un Encuentro Anarquista al que teníamos interés de asistir desde nuestra amistad con las Dinamiteras.

Llegados a la Terminal de Cochabamba, nos damos con nuestra amiga Paola Estenssoro, acabada de llegar también pero desde La Paz. Nos dirigimos a la cercanía por un api y un gigante buñuelo de queso calientes que nos restaurara y confortara en la fría mañana. En el ruinoso centro obrero fabril donde desde hacen dos días se congregaban los ácratas, fuimos recibidos en la puerta por nuestra amiga Mariana Serrano, investigadora, activista de gran protagonismo en este texto, estudiante avanzada de antropología y otras cosas más. La noche anterior se habían consumido hectolitros de chicha y el ánimo no era de los mejores, aunque pronto mejoró. Una característica del evento fue las vomitonas y de inmediato surgió de su sleeping una linda hippie en ropa íntima, que nos saludó con la mano y se agachó a despedir líquido amarillo en apreciables cantidades. Pronto otras dos o tres personas le hacían coro. En un inmenso patio nos tendimos al benéfico sol naciente a cambiar impresiones y recibir las novedades: el día anterior hubo una pelea entre el guardián y padre logístico del evento y algún visitante. Cada recién despertado nos regaló con distintas versiones de la pelea, que fue la única en unas jornadas caracterizadas por la mayor de las correcciones y armonía. El anteriormente nombrado también era un reencuentro: Jaguar Nina (en su CI Gabriel Benavente, brother del Manuel) amigo de la época del desaparecido Averno, artista plástico y especie de anarco y fundamentalista andino. Decano y amo de llaves del evento, al igual que su organizador y encargado Chali. Pronto empezaron a agruparse alrededor de una olla de api, los recalcitrantes tenían la libertad de seguir bebiendo chicha y como el día anterior habían acabado las mesas de charla y los intentos (fallidos e incidentales a más no poder: tole toles entre el espíritu anarco y los intentos de lectura de Silvia Rivera y Juan Perelman) de teorizar e intelectualizar, luego de la Feria en el céntrico espacio peatonal empezaba la joda y había tribuna libre. Nos acicalamos y dirigimos al espacio donde se instaló la Feria Anarquista, con venta de materiales ad hoc: fanzines, cedés, carteles, botones con provocativas leyendas, acrobacias de saltimbanquis que interrumpen las avenidas en los semáforos, artes serigráficas, artesanías y chucherías hippies, etc etc. En la noche hubo concierto. Abarcó muchos géneros contemporáneos que difícil fuese en cualquier otra parte juntar en un sólo escenario. Tocaron, entre otros que no recuerdo: un ucranio muy simpático, residente en Paucarpata, subsede alternativa del evento, cantó algunas canciones de Bob Dylan y otras suyas parecidas. Tocó un grupo femenino de Cochabamba que se despedía e hizo una emotiva actuación. Tocaron nuestras amigas, Las Malditas Dinamiteras, apoyadas por Kung Fu, gran músico paceño que la rompe en varios instrumentos y estuvo marcando el compás en la bata. Unos cuates tocaron música folklórica revolucionaria de los años duros, cuando la mayoría del público ni había nacido. Lo fuerte de la noche era Los Vitrolaska, un grupo chileno con excelentes guitarrista y cantante. El baile en la pista ante las fogatas de los heterogéneos grupos libertarios era a ratos similar a la danza piel roja o al walpurgis incluyendo en sus evoluciones a hippies, izquierdistas foquistas, anarcoendógenos, punks, góticos y aun fresas y cuadrados pues había entradas en venta y varias chicas jailonas, fashion y chetos habían acudido en un intervalo entre la disco y el karaoke. Charlando casi a señas con los garotos anarcos de Brasil, ellos nos expresaban su asombro por esta diversidad reunida y que en otras partes es imposible pues son tribus urbanas en guerra a muerte, el punk contra el rocker y todos contra todos, aquí bailaban y bebían la inacabable y omnipresente chicha juntos y revueltos en el pogo, en las fogatas, en la multitud compartiendo este Woodstock extemporáneo y de entrecasa. Mientras nosotros, la resaca de los sueños truncos de la humanidad, somos el paradigma de la convivencia pacífica y amorosa, afuera, los de la democracia dizque conquistada y los de la que quiere conservar sus privilegios, se disponen a matarse, o al menos a escarnecerse. Dentro de ello empezaron a oírse algunas cumbias vueltas rock…pero, no era que esa música huachafa y pasatista es el enemigo? Evidentemente hay un tiempo para que incluso los tiempos se encuentren. Algunas pipas humeaban desde inubicuos lugares, pero puedo jurar que en reuniones de buenos burgueses he advertido más señales de degeneración e inmoralidad que aquí. Las parejitas rápidamente formadas se dirigían en silencio hacia alguna parte y el romance parecía ser la verdadera finalidad del evento. Como el dormitorio común estaba atascado por estas urgencias de relación, no pude irme a dormir temprano y quedé con los rezagados charlando de literatura y otras cosas a la vez que tomando chicha de un mermado container del que sobresalían los pies de quien se introducía de cuerpo entero para llenar la jarra en el fondo. Estos 400 litros de chicha habían sido en principio vendidos a 8 bs la botella de 2 litros hasta cubrirse el costo, luego de lo que era de libre accesibilidad. Yo circulaba entre los grupos de tertulia con una copita improvisada y una botella de vodka polaca Sultanie que bien pronto quedó vacía. Tras orinar inacabablemente y en reiteradas veces, entré al dormitorio pisando cuerpos y recibiendo puteadas, nos dormimos en montón, algunos donde los llevó la pasión y los pilló la inconsciencia hasta el mediodía siguiente cuando en un micro alquilado a tal fin y lleno hasta la manija, nos dirigimos a Tiquipaya a …seguir tomando chicha, comer en la campiña y departir en un concierto de música criolla, danza, malabarismos y equilibrismos que asombraban y deleitaban a los buenos burgueses para quienes éramos un verdadero espectáculo. Allí, impresionado por algunas jovencitas, sugerí que se eligiese la Miss Encuentro Anarquista, en broma, lo que me valió la airada censura, pero sin perder el glamour, de mi amiga Mariana en sentido de que yo no había entendido ni un carajo del asunto. Más tarde parece que muchos nos fuimos hacia la casa del Jaguar, en el camino en una chichería donde ya estábamos muy bebidos, me hallé con mi amigo poeta Polvorín (Manuel Escarcha) y todo me se confunde… hasta que otra vez durmiendo en informe montón en el piso, me levantaba a mear inacabablemente otra vez pisando piernas, espaldas, brazos y produciendo puteadas y gritos de dolor. Tarde en la mañana despertamos a desayunar y seguir bebiendo chicha (mi pantalón y camisa virginales como helado de vainilla con los que leí en Santa Cruz y había conservado desde entonces estaban de color gris oscuro) y la pasamos más reposadamente bebiendo un rico guarapo de uva y maracuyá de aún más bajo grado y charlando conociéndonos un poco menos aceleradamente, paseamos por el campo y mercado de Tiqui y ya al ocaso nos despedimos con cariño y anticipada saudade quienes habíamos compartido este espacio de libertad. Paola volvía a La Paz, cruzando los pies por la borrachera y olvidando su campera, a su trabajo del CEDOAL, Mariana se quedaba unos días más a mi presentación pretextando visitar parientes cochalas. Me dirigí a Cocha donde Fer, que se me había perdido no sé dónde, cómo, cuándo o con quién, esperaba, tomamos un hotel Lucho y descansamos. Al día siguiente llegó Alfonso Hinojosa de Tarija y nos alojamos en su hermosa casa paterna con chirimoyo cubriendo la huerta, trabando el grato conocimiento de su gentil hermano Johnny. Esta vez la presentación sería en el Instituto Filosófico Luis Espinal y nos auspiciaba la revista La Ramona, gracias Andrés!, uno de los suplementos sobrevivientes de Bolivia. Entre los notables ausentes: Zeque Rosso y Ramón Rocha, que parecen recluidos en cuarteles de invierno y prescriptas las libaciones; el horno ya no está para bollos. Y el querido Antonio (Soldado) Terán Cavero, cuya salud le impidió asistir y aun recibirme en visita. No más de veinte personas se regocijaron con la presentación y mi improvisación dedicada a Roberto Echazú a quien, en un rapto de inspiración traída de los cabellos, comparé con Nicolino Locche (el antiboxeador) y con Riquelme. Gracias a la generosidad de Alfonso, esta vez ingerimos un regular cabernet chileno en el vino de olor e ipso pucho nos dirigimos al Barco (tradicional boliche con ambiente de naufragio) porque eso no podía quedarse así. Esto marcó el reencuentro con mi amiga Rossy Scardino, pero estoy saltándome un reportaje gráfico que me proporcionó el placer de conocer a Javier Rodríguez, quien me honró con un texto delicioso al estilo Rolling Stone (la revista) ilustrado con las fotos ya mencionadas. Gracias Javier! Cumplido lo cual, con el cansancio en el alma y la ropa, el editor volvió a La Paz a recoger los restos de su vida y juntarlos y yo rumbié de vuelta a Tarija. Antes hubo una borrachera baile concierto en honor al Taitito Santiago, cuyos pasantes son, incongruentemente, los organizadores del Encuentro Anarquista de anterior descripción.

En cuanto al título de esta crónica, choreado de un libro de Enzensberger y de un tour de Bob Dylan, obedece a que el fin de la gira, a realizarse en Tarija un día de paro cínico y en el que conseguí hacer llover inesperadamente, no está incluido en esta crónica, en la que he logrado nombrar a tantas personas, en la que tantas otras se han quedado fuera, gracias a Parkinson & Alzheimer, mis santos patronos y verdaderos editores. Me parece, Fer, que esto también hay que meterlo en el libro de cuentos.

Tarija Agosto del 2008

APOSTILLAS

Frases célebres en el Encuentro Anarco: Empecemos por las conclusiones. Dios no existe, pero atiende en La Paz. Letra chica infierno grande. Y ahora qué vamos a hacer mañana.

-Cuando a media matina luego de devorar una silica, inusual alianza de ranga e hígado, ejemplo entre otros de la creatividad y aun vocación combinatoria de una ciudad que es el corazón anarquista de un anárquico país, dije que ya me iba a almorzar, ese gran caballero que es Johnny Hinojosa me expresó aprobadoramente que yo empezaba a entender el espíritu regional.

-Oído en Tarija: ¡que mueran los collas! (menos papá y mamá)

(*) Menos de escribir algo bueno.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Vote por Javier Rodriguez para "Next Great Rock Critic"

Tenemos el honor de ser amigos de Javier Rodriguez y recibir sus colaboraciones, siempre lúcidas, certeras e imperdibles. Javier es conocido en el medio nacional, pero también ya se lo lee en el exterior. Nos enteramos de que ha sido seleccionado entre los tres mejores nuevos críticos por la respetada revista musical Crawdaddy! Para que Javier logre ganar el "Next Great Rock Critic" debe vencer a sus dos contrincantes en una votación. Para votar por este crítico (es realmente inédito e increible que un boliviano quede finalista en una publicación tan prestigiosa como Crawdaddy!) entre a esta página (al menos entre y lea y vote por la que le guste) y vote por "And the rockers red glare", escrita por Javier Rodriguez. Suerte Javier!!!!!!!!!!!!!!!

martes, 16 de diciembre de 2008

The Crack Up

Pocos escritores son y han sido tan queridos como Francis Scott Fitzgerald, pocos han tenido tanto éxito en vida (en su momento, las revistas norteamericanas le pagaban cinco mil dólares por un cuento de diez carillas), todavía hoy pocas novelas reciben de modo tan unánime el calificativo de “perfectas” como su El gran Gatsby. Pocos, también, derrocharon su fortuna y su talento como Scottie. Hacia 1935, en un rapto de lucidez, Fitzgerald advirtió lo que se avecinaba y se declaró en “bancarrota emocional”. Las cosas empeoraron con la internación de su esposa, Zelda, en un instituto psiquiátrico (del que ya no saldría). Scott Fitzgerald se hundió en el alcohol. En 1936 escribe para Esquire la serie titulada The Crack Up. Una especie de De Profundis, o carta desesperada, remitida desde el fondo de la desolación. A fines de los 80, Anagrama distribuyó una traducción en español de estos artículos, saturándolos de palabras como “váter” (por inodoro!) o “flipar”. Aquí les ofrecemos una traducción menos provinciana. Y si bien el texto no es lo que se diría de “espíritu navideño”, consideramos que sus resonancias sombrías lo hacen adecuado para esperar este 2009 que se acerca colmado de tantos y tan terribles augurios. “Crack up” puede entenderse como “derrumbe”, “colapso”, “quiebre”, aquí mantendremos, sin embargo, y como lo hiciera aquel despistado volumen de rojas tapitas de Anagrama, el título original. Scottie murió en 1940, muy joven, estragado por el alcohol. The Crack Up se publicó como libro póstumamente, en 1945, por Scribners.



por Francis Scott Fitzgerald


I


Toda vida es un proceso de demolición, por supuesto, pero los mazazos que definen la parte dramática de la demolición -aquellos inmensos y súbitos golpes que vienen, o parecen venir, de fuera-, los que uno recuerda y le hacen culpar ciertas cosas, y de los que uno charla con sus amigos en momentos de debilidad, no hacen sentir sus efectos inmediatamente. Existe otra clase: golpes que vienen de adentro y no se los percibe hasta que es demasiado tarde. Llegan cuando uno entiende que -en cierto sentido- ya no podrá volver a ser un hombre íntegro. La primera demolición ocurre con rapidez; la segunda se produce casi imperceptiblemente, de improviso.

Una observación general antes de continuar este relato: la prueba de una inteligencia de primera clase reside en la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo. Y seguir conservando la capacidad de trabajar. Uno debería ser capaz de entender que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a que sean de otro modo. Esta filosofía me fue muy útil durante los primeros años de mi madurez, cuando descubrí que lo improbable, lo no plausible y lo “imposible” se convertían en realidad con harta frecuencia. La vida era algo que uno dominaba si había sido beneficiado con algún don singular. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo --o ante el porcentaje que uno pudiera reunir de ambos dones. Ser un escritor de éxito parecía una cuestión romántica, ya que uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que habría de lograrse sería, probablemente, más duradera: uno jamás tendría el poder de un líder político o un caudillo religioso, pero sin dudas sería más independiente. Desde luego, en la práctica de la profesión, uno habría de sentirse insatisfecho permanentemente, pero, por mi parte, yo no habría podido elegir ninguna.

Transcurrían los años veinte, y mis propios veinte años marchaban por delante de la época. Mis dos lamentos juveniles -no ser lo bastante alto (o lo suficientemente bueno) para jugar al fútbol en la universidad y no haber sido enviado a la guerra-, se resolvieron en fantasías infantiles de heroísmos imaginarios que por lo menos lograban hacerme dormir en noches de inquietud. Los grandes problemas de la vida se solucionaban por sí mismos y cuando el asunto era difícil, el cansancio impedía que me extraviara pensando en problemas más generales. Diez años atrás, la vida, en gran medida, era un asunto personal. Me sentía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de lo inevitable del fracaso y la decisión de “triunfar” y, sobre todo, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y mis elevadas pretensiones para el futuro. Si entre todos los males corrientes -domésticos, profesionales y personales-, lo lograba, entonces mi ego habría de continuar como una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría, al final, regresarla al mundo.

Durante diecisiete años, con uno intermedio dedicado deliberadamente a no hacer nada y descansar, las cosas siguieron así. Vivía con entusiasmo, pero me decía: “Hasta que cumpla los cuarenta y nueve todo irá perfectamente. Puedo contar con eso. Es lo más que puede pedir un hombre”. De pronto, diez años antes de cumplir cuarenta y nueve, caí en cuenta de que me había desplomado antes de tiempo.

II

Pues bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras: puede derrumbarse mentalmente, y en ese caso será despojado de toda capacidad de decisión; o corporalmente, y no le quedará más que resignarse al mundo blanco de los hospitales; o ser víctima de los nervios. En un libro poco agradable, William Seabrook cuenta, con orgullo y un final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Su caída en el alcoholismo se debió a un colapso nervioso. Aunque quien esto escribe no estaba tan atrapado por el alcohol -en esa época llevaba seis meses sin probar un vaso de cerveza-, por entonces ya estaba perdiendo sus reflejos nerviosos. Demasiada rabia. Demasiadas lágrimas.

Volviendo a mi tesis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la conciencia de haberme derrumbado no coincidió con un golpe fortuito sino con un período de tranquilidad. Yo había seguido con mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en lo mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con esta y aquella responsabilidad, como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y en cualquier caso tan sólo había sido un mediocre administrador de aquellas cosas que habían sido dejadas en mis manos, incluidas entre ellas mi talento.

Súbitamente, sentí un fuerte impulso de estar solo. No quería, en absoluto, ver a nadie. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida -era bastante amiguero-, aunque tenía una tendencia muy fuerte a identificarme a mí mismo, mis ideas, mi destino, con todas las gentes con las que entraba en contacto. Siempre estaba salvando a alguien --o siendo salvado. En una sola mañana podía pasar por todas las emociones atribuibles a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y de inalienables amigos y partidarios. Y de pronto, sentí la necesidad de estar absolutamente solo. Me las arreglé para aislarme parcialmente de las obligaciones habituales. No fue una época desgraciada. Descubrí que estaba más que agotado. En ocasiones podía estar tirado en cama, durmiendo o dormitando, hasta veinte horas diarias. Disfrutaba de ello. Y en los intervalos trataba decididamente de no pensar. Para variar, hacía listas: hacía listas y las rompía, cientos de listas: de jefes de caballería y de jugadores de fútbol, de ciudades y canciones populares, de pitchers de béisbol y épocas felices, de hobbies pasados y casas donde viví, de cuántos trajes había tenido desde que dejé el ejército y de pares de zapatos. Hice también listas de mujeres que me gustaron y de las veces que permití que me desairaran personas que no eran mejores que yo ni en talento ni en logros. Entonces, de pronto, sorpresivamente, me sentí mejor.

Y me rompí como un plato viejo cuando escuché las noticias.

Este es el final auténtico de mi relato. No me quedaba más que buscar apoyo en eso que suelen llamar el “abismo del tiempo”. Al cabo de una media hora de abrazarme a la almohada, empecé a advertir que durante dos años mi vida había sido un despilfarro de recursos que de hecho no poseía, que había estado hipotecándome física y espiritualmente hasta el cuello. ¿Cuál era el pequeño don que me sería devuelto en compensación? Una vez yo había sido orgullo de confianza y determinación. Todo eso había quedado ya muy lejos.

III

Entendí que en esos dos años, con la intención de salvar algo, tal vez mi paz interior, tal vez no, me había apartado de todas las cosas que acostumbraba amar; que cada acto de la vida, desde cepillarme los dientes por la mañana hasta cenar con un amigo, se había convertido para mí en un esfuerzo descomunal. Comprendí que durante largo tiempo no me habían gustado ni personas ni cosas y que tan sólo seguía adelante con la vieja y acostumbrada farsa de que me caían bien. Comprendí también que mi amor hacia aquellos más cercanos se había convertido en un mísero intento de amar, que mis relaciones informales -con un editor, un vendedor de tabaco, el hijo de un amigo- eran apenas lo que yo recordaba que debían ser, ruinas risueñas de otros, mejores, días. Pronto llegaron a molestarme cosas tales como el sonido de la radio, los anuncios de las revistas, el chirrido de las vías férreas y el silencio mortuorio del campo. Sentía un intenso desprecio ante la debilidad humana. De inmediato (aunque secretamente) ese desprecio devino hostilidad hacia cualquier esfuerzo: odié las noches en que no podía dormir y odié los días porque se encaminaban hacia la noche. Acabé durmiendo del lado del corazón porque me habían dicho que cuanto más pronto lo cansara, aunque fuera un poco, más pronto llegaría la bendita hora de la pesadilla que, como una catarsis, me habilitaría para enfrentar con mayor desdén el nuevo día.

Algunos sitios, algunas caras, ya no podía mirarlas. Como buen hijo del Midwest, mis prejuicios raciales siempre fueron muy vagos, siempre había sentido una inclinación secreta hacia las rubias escandinavas que se sentaban en los porches de Saint Paul, por más que no hubiesen ascendido económicamente lo necesario para formar parte de lo que entonces era la buena sociedad. Eran demasiado hermosas. No podía soportar la visión de irlandeses, ingleses, políticos, extranjeros, virginianos, negros (claros ni oscuros), cazadores, empleados de comercio y clase media en general y todo tipo de escritores (evitaba con muchísimo cuidado a los escritores porque ellos son capaces de perpetuar inquinas como nadie). Abominé de todas las clases sociales en cuanto clases sociales y de la mayoría de las personas en cuanto miembros de determinada clase. Todo muy inhumano e insuficiente, ¿verdad? He ahí el auténtico síntoma del derrumbe.

Soy un hombre que piensa despacio. Se me ocurrió que, de todas las fuerzas naturales, la vitalidad es la única intransferible. Se la tiene o no se la tiene. Igual que salud, los ojos azules, el honor o una voz de barítono. Ya he contado el momento en que me di cuenta de que lo que tenía delante de mí no era el manjar que había pedido para mis cuarenta años. De hecho lo he descrito como un plato resquebrajado, del tipo de los que uno se pregunta si vale la pena conservar. Habrá lectores que piensen lo mismo, para quienes toda revelación personal es despreciable, a menos que termine con una noble acción de gracias. Pero yo ya llevaba demasiado tiempo dándoles las gracias a los dioses, y dándoles las gracias por nada. Sin embargo, a veces hay que guardar en la despensa ese plato desportillado. Hay que mantenerlo en servicio. Nunca se lo podrá volver a meter al horno ni apilar con los demás platos en el lavadero, ni se lo sacará cuando haya visitas, pero servirá para poner galletitas o para guardar restos de comida en la nevera. De esa certeza nace esta secuela: la continuación de la historia de un plato desportillado.

La cura clásica para alguien que se hunde es pensar en quienes se encuentran en la auténtica miseria. Remedio infalible para la melancolía, así como un consejo bastante saludable. A las tres de la mañana, sin embargo, un paquete olvidado posee la misma importancia trágica que una sentencia de muerte. La cura ya no funciona. Y en una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana, día tras día. A esa hora la tendencia es negarse a hacer frente a las cosas tanto como sea posible. Uno afronta esas situaciones con tanta rapidez y cuidado como puede y se deja llevar por el sueño esperando que las cosas hayan de ajustarse por sí solas. Pero no: mientras persiste la retirada hay menos y menos oportunidades de que exista tal gracia. Uno no espera que se desvanezca un solo dolor; antes bien, espera ser testigo involuntario de una ejecución: la desintegración de la propia personalidad.

A menos que la locura o las drogas intervengan, esta fase llega, en algún momento, a un callejón sin salida. Y viene seguida de una calma vacía. En este punto uno puede tratar de calcular lo que ha perdido y lo que le queda. En mi caso, solamente cuando alcancé esa calma me di cuenta de verdad que había pasado por dos experiencias simultáneas.

Durante dieciséis años viví desconfiando de los ricos, pero trabajando por dinero que me permitiera compartir la suntuosidad y la gracia con que ellos vivían. Durante este tiempo muchos de los caballos que yo cabalgaba habitualmente fueron alcanzados y derribados. Recuerdo el nombre de algunos: Orgullo desinflado, Esperanzas frustradas, Deslealtad, Exhibicionismo, Golpe bajo, Nunca más. Un buen día yo ya no tenía veinticinco años. Luego, ni siquiera treinta y cinco. Ya nada era igual de bueno. Curiosamente, de todos estos años no recuerdo ni un solo momento de desaliento. Vi a hombres honestos pasar por estados de abatimiento suicida (algunos de ellos se rindieron y murieron); otros se adaptaron y siguieron hasta alcanzar un éxito mayor que el mío: pero mi moral nunca se hundió por debajo del nivel del autodesprecio cuando tuve que añadir algún cuestionable alarde personal.

Cuando la primavera pasada un cielo nuevo dividió el sol, al principio no lo relacioné con lo que había pasado hacía quince o veinte años. Gradualmente fue surgiendo un indudable parecido de familia -un sobrepasar los límites, un consumirse de la vela por ambos extremos-; un apelar a recursos físicos que de hecho no dominaba, como un hombre desbordando su cauce. En su impacto, este golpe fue más violento que los otros dos, pero era del mismo tipo; la sensación de que me encontraba de pie a la hora del crepúsculo en una llanura desierta, con un rifle descargado entre las manos y sin blanco al que disparar. Solamente quedaba el silencio y el sonido de mi propia respiración.

En este silencio existía una enorme irresponsabilidad hacia toda obligación, una negación de todos mis valores. Una creencia apasionada en el orden, un menosprecio de motivos y consecuencias en favor de la conjetura y la profecía, una sensación de que la artesanía y la industria tendrían su sitio en cualquier mundo. Estas y otras convicciones fueron barridas una por una. Vi que la novela, que en mi madurez era el medio más potente y dócil para transmitir pensamiento y emoción de un ser humano a otro, iba quedando subordinada a un arte mecánico y público que, tanto en manos de los comerciantes de Hollywood como en las de los idealistas rusos, apenas era capaz de reflejar los pensamientos más vulgares, las emociones más obvias. Era un arte en el que las palabras se subordinaban a las imágenes, donde la personalidad se volvía tan inservible que llegaba hasta el rastrero e inevitable nivel de la colaboración. Hacia 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría al novelista más grande en algo tan arcaico como las películas mudas. La gente todavía leía, aunque sólo fuera el libro del mes (niños curiosos husmeando la basura), pero había una irritante indignidad, que para mí casi se había convertido en obsesión, en ser forzado a ver que la palabra escrita era subordinada a otra fuerza, una fuerza más reluciente, más grosera. Y tambien:

1. Que había pensado muy poco, excepto en los problemas de mi oficio. Durante veinte años una determinada persona había sido mi conciencia intelectual: Edmund Wilson.

2. Que otro hombre representaba lo que yo pensaba que era la “buena vida”, aunque sólo lo viera una vez cada diez años, y desde la última podrían haberle colgado. Tiene negocios de pieles en el noroeste y no le gustaría que su nombre apareciese aquí. Pero en situaciones difíciles he tratado de pensar en lo que hubiera pensado él, en cómo habría actuado él.

3. Que un tercer contemporáneo mío ha sido mi conciencia artística; yo no he imitado su contagioso estilo, porque mi propio estilo, tal y como es ahora, se formó antes de que él hubiese publicado nada, pero me sentía empujado hacia él cuando yo estaba en peligro.

4. Que un cuarto hombre había llegado a dictarme mis relaciones con otras personas cuando éstas iban bien: cómo comportarme, qué decir, cómo hacer que la gente, al menos durante un momento, fuera feliz (al revés de algunas teorías sobre cómo hacer que todos se sientan incomodísimos mediante una especie de vulgaridad sistemática). Esto siempre me dejaba confuso, deseando correr a emborracharme; pero este hombre del que hablo había entendido el juego, lo había analizado y había ganado. Y su palabra a mí me bastaba.

5. Que mi conciencia política casi no había existido a lo largo de diez años salvo como elemento de ironía en los argumentos de mis novelas. Cuando volvió a interesarme el sistema dentro del que debía de funcionar, fue un hombre mucho más joven que yo quien despertó mi interés, con una mezcla de pasión y de aire puro.

6. Ya no había un “Yo” -tampoco una base sobre la que organizar la propia estima-, salvo mi ilimitada capacidad para el trabajo duro. Capacidad que aparentemente yo habia perdido. Era raro no tener un yo: ser como un niño pequeño al que han dejado sólo en una casa enorme y que podía hacer todo lo que quisiera, pero descubría que no quería hacer nada.


(Ha pasado la hora y apenas he abordado mi tesis. Tengo algunas dudas de si esto sea de interés general. Si alguien quiere saber más, todavía queda mucho, y el director de la revista me lo hará saber. Si ya han tenido bastante, díganmelo -pero no demasiado alto, porque tengo la sensación de que alguien, no estoy seguro de quién, duerme profundamente-, alguien que podría haberme ayudado a mantener la tienda abierta. No es Lenin --y tampoco es Dios.)

He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el derrumbamiento de todos sus valores, una quiebra de la que se enteró mucho después de que ésta se produjo. He relatado el periodo sucesivo de desolación y de necesidad de seguir, aunque sin el apoyo de las conocidas heroicidades, tipo: “Mi cabeza sangra, pero no ha sido doblegada”. Una revisión de mis responsabilidades espirituales indica que yo no tenía una cabeza individual que se doblegara o no. Una vez había tenido corazón, pero eso era casi lo único de lo que podía estar seguro.

Una noche de cansancio y desesperación hice mi maleta y me fui hasta un sitio situado a más de mil kilómetros. Quería pensar. Tomé una habitación de a dólar en un pueblo triste donde no conocía a nadie y gasté todo el dinero que llevaba encima en un surtido de conservas, carnes, galletas saladas y manzanas. No quiero sugerir que el cambio de un mundo más bien lleno de cosas a un relativo ascetismo era una Búsqueda Magnifica. Mi autoinmolación era algo empapado en oscuridad. Resultaba perfectamente evidente que no era moderna, aunque la viera en otros, la viera en una docena de hombres de honor e industria después de la guerra. He estado cerca de un famoso contemporáneo mío que jugó con la idea de la Gran Fuga y durante seis meses presencié cómo otro, igual de eminente, se encerró en un manicomio incapaz ya de soportar ningún tipo de contacto con sus semejantes. Y con todos los que se rindieron y sucumbieron podría hacer una extensa lista.

Esto me llevó a la idea de que quienes han sobrevivido, han logrado algo así como la Fuga Total. Se trata de un término muy amplio y no mantiene paralelismo con la fuga de una cárcel cuando uno es conducido a una cárcel nueva o se verá obligado a volver a la de antes. Los famosos “evadirse” o “huir de todo” son excursiones al interior de una trampa, incluso cuando la trampa incluye a los Mares del Sur (destino de pintores y navegantes). Una Fuga Total es algo de lo que uno no puede recuperarse; es algo irreparable porque el pasado deja de existir. Entonces, dado que no podía seguir cumpliendo con las obligaciones que me había impuesto la vida o que me había impuesto yo mismo, ¿por qué no romper la cáscara vacía dentro de la cual llevaba fingiendo durante cinco años? Debía seguir siendo escritor porque se trataba de mi única manera de vivir, pero debería renunciar a cualquier intento de ser persona, de ser amable, justo o generoso. Había multitud de monedas falsas en circulación y yo sabía dónde las podría conseguir a cinco por un dólar. En treinta y nueve años un ojo observador ya ha aprendido a distinguir dónde se hace agua la leche y se añade arena al azúcar, dónde se pasa una baratija de cristal por un diamante y el estuco por piedra. Ya no habría más entrega de mí mismo, toda entrega quedaría proscrita a partir de entonces y tendría un nuevo nombre. Ese nombre era Derroche.

La decisión me hizo sentir exuberante, como toda cosa que sea a la vez auténtica y nueva. Como una especie de comienzo ritual, tenía que tirar a la papelera en cuanto volviera a casa un montón de cartas. Cartas que pedían algo a cambio de nada: leer el manuscrito de éste, conseguir la publicación del poema de aquél, hablar gratis por la radio, hacer notas de presentación, conceder esta entrevista, ayudar en el argumento de esta obra de teatro, en esta situación familiar, llevar a cabo este acto de consideración o caridad. Pero el sombrero del ilusionista estaba vacío. Sacar cosas de ese sombrero había sido durante largo tiempo una habilidad manual, y ahora, para cambiar de metáfora, estaba después del nombre final de la lista de ayudas. Al final y para siempre.

Si uno de ustedes fuera joven y se le ocurriera escribirme solicitando una entrevista conmigo para aprender a ser un sórdido literato que escribe obras sobre el estado de agotamiento emocional que a menudo se apodera de los escritores en sus comienzos -si fuera usted tan joven y tan fatuo como para hacer eso-, ni me molestaría en acusar recibo de su carta, a no ser que estuviera usted relacionado con alguien muy rico e importante. Y si usted se estuviera muriendo de hambre junto a mi ventana, saldría rápidamente y le sonreiría y diría algo (a no ser que sólo le diera la mano) y me quedaría por allí hasta que alguien sacara una moneda para telefonear a la ambulancia, y lo haría únicamente si viese que hay en ello algo provechoso para mí.

He llegado por fin a ser solamente un escritor. La persona que persistentemente he intentado ser, se convirtió en una carga tan pesada que la he “dejado ir” con tan poco remordimiento como el de una negra que da rienda suelta a su hombre el sábado por la noche. Déjese a las buenas personas funcionar como tales, que los médicos tan agobiados de trabajo mueran en servicio activo, con una semana de “vacaciones” al año que pueden dedicar a ocuparse de los asuntos de su familia; y que los médicos con poco trabajo se ocupen de casos de a dólar cada uno; déjese que maten a los soldados para que entren inmediatamente en el Valhala de su profesión. Este es su contrato con los dioses. Un escritor no necesita de semejantes ideales a menos que se los forje para sí mismo. Y este escritor ha renunciado a todos. El viejo sueño de ser un hombre completo, en la tradición de Goethe-Byron-Shaw, con un toque norteamericano de opulencia, ha sido relegado al montón de basura.

Mi propia felicidad, en el pasado, se acercaba, a menudo, a algo así como a un éxtasis que no podía compartir ni siquiera con la persona a la que más quería: tenía que agotar esa felicidad caminando por calles tranquilas. De aquel éxtasis sólo quedan fragmentos para destilar en los renglones de un libro, y creo que mi felicidad, o talento para el autoengaño o lo que se quiera, siempre fue una excepción. No era algo natural sino todo lo contrario: tan artificial como la Era de Prosperidad.

Ahora mi experiencia reciente me hace marchar en paralelo con la ola de desesperación que azotó a esta nación cuando se terminó la Era de Prosperidad. Me las arreglaré para vivir con la nueva sabiduría, aunque me haya llevado varios meses aceptarlo. Y al igual que el risueño estoicismo que ha permitido al negro norteamericano soportar las condiciones intolerables de su existencia le ha costado su sentido de la verdad, en mi caso hay también un precio que pagar: ya no me caen bien el cartero, ni el bolichero, ni el editor, ni el marido de mi prima, y a su vez yo les desagrado a ellos, de modo tal que la vida nunca volverá a ser muy agradable. El letrero de “Cave Canem” está permanentemente colgado justo encima de mi puerta. No obstante, trataré de ser un animal correcto. Y si me tiran un hueso con bastante carne, hasta podría lamerles la mano.

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Nota: Hemos traducido íntegramente el primer artículo de la serie (fechado “Febrero de 1936”). Por razones de espacio, a los dos siguientes artículos (“Marzo 1936” y “Abril 1936”), les hemos practicado algunas podas.

martes, 9 de diciembre de 2008

Escrutando el iPod de Pierre Menard (Volumen 3)

Once upon a time, mi padre necesitaba, con urgencia, hacerse un traje, pero su sastre había viajado. Al no poder esperarlo, puteando efusivamente, tuvo que hacerse cortar y costurar saco, pantalón y chaleco con un sastre que algún familiar muy comedido le recomendó. Quedó muy descontento mi viejo con el trabajo de aquel hombre, de modo que apenas regresó su sastre, mi papá fue a verlo, a pedirle que le arreglara lo que el otro había hecho.

Por alguna razón que hoy me excede, yo lo acompañé a mi papá esa vez, a ver a su sastre, a don Atilio. Posiblemente, aquélla fue mi última visita a una sastrería. Don Atilio le había hecho trajes y pantalones a mi padre por años. Ya ni necesitaba tomarle las medidas. Tras revisar lo que aquel otro sastre había hecho, o intentado hacer, don Atilio arrojó el fallido traje a un lado, se acercó a mi padre y con visible molestia le reclamó muy ofendido: “¿Por qué me trae esto? ¿No sabe, don Cosifay, que es más complicado acomodar el trabajo de otro que hacer algo enteramente nuevo?”.

Muchos años después, frente a la cabalística serie de ensayos bonsai sobre los covers favoritos del emérito amigo Frankie Stein, yo iba a recordar aquella escena. Se sabe: “La noción de texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio”. Aleluya.

Por Frank Stein Condori

“Poseemos en nosotros mismos toda la música: yace en las capas profundas del recuerdo. Todo lo que es musical es una cuestión de reminiscencia. En la época en que no teníamos nombre debimos haberlo oído todo.”

E. M. Cioran

“Blackbird” The Beatles/Mateo

Cuando la música de los Beatles llegó a Sudamérica causó estragos. Nadie de cierta edad podía escapar del alcance de su onda expansiva, ni siquiera Gabo o mi tío fascista, que empezaba su carrera militar. Entonces, como hongos, aparecieron los replicantes: Mockers, Shakers y otros. Nostálgicos y burdos ejercicios de emulación. Pero no era el caso del joven Eduardo Mateo, que antes que todos incorporó ese novedoso sonido a la base con la que ya venía trabajando, bossa y candombe, sin dejarse encandilar por los brillos de Liverpool. Así habría surgido ese extraño y original estilo llamado candombe-beat. Ya en 1964 Mateo versionaba a los Beatles con arreglos bosseros. Tal vez de aquella época le quedó este tic de versionarlos alterándolos, contaminándolos con los colores y ritmos locales. Esta versión de “Blackbird” es emblemática.

Nacido en Montevideo en 1940 en una familia humilde (su madre era la empleada doméstica del compositor Eduardo Fabini, por quien le puso el nombre de Eduardo). De muy chico ya se acercaba a las murgas barriales, pero el encuentro con la obra de Joao Gilberto lo haría interesarse por la música y formar sus primeras bandas. Luego, como se dijo, descubre a los Beatles. A fines de los 60 forma El Kinto, junto a Rubén Rada, Urbano Moraes y otros; sin dudas el primer grupo beat en español. No llegaron a grabar disco, pero se hicieron leyenda con las famosas Musicaciones, originales espectáculos interdisciplinarios. En vida llegó a grabar apenas 4 discos como solista y 3 en colaboración (con Cabrera, Rada y Trasante). Murió en 1990, sumergido en la droga y la pobreza y convertido en un mito descomunal de difícil acceso.

Esta versión, extraída de la recopilación El Tartamudo (se sabe que muchas de las canciones de Mateo fueron tocadas una sola vez, siempre ante escaso público, quedando los asistentes a sus shows como los únicos testigos de esas melodías) muestra que Mateo no sólo innovó a nivel compositivo, sino que como hiperquinético percusionista y guitarrista logró desarrollar un estilo único, que luego influiría en muchos intérpretes. Mateo y Alfredo Zitarrosa son los progenitores de la actual música popular uruguaya, pródiga como pocas. Esta versión es también pionera en el enfoque localista, en lo que respecta al abordaje de la versión. Así, es precursora de “Don´t bother me” de Spinetta, “Positively 4th street” de Charly Garcia, “Dance me to the end of love” y “High & Dry” de Jorge Drexler o de “Jokerman” de Caetano Veloso, entre otros. Qué dirá el bajista de los Beatles.

Versión de The Beatles:

Versión de Mateo

“Mother” John Lennon/ Neutral Milk Hotel

“I don’t believe in Beatles”. El disco en el que John Lennon exorcizaba los demonios de la década de éxito beatlero arrancaba con una dolorosa confesión de infancia. Entre un documento de su terapia con el Doctor Janov y un salida de cantautor llevada al extremo, “Mother” destilaba los aullidos primales[1] con los que trató de superar el abandono de sus padres, negando la adopción rocanrolera con canciones en las que el sentido poético y las convenciones musicales eran desplazadas justa y deliberadamente, procurando ahuyentar a los viejos fanáticos de los fab four con un vaciamiento simplemente imposible. Si bien hoy “Mother” puede sonar aplacada en lo musical, todavía consigue desgarrar a los hijos del “99% de los padres del mundo” a los que, a posteriori, John dedicó el tema. Virtud nada menor, hay que admitir, tal persistencia.

Curiosamente Lennon, que alguna vez “perpetrara” el mejor cover de todos los tiempos junto a otros tres liverpudliens[2], parecía haber creado una canción imposible de versionar, dada su naturaleza en extremo personal. Y sucedió así, pues incluso el cover de Barbra Streissand, que contaba con un bagaje similar al de Lennon, fondeó en aguas tan poco profundas que terminó recibiendo el castigo del éxito de ventas. La maldición no se rompería sino hasta que Jeff Magnun, líder de Neutral Milk Hotel, consiguiera apropiarse del ethos de “Mother”, habitando el dolor de Lennon desde un marco particularísimo[3], sin el pudor que persigue al tipo de desnudez a la que se atrevió John, pero abrumado también por el exceso de un triunfal disco, “In the aeroplane over the sea”, que aterrizaba en otra niña (Anna Frank) la idea de una madurez no sólo lastrada por el dolor infantil, sino expandida por la invariable madurez de este mismo.

Arrasando con acoples y gritos amoldados a la expresión inundada de un momento, Magnum introduce “Mother” a su sistema estético, la convierte en una de esas canciones en las que hablaba de niños a los que les brotaban mariposas de las entrañas o seres de dos cabezas engendrados en tubos de ensayo. Ergo, Lennon encontraba en la desafinada fuerza de Magnum una síntesis que finalmente expulsaba a Yoko y los particularismos beatle del tema. Y así como Lennon incluyó un latigazo a Zimmerman en el mismo disco en el que se probaba el traje de “Working class hero”, Magnum jamás volvió a tocar después de esta furtiva presentación, paradójicamente realizada para gente que ni idea tenía de quien era él. Y con John ya muerto nos queda claro que aunque los Beatles se terminen de acabar, como indefectiblemente ha de suceder, siempre podremos encontrar formas distintas para gritar lo mismo que gritaron nuestros padres. O el 99% de ellos, al menos.


Versión de Lennon:

Version de Neutral Milk Hotel:

“All along the watchtower”

(para Yei Ar Kenobi)

Cada tanto, según muta el Deseo de la cultura, el candidato al título de “mejor disco” de Bob Dylan cambia: primero fue Highway 61 Revisited, luego Blonde On Blonde y en el último tiempo Blood On The Tracks. Entre los dylanosos más enfermitos, sin embargo, suele creerse que John Wesley Harding y el insolentemente genial Street Legal son las joyas mayores (“Where are you tonight”, anyone?). No se ve tan claro desde la brumosa atalaya del presente, pero John Wesley Harding fue quizás el acto más temerario de la carrera de Dylan.

1966. Luego de pavimentar la autopista de la música contemporánea y en el momento en que los Beatles, los Rollings et al incorporaban el estudio de grabación como un instrumento más, siguiendo la brecha de experimentación y exploración que Bob había abierto, His Bobness se borra de las actualidades. Desaparece del mundo. Tras un año en el limbo, Dylan sale de su refugio rumbo a Nashville y en menos de doce horas graba John Wesley Harding, con músicos de sesión, con quienes apenas ensaya (cuando ensaya). Su disco más consistente, más enigmático. Vale decir: justo cuando el mundo esperaba que Bob saliera otra vez a la punta de las puntas, Bob se va lejos, bien lejos. Pero en la dirección opuesta. Casi como si hubiese decidido seguir al pie de la letra aquel lema de James Joyce: silence, exile, cunning.

Algo se traía bajo el poncho el viejo Bob: en la tapa del disco, sonreía por primera vez (!). En la contratapa volvía a las copiosas liner notes, pero ahora con una parábola zen de ambiente cowboy. En más de un sentido, esa tapa y esa contratapa contenían todo el disco.

“Don’t go mistaking Paradise with a house along the road”.

El cuarto track de aquel álbum titula “All along the watchtower” (AATW).

Una especie de comentario hippie a las profecías de Isaías y el libro del Apocalipsis ([4]).

Jimi Hendrix estaba obsesionado con Bob Dylan. No hay biógrafo que no cuente la anécdota de sus primeros tiempos en New York, apenas de regreso de Vietnam, cuando se fue con su vinilo de Freewhelin’ a una discoteca y amenazó con golpear al DJ si no le ponía el disco. Quería escucharlo con un buen sistema de sonido, pobechito. Fiel a la obsesión, cuando supo que Dylan preparaba John Wesley Harding, Hendrix, pidió a su publicista, desde Londres, que le consiguiera los demos --varios meses antes del lanzamiento oficial del disco.

Nadie negará que los estudió bien. El mejor lector, apunta Renzi, es el que lleva más lejos las potencias de un texto. John Wesly Harding> Hendrix fue a Dylan lo que Ezra Pound fue a T. S. Eliot ([5]). Lo curioso es que su idea inicial fue grabar “I dreamed I saw St. Augustine”. “All along the watchtower” vino por descarte. La versión de Hendrix sale a ver mundo en el single promocional del disco Electric Ladyland, con la banda Experience, en septiembre del 68. El proceso de grabación había empezado en enero de aquel año. Hendrix trabajó durante tres meses sobre la canción, añadiendo sonidos, texturas y efectos ambientales (ecos, tambourines). Grabó decenas de takes sin lograr alcanzar esa forma que tenía en la cabeza.

Insatisfecho con los logros de sus músicos, Jimi grabó también las pistas del bajo.

Nunca antes y nunca después se tomó Hendrix tantas molestias con una canción, suya o ajena. “Me pasa siempre con Dylan. Lo escucho y descubro que él ha logrado componer sin esfuerzo eso que yo estaba buscando y no lograba ensamblar”, confesó alguna vez ([6]).

Dylan comienza su “All along the watchtower” con un solo de armónica, en sosegado ritmo folkie, y entra en cuestión reportando: “There must be some way out of here, said the joker to the thief”. Hendrix irrumpe con guitarra y batería en estado de estruendo y cuando de entre el magma sale su voz oímos: “There must be some kind of way out of here”. Dylan resuelve la canción como el relato de un testigo distante, no involucrado. Alguien que pasa y mira y cuenta lo que ve. Como si desde una atalaya inexpugnable observara el fin de los tiempos.

Dada la riqueza instrumental del trabajo de Hendrix y la austeridad country de la versión de Dylan, parecería que Hendrix hace una versión más acelerada. Pero no. La versión de Hendrix es más lenta, con pausas entre frase y frase, entre una imagen y otra. Dylan se toma al pie eso de que “the hour is gettin’ late” y canta casi sin respirar, apilando imágenes, siempre al margen de los diversos diálogos que traman la canción: el del ladrón y el bromista; el del viento y el animal salvaje; el de la guitarra y la armónica. “No reason to get excited”.

Cuando uno toca AATW en la guitarra según la versión de Dylan, empieza arriba del cuello de la viola, en La Menor, baja a Sol Mayor y vuelve a subir a Fa Mayor. Al tocar la versión de Hendrix, se empieza abajo, también en La Menor, pero puenteada en el quinto traste, y de allí se sube a Sol Mayor para luego subir aún más hasta Fa Mayor. Progresión constante. Afirmación vital. En Dylan la canción se resuelve como una sucesión de bucles: cada línea repite la estructura LaMenor-SolMayor-FaMayor y vuelve a recomenzar en la frase siguiente. Con intervalos de la armónica, idénticos, en variaciones que no se alejan de esa escala recursiva. Y al llegar al último verso es que llegamos recién al comienzo de la narración. Se diría que AATW gira en redondo, sin avanzar. “There must be some way out of here”.

AATW carece de estribillo, de punto de referencia: da vueltas en círculo. Estructura que refuerza el ámbito claustrofóbico comentado en la apertura. Y aquí se ve por qué Hendrix necesita añadir ese “kind of”: la razón no viene de la disminución del tempo, de un acomodo al fraseo, no: su versión no es un saludo ni un homenaje a Dylan: es una negación, una reacción contra el nihilismo del original: una especie de fuga. En Hendrix, AATW es el relato del triunfo del héroe: por eso su trabajo sobre la guitarra como una progresión constante y su búsqueda, en los intervalos solistas, de tonalidades fuera del ciclo LaMenor-SolMayor-FaMayor. Hendrix hace que su guitarra usurpe el lugar del narrador y se propone como un tercer protagonista, intercambiando máscaras con el bromista y el ladrón.

El narrador dylaniano es una suerte de angelus novus benjaminiano anunciando la inminente catástrofe, un cronista indiferente. Hendrix canta desde adentro del drama: su voz es el aullido portador de las demandas de los condenados. Y su guitarra, el heraldo de la victoria.

"There are many here among us who feel that life is but a joke.
But you and I, we've been through that, and this is not our fate,
So let us not talk falsely now, the hour is getting late."

La majestuosidad de la hazaña de Hendrix es autoevidente para cualquiera que tenga orejas. Cuando en 1974, después de siete años de ausencia de los escenarios, Dylan volvió a dar conciertos , todos sus shows cerraron con “All along the watchtower” en la versión dura de Hendrix. Jimi había muerto cuatro años antes. Desde entonces, Dylan interpreta AATW merodeando esa exquisita atalaya de sonido que Hendrix divisó en 1968, apenas un año después de que Bob hubo lanzado su John Wesley Harding.

Para el 93% de los melómanos del mundo esa canción es de Hendrix. Un pequeño milagro. El registro de Hendrix en 1968 es uno de los momentos más altos de la historia del rock. Y un emblema del legado de Jimi. Así lo entienden los dylanianos superhéroes de The Watchmen: la línea “Two riders were approachin’, the wind began to howl”, da título al décimo libro de la serie y, según ha trascendido, ahora que sale la película (el cover), sobre los créditos oiremos una nueva versión: esta vez por los cojonudos postpunkies de My Morning Jacket.


“Versión de Bob Dylan:


Versión de Hendrix:



1 Janov es famoso por haber iniciado la “escuela terapéutica” de los Gritos Primales (Primal Scream), que básicamente consistía en gritar hasta sanarse, o quitarse el susto por los alaridos. No corresponde discutir su efectividad, aunque extrañamente han inspirado a varios artistas y sus excursiones en el terreno “confesional”. John Lennon el más famoso de ellos.

2 Hablamos naturalmente de “Twist and shout”.

[3] Quizás el común agobio de la fama, pues Jeff Magnum se convirtió un recluso voluntario y disolvió de facto la banda ante el abrumador éxito de “In the aeroplane over the sea”. Su última presentación sería en un ignoto bar neozelandés en 2001, y precisamente la canción con la que declararía aquello que restaba por decir fue “Mother”, la última que jamás tocaría en público, además.

[4] Isaías, 21. Versículos: 5 (“Prepare the table, watch in the watchtower, eat, drink: arise, ye princes, and anoint the shield”), 8 (“And he cried, A lion: My Lord, I stand continually upon the watchtower in the daytime, and I am set in my ward whole nights”), 9 (“And, behold, here cometh a chariot of men, with a couple of horsemen.”). Para mayores elaboraciones pueden consultarse los libros: Jokermen and Thieves: Bob Dylan and the Ballad Tradition, de Nick De Somogyi; y también Tangled Up in the Bible: Bob Dylan and Scripture, de Michael J. Gilmour.

[5] En “Desolation Row”, Dylan canta: “And Ezra Pound and T. S. Eliot are fighting in the captain’s tower, while calypso singers laugh at them and fishermen hold flowers”. Otro verso de esta misma canción cierra el primer libro de The Watchmen.

[6] Entre los numerosos libros dedicados a Hendrix se recomienda: Crosstown Traffic: Jimi Hendrix and the Post-War Rock ’n’ Roll Revolution, por Charles Shaar Murray.