viernes, 28 de octubre de 2011

La soledad del militante

Esta es la primera entrega de un especial colectivo sobre discos de 1991, un año definitivo para muchos de nosotros, en el que escribirán músicos, escritores, críticos, fans, etc. y que iremos posteando hasta fin de año. Ahora los dejamos con un conmovedor texto del escritor Maximiliano Barrientos sobre el disco Ácido Argentino de la legendaria banda argentina Hermética y sobre ese año capicúa en el que muchos de nosotros estábamos formateando nuestra identidad. Que lo disfruten.

Por Maximiliano Barrientos

El suicidio de Kurt Cobain quedó eclipsado por un acontecimiento que marcó a fuego ese año: el concierto de Hermética en Santa Cruz. Eso era lo único que teníamos en la cabeza, las canciones de la banda argentina eran el paisaje de fondo donde transcurría la adolescencia. No había libros ni cine, aún faltaba buenos años para que llegaran. Sólo estaba la rabia y esos cuatro discos que nos proveía de cierta valentía, de cierto sentimiento de pertenecía. Nos convertía en militantes, y eso era el único lazo que buscábamos entonces.

A los catorce años no entendíamos del todo las letras de Ricardo Iorio, líder de Hermética, y una especie de profeta loco y nacionalista que ahora es justamente reconocido como uno de los pilares del rock argentino. No las entendíamos completamente, pero adorábamos la electricidad que inyectaban. Cantábamos a gritos cosas como “Mata el miedo que guarda el animal”. O “La gente ya fue,/duerme junto a la TV./El digestivo incendio es su Dios”. Nos encerrábamos en casa para darle volumen a sus discos y para apagar la televisión. Nos encerrábamos para conocer lo que había en las calles, donde latía la realidad. Hermética, para los que entonces le habíamos dado la espalda al grunge y nos vestíamos de negro, era una forma de no ablandarse.

Muchos años después busqué en la música una exploración en torno a la vulnerabilidad, lo opuesto a lo que insinuaba la sensibilidad de Iorio. Quizás la banda más importante de la primera década de la veintena haya sido The Smiths. Mientras que Iorio era un fanático que se estrellaba contra todos, un cronista de las pesadillas de los suburbios bonaerenses que hacía de la dureza la realización de un ideal, Morrissey se iba a romper en cualquier momento, y sus canciones contaban historias de corazones confundidos que preferían el vértigo de estar siempre en fuga a la seguridad de volver a un hogar, ya que este había desaparecido. A los catorce años esa fragilidad nos hubiera asesinado. Necesitábamos que nos sacaran de la cabeza, que nos arrojaran al mundo. Necesitábamos ruido, estar conectados por el ruido, y ahí estaban las letras de Iorio, toda una apología de la valentía del militante, de su soledad hermosa y rebelde, camuflada de crítica social y sazonada con cierto aire místico.

En el 91, el mismo año de Nevermind, apareció el tercer disco de Hermética: Ácido argentino. Un conocido que cantaba en una banda de covers lo contrabandeó en el colegio. Vendía el casete con una fotocopia borrosa donde apenas se podía distinguir la portada. El disco repite algunas obsesiones de Iorio y contiene un par de himnos generacionales. Canciones como “Gil trabajador”, que abre con estos disparos: “El tormento del vino artificial y su atmósfera parrillera/anestesian la conciencia común”, y sigue con una radiografía de la clase trabajadora anclada en una tierra de nadie burlada por los bufones que habitan los extremos y que se encargan del control: el policía y el ladrón. Gente que vive en un afuera total, donde no se tiene ley pero sí amigos, tema frecuente —y ancla salvadora— en el imaginario de Iorio. Volverá a ellos en “Evitando el ablande”, “Atravesando todo límite”, “Traición” y “Desde la esquina”, tal vez la mejor canción sobre los ritos callejeros de chicos reunidos alrededor de una cerveza. Otro himno es “En las calles de Liniers”, el primer contacto que tuve con el realismo sucio. La crónica dura, despiadada, de un día en la vida de ese barrio contada en tono alucinado. “Y la imberbe horda humana que desciende de los trenes, /desesperada y alocada/Contamina mi cabeza y busco amarlos como sea/para no volver jamás”. O: Ellas también gozan mostrándose inocentes, /son arpías, esclavas del televisor, /Viven pensando en lo externo, son adictas a la vida/buscan billetes y pasión, donde se muestra, más que en cualquier otra parte, la misoginia de Iorio. Una canción brutal sobre cómo sentirte extraterrestre en el sitio donde naciste. Tiene ese tono profético, demente, que hace pensar en el fin del mundo y que parece ser la hermana gemela de “Desde el oeste”, tema sórdido, apocalíptico, incluido en su primer disco, uno de los puntos más altos alcanzado por la banda. Himnos como “Del camionero”, una canción sobre pasar la vida en la ruta, anestesiado con sueños sencillos, con amaneceres en sitios remotos. Siempre en movimiento. Sin pertenecer a ninguna parte.

El 94, el año en el que Cobain se abrió la cabeza con un tiro de escopeta, fui al concierto de Hermética con un amigo que unos años más tarde murió en un accidente de moto. Los trajo el productor del programa de radio FM Rock, un rufián que tenía una extendida fama de embustero. Circulaban flayers denunciando las estafas cometidas a un montón de bandas, lo que hacía pensar que el recital nunca se realizaría, pero en contra de todo pronóstico sucedió en septiembre, en un local pequeño que quedaba a unas cuadras de mi casa y que se solía alquilar para fiestas de quince años. Hermética tocó ante un público de 200 personas luego de haber llenado un año atrás el estadio de Obras con 5.000 espectadores, y de convertirse poco a poco en una leyenda viviente de la música underground. Recuerdo que Iorio estaba ido de coca, cubierto de sudor, y que cuando intentaba cantar la primera parte de “Del camionero” la corriente le quemaba la boca y lo ponía histérico. Puteaba y agarraba a patadas al micrófono bajo la mirada sorprendida y avergonzada de sus compañeros. Pudo haber muerto entonces, pero el loco tuvo suerte y zafó.

La magia de Hermética se debió al cruce de las obsesiones de Iorio con la rara voz de Claudio O´Connor, que raspaba desde adentro y arrasaba con todo a su paso, corría como fuego en la paja seca. A esa mezcla hay que sumarle la violencia de la guitarra de Antonio Romano. Ese mismo año, meses después del recital en Santa Cruz, Iorio disolvió a la banda. Polémico y sectario, siempre acelerado en su cabeza, difícil y paranoico, creyó que sus compañeros lo habían traicionado y puso fin a un proyecto iniciado en el 87 que empezaba a constituirse en la voz de una generación.

En 2010 Iorio fue tapa de la Rolling Stone luego de una década de silencio, luego de pasar por uno de los periodos más críticos de su vida. En 2001 se le acusó de antisemita estuvo a punto de comparecer en un jurado porque soltó el disparate de que los judíos no deberían cantar el himno argentino. Cuatro años más tarde su mujer se suicidó por razones que aún no son claras. En esa entrevista, cuando fue tapa de la emblemática revista rockera, apareció envejecido, ermitaño, excéntrico, como si su cuerpo padeciera descargas continuas de electricidad. Dueño de una honestidad que conmueve y molesta al mismo tiempo, dijo esto: “Mirá, pueden haber millones de personas viviendo a mi lado o yo estar solo, pero la paz está en uno. Yo vivo acá en el medio de la nada y no tengo paz, no tengo ninguna puta paz”. Era hijo de un verdulero. Vendía papas en el Abasto y buena parte de su vida la pasó entre locos y gente humilde. De ahí salieron esas canciones de proletario alucinado que eran el motor de nuestra adolescencia, cuando ningún amigo había muerto o enfermado del hígado, y pasábamos las tardes lejos de casa, soñando otro tipo de refugios.