martes, 8 de mayo de 2012

Peleadores muertos

Picado muy temprano y para siempre por el bicho de la literatura un autor de la casa, Maximiliano Barrientos, acaba de recuperarse de la picada del aedes aegypti, transmisor del dengue. En su recuperación, Maxi escribió este texto breve en el que saluda y despide a uno de sus ídolos, Mike Bernardo, sobresaliente exponente del kickboxing y ramas afines y se pregunta por lo que se pregunta un peleador.
Por Maximiliano Barrientos
a Mike Bernardo (1969-2012)

Estaba enfermo y escuchaba, insomne, la radio en el cuarto. El mundo estaba vacío en esas horas. Un hombre, como todas las noches, trotaba alrededor de la cuadra. Cerré los ojos e imaginé su corazón, un corazón distinto al mío, que latía con rabia, con vitalidad. Las canciones eran viejas, pertenecían  a la generación de mis padres. Todo lo que quisimos decir estaba ahí, en esas letras directas y duras y sencillas. El corredor y yo estábamos unidos por el mismo número de preguntas. Por los mismos miedos. Por esos pequeños momentos de lucidez en los que descubrimos que nunca volveremos a ciertas tardes de los años 90, pero igual buscamos como perros eso que quedó diseminado en el aire.
            Me envolví en una frazada y salí a la calle. Esperaba verlo pero esa noche no tuve suerte. El corredor ya se encontraba lejos. Me senté en la acera y vi la silueta de uno de mis vecinos mirando televisión. Eran las dos o las tres de la mañana, tenía fiebre. La otra noche no había podido dormir porque entre los delirios sentía que mis dedos caerían a pedazos. Esa noche era más tranquila, el dengue había bajado la velocidad, pero tenía el cuerpo empapado de sudor. Devoraba paracetamoles como si fueran caramelos. Me gustaba la lentitud de mi cerebro. Todo ese espacio que ocupaban los pensamientos, se movían lentamente echando luz, abriéndose paso como camiones pesados. Estaba solo ahí y pude estar en cualquier otra parte del mundo y hubiera significado lo mismo. Cargaba conmigo la pequeña radio que se empecinaba en pasar canciones de José José. Hacía algunas semanas se había suicidado Mike Bernardo, un peleador sudafricano que tuvo sus años de gloria en K-1. Se había quitado la vida luego de una ardua lucha contra la depresión. ¿Los peleadores se matan? ¿Los peleadores en algún momento confunden el camino? Hasta entonces pensaba que ellos, a diferencia de los escritores, tenían las cosas más claras, pero Mike Bernardo había contradicho esta idea al quitarse la vida en su residencia de Muizenberg. Joe Frazier también había muerto hacía unos meses, pero él, a diferencia de Bernardo, perdió una pelea contra el cáncer hepático y no contra la vieja tristeza, contra el zumbido en la cabeza. Mientras estaba afuera envuelto en una frazada recordé una pelea emblemática que Bernardo tuvo con Andy Hug en 1996. Hug era otro que había muerto a causa de una leucemia a mediados de 2000, esa noche estaba rodeado por peleadores muertos. Hug había perdido en otras ocasiones contra Bernardo porque este era más fuerte, pero esa vez lo que hizo Hug fue una de las cosas más inteligentes que he visto en un combate: lo debilitó sistemáticamente atacándolo en la rodilla mala, hasta que Bernardo simplemente se derrumbó y no pudo seguir. Esa noche, ardiendo en fiebre y aguardando que pasara el corredor, pensaba en viejas peleas. Pensaba en lo que hace un peleador cuando regresa a su casa después de perder o ganar. Pensaba en esos primeros minutos a solas, en la ducha, cuando la adrenalina comienza a bajar y el mundo real con todo su frío, con toda su bulla, con toda su frivolidad entra en el cuerpo. 

martes, 1 de mayo de 2012

Daniel Johnston x 2


Hola, cómo están. En esta casa somos fans de algunas cosas. Somos fans, por ejemplo, de Daniel Johnston: compositor, ilustrador y leyenda viva. Artista de culto, célebre psicótico, un friki de nuestro estilo. En este doble post (que marca, al fin, nuestro retorno blogeril) dos auteurs maison, doblemente afortunados, reseñan dos recientes conciertos de Johnston en España: primero Liliana Colanzi nos cuenta su experiencia en Madrid (La Casa Encendida) y le saqueamos al suplemento cochala La Ramona  este texto de Javier Rodríguez que cuenta lo que presenció en Barcelona (Sala Bikini). Nos vemos pronto.
EL PARQUE PSICÓTICO DE DANIEL JOHNSTON
por Liliana Colanzi

Solo diré que, el verano antes de cumplir los dieciocho años, atravesé una mala racha. Solo diré que mi cabeza estaba hecha un lío, que una cosa llevó a la otra y que todo acabó con mis padres yendo a buscarme a la Policía Técnica Judicial en medio de la noche. Solo diré que terminé con un diagnóstico que apuntaba a una forma leve de trastorno bipolar –la ciclotimia— y la sugerencia de que debía tomar litio. “Lithium” era, curiosamente, el tema de Nirvana que podría haber resumido mi adolescencia: “Soy tan feliz porque hoy encontré a mis amigos: están en mi cabeza”. Aunque yo no lo sabía por entonces, “Lithium” era también el desolado himno de una generación que se quedó fuera de la fiesta durante los años del derroche neoliberal.
En fin: yo nunca tomé litio. En cambio, guardé durante mucho tiempo una foto clásica de Kurt Cobain, aquella en la que se enfrenta a la cámara con la mirada dolorosa y la mano levantada en un gesto que, más que saludar, parecería estar intentando detener la avalancha de la fama que lo llevaría a volarse la cabeza en 1994.
Pero lo que importa aquí no es Cobain, icono de un periodo funesto que ha dejado trazos de una nostalgia enfermiza en mi ADN. Lo que importa es lo que lleva puesto en esa foto el ídolo del grunge: una camiseta con la imagen de una rana extraterrestre de largas antenas y ojos candorosos que dice “Hi, How Are You”, firmada por un tal Daniel Johnston, un artista –me enteraría con más de una década de retraso- a quien Cobain admiraba.
Y aquí es donde debería haber comenzado este relato. Porque la semana pasada, gracias a la generosidad de un amigo que me consiguió uno de los 600 tickets que desaparecieron en cuestión de un par de horas de la taquilla de La Casa Encendida, pude ver a Daniel Johnston en concierto en Madrid. 
Llegué a la obra de este artista maniaco depresivo a través del fantástico y conmovedor documental de Jeff Feuerzeig, El diablo y Daniel Johnston (2005), ganador de un premio en el festival de Sundance y responsable en buena medida de la renovada popularidad que ha gozado Johnston en los últimos años. Después de tres décadas de frecuentar hospitales psiquiátricos y de soñar con ser más famoso que Los Beatles, Johnston sigue siendo el mismo niño-joven que a mediados de los ochenta incendió el circuito musical underground de Austin (Texas) con la honestidad hiriente de sus canciones, al mismo tiempo que lo aterrorizaba con sus excentricidades. Es cierto que su fragilidad adolescente ha sido reemplazada por la enorme barriga y los cabellos blancos y revueltos de un Papá Noel psicótico, pero nada ha cambiado de la cruda inocencia, el desamparo, el horror diabólico y la belleza infantil de su mundo de monstruos, superhéroes y amor no correspondido. 
 
Ver a Daniel Johnston en vivo es una experiencia que angustia, emociona e inquieta por partes iguales, porque el cantante parece estar siempre a punto de derrumbarse. Empieza la noche en solitario con un apesadumbrado “Lost in My Infinite Memory” (“Los amo a todos, pero me odio a mí mismo”), ayudándose con un cartapacio; este Peter Pan de 52 años es incapaz de recordar las letras de sus propias canciones. Le siguen las desgarradoras y tragicómicas piezas de amor “Mask” y “Fish”, que canta en gemidos, peleando con su guitarra y con la mirada perdida ante un público todavía cohibido. Luego, para alivio de todos, se le une el resto de la banda y vienen “Sweet Heart”, “Silly Love” (“He llegado hasta aquí y esta vez lo voy a lograr/ Tengo el corazón roto y no puedes romper un corazón que ya está roto”) y “Speeding Motorcycle”, todo un himno de amor al rock y a la libertad interpretado desde la frontera de la locura (“La carretera es nuestra/ Vamos un poco más rápido/ Porque no necesitamos razón y no necesitamos lógica”).
El público finalmente se relaja --ahora está claro que Johnston no va a estallar en llanto en el escenario-- y le aplaude con una mezcla de fascinación y ternura. Johnston es el niño impertinente o el loco entrañable que canta con la intensidad y la frescura que ha perdido el mundo de los adultos. Desafina, se enreda  con los cables del micrófono, confunde dos veces la salida del escenario. El brazo izquierdo le tiembla como si hubiera metido los dedos en el enchufe, pero la está pasando bien. Hay, por supuesto, un alto componente de morbo en el espectáculo, y esto es algo que no se le escapa a Daniel Johnston. “No tengo amigos/ excepto toda aquella gente/ que quiere que les haga monerías/ como un mono en el zoológico”, cantaba allá por 1981, antes de que empezaran sus  tropiezos por los hospitales psiquiátricos. 
El aura que le rodea a veces impide recordar que la locura no tiene nada de glamoroso. A pesar de su talento, la carrera de Johnston implosionó por causa de varios episodios psicóticos, como el penosamente célebre incidente en el que, después de un concierto en Austin, Johnston tiró por la ventanilla las llaves de la avioneta que pilotaba su padre creyendo que se había convertido en el fantasma Gasparín; se salvaron gracias a la pericia de su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial. Saboteó la mejor oferta laboral de su vida al negarse a firmar con Elektra cuando se enteró de que se trataba del mismo sello que representaba a Metallica, banda a la que consideraba satánica. Las 500 canciones que ha compuesto para Laurie Allen –la chica a la que persiguió obsesivamente el año que estudió en la universidad de Kent, y que nunca le correspondió— pueden entenderse como un desmesurado tributo amoroso, pero también como una sofisticada versión de la venganza: “Si no puedo ser un amante, seré una plaga”, anuncia Johnston en “Grievances”.
La muestra de sus dibujos, que se inauguró en La Casa Encendida dos días después del concierto, da cuenta del tortuoso mundo interior del artista. Allí encontramos interpretaciones de sus personajes favoritos de cómics como el capitán América (la personificación del valor y la bondad) y el fantasma Gasparín (símbolo de pureza), junto a creaciones propias que oscilan entre lo cómico, lo naif y lo siniestro: la rana Jeremiah, (su marca registrada), el Villano (un monstruo de varios ojos que parece una versión corrupta y adulta de la rana Jeremiah), el ojo alado (metáfora de la muerte) y el mismísimo Demonio.
Kathy McCarthy, la cantante con la que tuvo una fugaz relación en 1986, dijo que le tomó un par de semanas darse cuenta de que había algo en Johnston “que no era ni angelical ni puro ni infantil ni inocente ni hermoso”. En en el dibujo titulado “Bienvenido a la entrada del infierno”, un hombre despierta en su cama para encontrar a una gigantesca y amenazadora mujer desnuda, mientras el omnisciente Ojo de Satán espía por la puerta; el Boxeador con el cráneo abierto y una tremenda erección se enfrenta al Villano, sabiendo que va a salir derrotado. Y sin embargo, en esa muestra también está un Daniel Johnston que no ha perdido el sentido del humor a pesar de sus continuas excursiones por el lado oscuro. En “La verdadera historia”, una ilustración de 1988, vemos a Gasparín cercado por las llamas. El fantasma amistoso, ese que tiene un pie en el mundo de los vivos y otro en el más allá, ha perdido la batalla contra el demonio. Pero incluso en sus momentos finales no renuncia a su pureza. “Él sonreía en medio de su infierno personal”, escribió Johnston sobre este dibujo, y pensé que no podría haber encontrado un epitafio más acertado para sí mismo.
Pero no matemos todavía a Daniel Johnston. Ahora mismo está más vivo que nunca, de gira por España, mientras sus dibujos se venden a través de su website y sus álbumes circulan en casetes grabados artesanalmente. Canciones suyas han sido interpretadas por Teenage Fanclub, Beck, Tom Waits y Mercury Rev, y bandas como The Flaming Lips, Spiritualized, Sonic Youth y Yo La Tengo le rinden tributo. Johnston vive medicado (toma grandes cantidades de litio para contrarrestar el high que le producen la comida chatarra y las gaseosas), pero la lucidez de sus canciones nos hace, cuando menos, cuestionar nuestra propia cordura. “A veces no estoy seguro de que alguien tenga derecho a decir quién está loco y quién no”, dice un personaje de Faulkner en esa bella y delirante novela que es Mientras agonizo. “Es como si no importara tanto lo que un tipo hace, sino la forma en que la mayoría de la gente lo está mirando cuando lo hace”.
Todo indica que Johnston no será más famoso que Los Beatles, pero sus canciones les hablan al oído a aquellos que han hecho de la inmadurez una trinchera y un espacio para la creación sin filtros, a aquellos que ven en el arte –incluso, o especialmente, en el de un loco— esa llama que se niega a consumirse (el concierto terminó con la destemplada y certera “True Love Will Find You in The End”). El universo de Johnston no se parece al salón claustrofóbico, solipsista y desesperanzado que acabó con Kurt Cobain, sino más bien a un parque de diversiones en el que la montaña rusa puede convertirse en cualquier momento en la casa del terror. Y Daniel Johnston, como todo niño travieso, sigue dispuesto a subirse una vez más a la rueda de la fortuna, aunque no baje con los brazos y las piernas en los lugares correctos.
 

Canciones de inocencia y experiencia
por Javier Rodríguez Camacho
 
Estiras la cabeza sobre un mar de smartphones y te quedas con dos imágenes. Una guitarra diseñada por un esquizofrénico, con el clavijero incrustado donde debería estar la caja de resonancia, como si la línea de montaje fuese una sandwichera y las últimas dos guitarras hubiesen quedado adheridas, produciendo un instrumento tal vez inservible para un músico ordinario, pero también uno de esos hermosos accidentes que nadie excepto la naturaleza sabe explicar. La otra le será familiar a cualquiera que haya visto “This is Spinal Tap”. Un músico despistado que intenta abandonar el escenario por el lado equivocado, dando con una pared donde esperaba encontrar su camerino. Así fue el concierto de Daniel Johnston el pasado 19 de abril, en la sala “Bikini” de Barcelona. Un poco patético pero también único, conmovedor aunque difícilmente la clase de experiencia que uno quisiera conservar en su repisa de conciertos históricos. Un encuentro, en verdad inusual en estos tiempos, con la expresión desnuda y original del alma humana; un vistazo privilegiado al mundo interno del tan genial como desastrado Daniel Johnston.

Hay varias formas de afrontar la obra de Johnston, quizás la más piadosa de ellas sea la que lo ve como un niño grande, que disfruta mucho poder difundir sus dibujos y canciones a pesar de sus problemas psicológicos. La alternativa catastrófica no se corta al describir a Johnston como un freak al que explotan los familiares más maquiavélicos del mundo. Lo concreto es que a pesar de que se queja por sufrir el trajín trasatlántico y admitir que la pasa mal enfrentando a tantos desconocidos solo sobre el escenario, no cabe duda de que Johnson quiere hacer esto. El que conozca un poco la producción del norteamericano sabe que este tiene mucho que decir, además de ser dueño de un talento que ni los fármacos ni el trastorno bipolar, ni la edad o la religión, han conseguido doblegar. Si existe la obligación de compartir con el mundo las creaciones de uno de los compositores vivos más brillantes, a pesar de su estado de salud, o si los grandes beneficiarios del negocio son los apoderados legales de Johnston, es algo que no podemos determinar con certeza. Pero los dilemas morales no vienen al caso. El asunto es comprar entradas antes de que se agoten, ir a la sala temprano, hacer cola y aguantar a los teloneros con tal de estar en primera fila. Y así lo hizo un público heterogéneo, en el que asomaban hipsters, fanáticos reverentes (como una fan a la que le cambió la semana enterarse a dos horas del show que tenía entrada a pesar del sold-out) y curiosos de todo tipo.

Si algo sorprende en la última gira europea de Johnston en casi siete años (pasó por Inglaterra un par de veces, pero desde 2005 no visitaba tantas plazas continentales), es la falta de aspavientos. Ni una sola cancelación, abandono repentino o colapso nervioso precedía el show en Barcelona. Daniel Johnston se mostraba amable y en forma, arropado por una banda local y prodigando temas clásicos, si no feliz por lo menos satisfecho. De hecho, así se lo ve los primeros segundos que pisa el escenario, ovacionado mientras pelea por abrir una botella de agua y acomoda su cancionero en un atril. Pero todo cambia de repente, cuando abrazando una guitarra eléctrica tan peculiar que parece un juguete diseñado por él mismo, comienza el mini-set solista con el que abre las presentaciones de esta gira. Lo que tenemos frente a nosotros corta el aliento, nadie jamás estuvo tan cerca de expresarse a través de un instrumento como Johnston tocando “Lost in my infinite memory”. Claro, un compositor puede ser mucho más eficiente al ensamblar sus ideas para que las interprete una orquesta, pero hay mucho artificio y técnica mediando en ello. En cambio, las manos de Johnston sobre el cuello de la guitarra, más que marcando los acordes, rasguñándolos, apretando la guitarra de la forma en que pensaba le sacaría un sonido que pudiese aproximarse a lo que tenía en su cabeza, dibujando con ese tumulto el mismo dolor y emoción que se veían en su rostro… un psiquiatra podría analizar esos gestos con la transparencia con la que interpreta los garabatos de un niño que decide dibujar a su papá más grande que su mamá o ponerle colmillos al sol. En un artista, esto es inapreciable.

Si el poder que tiene la pureza de las canciones de Johnston a veces puede llegar a abrumar, desarma tenerlo cantando a unos pasos. El californiano tiembla tanto que no consigue acertar los acordes en la guitarra, se traba al intentar tocar las cuerdas, cuesta creer que la esté pasando bien. Antes de que termine la segunda canción uno piensa que nadie merece sufrir así en público, que tampoco se puede disfrutar de esto como espectáculo. Por fortuna, y aunque Daniel Johnston nunca ha sonado del todo bien cuando se lo mezcla con una banda de rock al uso, alivia ver que un trío (guitarra, bajo y batería, más puntuales aportes de teclado) lo acompañará el resto del concierto. Se nota que casi no han ensayado juntos (hay momentos en los que la banda opaca las partes vocales, obligando a Daniel a gritar), Johnston sigue temblando y se lo percibe contrariado, pero interactúa con el público (responde a los “I love you” imitando a Elvis, al fan que reclama por “Speeding motorcycle” le pide que espere un poco, se sorprende por el nombre de la sala) y hasta confiesa sentirse seguro con el respaldo de una banda. Es lo más parecido a un concierto de rock que Daniel Johnston puede dar. Es también lo más cerca que estará de cumplir su sueño de ser un músico famoso, tocando sus hits más celebrados para un público devoto.
Muy en la línea del guion “sin sobresaltos” de la gira, el set rockero de Johnston se las ingenia para saludar lo mejor y más conocido de su obra: “Casper the friendly ghost”, “Speeding motorcycle” y “Devil town”, fijando la brújula en “Fear yourself” (2003), producido por Mark Linkous –un tipo que, tal vez por sus propios problemas mentales, entendía bien a Johnston– y lo mejor que ha funcionado el norteamericano con una banda de respaldo. Es cierto que se pierde una dimensión al reducir a Johnston al rol de vocalista, cosa dolorosamente notoria en una “True love will find you in the end” que es cantada casi sin sentirse, sirviendo como bis y cierre del show. Un poco como el Bob Dylan adulto que por ya no romper más las bolas accedía a tocar “Like a rolling stone” a las patadas –aunque a Johnston se le perdona el ya no querer (o poder) mirar ese viejo amor no correspondido hoy con la misma intensidad que ayer. Pero el evocar canciones y emociones con nitidez no es lo que hace único a Johnston. Su mérito está, por un lado, en tomar la cultura pop norteamericana como material, aproximándose a lo que artistas como William Eggleston y teóricos como Susan Sontag postularon en los setenta, con las armas del comic under (aunque bañado de inocencia allí donde campeaba la perversión à la Crumb). Pero también en su dominio total de la canción pop como forma, al punto que –obviando la distribución masiva y accesibilidad temática– su obra compite con la de Leiber y Stoller, Doc Pomus o Holland, Dozier y Holland. Y para decir esto no hace falta conjeturar, pensando “podría haber sido un Syd Barrett/Brian Wilson”, pues los comics y casetes siguen ahí como testimonio de lo que Johnston lleva décadas haciendo.

Así cerró un concierto que dejó esa especie de sabor agridulce que poseen muchas de las composiciones de Johnston.
¿Cuál es la diferencia entre “Only love can break your heart”, “I’ll never fall in love again” o “You’ve got to hide your love away” y “Speeding motorcycle”? Sí, que la que mejores metáforas usa es la que más lejos está del cancionero clásico. Pero también hay que recordar que mientras Young, Bacharach o Lennon estaban procesando conscientemente un sentimiento, Johnston lo exudaba. Esto para bien y para mal, pues así como se permitía componer sin cortapisas formales o de estilo, también se pasaba semanas encerrado mientras pensaba que sus vecinos eran vampiros de verdad. Si el anti-folk se jugó por una estética lo-fi de forma explícita, el amateurismo en Johnston está casado sin remedio con el contenido de su obra. Pasa lo mismo con el calculado infantilismo de Jonathan Richman –por dar un ejemplo–, que seguro no se queda “en personaje” cuando va al supermercado o regaña a sus hijos. Con Johnston esa frontera no existe. Ahí reside el vértigo de su obra.

Hace algunas semanas Mario Vargas Llosa escribió un texto tan reaccionario como sus opiniones políticas, en el que expresaba su preocupación por la aparente fusión de la cultura y el entretenimiento. Es muy fácil ver que se trata de las quejas de un señor mayor al que leer los tiempos ya no se le da como antes (dicho en fácil, un viejo choto), pero acertaba al penalizar ciertos intentos de hacer “arte” sin un sentido de la historia. Sin embargo, esa apología por una heurística del arte, margina las innovaciones alienígenas de tipos como Harry Partch, Wild Man Fischer o R. Stevie Moore. O del propio Daniel Johnston. Claro que, así como podemos rastrear a los Beatles y a los Butthole Surfers en el sonido de Johnston, también podemos discutir que lo suyo en rigor no es entretenimiento. Tampoco se puede esconder el papel que juegan los problemas psicológicos en su faceta creadora. ¿Cuánta distancia hay, al final, entre el señor que se planta todos los días en una parada de metro para cantar arias a un público invisible y el Johnston que no quiere jugar cartas con el diablo? La inocencia y lo pop han sido sustituidos por una morbidez, por la proximidad de la muerte, en las últimas composiciones del californiano, y viéndolo sufrir sobre el escenario, es imposible no preguntarse si hay algo de explotación en esto. Pero hay tan pocos compositores vivos capaces de encogerle a uno el corazón con cosas como “The story of an artist”, que lo único que puedo decir, para mitigar el sentimiento de culpa, es que no vuelvo a escuchar outsider music. Bueno, por lo menos no en vivo.