sábado, 30 de mayo de 2009

Entrevista a Fabián Casas

Fabián Casas es un escritor sordo a los rechinantes ruidos de la industria cultural, amigo de las mezclas de géneros y estilos literarios (practica la poesía, el ensayo y la narrativa con la misma contundencia), lector atento y agradecido de Gianuzzi, Vonnegutt, Borges, T.S. Elliot, Schopenhauer y un larguísimo y diverso etcétera, y a la vez admirado y querido por una cada vez menos pequeña legión de lectores dispersos por el mundo entero. A punto de arribar a Santa Cruz para participar en la Feria del Libro tuvimos el honor de entrevistar al superpoeta Fabián Casas (agradecemos al suplemento Brujula, por haberlo publicado primero).
“Me gusta escribir en estado de pregunta y de incertidumbre”

por Fernando Barrientos


1.- Aunque ya has publicado narrativa y ensayo has dicho en muchas entrevistas que sólo escribes poesía en distintos registros. ¿Cómo se inicio tu camino de poeta?

En realidad empecé a escribir una larga novela mientras viajaba por el norte argentino y parte de América. Después de esa novela que no sé dónde habrá quedado, salieron algunos poemas sietemesinos a los que les faltaba el intestino grueso y formarse los dedos, esas cosas. Hasta que me encontré con Señales de Una causa personal, un libro de Joaquín Giannuzzi en una mesa de saldos. Robándole a él construí mi voz. Como dice Elliot: con estos fragmentos construiré mi reino.

2.- También has dicho que sólo escribes cuando escuchas “una musiquita”, una voz, en realidad dos voces: una, la tuya, a la que desoyes, y otra, ajena, a la que intentas seguir. ¿Cuándo hablas de la voz ajena te refieres a ‘la tradición’?

No, la voz extraña es una voz que no sé bien de donde sale y que persiste en los trabajos como un ruido de fondo. Es la voz que va en contra de los clichés, en contra de la habilidad y que pone en riesgo a los trabajos. Me gusta escribir en estado de pregunta y de incertidumbre, ya que ahí es donde está el peligro también está la salvación.


3.- ¿Cómo maneja en estos tiempos un escritor argentino la influencia de Borges?

Borges es una de las principales influencias para un escritor argentino, yo la manejo con total libertad, es un gran palacio para ser saqueado hasta dentro de la heladera.

4.- En toda tu obra se cuela la música, ya sea como tema o intertexto. ¿Qué queda de esa tradición con la que creciste: Spinetta, Charly, Pappo, Manal, Redondos?, ¿hay una continuación en la actualidad?

Sí, escuchen a Pez, Flopa, Él mató a un Policía Motorizado, Florencia Ruiz, 107 faunos, Prietto viaja al cosmos con Mariano, Shaman y los hombres en llamas, etc.

5.- Una pregunta cruzada: ¿qué influencias se han traficado entre el rock argentino y la literatura argentina?

Javier Martínez, el cantante y compositor de Manal, Moris y Luis Alberto Spinetta desde su música y lírica le han puesto la música de fondo a nuestra juventud. Sus letras son gran literatura.

6.- En gran parte de tu obra intentas representar y recuperar la lengua e identidad de tu barrio, Boedo y también de tu generación. ¿Por qué crees que en algunas ocasiones se te ha ligado con cierta tendencia llamada “literatura del yo”?

Supongo porque hay un yo que narra en algunos de mis poemas y algunos de mis relatos. Pero en realidad uno tiende a hacer desaparecer el yo, a luchar contra él, ya que su presencia insaciable nos convierte en esclavos.

7.- Conocemos tu opinión sobre la figura pública y la literatura de Juan José Saer, expresada en “Casa con diez pinos” (Los Lemmings), “Nadie Zafa Nunca” (Ensayos Bonsái) y “El enfrentamiento a algo superior”. ¿Qué opinión tienes de Piglia y Aira?

Dos grandes escritores y muy generosos.

8.- Casi al final de, “Asterix, el encargado” (mi cuento favorito de Los Lemmings) hay una “escena boliviana”. ¿Podrías contarnos algo sobre esa escena y la construcción de ese cuento?

Es un relato en el que trabajé diez años. Lo que pasaba es que los personajes no habían logrado decantarse en música y no se dejaban escribir. Cuando tuve una primera parte, le agregué al relato un final que parece de género fantástico aunque es una tradición boliviana poco conocida [el tinku] pero que me impactó cuando un amigo -que participó de ella- me la contó. Igual a lo fantástico yo siempre lo leo en clave realista, es decir que Gregorio Samsa se convierte de verdad en insecto, eso es lo monstruoso.


9.- Y por último, ¿para cuándo más aventuras de Andrés Stella y compañía?

Eso nunca se sabe. Ahora tengo un relato largo -casi una novela- que se llama Titanes del Coco donde aparecen algunos personajes laterales de Los Lemmings como Chumpitaz, pero no Andrés Stella.

sábado, 23 de mayo de 2009

Músico de tiempos inmemoriales

Hoy es un día especial porque cumple 68 años el vate de Duluth, Bob Dylan, uno de nuestros héroes más queridos. Aunque suene algo contradictorio que cumpla años quien es inmortal, vaya a manera de abrazo cumpleañero y homenaje a su largo y ejemplar camino, esta lúcida e iluminadora reseña de su más reciente disco, Together Through Life, perpetrada por uno de sus más devotos y voraces seguidores, nuestro amigo, y cómplice de conspiraciones, el oído experto, Javier Rodríguez. No conformes con su previa publicación, primero en el suplemento La Ramona de la semana pasada y un par de días después en esa enciclopedia del fan dylanesco llamada Expecting Rain, , hoy la volvemos a postear con una sonrisa deformándonos la máscara.

por Javier Rodríguez C.


Ya era una leyenda hace cuarenta y cinco, y hace casi cincuenta que toca profesionalmente, pero recién hoy –a días de cumplir 68 años– Bob Dylan es el músico que siempre quiso ser. Finalmente, y en el último “quiebre” de su carrera (siendo los otros dos, a saber, John Wesley Harding (1967) y Slow train coming (1979)), Dylan se une a esa delirante cofradía de músicos que trashuman la América mítica. Y si bien es cierto que Bob es una tradición en sí mismo, por fin ahora se acomoda entre Charly Poole, Furry Lewis, Sleepy John Estes o Bascom Lamar Lunsford. Es sólo a partir de los siempre menospreciados Good as I been to you (1992) y World gone wrong (1993) que este Dylan eerie e intemporal se habilita, haciendo que lo posterior de su obra se constituya en un corpus total, no como la trilogía sugerida –por los críticos, no Bob– en algún momento, ni como una diversión estilística en el modelo de Oh Mercy (1989) o Street Legal (1978). Time out of mind (1997), aparente renacimiento del último Dylan, en realidad lo encontraba –como en John Wesley Harding o, más explícitamente, en su debut Bob Dylan (1962)– ensayando un esfuerzo consciente por re-escribir sus fuentes, por reinventar a Leadbelly o Elisabeth Cotten en su propio sintagma. Y vaya si lo logró, a través de Time out of mind (1997), “Love and theft” (2001) y Modern Times (2006). Pero el mérito mayor de Together through life, su más reciente disco, está justamente en habernos permitido apreciar este proceso con total transparencia.

Lanzado el 28 de abril pasado, Together through life (TTL), sorprendió tanto por lo pronto de su salida como por lo subrepticio de su creación; aunque también consiguió llamar la atención con la inclusión de David Hidalgo y la emergencia de un blues rock fronterizo (un tanto) novedoso en la obra del de Duluth. El acordeón de Hidalgo –miembro de Los Lobos– y la guitarra de Mike Campbell –prestado de los Heartbreakers de Tom Petty– efectivamente se suman al quinteto veterano de Dylan (aunque sin Stu Kimball y Denny Freeman) para un disco que no esconde su fascinación por un sonido acrisolado entre el primer blues urbano y la mística aural de un sur cada vez más tirado hacia la frontera mexicana. También provocó cierta extrañeza el hecho que Bob co-escribiera con Robert Hunter –viejo letrista de los Grateful Dead– 9 de las 10 canciones del disco. Más cerca de su colaboración con Jacques Levy para Desire (1975) que sus otros olvidables gallinazos compartidos, el acople de Dylan y Hunter es perfecto y hasta indistinguible. Y no es tanto que Hunter consiga el mismo halito compositivo, sino que se anota la hazaña de componer con (no como) Dylan; es decir prediciendo sus pasos, y no con el pastiche con el que tantos suelen acercarse a lo dylaniano –o, más precisamente, a su interpretación de lo dylaniano. Con estas credenciales, no extraña que el disco haya recibido cerradas ovaciones desde las barracas dylanófilas, mientras el resto de los mortales observaba el disco casi en total perplejidad.

Aunque de seguro causó menor conmoción, el título del disco –que parece salirse del discurso dylaniano– y las declaraciones del mismísimo Dylan respecto al “filo romántico” del álbum, son de crucial importancia para entender TTL. Y es que éste se escucha como una historia completa, ensamblada entre canción y canción a lo largo del disco; la historia de un mismo personaje y su travesía amorosa, en algo que antes de parecerse a un disco “conceptual” se acerca a los minstrel shows o al número nocturno de un bar. Es por ello que este disco se escucha mejor en una sentada, con atención a las continuidades –muchas veces evidentes– entre tema y tema.


Como lo sabe cualquiera que haya seguido la intensa campaña publicitaria que lo precedió, TTL abre con “Beyond here lies nothing”, y la más clásica de las líneas del pop: “Oh well I love you pretty baby”; y se desgrana robando la melodía de “All your love” de Otis Rush, mientras atiza el sonido de blues viejo, sucio y carretero, desde la guitarra de Campbell. Repitiendo su sencilla progresión, la letra nos habla de la condición total y mistificante del amor –o de su pérdida– sumergiéndonos en una serenata ansiosa, entonada por el amante frente a un pasado que se difumina (“Beyond here lies nothing, but the mountains of the past (..) Nothin’ done and nothin’ said”); produciendo una canción en la que Dylan abandona la duda absoluta de Time out of mind por una resolución casi profética, que termina por emparentarse con la traza más larga de su obra.

De inmediato nos topamos con el hermoso sonido de una mandolina, que anuncia una muy vulnerable voz, a punto de cantar “Life’s hard” –la única canción compuesta por Dylan en solitario para TTL. Un tema con el espíritu del forajido errante, que se lanza a la retrospectiva –en altavoz y en plan autodespreciativo– de una relación fallida. Con delicados toques de steel guitar y un Bob que canta con resignada parsimonia y muchísimo sentimiento –animándose hasta a tararear hacia el final de la canción– “Life’s hard”, con sus ecos del Tin Pan Alley y la otoñal sabiduría del narrador, podría caber en Modern Times, aunque extiende aquí el tirón temático, pasando de la tremenda canción para no perder el amor que la antecede a ser una tremenda canción de amor perdido.


El blues retorna cuando, con la voz de Howlin’ Wolf, Dylan nos recuerda que el Blackface es –por definición– la máscara última. Titulado “My wife’s hometown”, este clásico blues se despacha contra la maldición del amor (peor que el mal de ojo, croa un chispeante Dylan), quejándose por las tribulaciones a las que lo somete una mujer sobre la que hay tanto que olvidar como que recordar. Finalmente, en la otra constante Dylaniana que es el movimiento, el amante se obliga a avanzar (“Keep walking”), mientras Bob se arranca unas escalofriantes risotadas, propias del blues más malévolo –ese que solía hacer Screamin’ Jay Hawkins– para cerrar el tema como un auténtico viejo bluesero.

La canción más Time out of mind del disco, “Forgetful heart”, retoma el hilo narrativo tras el interludio de “If you ever go to Houston”, con un diálogo entre el forajido y su corazón –como en “Heart of mine” o tantas canciones de Hank Williams. Sonando como una producción de Daniel Lanois –con instrumentos colisionando por todas partes sin perder definición o coherencia– ésta canción prueba las invisibles destrezas del “productor” Jack Frost. Sin embargo, en lo lírico conjuga el consuelo y el remordimiento, terminando en una nota triste en la que, tras recriminar a su corazón, escuchamos a Dylan sentenciar: “The door has closed for evermore, if indeed there ever was a door.”

Como para dejarnos recuperar el aliento, TTL nos entrega otra pieza de entretenimiento, uno de los romances gamberros que aparecen en el camino del personaje; hablamos de la canción “Jolene”, a la que sigue la extraordinaria “This dream of you” –que esconde múltiples autoreferencias y es lo más cerca que estaremos hoy de un Dylan en plan de cita explícita. Ya parte del estribillo se conecta con la enorme “Visions of Johanna”, gracias a la suprema: “All I had and all I know is this dream of you, which keeps me living on”. Pero hay también espacio para otros Dylans, expuestos cuando los fantasmas de “Love sick” se cuelan como sombras (“Shadows that seem to know it all”) o hasta para el Dylan bíblico. El personaje, en cambio, se encuentra atravesado por las dudas y por el inevitable choque del pasado y el presente. El prisma que repostula toda intención de descubrir a un mismo Dylan en 1964, 1972, 1989, 1993 o 2001, “This dream of you” deja una marca intensa en el oyente, al ser la canción que, sonando mucho al Modern Times, es también la que más florece en referencias a su pasado, reteniendo incluso un fraseo inexcusablemente circa 1966.

De nuevo en la piel de bluesman marginal, Dylan lanza “Shake Shake Mama” como su demo para ingresar a la pandilla de Fat Possum Records. Jugando a ser un anciano calenturiento, altera aquí la posibilidad de redención bíblica y se la entrega al poder nocturno del pecado. Predicando sobre la pérfida naturaleza de las mujeres (“Some of you women really know your stuff, but your clothes are all thorn and your language is a little too rough”), Bob invierte la dinámica de “Lay Lady Lay” y se pone, ahora él, al alcance de su amante. También largado contra el cliché bluesero, se adueña de “Motherless children” y lo empuja por un precipicio (“I’m motherless, fatherless and almost friendless too”), como burlándose de la idea de la desgraciada ausencia familiar. Con una apropiadísima voz y sonido “diabólicos”, con este blues óseo –estilo Muddy Waters– Dylan revela lo que solemos dar por sentado respecto a su genio/mérito/grandeza. ¿Es que alguien más puede escribir así hoy?, ¿Y podrá alguien hacerlo jamás? Pues parece que Bob y sólo Bob.


Ya sobrecogidos, nos rehusamos a creer que el disco aún guarda dos joyas. La primera es la declaración programática del disco; pues con un sonido vintage, pop, delicado y etéreo, Dylan configura el logos de TTL en “I feel a change comin’ on”, la más “nueva” de las canciones de Bob y la que más costará quitarse de la cabeza. Entregado a la vibración extraordinaria del enamoramiento, Bob va de unas hasta inocentes líneas “de conquista” –que parten de la amistad– hacia la inequívoca “You are as whorish as ever, baby you can start a fire. I must be losing my mind, you’re the object of my desire.” El cambio (palabra registrada de Proteo Dylan) aquí es el de la suerte en el amor, de la sonrisa policromada de Venus y su (nuestra) pretendida. Y el romántico empedernido que compone esta canción no es cosa nueva. Es más, todo el discursillo que Bobby Zimmerman le hacía a su primera gran novia, Echo Hellstrom, aún en la secundaria, bien podría ser uno de los versos de este tema: “I’m listenning to Billy Joe Shaver, and I’m Reading James Joyce”. Pero también está el Dylan que decía “I’m younger than that now”, o el que se escabullía de los cantautores tópicos (aquí ironiza: “Some people they tell me I’ve got the blood of the land in my voice”). Igual aparece el Dylan de los primeros días en Nueva York, el que Suze Rotolo re-educó, y a la que –todavía ingenuo– le dice: “Well, life is for love. And they say that love is blind. If you wanna live easy, baby pack your clothes with mine”, invitándola a recomenzar todo como felices hobos. Lo mismo pasa con el Bob de Dinkytown, empobrecido hasta los harapos pero con la chaplinesca intuición suficiente para reconocer que, entre tanta gente tan rica, no se tiene siquiera una rosa. Pero si hay que quedarse con una línea de esta estupenda canción, yo me juego por la demoledora: “Well now what’s the use in dreaming? You got better things to do. Dreams never did work for me anyway. Even when they did come true”. En fin, ante esta compleja autobiografía amorosa, es ya difícil creer que TTL pueda ser otra cosa que un maravilloso disco sobre el amor.


Pero siempre fiel a su estilo, Dylan guarda para el cierre una canción apocalítptica. Desatando los instrumentos furiosos, Bob ve a las mujeres abandonar a sus maridos, los edificios derrumbarse, a la gente enfermar y morir, pero nos responde: “Todo se está pudriendo, pero, ¿sabes lo que dicen? Está todo bien”. Y ese es el título de esta llamarada, “It’s all good”, en la que la debacle mayúscula se une a la personal. Pero no se trata de un alegato político contemporáneo, (“I wouldn’t change a thing, even if I could”), ya que cuando Dylan protesta y dice no poder reconocer en esta tierra maldita lo que han hecho con su país, bien puede estar hablando de la Gran Depresión o del Dustbowl. Nada de Reaganomics u Obama, aquí la obsesión americana es la de Guthrie y la de Tom Joad.

En definitiva, a pesar de que la primera impresión puede sugerir que Together through life es un disco algo más débil que Modern Times, es probable que –más bien– sea esta comparación la que muestre que Bob es capaz de crear un disco con un arco narrativo amplio (y en esto último no especulo, pues Dylan y Hunter preparan ya un musical). Igual de engañoso resulta afirmar que este es un álbum de aires tex mex o de innovaciones sonoras dylanianas. Quien haya escuchado “On a night like this” de Planet Waves (1974), “Señor” o cualquiera de las canciones de Desire, sabe que este zydeco matizado por acordeones y violines –entre lo gitano y lo mexicano– es algo que Bob siempre estuvo rondando. Que ahora se haya rodeado de músicos excepcionales (Donnie Herron es una mini The Band de una persona) para lograrlo, no arrebata la esencia expresiva de las canciones. Al margen de los detalles sonoros, la verdadera pregunta debería ser, ¿Cómo lo viejo puede sonar tan moderno? Ese es el secreto de unos pocos genios.

Bob Dylan nos ha acostumbrado a verle reestructurar sus identidades de disco a disco. Pero así ha construido un camino en el que el country blues es la única senda constante –y con TTL se ven las referencias a Willie Dixon o al blues urbano más antiguo. Y como buen bluesero, Dylan prosigue también con los robos y apropiaciones (letras, sonidos, frases, etc). Es su derecho de entrada a esa hermética comunidad de músicos castigados por lo efímero, los juglares del oeste mítico de donde Bob no ha parado de beber (en “Stuck inside of Mobile with the Memphis blues again”, “Cold Irons Bound”, “Tweeter and the monkey man” o “Day of the locusts”). Aún así, es chocante que todavía existan “fans” a la espera de dylanianos discos de materialidad revolucionaria. Dylan ya no es eso, sino uno más de los ignotos blueseros que rodaron por Chess Records, un hirsuto guitarrista encerrado en un bar de pistoleros. El Alias está ya muy atrás, y tal vez anda demasiado ocupado vendiendo los derechos de sus canciones (a Pepsi, Cadillac, este o aquel banco, etc.). El Bob Dylan que nos interesa –el de TTL– se encuentra en la carretera, tocando cada noche, o por las ondas (satelitales hoy, pero con todo el espíritu AM) de su programa “Theme time radio hour”. Y ahí el rol de este disco es fundamental, pues cuando los tres anteriores álbumes sugerían mucho, no alcanzaban a marcar la ruta. Pero hoy Dylan es incuestionablemente, gracias a Together through life, un músico de un tiempo inmemorial. Como Charley Patton o Blind Willie McTell. Y no hay mejor garantía para la inmortalidad que esa.

jueves, 14 de mayo de 2009

SINGLADURA EN BICI

Hace tiempo no recibimos noticias de nuestro querido Julio Barriga, pero lo sabemos sano y salvo. Igual es fácil evocarlo visualizando un par de gestos clásicos: riendo por la iluminación de algún absurdo verbal, despotricando a causa de alguna nimia pero decisiva conspiración contra el sentido, pero en este día lo queremos recordar así: pedaleando su bici raudo y concentrado en esquivar el tráfico, dulcineas, molinos y sanchos como un Quijote en fuga a la gran soledad. Los dejamos con un poema “hit” del vate de San Rock(e). Agradecemos a Miguel por la caricatura.

por Julio Barriga

Soy el Centauro de la soledad

y soy los anteojos de la carretera, Ramón

y aún soy el largo beso bajo el túnel

de asfalto y morera donde las flores

de Guaymallén se sientan a las orillas

de sus veredas líquidas y acequias musicales

bajo extensas arboledas que susurran

juegos sensuales desde sus penumbras.

Estoy condenando a prolongar una existencia insulsa

hasta el final de sus instantes repetidos.

Soy un rostro largamente injuriado por la miseria

dos flores de cedro bailan un inmóvil minué

sobre la t.v. mis huesos gritan antiguos rencores

al final del infierno bailan los árboles enloquecidos

retorcidos por una vasta desesperación

perdido en el eón de una indivisible dualidad

mi palabra es ciega y mi mirada es muda.

Tu mundo es un prodigio, Señor, pero

yo no lo entiendo un carajo

la carne aúlla sucias confidencias

de mi fealdad ya nada me consuela

(con la edad no puedes hacer treguas)

Vago sin luz entre indianas arboledas

tratando de ajustar mi soledad en versos

no perderé más tiempo en mantenerme joven

carente de la plural singularidad pessoana

adolezco de distintos abandonos

esto es hacer poemas con la mierda al cuello

estoy repitiendo mi canción.

Hace tanto no suscribo la utopía

y bebo como un colibrí

en un tiempo de hombres casi femeninos

y mujeres bastante masculinas

sumando letras a la nada con absoluta decadencia interpretativa

puesto a observar inaferrables realidades

suntuariedad antiecológica

escenarios de la bostezada felicidad burguesa

que un feroz delicioso anonimato

me borre el rostro y me dibuje la palabra

y labre mi sueño un vasto sueño proyectivo

atrapado en una ciudad

donde nadie me quiere y yo no quiero a nadie

en los días en los que la compulsividad

me lleva al clímax de autodestrucción

la soledad de una hora cualquiera me arroja a la nada

compilando nostalgias de la muerte

cuadernos plagados de horrores

en pos y encuentro del tiempo imaginario

a la busca del tiempo que no se me ha perdido

frito en el aceite de una soledad delirante

todo hermoso, pero tan lejano

remotas, inaccesibles, tantálicas visiones.

La soledad de los ciclistas

ciudad a vista de sillín

y a golpe de manubrio

en riesgo de malinterpretar las señales del tránsito

la bestias sarcástica, loco solo & su bicicleta.

Soy el mejor amigo de mi mismo

un cowboy en bici, qué desastre,

un gaucho en alpargata, un indio a pata

profesando una literatura a pedal

que ejercita la visión interna

(nada es cuando lo vives sino cuando lo revives)

sacudido por visiones espasmódicas

el discípulo sangrante, la bestia ilustrada

carcomido por sus alucinaciones

por una gracia especial de las vicisitudes

que todo lo vivido se convierta en verso.

Ya no espero nada del más acá

cielos se deslizan raudamente

noches de esperar puertas que pasan como trenes fantasmas

sombras que me cobijan en remoto desamparo

y me despiertan en el éter

soy el poeta exiliado en sus soledades

con todo lo sublime y ridículo del gesto

mientras mundo de gente trina afuera

hombres de irreparable belleza póstuma

ritualmente impelidos a asesinar lo que aman

hijos de su sola edad y padres de sí mismos

hay esa lumbre por la que todos lloran

unos para otros somos heridas incurables

amor a muerte hasta el último centavo

un triste amor que escupe sangre

sangre escupiendo amor

y por un fugaz instante entrever la eternidad

una chispa al final del túnel

pues un gramo de luz derrota toneladas de tinieblas

para convivir con las muertes cotidianas

verlas llegando siempre de los cuatro rincones

saludarlas solícitos

como el gato de Alicia, mis dientes de plástico

seguirán sonriendo luego que yo desaparezca

Recorrer la ciudad como un cuerpo en pena

por avenidas que a plenitud comulgan con los árboles

soy una ciudad pasando a través de un individuo

un pavoroso amante de las penumbras

el monstruo de las profundidades

has vuelto a ser la bestia solitaria

en esa vieja jaula de manías y obsesiones

un cadáver social va por la calle

alucinado por la luna

de cuál sordo corazón de la noche

extraigo imágenes de la infancia

muros podridos de abandono

siniestros, pero familiares

asido a un vuelo imposible

te roza el ala inmensa de los sueños

introduces un elemento poético en tu carne

como un cuchillo de hielo

somos una fauna inclasificable

mezclados con los hermanos de la gleba

poetas crucificados por sus hemorroides!

imprecaciones y plegarias no atendidas

aquel que ha muerto cabe perfectamente en mi mirada

esperanza y abandono de la poesía

mi piel ha sido devastada por diversas caligrafías

la excitación social asesina al solitario

sucios pensamientos aletean como insectos aplastados

esta es la última vez que soy tan joven

¿Cuándo hallaré mi voz? Busco mi voz perdida

luchando en el sollozo de no saber

hablar conmigo mismo, mi suerte es ajena

mi ley es dinero extraño

soy el fantasma inverso del vudú

un cuerpo que perdió su alma

tan triste como la navidad y su bullanga hueca

mis camisas colgadas parecen las camisas de un hombre muerto

a partir de ahora el corazón va a servirme

menos que un cenicero, conductas tan histéricas

que me alejan a las antípodas de los anhelos profundos

por fin la soledad ha logrado acorralarme

en el rincón sin salida que es toda existencia

rebeldías devienen remordimiento añejo

mis ideas son barcos que abandonan las ratas

trabajando en comentarios silenciosos

en dilettancia trashumante y nihilista

por la ciudad donde enjambres de palabras

atacan como avispas enardecidas

¡salón de mágicos espejos

donde el deseo lo transfigura todo!

Mendoza, 1998 (Versos Perversos, 2004)

lunes, 11 de mayo de 2009

CONDUCTAS ERRÁTICAS

El 4 de junio, a las 21:00, en la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz se presentará Conductas Erráticas, la primera antología boliviana de no-ficción (selección y prólogo de Maximiliano Barrientos y Liliana Colanzi) que incluye 14 crónicas. La antología cuenta con un prefacio del mexicano Juan Villoro, que compartimos con ustedes.

Conductas erráticas reúne los ritos de iniciación de catorce autores bolivianos. En estos textos de búsqueda interior la pregunta decisiva es: “¿por qué diablos escribimos?” Los narradores se exploran a sí mismos con la intrépida franqueza de quien encara su vida como una tierra novedosa. Con ironía, con dolor, con pasión, descubren las claves de su destino. Para curarse de peores hábitos, adquieren el irrenunciable vicio de escribir. Pocos libros ofrecen tan ricos ejemplos del despertar literario.


Los orígenes de estas vocaciones no pueden ser más variados: una mujer le teme a un cocodrilo que se tragó algo más temible que el despertador del Capitán Garfio; un novelista en ciernes sobrevive gracias a los goles que mete en Estados Unidos; un fervoroso amante del rock transita de Led Zeppelin y Jimi Hendrix a los metales pesados de la escritura; una chica rebelde recorre todas las parrandas hasta descubrir que no hay vértigo superior al de contar el vértigo; un cuentista advierte que la verdadera tierra de nadie no está en el desierto de París, Texas sino en la página en blanco.


Estas búsquedas individuales comparten espacio con un magnífico retrato de la Bolivia de Evo Morales, el mapa público donde ocurren las vidas privadas de los autores.


Conductas erráticas es el sitio donde catorce expedicionarios bolivianos viajan al fondo de sí mismos para encontrar, a través de la escritura, la excepcional salida al mar que tiene su país.


Juan Villoro, México DF, Febrero 2009

Autores:

Juan González-Hacia la esquina de Jimi
Rodrigo Hasbún-Muestrario de guerra: literatura y vida
Maximiliano Barrientos-Planetas errantes
Anabel Gutiérrez-Niñas, cocodrilos y heladeras
Edmundo Paz Soldán-El Sur en el Sur
Pablo Ortiz-Evo, Estado y sociedad civil
Liliana Colanzi-Todas las
estas del mañana
Inga Llorenti-Rebelde buen corazón
Fernando Barrientos-Rabiosos/Juguetes/Perdidos
Miguel Ángel Devia-A La Habana en taxi
Giovanna Rivero Santa Cruz-85
Wilmer Urrelo Zárate-Ya nada con esa tierna infancia
Paul Tellería Antelo-El Mono
Sebastián Antezana-Náufragos

sábado, 9 de mayo de 2009

Natalia Ginzburg. Nuestro amigo, la ciudad, las colinas

Olvidada por el gran público durante más de cuarto de siglo, la obra de Natalia Ginzburg se mantuvo como un secreto entre iniciados de un culto sutil y melancólico. Hoy, cuando se habla del regreso de la “literatura del yo”, el tierno fantasma de esta escritora mayúscula regresa por sus fueros. De la colección de ensayos y misceláneas que conforma su extraordinario libro Le piccole virtù (Einaudi, 1962), a manera de presente otoñal les traemos la traducción de este bello testimonio de su amistad con uno de los escritores italianos más importantes del siglo pasado.

Se dice que la obra de Natalia Ginzburg define el “antes y después” de la literatura intimista. Descreemos de esos jingles. Preferimos disfrutar sus novelas, diálogos y ensayos en términos de literatura de cámara. Cero grandilocuencia, cero pirotecnia, máxima intensidad.


por Natalia Ginzburg

La ciudad que nuestro amigo tanto amó es la misma de siempre: han ocurrido algunos cambios, pero no demasiados: se han abierto algunas líneas de trolley, han construido varios pasajes subterráneos. No hay, sin embargo, nuevas salas de cine. Los viejos cines siguen operando con sus antiguos nombres: esos nombres cuyas sílabas, al repetirlas, nos devuelven a la infancia y la adolescencia. Vivimos en otros lugares ahora, en ciudades más grandes y muy distintas y si cuando nos reencontramos hablamos de nuestra ciudad, lo hacemos sin ningún remordimiento por haberla dejado atrás: estamos convencidos de que hoy ya no nos sería posible vivir allá. Pero cuando regresamos, tan pronto hemos cruzado el pasillo de recepción en la estación ferroviaria y nos adentramos en la neblinosa trama de las avenidas, ya nos sentimos en casa. Y la tristeza que la ciudad nos inspira cada vez que retornamos reside precisamente en este instantáneo sentirse en casa y a la vez en sentir que ya no tenemos ninguna razón para estar allí. Ya que aquí, en casa, en nuestra ciudad, el lugar donde fuimos jóvenes, muy pocas cosas quedan vivas para nosotros: al llegar nos recibe solamente un cúmulo de memorias y sombras.


Nuestra ciudad, en todo caso, es por naturaleza melancólica. En las mañanas de invierno un olor muy especial, a hollín y escarcha, se esparce por calles y avenidas. Si llegamos de madrugada, hallamos una ciudad grisácea de tanta niebla, envuelta en ese aroma pesado. De vez en cuando se filtra un tímido rayo de sol que tiñe con tonos rosa y violeta las calles cubiertas de nieve, las ramas de los árboles. A la entrada de las casas, la nieve ha sido apilada en pequeños montoncitos, pero los paseos públicos se hallan todavía enterrados bajo una gruesa colcha, suave e intacta, de casi medio metro, que cubre los bancos abandonados y los bordes de las fuentes de agua.

Nuestra ciudad, nos damos cuenta ahora, se parece mucho al amigo que perdimos, ese amigo nuestro que tanto la amó. Es una ciudad dinámica, como era él; con el semblante preocupado por sus febriles y testarudas emprendimientos y, sin embargo, también es indolente, con tendencia a vagar y soñar despierta. En esta ciudad que tanto se parece a él tenemos la impresión de que nuestro amigo vuelve a la vida en cualquier lugar al que vamos. En cada esquina, en cada callejón, se tiene la sensación de que él aparecerá de súbito: la alta figura enfundada en el abrigo de larga cola, la cara escondida en el cuello del abrigo, el ala del sombrero cubriéndole los ojos. Empecinado y solitario, nuestro amigo recorría esta ciudad a su propio ritmo. Le gustaba recluirse en los cafés más inhóspitos, allí donde el humo del tabaco no deja respirar. Al entrar en uno de esos lugares, él se quitaba rápidamente el abrigo y el sombrero, pero no se desprendía de esa horrible bufanda de colores chillones que cubría su cuello. Le gustaba jugar a rizar con un dedo sus largos mechones de pelo castaño y de pronto, en un gesto nervioso, alborotar con ambas manos su cabellera. En esos cafés llenaba páginas y páginas con su caligrafía larga y rápida, corrigiendo y tachando furiosamente. Y en su poesía la ciudad siempre fue celebrada:

Questo è il giorno che salgono le nebbie dal fiume
Nella bella città, in mezzo a prati e colline,
E la sfumano come un ricordo...

Sus poemas resuenan en nuestros oídos cada vez que regresamos a la ciudad o alguien nos recuerda algún fragmento. Y ya no sabemos si son en verdad poemas hermosos, porque constituyen una parte muy profunda de cada uno de nosotros y reflejan con gran precisión la imagen de nuestra propia juventud, esos días lejanos cuando escuchamos a nuestro amigo leernos esos poemas recién escritos, cuando aprendimos, con profundo asombro, que incluso de nuestra gris, atrabiliaria y prosaica ciudad podía surgir poesía verdadera.


Nuestro amigo vivió la ciudad como un adolescente. Y la vivió así hasta su muerte. Sus días, como los de un adolescente, eran muy largos, espacios rebosantes de tiempo: para él era fácil acomodar horarios para estudiar y escribir, para ganarse la vida y deambular por las calles que amaba, mientras nosotros batallábamos torpemente entre la pereza y la diligencia, derrochando horas valiosas tratando de determinar si éramos perezosos o diligentes. Durante muchos años, él rechazó trabajar en horario de oficina o aceptar posiciones estables y cuando lo hizo, cuando finalmente accedió a ocupar un escritorio, resultó un empleado escrupuloso e incansable, y a la vez pudo mantener un amplio margen de tiempo libre para sí mismo. Comía a toda velocidad lo poco que comía, y no dormía nunca.


Solía caer en pozos de honda tristeza: durante algún tiempo, mucho tiempo, nosotros estuvimos convencidos de que él habría de remontar esa tristeza cuando lograra conciliar el tumulto de su mente y aceptase entrar en la madurez: su tristeza, sin embargo, era como la tristeza de un niño: esa voluptuosa, somnolienta melancolía del niño que aún no ha ingresado al mundo real y orbita en un mundo de sueños: árido, solitario. Algunas veces, al caer la tarde, él venía a visitarnos. Se sentaba en cualquier lado, pálido, la bufanda alrededor del cuello, y rizaba su pelo o hacía crujir unas hojas de papel sin decir una sola palabra durante todo el tiempo que estuviera con nosotros. Sin contestar una sola de nuestras preguntas. Finalmente, en algún momento, se levantaba, tomaba su abrigo y se iba. Sintiéndonos mortificados, nos preguntábamos si quizás habíamos hecho algo que lo haya ofendido, en caso de que él nos hubiera buscado para distraerse o animarse y lo hubiésemos defraudado, o si su visita se debía simplemente a que él había decidido pasar el resto de la noche bajo alguna otra lámpara que no fuese la de su cuarto.


Conversar con él nunca fue fácil. Incluso cuando él estaba de buen lado: y sin embargo, encontrarnos con él, sin importar que nos haya dicho poco o nada, era el estímulo más poderoso y vigorizante que podíamos hallar. En su presencia éramos de pronto más inteligentes, más interesantes. Nos sentíamos impelidos a expresarnos con la mayor seriedad, dando lo mejor de nosotros, dejando de lado las jugarretas, las banalidades, las imprecisiones, la incoherencia. A menudo, su sola presencia nos hacía sentir más humildes: nosotros nunca podíamos ser tan sobrios, tan poco pretenciosos. Y mucho menos ejercer tal grado de generosidad y de equilibrio racional. El nos trataba, a nosotros, sus amigos, con abierta brusquedad. Jamás pedía disculpas por sus errores. Pero si se enteraba que alguno de nosotros estaba enfermo o necesitaba algo, él se hacía presente de inmediato y se brindaba entero, con la solicitud de una madre. Por una cuestión de principios, él rechazaba conocer gente nueva, hacer amigos. Y a la vez, por mero capricho, de buenas a primeras él podía ser muy afable y cálido y expresivo con algún perfecto desconocido, incluso con gente levemente despreciable. Y si nosotros le hacíamos ver que tal persona era un individuo al que convenía mantener a distancia, él replicaba que ya lo sabía. A él le gustaba que nosotros creyéramos que él lo sabía todo y no permitía jamás que le comentáramos sobre cosas que él no conocía. Ahora bien, por qué él se mostraba tan amistoso con gente de poco valor civil y negaba su tiempo y su amistad a quienes realmente lo merecían, eso nunca no los explicó.


Otra veces se nos revelaba muy interesado en conocer a alguien que él consideraba provenía de alguna clase acomodada. Y en poco tiempo se hacía amigo de esta persona. Solíamos creer que lo hacía porque estaba trabajando en alguna novela. Su criterio para juzgar la elegancia era bastante falluto. Cualquier brillo, para él, tenía su origen en oro. En esto, y solamente en esto, era un ingenuo. Juzgando elegancia de espíritu, en cambio, no se equivocó nunca.

El tenía una cautelosa, desconfiada manera de dar la mano: extendía un par de dedos y los retiraba rápidamente. Su manera de extraer el tabaco de su bolsa y llenar su pipa era reservada y parsimoniosa. Tenía también una brusca manera de darnos dinero cuando se daba cuenta que estábamos necesitados: tan brusca y abrupta que nos dejaba estupefactos. Solía decir de sí mismo que era tacaño y que le dolía desprenderse de su dinero, pero apenas se deshacía de cierta suma, al próximo minuto el asunto ya no le importaba en lo más mínimo. Si nos encontrábamos lejos de la ciudad, él no nos escribía, tampoco respondía nuestras cartas. Cuando lo hizo, solamente escribió frases cortas, frías. No le era posible querer a sus amigos cuando se hallaban lejos, nos dijo. Creo que para evitar las preocupaciones generadas por la ausencia, apenas sus amigos partían a otro lugar él, en su mente, reducía los recuerdos de esos amigos a cenizas.

Nunca tuvo esposa o hijos, nunca tuvo un hogar. Vivía con una hermana casada, quien lo quería tanto como él a ella. Y aún así, en esa familia él mantuvo intactos sus bruscos modales, comportándose como un niño malcriado, como un forastero. Algunas veces se daba una vuelta por nuestros hogares y, con el entrecejo fruncido en gesto bienintencionado, examinaba cómo criábamos a nuestros hijos, las familias que estábamos construyendo. El también pensaba, muy frecuentemente, en formar una familia, pero pensaba en ello de una manera muy suya, una manera que con los años se hizo más compleja y tortuosa, tan tortuosa que se vedaba cualquier clase de resolución. Con el paso de los años desarrolló una red de principios e ideas tan enredados y complejos que esterilizó el cumplimiento de la realidad más elemental. Mientras más inaccesible e inalcanzable se hacía para él esa realidad, más fuerte era su deseo de superar la red tortuosa que acabó por rodearlo como una enredadera asfixiante.


En ocasiones él se sentía muy triste y por mucho que nosotros tratamos de ayudarlo, él nunca nos permitió una palabra reconfortante o una mirada compasiva. Y así fue que nosotros, siguiendo su ejemplo, rechazamos su solidaridad toda vez que nos tocó enfrentar horas difíciles. Esto no implica que él haya sido un maestro para nosotros, si bien, innegablemente, aprendimos muchas cosas de él. Podíamos ver con total claridad las absurdas y retorcidas convoluciones mentales en las que él voluntariamente confinaba su alma simple y nos habría gustado que nos dejara enseñarle algunas cosas que habíamos aprendido: como el vivir de un modo más elemental, menos asfixiante. Pero nunca pudimos enseñarle nada, ya que cada vez que intentábamos explicarle algo él levantaba una mano con gesto de fastidio y decía que todo eso él ya lo sabía.


En los años finales las líneas de su cara se hicieron más pronunciadas, signos evidentes de la devastación producida por su mente atormentada. Y sin embargo su cuerpo mantuvo el estado de gracia de la adolescencia hasta el final.


En el ultimo periodo de su vida él se convirtió en un escritor famoso, pero ello no cambió un ápice sus hábitos reclusivos, como no alteró su disposición modesta y afable y tampoco la minuciosa, dolorosa humildad con que día tras día se aplicó a su trabajo. Y cuando le preguntamos si disfrutaba ser famoso él nos respondió, dejando ver un rictus arrogante, que había esperado por ello durante toda su vida: ese rictus arrogante, astuto, infantilmente perverso, relampagueaba por instantes cruzándole la cara y luego desaparecía sin dejar traza. Por supuesto, la confesión de que él había esperado siempre aquello, significaba que el logro ya no le proporcionaba ningún regocijo: él era de esas personas incapaces de disfrutar y amar aquello que ya tienen.

Solía decirnos que había llegado a conocer tan profundamente su arte que éste ya no tenía secretos para él. Y al carecer de secretos, ya no le despertaba ningún interés. Incluso nosotros, sus amigos, dijo, ya no teníamos secretos para él. Y eso lo aburría infinitamente. Y nosotros nos sentíamos tan mortificados de ser para él una causa de aburrimiento, que no podíamos decirle que advertíamos perfectamente el factor que había malogrado su vida: su renuencia a la entrega afectiva y a la aceptación del curso natural de la vida, que procede en cauce uniforme y aparentemente sin ocultar secretos. El estaba siempre en combate con las pequeñas cosas reales de todos los días: sediento de ellas y odiándolas al mismo tiempo. Ese reino fue prohibido e invencible para él. Solamente podía observarlo desde la infinita distancia que lo separaba.

Murió en verano. Nuestra ciudad siempre está desierta en verano. Emana una sensación de vastedad. Amplia y resonante como una plaza. El cielo es claro, sin llegar a ser luminoso. Pesados camiones cruzan de un lado a otro, cargados con arena que se extrae del río. En las calles, el asfalto hace hervir los adoquines. En los cafés con mesas a la calle, las sombrillas no cobijan a nadie, lucen calcinadas y desiertas.

Ninguno de nosotros estaba allí. El eligió, para morir, un día ordinario de aquel tórrido agosto. Escogió un hotel próximo a la estación ferroviaria, como si abrigara el deseo de ser un extranjero en su propia ciudad.


Muchos años atrás, había entrevisto su muerte en un poema:

Non sarà necessario lasciare il letto.
Solo l'alba entrerà nella stanza vuota.
Basterà la finestra a vestire ogni cosa
D'un chiarore tranquillo, quasi una luce.
Poserà un'ombra scarna sul volto supino.
I ricordi saranno dei grumi d'ombra
Appiattati così come vecchia brace
Nel camino. Il ricordo sarà la vampa
Che ancor ieri mordeva negli occhi spenti.


Poco después de su muerte, nos decidimos a pasear por las colinas de nuestra ciudad. A lo largo del camino, vimos cafeterías y bicicletas apiladas, granjas en las que habían puesto a secar hierba recién cortada. Era su paisaje preferido: los extramuros de la ciudad durante el umbral del otoño.


Observamos la noche de septiembre alzarse sobre los campos arados y las lomitas hirsutas. Eramos un grupo de amigos muy cercanos que se conocían desde muchos años atrás. Un grupo de gente que siempre había trabajado y pensado en conjunto. Como suele suceder con quienes se tienen mucho amor entre sí y se hallan conmovidos por el dolor, tratábamos de darnos más cariño, de protegernos unos a otros con mayor celo: sentíamos que, de una manera muy suya, muy misteriosa, él siempre nos había protegido y cuidado a cada uno de nosotros. En esas colinas él estuvo con nosotros, más presente que nunca.


Ogni occhiata che torna, conserva un gusto
Di erba e cose impregnate di sole a sera
Sulla spiaggia. Conserva un fiato di mare.
Come mare notturno è quest’ombra vaga
Di ansie e brividi antichi, che il cielo sfiora
E ogni sera ritorna. Le voci morte
Assomigliano al frangersi di quel mare.


(Roma, 1957)


Yapa. Hace unos meses, Alejandro Zambra -fan convicto & confeso del amigo de Natalia Ginzburg, visitó aquella región italiana e incluso paseó por el pueblo natal del famoso escritor. Esta es su crónica de aquel viaje.

http://diario.elmercurio.cl/detalle/index.asp?id=%7B34322348-8b9b-4405-b332-d9e69f7a7583%7D