lunes, 15 de noviembre de 2010

Un cuento de La Banda de los Corazones Sucios

En el blog de Eterna Cadencia (gracias a quienes moran en esa hermosa casa en Palermo, Buenos Aires, que alberga una editorial, una librería y un restaurante) publicaron el cuento de la narradora argentina Mariana Enriquez, incluido en nuestro último lanzamiento: La Banda de los Corazones Sucios (selección y prólogo de Salvador Luis). Compartimos con ustedes este relato sobre uno de los primeros asesinos seriales de Latinoamérica.

por Mariana Enriquez.

La primera vez que se le apareció fue en la salida de las nueve y media de la noche, la que se hacía en ómnibus. Fue durante una pausa del relato, mientras recorrían el tramo que iba desde el restaurant que había sido de Emilia Basil, descuartizadora, hasta el edificio donde solía vivir Yiya Murano, envenenadora. De todos los tours por Buenos Aires que ofrecía la empresa para la que trabajaba, el de crímenes y criminales era el más exitoso. Se hacía cuatro veces por semana: dos en ómnibus y dos caminando, dos en inglés y dos en español. Pablo supo que cuando la empresa lo designó como guía del tour de crímenes le estaba dando un ascenso, aunque el sueldo fuera el mismo (sabía que, tarde o temprano, si lo hacía bien, esa cifra también iba a ascender). El cambio lo había alegrado mucho: antes hacía el tour “Arquitectura Art-Nouveau de Avenida de Mayo”, que era muy interesante, pero aburría después de un tiempo.

Había estudiado los diez crímenes del tour en todo detalle para poder contarlos bien, con gracia y suspenso, y jamás había tenido miedo ni se había impresionado. Por eso, antes que terror, sintió sorpresa al verlo. Era él, sin duda, inconfundible. Los ojos grandes y húmedos, que parecían llenos de ternura pero en realidad eran un pozo oscuro de idiocia. El chaleco oscuro y la estatura baja, los hombros esmirriados y en las manos esa soga fina -el piolín, como lo llamaban entonces- con que le había demostrado a la policía, sin expresar emoción alguna, cómo había asfixiado y atado a sus víctimas. Y las orejas enormes, puntiagudas y simpáticas, de Cayetano Santos Godino, el Petiso Orejudo, el criminal más célebre del tour, quizá el más famoso de la crónica criminal argentina. Un asesino de niños y de animales pequeños. Un asesino que no sabía leer ni sumar, que no distinguía los días de la semana y que bajo su cama guardaba una caja llena de pájaros muertos.

Pero era imposible que estuviera ahí, donde Pablo lo estaba viendo. El Petiso Orejudo había muerto en 1944, en el ex presidio de Ushuaia, en Tierra del Fuego, el fin del mundo. ¿Qué podía hacer ahora mismo, en la primavera de 2009, como pasajero fantasma de un ómnibus que recorría los escenarios de sus asesinatos y sus varias tentativas? Porque sin duda era él, imposible confundirlo, el aparecido era idéntico a las numerosas fotos de época que se conservaban. Además, había suficiente iluminación como para verlo bien: el ómnibus llevaba las luces encendidas. Estaba parado casi al final del pasillo, haciendo la demostración con su piolín, mirándolo a él, al guía, a Pablo, con cierta indiferencia pero con claridad. Hacía rato que Pablo había contado su historia. Lo venía haciendo durante dos semanas, y le gustaba mucho, pero no le daba miedo. El Petiso Orejudo había acechado una Buenos Aires tan lejana y tan distinta que resultaba difícil sugestionarse con su figura. Y sin embargo algo debía haber impresionando vivamente a Pablo, porque el Petiso estaba allí aunque nadie más lo veía -los pasajeros conversaban animadamente y le pasaban la mirada por encima sin reparar en él-. Pablo sacudió la cabeza, cerró los ojos con fuerza, y al abrirlos, la figura del asesino con su piolín había desaparecido. ¿Me estaré volviendo un poco loco?, pensó, y apeló a la psicología barata para llegar a la conclusión de que el Petiso se le aparecía porque él acababa de tener un hijo, y eran los niños las únicas víctimas de Godino. Los niños pequeños. Pablo contaba en el tour de dónde, creían los forenses de la época, le venía esa saña: el primer hijo de los Godino, el hermano del Petiso, había muerto a los 10 meses de edad en Calabria, Italia, antes de que la familia emigrara. El recuerdo de ese bebé yerto lo obsesionaba: en muchos de los crímenes -y de los intentos, mucho más numerosos- repetía la ceremonia del entierro. A los peritos que lo interrogaron después de ser atrapado les dijo: “Nadie vuelve de la muerte. Mi hermanito nunca volvió. Simplemente se pudre bajo la tierra”.

Pablo contaba el primer simulacro de entierro en una de las primeras paradas del tour: la intersección de la calle Loria con San Carlos, donde el Petiso había atacado a Ana Neri, 18 meses de edad, vecina suya en el conventillo de la calle Liniers -que ya no existía, pero de todos modos el solar donde alguna vez estuvo seguía siendo una parada del recorrido, con una breve puesta en contexto donde se le explicaba a los turistas las condiciones de vida de aquellos inmigrantes recién llegados que escapaban de la pobreza europea: hacinados en inquilinatos mal ventilados, húmedos, sucios, ruidosos, promiscuos. El ambiente ideal para los crímenes del Petiso, porque la incomodidad y el desorden acababan por mandar a los niños a la calle: vivir en aquellas habitaciones era tan insoportable que la gente se la pasaba en la vereda, especialmente los hijos, que correteaban por ahí.

Ana Neri, entonces. El Petiso la llevó al baldío, la golpeó con una piedra y una vez que la niña estuvo inconsciente, trató de enterrarla. Un policía lo encontró en medio de la tarea y él rápidamente mintió una coartada: le dijo que estaba intentando ayudar a la bebé, que había sido atacada por otra persona. El policía le creyó, posiblemente porque el Petiso Orejudo también era un niño: tenía, entonces, nueve años.

Ana tardó seis meses en recuperarse del ataque.

No fue el único ataque con simulacro de entierro: en septiembre de 1908, poco después de dejar la escuela -y de que comenzaran sus aparentes ataques de epilepsia: nunca se terminó de comprobar a qué se debían las convulsiones que sufría el Petiso- se llevó al niño Severino González hasta un terreno baldío frente al colegio Sagrado Corazón. En el terreno había un pequeño corral de caballos. El Petiso sumergió al niño en la pileta donde tomaban agua los animales e intentó cubrirlo con una tapa de madera. Un simulacro más sofisticado, la recreación del ataúd. Otra vez, un policía que pasaba impidió el crimen, y otra vez el Petiso mintió diciendo que en realidad estaba ayudando al niño. Pero ese mes el Petiso estaba incontinente. El día 15 de septiembre atacó a un bebé de 20 meses, Julio Botte. Lo encontró en la puerta de su casa, Colombres 632. Le quemó el párpado de uno de los ojos con un cigarrillo que llevaba en la mano, encendido. Dos meses después, los padres del Petiso no soportaron más su presencia ni sus acciones, y ellos mismo lo entregaron a la policía. En diciembre acabó en la colonia penal para menores de Marcos Paz. Allí aprendió a escribir un poco, pero se destacó sobre todo por echar gatos y botines a las ollas humeantes de la cocina, cuando los cocineros se descuidaban. El Petiso cumplió tres años preso en el reformatorio de Marcos Paz.

Salió con más ganas de matar que nunca y pronto lograría el primer, deseado asesinato.

Pablo siempre terminaba el capitulo del Petiso con el interrogatorio que le hizo la policía tras su detención. A los turistas parecía impresionarlos mucho. Lo leía, para que el efecto realista fuera mayor. La noche en que el Petiso se apareció en el bus sintió cierta incomodidad antes de repetir sus palabras, pero decidió decirlas igual. El Petiso sólo lo miraba y jugaba con la soga: no parecía moverse, ni lo amenazaba.

-¿No siente usted remordimientos de conciencia por los hechos que ha cometido?

-No entiendo lo que ustedes me preguntan.

-¿No sabe usted lo que es el remordimiento?

-No, señores.

-¿Siente usted tristeza o pena por la muerte de los niñitos Giordano, Laurora y Vainikoff?

-No, señores.

-¿Piensa usted que tiene derecho a matar niños?

-No soy el único, otros también lo hacen.

-¿Por qué mataba usted a los niños?

-Porque me gustaba.

Esta última respuesta provocaba la desaprobación general de los pasajeros, que en general parecían contentos cuando se cambiaba de criminal y se pasaba a la más comprensible Yiya Murano, envenedadora de amigas que le debían dinero. Una asesina por ambición. Fácil de entender. El Petiso, en cambio, incomodaba a todos.

Esa noche, cuando llegó a su casa, no le contó a su mujer que había visto el espectro del Petiso. Tampoco a sus compañeros, pero eso era normal: no quería tener problemas en el trabajo. En cambio, le molestaba no poder hablarle de la aparición a su mujer. Dos años atrás se lo hubiera contado todo. Dos años atrás, cuando todavía podían confesarse cualquier cosa sin miedo, sin recelo. Era una de las tantas cosas que habían cambiado desde el nacimiento del bebé. Se llamaba Joaquín, tenía seis meses, pero Pablo seguía diciéndole “el bebé”. Lo quería -al menos, eso le parecía- pero el bebé no le prestaba demasiada atención, aún estaba demasiado aferrado a su madre, y ella no ayudaba, no ayudaba para nada. Se había convertido en otra persona. Temerosa, desconfiada, obsesiva. A veces Pablo se preguntaba si estaba ante un caso de depresión post-parto. Otras veces solamente se malhumoraba, y recordaba con nostalgia y algo - mucho- de enojo los años previos al bebé. Tantas cosas habían cambiado que no sabía por dónde empezar. Ella ya no lo escuchaba, por ejemplo. Fingía hacerlo, sonriendo y diciendo que sí con la cabeza, pero estaba pensando en comprar zapallo y zanahoria para el bebé, o en si la irritación que el bebé tenía en la piel sobre las caderas podía haber sido causada por el pañal descartable o si se trataba de alguna enfermedad eruptiva. Ni lo escuchaba ni quería tener sexo porque estaba dolorida después de la episiotomía que no terminaba de cicatrizar, y para colmo el bebé dormía con ellos en la misma cama: había un cuarto esperándolo, pero ella no se animaba a dejarlo dormir solo, le tenía miedo al “síndrome de muerte súbita”. Pablo había tenido que escuchar hablar de esa muerte blanca durante horas, mientras trataba en vano de calmarle la ansiedad, a ella que nunca había tenido miedo, que alguna vez lo había acompañado a escalar montañas y había dormido en refugios mientras nevaba allá afuera, ella que había comido hongos con él, todo un fin de semana alucinando, esa misma mujer ahora lloraba por una muerte que no había llegado y posiblemente no ocurriera nunca.

Pablo no recordaba por qué tener un hijo le había parecido una buena idea.

Ella tampoco hablaba de otra cosa. Se habían terminado las charlas sobre los vecinos, las películas, los escándalos familiares, los trabajos, la política, la comida, los viajes. Ahora sólo hablaba del bebé y hacía como que escuchaba otros temas. Lo único que parecía registrar, como si la despertara de un sopor, era el nombre del Petiso Orejudo. Como si su mente abotargada se iluminara con la visión de los ojos del idiota asesino; como si conociera sus dedos delgados que sostenían la cuerda. Decía que Pablo estaba obsesionado con el Petiso. Él no creía que fuera así. Sucedía que los otros asesinos del tour macabro por Buenos Aires eran aburridos. La ciudad no tenía grandes asesinos, si se exceptuaban los dictadores, no incluidos en el tour por corrección política. Algunos de los asesinos de los que hablaba habían cometido crímenes atroces, pero bastante comunes teniendo en cuenta cualquier catálogo de violencia patológica. El Petiso era distinto. Era raro. No tenía más motivos que sus deseos y parecía una especie de metáfora, el lado oscuro de la orgullosa Argentina del Centenario, un presagio del mal por venir, un anuncio de que había mucho más que palacios y estancias, una cachetada al provincianismo de las elites argentinas que creían que sólo cosas buenas podían llegar de la fastuosa y anhelada Europa. Lo más hermoso era que el Petiso era completamente inconsciente de esto: a él sólo le gustaba atacar niños y encender hogueras -porque también era pirómano, le gustaba ver arder y observar el trabajo de los bomberos, “sobre todo cuando se caían al fuego”, como le había dicho a uno de los policías interrogadores.

Era con fuego la historia que había hecho enojar rabiosamente a su esposa: ella acabó levantándose de la mesa, gritándole que nunca más le hablara del Petiso, nunca más por ningún motivo. Se lo había gritado mientras abrazaba al bebé, como si tuviera miedo de que el Petiso se materializara y lo atacara. Después se había encerrado en la habitación, y lo dejó comiendo solo. Él la mandó a la mierda mentalmente. La historia era impresionante en efecto, no para armar tanto escándalo, creía él, pero sí muy brutal. Ocurrió el 7 de marzo de 1912. Una niña de cinco años, Reina Bonita Vainikoff, hija de inmigrantes judíos letones, estaba mirando la vidriera de una zapatería, cerca de su casa sobre la avenida Entre Ríos 552. La niña llevaba un vestido blanco. El Petiso se le acercó mientras ella estaba absorbida por la visión de los zapatos. Llevaba un fósforo encendido en la mano. Tocó con la llama el vestido, que ardió con suma rapidez. El abuelo de la nena la vio envuelta en llamas desde la vereda de enfrente. Cruzó la calle corriendo. No logró siquiera acercarse a la niña. Trastornado, no se había fijado en el tráfico. Lo atropelló un auto y murió al instante. Un hecho extrañísimo, dada la escasa velocidad de los vehículos en aquellos años.

Reina Bonita también murió, sólo que después de dieciséis días de dolorosa agonía.

Pero el asesinato por fuego de la pobre Reina Bonita no era su crimen favorito. A él le gustaba -esa era la palabra, qué remedio- el de Jesualdo Giordano, de tres años. Sin duda era el que más horror le causaba a los turistas, y a lo mejor por eso le gustaba: porque le resultaba placentero contarlo y esperar la reacción, siempre espantada, de su auditorio. Había sido el crimen por el que atraparon al Petiso, además, porque cometió un error fatal.

El Petiso, como era ya su costumbre, había llevado a Jesualdo hasta un baldío. Lo ahorcó con trece vueltas de cuerda. El chico se resistió con fuerza, lloraba y gritaba. El Petiso declaró a la policía que intentó hacerlo callar, porque no quería ser interrumpido como en otras oportunidades: “Al chico ese lo agarré con los dientes aquí, cerca de la boca, y lo sacudí como hacen los perros con los gatos”. (Esa imagen incomodaba a los turistas que se revolvían en los asientos y decían “por Dios” en voz baja. Sin embargo, nunca le habían pedido que detuviera el relato.). Una vez que ahorcó a Jesualdo, el petiso lo tapó con una chapa y salió a la calle. Pero algo lo atormentaba, una idea que rumiaba y ardía. Así que al rato volvió a la escena del crimen. Llevaba un clavo. Lo usó para clavarlo en la cabeza del niño, que ya estaba muerto.

Al día siguiente cometió su error fatal. Movido por quién sabe qué ansias, asistió al velorio del niño al que había matado. Dijo, más tarde, que quería ver si todavía tenía el clavo en la cabeza. Confesó este deseo cuando lo llevaron a presenciar la autopsia, después de la denuncia del padre del niño muerto. Cuando el Petiso vio el cadáver hizo algo muy extraño: se tapó la nariz y escupió, como si le diera asco, aunque el cuerpo aún no había entrado en estado de putrefacción. Los forenses, por algún motivo que la crónica policial de la época no explica, lo hicieron desnudar. El Petiso tenía una erección de 18 centímetros. Acababa de cumplir 16 años.

Ese relato sí que no podía contárselo a su mujer. Una vez había intentado hablarle de las reacciones de los turistas ante el último crimen del Petiso, y empezó a hacerlo, sorprendido porque ella no lo hacía callar. Cuando ella abrió la boca, Pablo entendió: no lo estaba escuchando. Ella le reclamó que tenían que mudarse a una casa más grande cuando el bebé creciera. No lo quería criar en un departamento. Quería patio, piscina, sala de juegos y un barrio tranquilo donde el chico pudiera jugar en la calle. (Ella bien sabía que esto último apenas existía en una ciudad del tamaño y la intensidad de Buenos Aires y mudarse a un suburbio rico y apacible estaba muy lejos de sus posibilidades). Cuando terminó de enumerar sus deseos para el futuro, le pidió que cambiara de trabajo. Eso no, dijo él. Soy licenciado en turismo, me va bien, no voy a renunciar, me divierto, son pocas horas y estoy aprendiendo. El salario es una miseria. No, no es una miseria, se enojó Pablo, ofendido. Creía estar ganando bien, lo suficiente para mantenerlos a los tres con decencia. ¿Quién era esta mujer desconocida? Alguna vez ella le había jurado que, con él, era capaz de vivir en un hotel, en la calle, bajo un árbol. Todo era culpa del bebé. La había cambiado por completo. ¿Y por qué? Si era un chico sin gracia, aburrido, dormilón, que cuando estaba despierto lloraba casi todo el tiempo. Por qué no trabajás vos si querés más plata, le dijo Pablo a su esposa. Y ella pareció erizarse, y gritó como si se hubiera vuelto loca. Gritó que tenía que cuidar al bebé, qué pretendía él, abandonarlo con una niñera o con la loca de tu madre (mi madre no está loca, pensó Pablo) y para no volver a pelear a los gritos salió a la vereda a fumar - esa era otra cosa, desde el nacimiento del bebé ella no lo dejaba fumar en su departamento.

Al día siguiente de la discusión, el Petiso volvió al micro. Esta vez estaba más cerca de él, casi al lado del conductor, que claramente no lo veía. Pablo no sentía que estuviera volviéndose loco. No se sentía diferente, solamente algo inquieto; temía que alguno de los turistas también fuera capaz de ver al Petiso espectral y causara histeria en el ómnibus.

Cuando apareció, con la soga en las manos, estaban en una de las últimas paradas del recorrido, la casa de la calle Pavón. Allí había aparecido una de las víctimas grandes (de edad) del Petiso, uno de sus ataques más extraños. Arturo Laurora, trece años, estrangulado con su camisa; apareció dentro de una casa abandonada. No llevaba pantalones y tenía las nalgas lastimadas, pero no había sido violado. Al Petiso no se le daba por ahí. Mientras Pablo contaba el caso Laurora, el Petiso espectral, parado a su lado, aparecía y desaparecía, parecía temblar, desdibujarse, como si estuviera hecho de humo o niebla.

Por primera vez en muchas noches, alguien quiso hacer una pregunta. Pablo le sonrió al curioso con toda la falsedad que era capaz de conjurar. El turista -que era colombiano- quería saber si el Petiso había usado un clavo en la cabeza de sus víctimas en alguna otra oportunidad. No, le contestó Pablo. Que se sepa, fue esa vez sola. Es muy extraño, dijo el colombiano. Y aventuró que, si la carrera criminal del Petiso hubiera sido más larga, a lo mejor el clavo se convertía en su marca, en su firma. A lo mejor, le contestó Pablo con amabilidad mientras veía cómo el Petiso espectral se terminaba de desvanecer. Pero nunca vamos a saberlo, ¿no es cierto? El colombiano se rascó el mentón, pensativo.

Pablo volvió a su casa pensando en el clavo, y en un trabalenguas que su madre le había enseñado cuando era chico: “Pablito clavó un clavito. / ¿Qué clavito clavó Pablito?/ Un clavito chiquitito.” Abrió la puerta del departamento y se encontró con la escena habitual de los últimos meses: el televisor encendido, un plato con dibujos de Ben 10 y restos de zapallo, una mamadera medio vacía y la luz de su habitación encendida. Se asomó a la puerta. Su mujer y su hijo dormían en la cama, juntos. Sintió que no los conocía. Quiso hacerlos desaparecer cerrando los ojos, pero cuando los abrió seguían allí. Pablo caminó hasta la habitación que él mismo había decorado para su hijo antes de que naciera. Estaba tan vacía que le dio frío.

La cuna inmóvil estaba oscura. Parecía el cuarto de un chico muerto, mantenido intacto por una familia de duelo. Pablo se preguntó qué pasaría si el chico se moría, como parecía temer su mujer. Sabía la respuesta. Se apoyó en la pared vacía, donde varios meses atrás, siempre antes del nacimiento, antes de que su mujer se transformara en otra persona, había planeado ubicar un colgante, un universo que giraría sobre la cuna del bebé, para entretenerlo por la noche. La luna, el sol, Júpiter, Marte y Saturno, los planetas y los satélites y las estrellas brillando en la oscuridad. Pero nunca lo había colgado, porque su mujer no quería que el bebé durmiera ahí, y no había forma de convencerla. Tocó la pared y se encontró con el clavo, que seguía en la pared, esperando. Lo arrancó de un tirón seco y se lo metió en el bolsillo. Pensó que resultaría un gran golpe de efecto para su relato. Lo sacaría de su bolsillo justo cuando contara el crimen del niño Jesualdo Giordano y en el momento preciso, cuando el Petiso volvía y lo clavaba en la cabeza del chico ya muerto. A lo mejor algún turista ingenuo hasta creía que se trataba del mismo clavo, perfectamente conservado cien años después del crimen. Sonrió pensando en su pequeño triunfo y decidió acostarse en el sofá del living, lejos de su mujer y su hijo, con el clavo entre los dedos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

El (real) lado oscuro del corazón

Continuando con el complot maligno que hemos tramado en asociación con el gran Salvador Luis, ahora desde Ecuador, el escritor Eduardo Varas comparte con nosotros su lectura de La Banda de los Corazones Sucios.
por Eduardo Varas

El agujero nos permite observar lo que hay detrás de la pared; permutar ese pequeño espacio de alivio por un universo en el que la ficción escoge mirar hacia el lado oscuro, a ese estado seductor que en voces de actores de telenovelas se vuelve una sentencia: “Uno la pasa mejor haciendo del malo”. Los malos son los que más se divierten; los villanos son los que celebran sus vidas gracias a una conciencia sobre el mundo que los otros no tienen; los malos son los que bailan en la fiesta, porque si bien saben que lo que están haciendo está mal, no les importa… ellos trascienden cualquier consideración social fuerte. Y lo peor que hemos hecho en nuestra vida es tratar de entender por qué. La excusa va por reconocer qué opera en ellos para así contenerlos, pero en realidad lo hacemos para tratar de comprender qué parte de nosotros no obtuvo esa conciencia “quemeimportista” del otro. Qué parte de nosotros se quebró para volvernos seres gregarios por excelencia. Incluso esa precisión puede ser objeto de duda. Al final, la maldad es todo acto que se ejerce en la relación con el otro. La maldad es un acto social.

La banda de los corazones sucios, una antología del cuento villano, recopilada por Salvador Luis, no sólo es un ejercicio que nos enfrenta a toda esa vileza presente en cada uno de nosotros, sino que nos demuestra cuán posible es compendiar un buen puñado de relatos en torno a esta premisa. Catorce en total, de diversos autores, todos fabulosos y algunos de ellos imprescindibles. La banda... es un libro que se lee y se disfruta, sobre todo si lo que buscamos en la literatura es aquella ficción que extienda un puente entre nosotros y aquello que intuimos y no conocemos. El villano es el más común de todos los seres que tenemos a nuestro alrededor, el que se gesta de a poco, el que se consume de golpe, el que no lo sabe, el que es arrastrado, el que lo acepta, el que comete el acto más deplorable de todos, el que lo imagina, el que se confunde, el que reflexiona sobre sus acciones.

La maldad, la presencia del ser abyecto, puede ser motivo de múltiples cavilaciones. Lo que nos atañe como lectores, en este caso, es salir (a través de estos cuentos) de aquellos remansos morales y enfrentarnos al valor de la escritura. Leer es un enfrentamiento, claro está, y no hay mejor detalle, mejor acto, que entablar diálogos con ese lado realmente oscuro. La banda de los corazones sucios es un libro que nos permite recorrer este camino. De los cuentos que lo integran se pueden obtener chispazos de lo que hay detrás de la fabulación y del encanto por estos seres despreciables, así como las consecuencias y la gestación de actos terribles. Esos son los tres senderos que permiten abrir todo el abanico posible alrededor del villano: desde una versión del inicio de los tiempos con criaturas desechadas que luego encuentran su propio sendero (como en “Un anexo al Génesis”, de Jon Bilbao), pasando por la reflexión del monstruo sobre el acto injustificable, alrededor de conceptos mucho más fuertes (dos ejemplos de ello son “Acerca del alma”, de Alberto Chimal, y “Manhattan pulp”, de Matías Candeira –uno de los relatos que más disfruté por esos guiños personales, pues ahí descubro que cumplo años el mismo día que Doc Oc, el archienemigo de Spiderman) y la transformación de alguien en un ser nefasto (como en “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”, de Mariana Enriquez, “Hermanos malditos”, de Wilmer Urrelo –cuento incluido en la hermosa versión boliviana del libro, de editorial El Cuervo–, y “Pavura” de Antonio Ortuño), hasta la concreción del mal como única posibilidad en un universo desprovisto de soluciones y repleto de tragedias (como es el caso de “El limpiador”, ese gran cuento de Rocío Silva Santisteban).

Este es un libro sobre lo inevitable. Salvador Luis lo define en el prólogo, haciendo referencia al deleite de San Agustín por el robo de unas peras, a ese descubrimiento del horror en las cosas cotidianas convertidas en algo incómodo, pero atractivo, a ese acto de revelación de la maldad como algo ominoso (siguiendo a Freud); esa facilidad que existe “de alejarse de las cosas que rompen con determinado orden” para configurar lo abyecto (como perspectiva cultivada por Georges Bataille)… siempre hay un espacio para la herida, sin duda.


La banda de los corazones sucios es un conjunto que he leído y releído con fascinación. No sólo por lo que contiene, sino por esas extrañas coincidencias que hay siempre alrededor de la literatura (y que me hacen pensar que la ficción es la única experiencia útil que existe). Leía “El color exacto de la mandarina”, cuento de Javier Payeras, la mañana del 30 de septiembre pasado, cuando fuerzas policiales atacaban al presidente Rafael Correa y la democracia ecuatoriana estuvo a punto de irse al demonio. Yo tenía ante mis narices este relato que me hablaba de una crisis política y de su manejo al interior del poder. Ya con todo acabado, una frase que leí esa mañana todavía me sigue dando vueltas: “Es cuestión de tiempo”, dice un personaje. Y así es. Jamás se me ocurrió pensar que la realidad imita a la ficción o algo por el estilo. Entendí de una vez por todas aquel poder clarificador de la ficción y cómo fabular es un acto de comprensión, también… Quizás el mejor de todos.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

IMAGINAR EL MAL

Quien ganara el concurso de Cuento Franz Tamayo 2010, Mauricio Murillo, comenta acá su lectura de La Banda de los Corazones Sucios (compilada por Salvador Luis). Esta reseña fue publicada hace algunas semanas en Fondo Negro, pero ahora la reproducimos para iniciar la serie de reseñas sobre la Banda.

por Mauricio Murillo

En un libro ya clásico, El juguete rabioso de Roberto Arlt, aparece uno de los villanos más emblemáticos de la literatura hispanoamericana: Silvio Astier. En el transcurso de toda la novela nos encontramos con el influjo de la villanía en el deseo de Astier de hacer el mal, que sólo logra hacia el final con un acto más vil que violento. Astier quiere sentirse lo más bajo posible al traicionar sin ninguna razón a un amigo que ha confiado en él (la razón, en todo caso, es la de experimentar la vileza). Así, Astier no es un asesino ni un psicótico, sino un villano que se acerca al mal de la manera más inquietante: por las ganas de hacerlo y por la experimentación. Desde la traición que realiza, Astier afecta la realidad, la trastoca con ese acto villano.

Es de esta búsqueda, me parece, de donde nace la tradición de los cuentos del último libro publicado por Editorial El Cuervo de La Paz: Este libro es, pues, como nos dice en el prólogo Salvador Luis, compilador del libro, “un libro de cuentos que sólo desea el mal”.

Para adentrarse a la lectura de este libro de catorce cuentos de escritores hispanoamericanos es necesario entender que las narraciones que vamos a encontrar versan sobre el mal, ya sea desde la experimentación o desde la observación. Es por esto que el humor negro que recorre todo el libro es una de las características más importantes que unen los catorce cuentos. Ahora bien, para acercarse a un libro macabro el lector tendrá que dejar a un lado los burdos prejuicios y los puritanismos racionales. Como dice Salvador Luis en el prólogo: “practicar el mal para regocijarse en la maldad”. Esto es lo que buscan los autores de los relatos compilados en La banda de los corazones sucios. Asesinos, paranoicos, estudiosos, carcelarios, nazis, dictadores, gobernantes, lumpen, alcohólicos entre otros desfilan en las páginas del libro para mostrarnos las versiones de la maldad. Se mata, por ejemplo, por venganza, por placer, por odio, etc. En el cuento Ciencias virales, del escritor Juan Terranova (que también ha publicado el libro Música para rinocerontes en la misma editorial paceña) leemos: “Los nuevos héroes negativos son sinceros, no son buenos, son malos, nos van a lastimar, y nos van a liderar entre el humo del masoquismo hacia el caos en su propio beneficio. Serán honestos en eso y sólo en eso”. Es esta la fascinación que ejercen la mayoría de los personajes de esta antología. Así entendemos el poder de los villanos en la literatura universal. En el cuento Correcto Doctor Gault, de Leonardo Cabrera, un asesino condenado le escribe a su psiquiatra: “Antes que yo muchos hombres buenos y valiosos serán olvidados”.

En Pavura, de Antonio Ortuño, el narrador nos dice: “Imagino que el niño de brazos que portean dos padres risueños puede haber sido atiborrado de algún líquido corrosivo y pernicioso que envenene la atmósfera”. En este sentido, los efectos de la maldad se encuentran muy ligados a las elucubraciones de la imaginación. La villanía está, y muy importantemente, en la posibilidad de imaginar. La maldad parte de la fantasía. Un villano no puede existir sin imaginación, como tampoco los escritores de esta banda de corazones sucios. Antes que asesinos o torturadores, los escritores eligen hacer el mal desde un escritorio. Esta paradoja es parte del humor negro que instaura el libro y la misma literatura villana en general. La maldad puede ser instintiva o intelectual, pero siempre parte de la imaginación. En el prólogo, Salvador Luis dice: “son personajes de la vida y de la ficción que no siempre honran el código heroico, sino que más bien lo subvierten y lo ponen en jaque”. Es así que en el libro se mezclan personajes reales e imaginarios, todos reflejando actos de maldad, históricos o completamente ficcionales. “El orden lo es todo y la simulación tiene tanto poder como el terror para que un sistema sea eficaz” (en el cuento Los ojos de Sarah de Sergi Bellver).

En el cuento de Terranova, el narrador dice: “Imaginar entre dos es imaginar siempre un poco más”. En este sentido, el lector en un cuento villano es esencial. El efecto de la narración que se produce en el lector es esencial para estos cuentos macabros. El juego oscuro que se instaura entre el escritor villano y el lector sediento de relatos ominosos es el motor de esta literatura. Por eso, además de la calidad de muchos de los cuentos de esta antología, la idea de pasar un buen rato regodeándose en la villanía es lo que nos atrae de este libro. El miedo, el asco y el horror son una de las caras más fuertes de la seducción. “Eso es lo que más asusta, supongo, esa cualidad del mal -de lo que usted y los suyos llaman ‘el mal’-, la capacidad de vibrar y extenderse como por contagio, como una gota de tinta que cae en una hoja de papel y se hincha y crece hasta límites que superan con mucho a la gota. Pero no es mal, eso no es el mal… es sólo hambre” (en Correcto Doctor Gault de Cabrera).

Regodearse con lo más bajo, como Silvio Astier, y disfrutarlo es la experiencia que nos propone La banda de los corazones sucios. En la sonrisa maléfica del villano, o en el grito de su víctima, es donde comprendemos el mundo también como un juego macabro. La lectura, en este caso, es una manera de disfrutar el mal que se imagina y que, con suerte, jamás se va a experimentar en carne propia.

viernes, 10 de septiembre de 2010

“En Rusia sólo los idiotas sonríen sin motivo”

Este texto (el más reciente de las múltiples reseñas, comentarios y entrevistas que ha suscitado el libro Vacaciones permanentes de Liliana Colanzi) fue leído por el crítico Benjamín Santiesteban (lector lúcido y generoso) y en la presentación en Cochabamba en el Centro Simón I. Patiño. Una lectura minuciosa y profunda (que avanza apoyándose en diversos enfoques de interpretación) que analiza, entre otros detalles, el estilo como metáfora social y las relaciones forma/contenido.

por Benjamin Santisteban

Ese año sucedieron muchas cosas. McDonald’s abrió el primer restaurante en el país y la gente acampó en la puerta del local desde las dos de la mañana. Una mujer y su hijo de ocho años se convirtieron en los primeros clientes en probar una cheeseburger. Era imposible pasar por la rotonda de El Cristo sin quedar atrapado en un tráfico espantoso: todo el mundo hacía fila para ser atendido en el autoservicio (13).

Con esta observación clara, que se ayuda formalmente con una repetición casi imperceptible, un adjetivo —que inmediatamente se disuelve en un epíteto habitual, invisible— y una hipérbole —tan socializada que ya no pasa por tropo—, comienza Vacaciones permanentes y comienza “1997”, el primer relato de este libro, asentando una forma de escritura que parece tener la función de “retrouver ce contact naïf avec le monde” (reencontrar ese contacto inocente con el mundo), en palabras de Merleau-Ponty.[1] La deliberada sustracción del lenguaje figurado ofrecería la ocasión para una inmediatez que entregue el mundo no adulterado por una densa retórica literaria, ese mundo cotidiano que uno vive en un lenguaje simple.

A pesar de su simplicidad, esta forma de escritura no es simplemente simple. Como es muy bien sabido por las morosas experiencias de Camus y Hemingway, dos entre muchos, la escritura donde el lenguaje literario no llama la atención a sí mismo es la forma que requiere más trabajo y disciplina. Pero, inicialmente, no es esta morosidad —a la cual habrá que retornar necesariamente— la que expulsa la simple simplicidad. La observación define de manera irreversible las características del texto y de sus personajes; se constituye en la puerta de entrada a una composición compleja, donde la simplicidad del lenguaje hace de contrapunto a la lobreguez del tema, el cual se preanuncia en seguida, casi inadvertidamente, en las oraciones del primer párrafo ya citado, rompiendo la objetividad de la descripción e imponiendo la perspectiva subjetiva:

Andrés y yo llegamos tarde al colegio tres días seguidos pese a las maniobras de Segundo, el chofer, por evitar la congestión (13).

Quien habla es el personaje principal, Analía. Ella no tiene en ningún momento la intención de realizar una representación económico-política de su sociedad; tampoco una velada contextualización que situaría el argumento venidero en un tiempo y lugar determinados, a fin de fomentar una lectura sociológica o política del tema, la que resultaría siempre una engañosa unilateralidad. Se podría afirmar que la intención de Analía al hacer la observación no es su intención; que similares instancias la sobrepasan, resaltando infatigablemente en los otros seis relatos del libro. En ésas la focalización no es de personaje en primera o tercera persona, sino externa y ya no es Analía la que hace directamente la experiencia de los hechos que estructuran el tema lóbrego.[2]

Empero, en contra de una presentación de Vacaciones permanentes dentro de parámetros más psicológicos o subjetivos, y a favor de una lectura que consideraría que la causa de los hechos y del tema es el cambio socio-político, se podría argumentar que desde el inicio, desde el título mismo del primer relato, “1997”, se incrusta una fecha clave para la transformación de las estructuras político-económicas por la fuerza de la Globalización. La descripción de la apertura de un McDonald’s y el congestionamiento que ocasiona en el tráfico podría ser interpretada como un signo inconfundible de la alienación tercermundista, de las ostentosas venias zalameras ante la llegada de una potencia transnacional, el colmo del postcolonialismo. Sin embargo, la descripción puede ser apenas una estrategia para fabricar el efecto de realidad, carente de la intención política. Contiene algo de lo que Barthes llama —quizá muy apresuradamente— los “detalles inútiles”, que los relatos occidentales inevitablemente poseen.[3] Los datos respecto a que una “mujer y su hijo de ocho años se convirtieron en los primeros clientes en probar una cheeseburger” parecen no tener propósito alguno desde la perspectiva estructural, sea ésta identificada como psicológica —el descenso hacia una inanición espiritual, paralizante— o como socio-política —la inacción e indecisión como modo anárquico de acción—. El detalle no contribuye ni al suspenso ni al carácter de los personajes, mucho menos al sentido simbólico. Su contingencia es tal que puede ser remplazado sin que altere en nada el tema o el argumento de Vacaciones permanentes. Pudo haber sido un abuelo y su nieta los primeros en probar la mejor muestra de la “junk food” norteamericana; o dos adolescentes con “cara de pizza” (43), resultado del exceso de tal tipo de comida. De cualquier modo, la historia tormentosa de Analía en nada cambiaría. La inutilidad y la contingencia de ese detalle se asemejan a la sonrisa del idiota en Rusia: sin motivo (87).

Otro caso ejemplar es aquella descripción del momento en que Analía, acompañada del muchacho que la ama y al cual ella no ama, debe abandonar una clínica donde se le ha extirpado el feto engendrado con el muchacho ausente que no la ama, pero a quien ella sí ama inútilmente, sin correspondencia:

El sol se filtraba por las persianas polvorientas, era casi mediodía. Afuera, en la calle, un auto pasó a toda velocidad. Las paredes de la habitación temblaron con la estela del ruido y la música.

Vámonos, dijo Analía (75).

Tanto desamor en el amor… y de por medio los detalles inútiles (los gestos y los objetos insignificantes, las actitudes transitorias…). Según Barthes, ésos llegan a tener un significado precisamente por estar desprovistos de significado. En la ideología occidental prevalente se da una “gran oposición mítica” entre la realidad misma —lo vivido— y el significado lingüístico, el significado que construye el sentido y la inteligibilidad del texto literario. Así, lo vivido resultaría siempre refractario a lo lingüístico-literario; una brecha se abriría entre la vida y la literatura. Para significar, los detalles insignificantes se constituyen mediante la asociación directa de un significante con un referente, una asociación pactada en contra del significado, el cual es expulsado del signo. Éste se conforma ahora sólo del significante —el detalle en el texto— y el referente —aquello a lo que el detalle se refiere en la realidad—. En esta referencia directa los detalles parecen denotar directamente y decir: “nosotros somos lo real”. Desde luego, “en el momento mismo en que se considera que estos detalles denotan directamente lo real”, sin pasar por el significado del texto, por su tema o trama, “no hacen otra cosa que significar” lo real. En ese mínimo intersticio, que apenas se abre para cerrarse, entre la expulsión y el retorno del significado, se produce “l’effect de réel” (el efecto de realidad), el cual es una fabricación y no la realidad misma. Se significa así la categoría de lo real, no sus contenidos contingentes.[4]

Sin embargo, en Vacaciones permanentes los detalles insignificantes no sólo tienen la función de producir el efecto de realidad. En su retorno ya significativo, como categoría, tienen la función adicional de desactivar el pathos temático o argumental. Una muestra involucra a la confesión de embarazo que hace Analía al muchacho que la ama y que ella no ama, luego de una maratón alcohólica:

Sentada en la acera con la cabeza hundida entre las piernas, Analía vomitaba. Su cabello, en desorden y caído sobre el rostro, parecía un pequeño incendio en medio de la calle desierta. Amanecía y el viento arrastraba la basura en remolinos. Un perro callejero meó en la puerta del hotel Amazonas. Nico daba vueltas por la calle y regresaba a patear la acera, furioso, a pocos pasos de Analía (62).

La fuerza emotiva tanto de la desolación embriagada de Analía como la de la rabia despechada de Nico desciende a la mera cotidianidad, a la realidad prosaica de la actividad mingitoria de un perro. Otro ejemplo involucra a Elina, la futura compañera de trabajo de Analía en el Reino Unido, y su doloroso abandono de Tallin, su ciudad natal:

El día que me fui de Estonia mamá no pudo ir a despedirme. Estaba trabajando. Abracé a Talgat en la puerta de la casa. Le dije que todo iba a salir bien. Era diciembre y Tallin estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. Natasha subió conmigo al taxi. La ciudad tenía el aire fantasmal que siempre asocio con mi infancia. El taxista encendió la radio.

Me apoyé en el cristal de la ventanilla y me eché a llorar (127-28).

El conglomerado de emociones que ocasiona el tener que abandonar al hermano vulnerable (Talgat) y la ausencia del abrazo materno en la despedida final, todo esto consolidado por un paisaje tétrico, quiebra su intensidad dramática en ese simple acto de un taxista encendiendo la radio.

La yuxtaposición de estos actos ordinarios están registrados por focalizaciones diferentes; el primero por una focalización externa, por una voz anónima, situada fuera del texto; el segundo por una focalización de personaje, interna, en primera persona, la voz de Elina. Sin embargo, en ambos casos la yuxtaposición universaliza la escena. En todas partes hay perros meando en puertas y todos han sido testigos alguna vez del chofer prendiendo la radio al abordar un taxi. Ambos actos dejan constancia afónica de que las tragedias familiares ocurren tanto en Tallin como en Santa Cruz. Por supuesto, la universalización es una función de la desactivación del pathos, la cual minimiza lo extraordinario y singular al situarlo con hechos que ocurren también en otros tiempos y otras latitudes.

La asombrosa sencillez del lenguaje de Vacaciones permanentes, su belleza e intensidad muda, esa aparente calma que recorre con una consistencia impecable desde la primera hasta la última página, tiene precisamente su fundamento en esta desactivación. Porque la yuxtaposición debe obedecer a un imperativo peculiar para tener la eficacia con que cuenta indudablemente en esta obra. Los detalles “insignificativos”, pero tan significativos a la postre, no pueden en ningún momento opacar a los datos que sí son significativos para el argumento y el tema; deben asentar la categoría de lo real y desactivar el pathos sin llamar la atención a sí mismos. De lo contrario, sobresaldrían e inclinarían a la obra hacia la ilusión del realismo decimonónico y acallarían las focalizaciones internas, de personaje, la perspectiva subjetiva. A fin de evitar esta parcialidad, todo el lenguaje de Vacaciones permanentes está duramente trabajado para que el decir y el mostrar con palabras combinen con la yuxtaposición de los detalles, de modo que éstos no se sobrepongan, pero tampoco se releguen, lo que también sería una manera de llamar la atención sobre ellos. Su pasar desapercibidos implica su mimetización formal. La focalización de personaje en primera persona —el habla simple de Analía o de Elina— o la de personaje en tercera persona, que son los modos de focalización que imperan, se hallan al mismo nivel lingüístico de la focalización externa e indiferenciada. De esta manera, Vacaciones permanentes se incluye en la flaubertización de la escritura literaria. Muy pocas obras bolivianas pueden jactarse de que no les falte ni les sobre una palabra. Vacaciones permanentes sí puede hacerlo; cada una de sus palabras es “le mot juste” (la palabra justa), en la sentencia famosa de Flaubert. En ella queda la huella precisa del duro trabajo de la reescritura. En cuanto obra literaria, su forma se presenta como el producto de una dura y disciplinada fabricación, un “artesanado del estilo” que requiere igual o más trabajo que el que requiere fabricar una joya.[5]

Pero es con esta huella que la fuerza del contenido podría anularse desde una lectura exclusivamente política. Si la simplicidad formal resulta un contrapunto frente al tema lóbregamente trágico, la huella formal del trabajo duro coincidiría, por el contrario, con el tema y anularía tal contrapunto, del que emana el sentimiento de belleza. Cabe, entonces, unas preguntas: ¿no se escondería en la forma cincelada por el trabajo duro una ideología que contradeciría la crítica que presenta el tema, imposibilitando el “reencontrar ese contacto inocente con el mundo” o, por lo menos, haciéndolo engañoso? ¿No se alía aquí, a través del trabajo duro, la simplicidad del lenguaje con la Globalización en la literatura, de donde se implanta la demanda de escribir en un lenguaje simple, sin sociolectos ni idiolectos que entorpezcan la venta a través de las fronteras? Si en todas partes del mundo se puede consumir una cheeseburger de McDonald’s, ¿es Vacaciones permanentes así consumible por su forma simple?

Estas preguntas encontrarían soporte teórico de dos maneras. La primera, en una complicidad —señalada ya hace mucho, no sólo por Barthes sino también por Adorno— entre la obsesión del capitalismo con el trabajo y la literatura. Ésta sólo puede justificarse ante la sociedad burguesa presentándose como producto de un trabajo duro, para lo cual tiene que “sustituir el valor de uso de la escritura con un valor-trabajo”. En el capitalismo la obra literaria se salva “no en función de su finalidad, sino por el trabajo que cuesta” crearlo. En concomitancia, el escritor se salva al hacerse “escritor-artesano”, uno “que se encierra en un lugar legendario, como un obrero en el taller, y que labra, pule y talla su forma exactamente como un joyero extrae arte de la materia, dedicando a su trabajo horas regulares de esfuerzo solitario”. Este trabajo es la base del capitalismo, gracias al cual puede subsumir a todas las prácticas artísticas y sus productos en el proceso del comercialismo y la mercantilización de la obra de arte.[6] La segunda, en la porfiada aseveración de Jameson de que “la forma es inmanente e intrínsecamente una ideología en su propio derecho”. La ideología se halla en la forma literaria y no simplemente en el contenido; toda lectura debe ser consciente de que la forma de un texto dado se relaciona inevitablemente a determinantes socio-económicos y a las circunstancias históricas en las que surgió o se transformó. De cualquier manera, sea surgimiento o transformación, la “ideología de la forma, así sedimentada, persiste en estructuras posteriores más complejas como un mensaje genérico que coexiste —sea como una contradicción o, por otra parte, como un mecanismo mediador o armonizador— con elementos de etapas posteriores”.[7]

En Vacaciones permanentes, esas preguntas hallan una respuesta negativa. Su núcleo temático es el desamor en las relaciones familiares, uno que precisamente extiende su cáncer por la disciplina que impone el trabajo en las sociedades atrapadas por el capitalismo y que convierte al amor en un trabajo duro. En el flujo de conciencia del padre de Nico se revela esta situación de ascendencia antigua, de la abuela ya marcada por esa disciplina:

…nadie sabe lo que le tocó vivir a ella sin marido y sin un peso lo único que teníamos era disciplina y sin ella no sería lo que soy no hubiera podido ascender en el ejército no habría llegado nunca a general el amor es duro ése siempre fue su lema… (46)

El matrimonio es apenas un pasaje doloroso, donde el amor ha devenido una actividad laboral de tan férrea disciplina que destruye los vínculos y la comunicación. Tim, el patrón de Analía y Elina, sabe y sufre la universalidad de esta situación, que es la universalidad del capitalismo:

Cuando empezaron a salir podían pasarse la noche entera cogiendo. Ahora [después de casados] ella prefiere acostarse temprano o quedarse armando su árbol genealógico en internet. Apenas puede recordar cómo fueron esos primeros meses juntos. Que las cosas sean así no es algo nuevo ni insólito en la faz de la tierra, razona Tim. Le sucede a todo el mundo, todo el tiempo, pero las personas creen que se salvarán porque son especiales, diferentes (90).

Vacaciones permanentes atestigua que bajo el capitalismo “matrimonio feliz” se ha convertido en un oxímoron. El resultado es un conjunto de jóvenes que acaban cual zombies en el puesto de trabajo, como Analía, “una chica que nunca abre la boca ni demuestra ningún tipo de entusiasmo”, que deja escapar a los clientes sin pagar, que en compañía de Elina “siempre están en la luna” (89-90). En el estado zombie la capacidad de comunicación y de decisión disminuyen al extremo de incidir negativamente en la eficiencia requerida para la multiplicación del capital. Si el capitalismo confió inicialmente en la familia nuclear para la reproducción de la fuerza de trabajo, en sus manifestaciones globalizantes atenta contra esa misma institución. Pero, como se advierte, se trata de autoatentado.

En síntesis, la coincidencia entre la simplicidad del lenguaje, como rastro del trabajo duro de la escritura, y el desamor, como la post-colonización del amor por el trabajo duro, se desvelaría como una hábil estrategia de crítica inmanente o deconstructiva. La forma en la cual el contenido halla expresión torna una constante invectiva contra ese contenido mismo, pese a su coincidencia o al “mecanismo armonizador”. La simplicidad del lenguaje replicaría el estado zombie (la indecisión, la inacción, la incomunicación), un estado que, sin embargo, no puede vender(se). Si unos momentos antes de pelearse con Diego, con el amor de su vida, Analía puede pedirle a un extraño que rece por ellos, aunque sin creer en Dios (33), pues el “rezar”, ya desprovisto de su significado teológico, se vacía a una simplicidad de significante sin significado, de significante zombie. Este vaciamiento ya hubo comenzado en la mercantilización y comercialización de la obra de arte, de la canción de Charly García, “Rezo por vos”, que Analía y Diego escuchan en la rocola del Guan Zhou (31-32). El estado zombie vacía los significados múltiples de las palabras y el número de ellas con el que se da la comunicación. Es este tipo de lenguaje el que resulta ideal para ver, sin las equivocaciones de las connotaciones, los estragos del trabajo duro del capitalismo que hizo en el amor. Ahora el significante, al expulsar al significado, ni siquiera se asocia con un referente. Si bien reencuentra ese contacto inocente con el mundo, éste es un mundo disminuido a la nada por la disciplina capitalista, donde todos están sonriendo sin motivo. El significante parece retroceder hacia sí mismo…

De cualquier manera en que se lea la relación entre el contenido y la forma, con Vacaciones permanentes Liliana Colanzi presenta, en su juventud, una obra sobre la juventud, con la cual logra dar una clase magistral del trabajo duro de escribir. Estrictamente hablando, no es una primera obra de juventud que entrega al público lector; es una obra ya madura, muy bien trabajada.




[1] Merleau-Ponty, Maurice: Phénoménologie de la perception. Paris: Gallimard, 1945, p. 7.

[2] Utilizo la noción de focalización de acuerdo a Bal, Mieke: Narratology. Introduction to the Theory of Narrative. Toronto: University of Toronto Press Incorporated, 1999; véase principalmente pp. 142-61.

[3] La prisa de Barthes en adjetivar al detalle como inútil es sugerido por Michael Moriarty (en Roland Barthes. Stanford, CA: Stanford University Press, 1991, pp. 99, 225-26), en una nota donde relata que Angela Fahy, una historiadora de la burguesía francesa del siglo XIX, le aseguró que los barómetros eran artículos muy valorados y que, por ello, funcionaban como indicadores de riqueza o prestigio. El barómetro, descrito por Flaubert en Un coeur simple, es uno de los ejemplos que Barthes da de detalle inútil.

[4] Barthes, Roland: Le Bruissement de la langue. Paris: Seuil, 1984, pp. 179-86.

[5] Barthes, Roland: Writing Degree Zero. New York: Hill & Wang, 1984, pp. 4, 67.

[6] Barthes, Ibíd., p. 62-63. Adorno, Theodor W.: The Culture Industry. Selected Essays on Mass Culture. New York, NY: Routledge, pp. 98-101.

[7] Jameson, Fredric: The Political Unconscious. Narrative as a Socially Symbolic Act. Ithaca, NY: Cornell University Press, 1981, p. 141.

viernes, 3 de septiembre de 2010

THE WIRE: una escena que no será bonus de ningún DVD (+)

Ante el lanzamiento de nuestra La Banda de los Corazones Sucios (Antología del Cuento Villano) les traemos un texto que saluda a The Wire, serie de televisión que junto a Los Soprano es, quizás, la demostración ostensible de lo sensacional que puede llegar a ser y a hacer la caja boba (frente al infantilismo efectista de Lost, por decir algo).

The Wire es ya un clásico contemporáneo. No necesita más intro. Si alguien, que tropieza con este blog, no ha visto al menos tres veces toda la serie, desde el episodio 1 al 60 (cinco temporadas), le rogamos que, por favor, se ponga al día o no vuelva por acá. Sería inútil tratar de entendernos.

Y, en fin, la vida es corta (y mucho más aún en The Wire).

INTRO

A David Simon (creador de la serie de televisión The Wire) le gusta ufanarse de ser un gran bromista. Una de sus bromas favoritas, cuenta él, es la que le gastó a Dominic West (aka, Jimmy McNulty) y Wendell Pierce (aka, Bunk) y al resto de los actores de la serie, así como al plantel técnico, el día anterior al cierre de filmaciones del último episodio de las cinco temporadas de The Wire.

Ese día, que desde mucho antes se había previsto habría de ser una maratón muy exigente que superaría las 18 horas, un último texto fue añadido a los guiones que fueron distribuidos entre los actores.

Lo que se lee a continuación es, textualmente, lo que David Simon hubo escrito para tal guión.

INT. CUARTO DE INTERROGATORIO.

# 1 DEPARTAMENTO HOMICIDIOS – NOCHE.

BUNK, MCNULTY, sentados, preocupados. Un largo silencio se abre hasta que MCNULTY se inclina hacia adelante, en su silla, y dice:

MCNULTY

Si hubiesen querido liquidarme, ya lo habrían hecho.

BUNK

Ahora, más tarde... Lo mismo da. Te van a hacer concha.

MCNULTY

No estoy tan seguro.

BUNK

¿De verdad crees que debemos seguir discutiendo esto? Sea lo que fuere lo que vaya a pasar, va a pasar.

MCNULTY

¿Qué putas estás diciendo?

BUNK

Me parece que esta charla no va a ningún lado, Jimmy

MCNULTY se queda pensando, asiente.

BUNK

Lo digo en la onda de esa canción de la cosifay... ¿Cómo era que se llamaba? ¿Te acordás? Sea lo que puta sea, será lo que será. O alguna mierda por el estilo.

MCNULTY

Doris Day

BUNK

¿Co-cómooo?

MCNULTY

Doris Day. ¿Qué será, será? (++)

BUNK

¿Qué putas estás hablando, pelotudo, conchetumadre?

MCNULTY

Esa es la canción. “Que sera, sera”, cantada por Doris Day. O sea, whatever will be, will be.

BUNK

Es impresionante la cantidad de mierda que tenés atorada en tu cabeza, Jimmy. Im-pre-sio-nan-te

MCNULTY

Vos sacaste el tema, putazo. Mientras yo estoy tratando de pensar cómo hacer para que no me maten, vos te deleitás en el limbo de los clichés aputosados.

BUNK

Que no te la van a dar.

MCNULTY

¿Y vos qué sabés?

BUNK

¿Que de cómo yo sé?

MCNULTY
Claro. ¿Qué dios en pedo se cayó en Baltimore y te dio, justo a vos, el poder de ver el fuckin’ futuro? Es mi vida lo que está en juego, cagón.

BUNK

Calmá ese culo un poquito.

MCNULTY

No puedo. ¿Cómo? Decíme.

BUNK

Mirá, ya sabés cómo sigue toda esta historia

MCNULTY

¿En serio?

BUNK

Claro, pelotudazo, nos cambiaron el guión, enterito. Vos leíste toda esta mierda de punta a punta, ¿no? Bueno, lo cambiaron a última hora.

MCNULTY
Yo sé lo que está escrito hasta cierto punto... Pero con todas esas revisiones de mierda, siempre al último minuto... Escriben hasta en el papel higiénico estos tipos.

BUNK

Ufff

MCNULTY

¿Qué decís?

BUNK

Lo que trato de decirte, Jimmy, es que ya estamos muy metidos en el proceso

MCNULTY

Pero podrían seguir corrigiendo un poco más. Como, digamos, esta escena... Medio floja, ¿no?

BUNK

No creo que vayan a filmar esta porquería

MCNULTY

¿De verdad?

BUNK

Escuchame, carita de concha: están tratando de sacar en limpio algo que no pase de las siete páginas, para mañana. ¡Para mañana! Si el productor [David Simon] trata de agregar esta boludez a lo ya pactado, todo el plantel técnico se hará un churrasco con su blanco culito.

MCNULTY

No sé. Yo creo que ese chupapijas nos ha estado exigiendo lo imposible durante demasiado tiempo, así que, bueno, se veía venir...

BUNK

Es un gran hijito de puta, cierto, pero, Jimmy, con esto ya se voló la barda.

MCNULTY

O sea que... ¿ya está?

BUNK

Totalmente. Estas páginas no serán realmente filmadas. Son para joder nomás.

MCNULTY

O sea que vos y yo estamos acá hablando al súper-pedo.

BUNK

Hablando pelotudeces sobre nosotros, nosotros mismos. Somos un par metapelotudo de borrachos de ficción en este momento.

MCNULTY

Me encanta cómo ponés la boquita al decir huevadas como ésa...

BUNK

Bueno, en realidad, es un guión, ¿ves?

MCNULTY

Pero cuando vos decís eso, toda esa mierda suena real.

BUNK

Es cierto.

MCNULTY

Vulgarísimo, sí, pero poético.

BUNK

Yeah, fuck.

MCNULTY

Motherfuck.

BUNK

Fuck me

MCNULTY

Fuck fuck fuckity fuck fuck

BUNK

Aw fuck

MCNULTY

Yeah, yeah, fuck, fuck

Cámara sobre BUNK y MCNULTY, asintiendo en fucking afirmación de lo fucking bueno que es el plantel the THE WIRE. Y lo fucking agradecidos que están todos a los fucking guionistas, porque no hay –repetimos NO HAY- ninguna fucking escena que ellos se negarían a volver a grabar si se lo pidiésemos.

FUNDIDO A:

FIN

(fuck!)

Notit’s

+ Tomado de THE WIRE: TRUTH BE TOLD. [Grove Press, New York, 2010]

++ Sic, en el original.

Acá la famosa escena del relevo de una escena criminal: McNulty y Bunk dialogan mientras recogen evidencias. El diálogo se sostiene usando una única palabra: fuck. Sensacional.