viernes, 30 de diciembre de 2011

Ilusión para que la verdad no nos destruya

Seguimos con nuestro especial colectivo sobre discos de 1991, esta vez con un disco clásico de inicios de la década grunge: Use your illusion de los Gun’s and Roses. El crítico invitado, que nos tiene acostumbrados a textos sobre ítems más excéntricos, roza la confesión personal pero a la vez acomoda, con subjetiva objetividad, este disco dentro del contexto de su producción.

Por Javier A. Rodriguez

“19 homos think Justin Bieber is a musician”

Skela961,


Siempre he sido un pobre carajo, desde chiquito. Tendría cinco años pero me acuerdo bien cómo me podrí de la envidia cuando, así como suelen hacerte contar los autos rojos que hay en la calle o te muestran fotos de chimpancés en una revista, uno de mis tíos le enseñó a su hijo un retrato de Elvis Presley. Yo no tenía ni idea de quién era Elvis, pero no me gustaba que mi primo me superase en algo. La maldad y el rencor son rasgos muy fuertes en mi familia (amén de ser cochabambinos, los juicios entre hermanos llegan a la docena), así que era de esperar que me encaprichase con eso de saber más de rock que cualquiera de mis parientes. Igual puede que mi tío lo hiciera para mandarse la parte, queriendo probar qué él era tan cosmopolita que podía reconocer a todos los famosos del mundo –y una simple coincidencia puso ahí la fotografía de Elvis y no la de Hemingway o Paz Estenssoro. Y vaya que me empeciné con la idea, aunque con cinco años, en la casi rural Cochabamba y sin hermanos mayores, había pocos lugares a los que uno podía confiarse para descubrir qué era el rock. Tampoco iba a creer que la programación de Radio “Centro”, siempre sintonizada en casa de mi abuela, o esa revista “Life” con Pau Casals en la tapa, tenían alguna pista… ¿verdad?

Apenas un par de años más tarde, mi mamá atendía a un paciente que supongo iba a la consulta directo de sus clases. No me pregunten su diagnóstico, nombre o señas particulares, pero hay algo de sus visitas que recuerdo con claridad. Es probable que no llevase siquiera polera negra, pero sí tenía una carpeta con el logo de Guns and Roses, ese con las calaveras sobre una cruz. Algo en aquel dibujo debió impactarme, pues cuando en un recreo nos pusimos a hablar de bandas de rock, tabú total en un colegio como el “Don Bosco”, arranqué con un monólogo sobre los Guns. No había escuchado ninguna de sus canciones, pero comencé a inventarme las tonterías más extremas que se le pueden ocurrir a un chango de esa edad: baños de sangre sobre el escenario, destrucción de instrumentos, rituales satánicos… todo lo que sonara convincente para adjudicárselo a una banda liderada por un tipo que –esto era todo lo que sabía– solía usar poleras con la cara de Cristo, shorts de ciclista y una bandana. No sé si fui convincente, pero para mí toda esa farsa, el espectáculo que sugería un logotipo como poderosa declaración estética, era rock en potencia.

Desde hace poco más de un lustro, a consecuencia del agotamiento posmoderno de los referentes canónicos, el revisionismo ha consentido el rescate de la música más cuadrada como latente influencia cool: Journey, Fleetwood Mac, Hall & Oates, Ace of Base… y así hasta el extremo de Daniel Lopatin reivindicando a Chris de Burgh como protomártir del pop hipnagógico. Es curioso que no haya pasado lo mismo con GnR, en teoría mucho más afines al rock que Phil Collins o George Michael. Es que con los Guns hay una diferencia fundamental: siguen activos, el affaire “Chinese democracy” está demasiado fresco y –lo que es definitivo– su ethos se contrapone sin remedio a los puntales simbólicos del grunge, mojón con el que la cultura popular ha querido marcar ese 1991. Ni hablar de rescatar su desmedido disco doble del aquel año, aunque sí hay quien ha querido leer en “Apetite for destruction” (1987) el finiquito rabioso del metal ochentero y la incisión punk en el mainstream –méritos que normalmente se le atribuye a “Nevermind”. Más o menos como cuando Simon Reynolds dijo que los Pistols en realidad eran la última banda de rock y no la primera del punk, pero eso tampoco es del todo cierto. Los Guns no son la primera banda grunge, sino más bien la cosa excesiva y arrolladora en la que habrían mutado los Pistols si es que John Lydon hubiese sido un megalómano con ganas de tener un jet privado y no el tímido situacionista que era en el fondo. En cierto modo, Guns and Roses era la última maquina del rock con el input de una década de fogueo punk. En un universo paralelo, Nirvana se fundó tocando “Nightrain” y no covers de CCR. Y no hizo falta nada más.

Pero no hay que tirar demasiado hacia la ciencia ficción para encontrar cierto traslape. Incluso si nos atenemos a su genealogía oficial como desgaje del hair metal, los Guns y el grunge comparten raíces: The Who, Led Zeppelin y Kiss aparecen en la lista de influencias de Pearl Jam y GnR (también de Poison, pero esa es otra historia). Vista fríamente, la sensibilidad melódica inserta en una matriz de rock duro de Cobain y Rose son casi imágenes especulares; como si Axl fuese Kurt con un poquito menos de horno indie y una coraza-ego más dura, el gemelo que en lugar de “Surfer Rosa” descubrió “Madman across the water”. Por supuesto, también está ahí la común devoción por los Stooges, la versión de Soundgarden que se coló en “The Spaghetti Incident?” (1993), el abrazo casi ideológico al rock de los setenta… Sin embargo, por sólida que parezca la hipótesis de los Guns y el grunge como rutas paralelas de una misma expresión, sólo funciona para explicar el primer disco de la banda. ¿Qué hacemos con la que se supone fue su obra definitiva, el cuádruple tan desbordado de ambición que sólo podía ser fruto del inestable matrimonio del genio y la locura? Pues sí, fue “Use your illusion” y no “Appetite for destruction” el disco que lanzaron los Guns en 1991. Y es el que a mí me parece vale más la pena recordar.

Lo extraño es que “Use your illusion” no se ajusta a ninguna de las narrativas elaboradas en torno a 1991. Está claro que no cuadra con lo que de este lado del indie se leyó como “The year punk broke”, pero tampoco cabe entre el establishment enranciado al que se supone que “Nevermind” jubiló. Igual, por mucho que “Use your illusion” retuviese parte de la intensidad de “Appetite for destruction”, los músicos que lo habían grabado se movían en un universo distinto. Los Guns modelo ‘91 eran la banda liderada por un tipo que montaba delfines y dormía rodeado de crucifijos rotos, una pandilla que se había gastado al menos un par de vidas en noches de juerga y carretera. Si “Sandinista!” fue un disco ridículo y excesivo, pero un esfuerzo honesto que se enfangó por no estar al alcance de los medios de sus autores, “Use your illusion” se regodeaba en una perfección artificial, era el producto deliberado de una ambición calibrada a ordenes de unos egos descomunales. Pero eso es algo de lo que se podría acusar a la mejor parte de la discografía de David Bowie, y lo cierto es que en sus más de dos horas de duración, “Use your illusion” guarda momentos inspirados (“Pretty tied up”, “Yesterday”, “Locomotive”, “Estranged”), conmovedores (“You ain’t the first”, “14 years”) y de genuina furia (“Right next door to hell”, “Back off bitch”, “Get in the ring”). Así, “Use your illusion” es el disco de una banda que no sólo tuvo la osadía de querer inscribir su nombre entre las leyendas del rock, sino que se atrevió a grabar un disco para resumir la historia del rock, una colección de canciones que pudiese gritar: “Rock’n’roll c’est moi”. ¡Y lo peor de todo es que los muy hijos de puta lo lograron!

Siendo GnR la única banda de metal que se atrevió con el punk –eso si olvidamos la versión de “Anarchy in the UK” que solía tocar en sus shows Mötley Crüe–, es raro que hayan elegido “Dead horse”, una canción que suena a los Stones circa “Goats head soup”, como single de presentación para “Use your illusion”, pero es incluso más extraño que el grand finale haya correspondido a una canción guiada por… ¡una flauta travesera! Bueno, esas excentricidades eran parte de la identidad de la banda desde un principio, pues “Appetite for destruction” tampoco es una colección de chicotazos, ahí está el galope funky de “Rocket queen” o ese corte extraviado de Grand Funk Railroad que es “Mr. Brownstone”. Lógico, no todas sus canciones eran “Welcome to the jungle”. Aún así, sorprende que la banda consiguiese cuajar tantos palos estilísticos en un todo largo pero compacto, arriesgando sin desprenderse de su anclaje punk-metalero. No fue fácil y no siempre salió bien. Comencemos por los covers, tan crasos que ni Queen (la banda totalitaria por excelencia) los firmaría. Entre el material propio, “Coma” es un mal chiste (cuando necesitemos narrativas metaleras siempre tendremos a “Lulu”), ”Civil war” es una canción protesta tan torpe que hace quedar al Bobby Gillespie post-“Screamadelica” como un sutil ideólogo, y la fichita rockera de “You could be mine” falla pues… ¿Qué clase de punk usa condicionales? Sin embargo, eso es lo hermoso de “Use your illusion”, un disco que como Ícaro consigue tocar el sol pero termina de bruces contra el piso, con la banda destrozada por el disco que se supone tenía que convertirlos en los más grandes de todos los tiempos. Y desde que Robert Johnson le vendió su alma al diablo hasta que Cobain se destapó los sesos, esa ha sido la historia del rock.

Puede ser que todo en “Use your illusion” sonara demasiado limpio para seguir creyendo que había punk o metal en eso. Claro, si somos honestos tendríamos que admitir que “Nevermind” tiene también un lustre sospechoso. El grunge como nos lo vendió MTV suena a la mierda pasteurizada de Brendan O’Brien y Scott Litt, nada que ver con la agresión de Dinosaur Jr. o Hüsker Dü, que condensaron la toxicidad rabiosa de “TV eye” y “A hole in the sky” en riffs. Si de melodías se trata, Teenage Fanclub (robándole a Big Star o no) jugaba en otra liga, y los Replacements ya habían despachado a toda la competencia con sus canciones que capturaban a la perfección la experiencia adolescente. Lo que rescata a las bandas grunge era el sudor, el nervio, mirarse a los ojos con y desde el público. Sí, hay tanta demagogia en esos gestos como en los brazos abiertos de Bono, pero que me hablen a mí de demagogia cuando tengo quince años y estas canciones son el mundo entero y más. Y con Iggy Pop pre-jubilado, en 1991 el amo de los escenarios era Axl Rose. Además, su comportamiento de diva malhablada y pendenciera no era tan distinto de lo que yo había imaginado en los pasillos de mi escuela primaria. Sólo en su gira de 1991 los caprichos de Axl habían provocado dos revueltas –y de las de verdad, dignas de estudiantes de la UPEA. Incluso ahora, obeso, con una gabardina de Dick Tracy y rodeado de mercenarios de la más baja calaña, Axl Rose es capaz de poner a hacer pogo a medio Brasil. Ah sí, algunas noches todavía los siguen corriendo a botellazos.


Obvio, 1991 me encontró demasiado chico para poder experimentar de primera mano todo esto. Sin embargo, los Guns, el grunge y el resto de bandas emblema de aquel año no me son distantes (como todo el mundo, tuve casetes de Nirvana y cambié el canal con “November Rain” infinidad de veces), pero soy lo suficientemente escéptico para poder comparar a Kurt y Axl sin por ello sentirme como si estuviese insultando a mi mamá. La verdad es que, si dejé de escuchar a Nirvana muy pronto, los Guns nunca me dejaron en paz. Desde los días del “Don Bosco”, mucho antes incluso de escucharlos por primera vez. Renegué de ellos sin asco, pero igual se las arreglaron para ser el soundtrack de mis primeras farras, en los bares menos cool de este mundo (a pesar de que luego me encerraba en un auto para escuchar “Where is my mind” mientras todo me daba vueltas). También parecía que tenía que encontrarme con un mega-fan en cada nuevo semestre de la universidad; tipos repulsivos que insistían que Slash era el mejor guitarrista vivo de todos los tiempos. Con todo, uno de los mejores conciertos de mi vida fue un tributo a Guns and Roses en el “Felix Capriles”, al que llegué por accidente, siguiendo a unos amigos y con entradas regaladas, pero del que nos fuimos tan contentos (y severamente intoxicados) que el lunes salimos en “Los borrachitos del fin de semana” de Unitel. Pero lo más inquietante de todo era la foto de Steven Addler que dominaba la banca donde hacia mi rutina de cuádriceps, en un gimnasio que parecía una mazmorra. No estoy seguro si había algo gay en eso o no, pero hace no más de un mes dos turcas se peleaban por ver quién se quedaba conmigo, mientras un tipo cantaba “Welcome to the jungle” en un karaoke chino del Paseo de Gracia. Como se ve, esta no siempre ha sido una persecución molesta, pero sí muy rara. Casi tan rara como ese poster de Axl Rose sin camiseta que adornaba las paredes de uno de los micros de la línea “L” de Cochabamba. Casi.

Parte de esa ubicuidad se debe a los esfuerzos de la propia banda por sintetizar una época. Ya hemos hablado de lo que eso significaba en términos musicales, pero lo que puso a los Guns por encima de la competencia fue que entendieron que su mito se debía construir por los ojos. De ahí que hayan dominado el vídeo musical con la trilogía “November Rain”, “Don’t cry” y “Stranged”, derroches presupuestarios en los que ya Slash tocaba un solo mientras caminaba sobre el agua, la banda zapaba sobre un portaaviones o Axl iba del matrimonio al cementerio en un estribillo. Un amasijo de clichés rockeros perfeccionados con obsesión y desmesura tales que no hay por donde quebrarlos, estos vídeos son la leyenda de Guns and Roses. Claro que hoy provocan risa y vergüenza ajena, pero estos opus desaforados son esenciales para entender las pretensiones y ambiciones de GnR, cómo esperaban ser vistos en la memoria larga del rock. Además, explican tanto la perseverancia de la banda como las motivaciones detrás del boom alternativo: es probable que, más que el rock radial ochentero, los ELP del grunge fuesen los Guns. ¿Por qué recordamos tanto 1991, un año cuyas credenciales para la posteridad incluyen el álbum negro de Metallica, “Out of time” y “Nevermind”? ¡Es como recordar 1977 por “Saturday night fever”, “Rumours” y “Hotel California”! Si no vamos a apreciar el alegato marciano de “Loveless” o recuperar los seminales “Death certificate” y “The low end theory”, revisar gemas malditas como “Laughing stock” o reconocer la audacia de “Achtung baby”, en el que la banda pop más grande de sus días decide comerse el brazo antes que morir de artritis, parece poco adecuado celebrar el espejismo del rock alternativo –en realidad, el sagaz legerdemain con el que las discográficas se garantizaron el futuro éxito de Silverchair, Bush, Creed y Nickelback. Ahí, la gran farsa que nos proponen los Guns puede ser la salvación. La ilusión como única forma de evitar que la verdad nos mate de pena.

¿A dónde queremos llegar con todo esto? “Use your illusion” está demasiado distanciado de lo indie como para reivindicarse hoy como algo cool, pero a pesar de haberse convertido casi en muzak a fuerza de repeticiones radiofónicas, está lejos de minar la leyenda de la banda. Hay gente a la que esto le gusta de verdad y no están mal. Suele pasar. En mi caso hizo falta la versión de Dean Wareham para que reconociese la majestad de “Sweet Child O’Mine”, una canción tan quemada como “Wish you were here”, pero no por ello menos perfecta. De “Use your illusion” podemos decir que es un disco que no se deja reducir a sola de sus facetas –lo que no sucede con la mayoría de los álbumes del ’91. Ha pasado 20 años desde el estallido grunge, el mismo tiempo que separaba 1991 del zenit hippie. De aquella época sobreviven sólo Dave Grohl y Axl Rose, aunque sólo uno de ellos podría presumir de estar calificado para unirse al grupo de rockstar de la generación anterior. Y en un negocio en el que lo ideal es dejar un cadáver joven y hermoso, ese no es un mérito menor. Lo mismo pasa con los discos de esa época. Excepción hecha de “Be here now”, sólo “Use your illusion” tiene el aura de obra maestra del exceso, de esas que son capaces de consumir a sus creadores en el intento de rebasar la realidad por el camino de la épica. Pero hay algo más importante, Guns and Roses fue la única banda que consiguió responderme una cuestión fundamental: ¿Qué demonios es el rock? Y lo hizo con un disco que le podía hablar a un chango en el mismo idioma que “Patoaventuras” o “Full House”, o los vídeos de Michael Jackson disfrazado de egipcio que veían mis padres. Los términos en los que yo entendía las cosas allá por 1991. Cierto que nos introdujeron a los Misfits y al Bob, pero el pasaje que me ofrecieron fue mucho más valioso. Por eso “Use your illusion”, un disco que casi no he escuchado, es más importante en mi formación melómana que un “Steady diet of nothing”. Enamorarse del rock por un artista desencantado y posmoderno no tiene nada que ver con hacerlo por culpa de una banda que te dice que el rock es espectáculo, algo lúdico y ridículo, pura ilusión. ¿Qué GnR es una banda de mierda?, ¿Qué estoy viejo y me estoy empezando a ablandar en el gusto? A lo mejor es verdad, pero me vale. Igual para recuperar la credibilidad siempre tendré historias cool como esa vez que encerré a toda una fiesta adolescente con el soundtrack de “Batman Forever”, o cuando un UMOPAR amigo de mi viejo nos copió “The Wall”. En fin. Si todo el grunge suena a Bon Jovi, no me jodan.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Sobre La era de la boludez

Continuando, con retraso y apuro para variar, nuestro especial colectivo sobre discos de 1991, antes de que se acabe este agitado e intenso 2011. Esta vez Juan Terranova se salta la cerca y escribe sobre un disco editado en 1993 pero que es muy 1991: La era de la boludez de Divididos. Por Juan Terranova

1. El último boy scout de Tony Scott con Bruce Willis se estrenó en 1991. El crítico de cine Javier Alcácer la describió así: “Alguna vez la década entera se leerá desde esa película”. La era de la boludez, el tercer disco de Divididos, es de 1993 y ya desde el título tematiza las transformaciones esenciales de la última década del siglo XX en la Argentina. Las esenciales y las no esencial, los detalles, las minucias también, porque finalmente son las que terminan definiendo una rutina, un estado de época.

2. La relación con El último boy scout no es solamente cronológica. Ni siquiera hace falta recordar California como meca oscura, las influencias de cada obra, el funk y el neo-funk. Digamos –alcanza- que ambas obras son piezas que combinan tradición y modernidad, o mejor, lo telúrico y el costumbrismo con la violencia del presente.

3. Detalle: el sonido del tambor de Federico Gil Solá, muy cerca del beat de Chad Smith en los Chilli Peppers, que ese mismo año sacaban Blood Sex sugar magic,, acompaña, casi que imita, los golpes que Bruce Willis le da a los malos. Repetición, constancia, eficiencia, sincronía, muy clara en la famosa escena de “si me volvés a tocar te mato”.

4. Desde luego se pueden ir a buscar las marcas evidentes. En las letras de La era de la boludez tenemos “Salir a asustar” y “Salir a comprar”, el miedo y el consumo, etcétera. Se sabe: un crítico astuto puede hacerle decir casi cualquier cosa a una letra de rock. La letra de “Rasputín”, por ejemplo, es permeable a fáciles lecturas anti-neoliberales. Posiblemente se trate de lecturas acertadas.

5. ¿La era de la boludez se deja fascinar por el objeto que tematiza? A veces pienso que sí, a veces pienso que no. En todo caso, la denuncia no es parte de la obra. Aparece más bien una reflexión. La idea de incorporar elementos telúricos y géneros populares, el bombo legüero, el folclore nacional electrificado, o canciones hechas sin más, casi acapella, son formas de llamar la atención, de hibridar un discurso que durante mucho tiempo fue único. El recurso del indigenismo, presente en más de un tema, se vuelve a veces, casi siempre, remanido. La cronología señala los 500 años del descubrimiento para 1992. El “esfuerzo contemporáneo” del disco es evidente.

6. Como fuere, la mano de Arnedo en la tapa no es un saludo. Más bien es un gesto de límite. Arnedo intenta detener algo. Esta frente a nosotros, su público. Hay en ese gesto, entonces, algo de aviso, de preocupación, de negativa. Sobre el final también aparece, el track más deforme de un disco contundente, ajustado, bien producido, bien compuesto, es una ironía, otro llamado de atención. En “Tajo C” el grupo se divierte pero al mismo tiempo intenta salirse de la etiqueta de banda radial, masiva, integrada al sistema. Y desde luego, para los que lo entienden, para los que entienden su humor, el tema se convierte en un hit.

http://www.youtube.com/watch?v=6WGW85tR8B0&feature=BFa&list=PL250A79BD1A106963&lf=results_main

viernes, 28 de octubre de 2011

La soledad del militante

Esta es la primera entrega de un especial colectivo sobre discos de 1991, un año definitivo para muchos de nosotros, en el que escribirán músicos, escritores, críticos, fans, etc. y que iremos posteando hasta fin de año. Ahora los dejamos con un conmovedor texto del escritor Maximiliano Barrientos sobre el disco Ácido Argentino de la legendaria banda argentina Hermética y sobre ese año capicúa en el que muchos de nosotros estábamos formateando nuestra identidad. Que lo disfruten.

Por Maximiliano Barrientos

El suicidio de Kurt Cobain quedó eclipsado por un acontecimiento que marcó a fuego ese año: el concierto de Hermética en Santa Cruz. Eso era lo único que teníamos en la cabeza, las canciones de la banda argentina eran el paisaje de fondo donde transcurría la adolescencia. No había libros ni cine, aún faltaba buenos años para que llegaran. Sólo estaba la rabia y esos cuatro discos que nos proveía de cierta valentía, de cierto sentimiento de pertenecía. Nos convertía en militantes, y eso era el único lazo que buscábamos entonces.

A los catorce años no entendíamos del todo las letras de Ricardo Iorio, líder de Hermética, y una especie de profeta loco y nacionalista que ahora es justamente reconocido como uno de los pilares del rock argentino. No las entendíamos completamente, pero adorábamos la electricidad que inyectaban. Cantábamos a gritos cosas como “Mata el miedo que guarda el animal”. O “La gente ya fue,/duerme junto a la TV./El digestivo incendio es su Dios”. Nos encerrábamos en casa para darle volumen a sus discos y para apagar la televisión. Nos encerrábamos para conocer lo que había en las calles, donde latía la realidad. Hermética, para los que entonces le habíamos dado la espalda al grunge y nos vestíamos de negro, era una forma de no ablandarse.

Muchos años después busqué en la música una exploración en torno a la vulnerabilidad, lo opuesto a lo que insinuaba la sensibilidad de Iorio. Quizás la banda más importante de la primera década de la veintena haya sido The Smiths. Mientras que Iorio era un fanático que se estrellaba contra todos, un cronista de las pesadillas de los suburbios bonaerenses que hacía de la dureza la realización de un ideal, Morrissey se iba a romper en cualquier momento, y sus canciones contaban historias de corazones confundidos que preferían el vértigo de estar siempre en fuga a la seguridad de volver a un hogar, ya que este había desaparecido. A los catorce años esa fragilidad nos hubiera asesinado. Necesitábamos que nos sacaran de la cabeza, que nos arrojaran al mundo. Necesitábamos ruido, estar conectados por el ruido, y ahí estaban las letras de Iorio, toda una apología de la valentía del militante, de su soledad hermosa y rebelde, camuflada de crítica social y sazonada con cierto aire místico.

En el 91, el mismo año de Nevermind, apareció el tercer disco de Hermética: Ácido argentino. Un conocido que cantaba en una banda de covers lo contrabandeó en el colegio. Vendía el casete con una fotocopia borrosa donde apenas se podía distinguir la portada. El disco repite algunas obsesiones de Iorio y contiene un par de himnos generacionales. Canciones como “Gil trabajador”, que abre con estos disparos: “El tormento del vino artificial y su atmósfera parrillera/anestesian la conciencia común”, y sigue con una radiografía de la clase trabajadora anclada en una tierra de nadie burlada por los bufones que habitan los extremos y que se encargan del control: el policía y el ladrón. Gente que vive en un afuera total, donde no se tiene ley pero sí amigos, tema frecuente —y ancla salvadora— en el imaginario de Iorio. Volverá a ellos en “Evitando el ablande”, “Atravesando todo límite”, “Traición” y “Desde la esquina”, tal vez la mejor canción sobre los ritos callejeros de chicos reunidos alrededor de una cerveza. Otro himno es “En las calles de Liniers”, el primer contacto que tuve con el realismo sucio. La crónica dura, despiadada, de un día en la vida de ese barrio contada en tono alucinado. “Y la imberbe horda humana que desciende de los trenes, /desesperada y alocada/Contamina mi cabeza y busco amarlos como sea/para no volver jamás”. O: Ellas también gozan mostrándose inocentes, /son arpías, esclavas del televisor, /Viven pensando en lo externo, son adictas a la vida/buscan billetes y pasión, donde se muestra, más que en cualquier otra parte, la misoginia de Iorio. Una canción brutal sobre cómo sentirte extraterrestre en el sitio donde naciste. Tiene ese tono profético, demente, que hace pensar en el fin del mundo y que parece ser la hermana gemela de “Desde el oeste”, tema sórdido, apocalíptico, incluido en su primer disco, uno de los puntos más altos alcanzado por la banda. Himnos como “Del camionero”, una canción sobre pasar la vida en la ruta, anestesiado con sueños sencillos, con amaneceres en sitios remotos. Siempre en movimiento. Sin pertenecer a ninguna parte.

El 94, el año en el que Cobain se abrió la cabeza con un tiro de escopeta, fui al concierto de Hermética con un amigo que unos años más tarde murió en un accidente de moto. Los trajo el productor del programa de radio FM Rock, un rufián que tenía una extendida fama de embustero. Circulaban flayers denunciando las estafas cometidas a un montón de bandas, lo que hacía pensar que el recital nunca se realizaría, pero en contra de todo pronóstico sucedió en septiembre, en un local pequeño que quedaba a unas cuadras de mi casa y que se solía alquilar para fiestas de quince años. Hermética tocó ante un público de 200 personas luego de haber llenado un año atrás el estadio de Obras con 5.000 espectadores, y de convertirse poco a poco en una leyenda viviente de la música underground. Recuerdo que Iorio estaba ido de coca, cubierto de sudor, y que cuando intentaba cantar la primera parte de “Del camionero” la corriente le quemaba la boca y lo ponía histérico. Puteaba y agarraba a patadas al micrófono bajo la mirada sorprendida y avergonzada de sus compañeros. Pudo haber muerto entonces, pero el loco tuvo suerte y zafó.

La magia de Hermética se debió al cruce de las obsesiones de Iorio con la rara voz de Claudio O´Connor, que raspaba desde adentro y arrasaba con todo a su paso, corría como fuego en la paja seca. A esa mezcla hay que sumarle la violencia de la guitarra de Antonio Romano. Ese mismo año, meses después del recital en Santa Cruz, Iorio disolvió a la banda. Polémico y sectario, siempre acelerado en su cabeza, difícil y paranoico, creyó que sus compañeros lo habían traicionado y puso fin a un proyecto iniciado en el 87 que empezaba a constituirse en la voz de una generación.

En 2010 Iorio fue tapa de la Rolling Stone luego de una década de silencio, luego de pasar por uno de los periodos más críticos de su vida. En 2001 se le acusó de antisemita estuvo a punto de comparecer en un jurado porque soltó el disparate de que los judíos no deberían cantar el himno argentino. Cuatro años más tarde su mujer se suicidó por razones que aún no son claras. En esa entrevista, cuando fue tapa de la emblemática revista rockera, apareció envejecido, ermitaño, excéntrico, como si su cuerpo padeciera descargas continuas de electricidad. Dueño de una honestidad que conmueve y molesta al mismo tiempo, dijo esto: “Mirá, pueden haber millones de personas viviendo a mi lado o yo estar solo, pero la paz está en uno. Yo vivo acá en el medio de la nada y no tengo paz, no tengo ninguna puta paz”. Era hijo de un verdulero. Vendía papas en el Abasto y buena parte de su vida la pasó entre locos y gente humilde. De ahí salieron esas canciones de proletario alucinado que eran el motor de nuestra adolescencia, cuando ningún amigo había muerto o enfermado del hígado, y pasábamos las tardes lejos de casa, soñando otro tipo de refugios.

martes, 16 de agosto de 2011

Entrevista a Fabián Casas en Fondo Negro

Luego de la resaca de ese triste evento filisteo que fue la Feria del Libro de La Paz, que el mismo Jesús hubiera desarmado a palos, los dejamos con esta genial entrevista, que le hizo Sebastián Antezana en el último Fondo Negro, a Fabián Casas sobre la publicación de Los Lemmings y otros en estos parajes andino-amazónicos.

Por Sebastián Antezana

El pasado viernes fue la presentación de Los lemmings y otros… y aunque Casas no pudo estar presente, el suyo es, con seguridad, uno de los mejores libros que se ofrecieron en la Feria que hoy termina. A continuación, a manera de destacarlo, una breve e informal entrevista que Fondo Negro consiguió con su autor, vía correo electrónico.

- Eres narrador y también poeta. ¿Cómo viene la decisión de escribir verso o prosa? ¿Hay temas que sean privilegio exclusivo de alguno de los dos?

- No me preocupan mucho los géneros. En realidad me gustan los transgéneros, lo que se mezcla, se cruza se invade. A veces empiezo a escuchar una musiquita y lo que llega tiene una respiración más larga , entonces es prosa. si es más corta es verso.

- La narrativa y la poesía que escribes ¿se inscribe dentro del cuerpo de la literatura que te gusta leer? Y, en esa línea, ¿clasificarías a tus lecturas regulares como afines a tu escritura, o se trata de cosas distintas?

- Yo pienso que un escritor tiene que ir siempre en contra de su habilidad. eso implica que después de los años de formación, para que tu prosa siga viva y en peligro, hay que leer de estéticas muy diferentes a las que uno trabaja, para ampliar la paleta de colores.

- Leí –o escuché– que alguna vez dijiste que Schopenhauer era una de tus lecturas de cabecera. Por otra parte, por lo menos tu prosa parece querer explorar una realidad absolutamente cotidiana. ¿Están peleadas o hermanadas una y la otra? ¿Hasta qué punto la filosofía viene a ser un sinónimo de “alta cultura”? Y, quizás más importante, ¿hay algo así como una filosofía de la cotidianidad (de barrio, diría alguno) que motive tu escritura?

- Para mí no existe la alta cultura. Pensarte dentro de la filosofía te impide pensar, pensarte dentro de la literatura te impide escribir.

- Fogwill, entre otros parece ser una influencia importante para ti. Es personaje de alguno de tus cuentos y otro está dedicado a él ¿Qué pasó cuando supiste que había muerto? ¿Cambió algo en tu escritura?

- Extraño mucho a Fogwill. Pero no su escritura, su persona, su voz, su mal humor, su risa, esas cosas.

- ¿Por qué te decidiste a publicar Los lemmings y otros en Bolivia?

- Porque el editor que me lo publica, Barrientos, es un crack absoluto. Y porque pasé unos meses geniales en mi veintena durmiendo por las calles de La Paz y Oruro. Porque creo que hay que demostrar que se puede publicar en la altura.

- El libro parece marcar cuento a cuento una especie de recorrido vital de la voz narrativa. ¿Hubo alguna intención de diseñar las coordenadas de una educación sentimental que refleje tu biografía?

- No, no hubo intención. Como decía Borges, la posibilidad de tener en claro ciertas cosas puede detener las operaciones estéticas.

- Diría que, en cuestión de narrativa, es tal vez un mecanismo de rememoración de ciertas anécdotas el que hace de motor de mucha de tu escritura. ¿Estás de acuerdo? ¿Hasta qué punto la cotidianidad es material de la ficción?

- No tengo imaginación. Trabajo con impotencia e ignorancia. estoy encerrado con un solo juguete y trato de sacarle agua a las piedras.

- Me comentaste que en algún momento de la vida caíste por La Paz. Leila Guerriero, por su parte, cuenta que esto sucedió al final de una viaje larguísimo y accidentado que comenzaste con Canadá como meta. ¿Cómo fue tu experiencia en La Paz? ¿Cómo llegaste por acá?

- Viajaba con amigos de la facultad para imitar el viaje del Che, pero sin que muriera nadie. y cuando volvía del amazonas entré de nuevo en Bolivia y me quedé varado en La Paz, viviendo de lo que me daba la gente, que fue muy generosa. Ahí aprendí que el confort te debilita.

- ¿Qué libros, qué autores te traen a la memoria algo de lo que viviste acá?

- Me robé de una librería un libro de Cioran que se llama Miseria de la filosofía o algo así, y lo iba leyendo por las calles.

- ¿De qué va Breves apuntes de autoayuda?

- Son breves ensayos al tuntún sobre cine, música y literatura. Y algo de política también.

sábado, 30 de julio de 2011

Mar con soroche 24

Ha salido a la luz el n.º 24 de la revista de poesía Mar con soroche
Una de las novedades de este número es su salto a la marea virtual a través de su remozada versión digital, que se puede degustar en http://intemperie.cl/soroche — además de la tradicional edición impresa (con un tiraje limitado) que llegará pronto a librerías bolivianas y chilenas.

La segunda sorpresa es el dossier Mar para Bolivia, que reúne 30 textos de ficción o casi-ficción (poemas, cuentos, ensayos, fotografías), enviados por escritores latinoamericanos y españoles como respuesta a una convocatoria que lanzó la revista en marzo y que invitaba a “hacer algo” con la susodicha frase. ¿Qué hacer pues con Mar para Bolivia? Respuestas de José Kozer, Gabriel Chávez, Elvira Hernández, Giovanna Rivero, Cé Mendizábal, Lupe Cajías, Gary Daher, Octavio Armand, Anabel Gutiérrez, Guillermo Daghero, Bartomeu Ferrando, Jorge Kanese, Emma Villazón y Andrés Ajens, entre otras escritoras y escritores.
También destacan un dossier dedicado al poeta español Felipe Boso, de tendencia concretista, y quien fuera traductor de uno de los libros primordiales de Paul Celan, Cambio de aliento, y un texto del ensayista alemán, Werner Hamacher, acerca del sentido del comprender en juego en la escritura: Comprensión detraída.
Quienes estuvieran interesados en comprar ejemplares de la revista impresa pueden escribir a marconsoroche@gmail.com.

jueves, 23 de junio de 2011

La disolución del yo y el boedismo zen

Cuando en el año 2007 descubrimos este libro, volviéndonos acérrimos fans, acá en El Cuervo ni se nos ocurría que algún día lo publicaríamos para deleite de las ávidas masas lectoras bolis (y de Perú y Chile). Los Lemmings y otros ha sido publicado por Santiago Arcos (Argentina) y por Alpha Decay (España) y ahora por El Cuervo. Los Lemmings y otros de Fabián Casas es de esos libros que dejan huella en el lector, uno de esos libros que suscitan modestos pero leales cultos. Acá reproducimos, sin permiso pero con la mejor onda, la primera reseña en Bolivia sobre nuestro octavo lanzamiento. Agradecemos a Andrés Laguna y a La Ramona, donde fue originalmente publicada hace unos días.

Diseño: Leandro Escobar (www.lepopurri.com.ar)

por Andrés Laguna

En la presentación en Barcelona de Los lemmings y otros, Fabián Casas afirmó que salta a la vista cuando el autor de un texto suele leer poesía. Para el autor argentino no todo lo que está escrito en verso lo es, en cambio, obras narrativas como La montaña mágica contienen el gesto poético que supone esencial en todo texto. En la breve y bella compilación de relatos, que acaba de ser publicada en Bolivia por la cada vez más apreciable editorial El Cuervo, se deja ver con claridad que Casas es un gran lector de poesía. Y, por cierto, también se hace evidente que la escribe. No es gratuito que varias veces haya afirmado que sólo escribe poesía en diferentes formas, en diferentes soportes. Supongo que es incuestionable, su narrativa y sus ensayos son tan depurados, contundentes, profundos, tienen un lenguaje tan ajustado al discurso del texto, que son piezas de una gran y notable obra poética.


Los lemmings y otros está compuesto por una serie de relatos que suceden en el barrio porteño de Boedo, protagonizados por un puñado de personajes inolvidables, ambientados en un tiempo pasado que no necesariamente fue mejor pero que indudablemente es imborrable. La intensidad y la verosimilitud de las voces que protagonizan los textos, el compromiso que tienen con las historias que se le develan al lector, hacen que nos sintamos tentados de creer que el libro no es más que una breve colección de memorias, de extraordinarias historias autobiográficas. Pero, poco importa si Casas vivió lo que nos cuenta, poco importa si se inventó un alterego que aguante mejor que él las aventuras y las desventuras literarias, poco importa si esto no es más que una transcripción de las peripecias de sus conocidos. Lo que hace a Los lemmings y otros un libro que vale la pena leer es la aproximación a los temas y a los argumentos que se relatan. En manos de un autor con menos talento, estas historias no hubiesen sido otra cosa más que ese tradicionalismo porteño burdo, que suele camuflarse como buena literatura. Casas es un autor sensible, con influencias e intereses diversos, que tiene una curiosa relación con la vida, el cosmos y la literatura. Así como es evidente que lee poesía –por el tratamiento del lenguaje, por la precisión con las palabras-, también se nota la importancia que tiene el pensamiento filosófico en su obra. No sólo por las constantes y entretenidas referencias a autores como Schopenhauer o Wittgenstein. Por esas extrañas coincidencias de la vida, desde Boedo, Casas se relacionó con el budismo zen –se sabe que es un tipo que practica muy seriamente el karate y la arquería, entre otras disciplinas orientales-. Eso ha sido determinante para su obra y para su forma de escribir. En la presentación mencionada, Casas aseguró algo que ya había leído en varias entrevistas, que cuando escribe busca que su voz se diluya para que las voces de los personajes crezcan, para que se apropien del texto. Si el zen reza que se debe caminar sin dejar huella, en la literatura de Casas aparentemente el ideal fundamental es que el autor escriba sin dejar huellas. Es decir, no debe ser más que un intermediario entre el lenguaje y los personajes que adquieren una vida propia, una voz propia. Ese es uno de los enormes puntos fuertes de los relatos incluidos en Los lemmings y otros, la voz de Fabián Casas se diluye en la de Andrés Stella, en la de Máximo Disfrute o en la del japonés Uzu. Tal vez la literatura para Casas no es otra cosa que le disolución del yo, del ego, para así dar paso a la creación pura, que aunque se alimenta de recuerdos, de relatos ajenos o de la realidad asimilada, permite que otros personajes adquieran vida propia y protagonicen su propio mundo, sus propias vidas, su singularidad. La literatura para Casas tal vez es la conexión con la creación misma, con lo trascendental, es la desaparición absoluta del ego del autor, de ese yo que corrompe la literatura, es el someterse ante la enormidad de la obra. Supongo que justamente por eso en uno de los relatos más notables del volumen, el que recuerdo con mayor intensidad, titulado “Asterix, el encargado”, todo un conjunto de situaciones bizarras y de personajes entrañables, se ponen al servicio de la narración del satori –la iluminación budista- que tiene el narrador. Cuando está viviendo una de las mayores crisis de su vida, está deprimido, no tiene trabajo, su chica lo acaba de dejar, su gato ha desaparecido, gracias al encargado, al portero de su edificio, se adentra en el barrio boliviano, se somete a una suerte de Tinku y justo cuando pierde la individualidad, cuando se hace invisible, encuentra su lugar en el mundo.

Los lemmings y otros es una obra que está llena de momentos cómicos, frustrantes, dramáticos, patéticos, enternecedores, entre otros. Como toda obra de arte respetable está compuesta de la misma materia de la que está hecha la vida misma. Lo que se agradece es la intermediación de una pluma tan afilada como sensible. Lleno de frescos de la infancia, de la adolescencia, del mundillo literario, del fútbol (jamás se debe olvidar que Casas es un hincha feroz de San Lorenzo), este es un libro breve y contundente. Lejos de ser un haiku, en sus mejores momentos Los lemmings y otros es una especie de seppuku boedista, en el que el corte fino y profundo de la katana de Casas, nos permite recuperar al pasado, nos contamina con nostalgia, nos hace morir con honor y llegar a nuestras profundidades, aunque sin tomarnos muy en serio. Para después poder levantarnos, desempolvarnos y despacio seguir subiendo al Fuji. O intentando conquistar el parque Rivadavia. Y seguir con la vida.

domingo, 29 de mayo de 2011

El Amor según: Lo aleatorio crea vida

En la edición del suplemento Tendencias de hoy se publicó una versión de este texto que el escritor Christian Vera leyó durante la presentación de la novela El amor según de Sebastián Antezana. Nos complace reproducir ahora la versión completa y darle las gracias a Christian por la onda.

por Christian Vera

Es la ausencia el eje sobre el que se sostiene la escritura de esta novela. Y siempre que se escribe sobre la ausencia, se escribe sobre la nada, sobre el vacío, sobre el vértigo, sobre la carencia de verdades o certezas. A continuación les leeré los efectos de sentido que me despertó esta novela, esto con el fin de aproximarlos a la orilla de la novela y esperando a que cada uno de ustedes se avienten como los suicidas más furiosos a esta narración tejida sobre esa angustia que es convivir a diario con la nada, con lo tenue, con el vacío.

Desde las primeras líneas de El amor según surge una trama envolvente, espiral, opresiva, claustrofóbica, laberíntica que apunta tanto a la configuración como al rastrillaje de un alguien ausente. Y para que esto sea posible Sebastián desplaza un juego narrativo donde la quietud, la infinidad de preguntas sin respuesta, la falta de movimiento, el paso lento del tiempo, el silencio, lo absurdo marcan el ritmo. Pero, más allá de la trama que la maquinaria narrativa se encarga de hacer funcionar, en la novela de Sebastián se da una interesante vuelta de tuerca a los lugares comunes de la literatura policiaca, de misterio, del thriller y se produce una narrativa más preocupada por suspender el sentido, por prorrogar la intriga, por oscurecer y ensuciar la trama, por jugar con las palabras como si se tratarán de ecuaciones matemáticas, infinitas, aleatorias.

Pero ya que hablé de la trama vale la pena revisar algunas líneas de esta urdimbre narrativa que compone El amor según. Las cosas en la novela son muy simples, tal vez por eso asustan tanto al lector: Un día Mariana, una fotógrafa y artista, de forma súbita ya no vuelve a casa. Su pareja, un hombre que antes era un policía de nombre Zimmer, no sabe los motivos concretos de su desaparición y esta incertidumbre le despierta una paranoia incontrolable e incurable. Junto con la ayuda de sus suegros Zimmer busca a Mariana de forma incesante, el caso llega a los medios que amplifican la noticia pero esto no sirve de nada. Mientras Zimmer más la busca más se profundiza su extravío y la narración se hunde provocando en el lector esa sensación de nada, de nulidad, de vacío. Como Zimmer no encuentra respuestas concretas opta por el camino más laberíntico que es el de la investigación metafísica, abstracta, teórica, poética, delirante. Una investigación donde la información cosechada proporciona filigranas tan delicadas que se evaporan en la nada sin dejar huella palpable. Un detalle interesante es que así como Mariana ha desaparecido, al mismo tiempo en la novela desaparece la posibilidad de que surja alguna verdad posible, se suspende el sentido, se lo congela, la narración se estanca en un círculo concéntrico, inoperante y las palabras también se estancan junto con el personaje que literalmente queda prisionero en un cuarto donde se depositan los recuerdos y ese juego perverso de recordar. Zimmer al entrar en ese territorio pantanoso recorre la distancia que más próximo lo aventará hacia el desvarío. Y ese desvarío es posible de palpar a lo largo de la narración ya que las palabras, la poesía de la novela, te permiten sentir ese sudor de angustia, de extravío que empapa a Zimmer. Y es desde ese extravío que Zimmer reconstruye de forma maniática todos los hilos que componían las últimas horas de convivencia con la mujer, recuerda los olores, las caricias, el sexo, los besos, las palabras, revisa también todas las circunstancias que acompañaron a la desaparición de su mujer, explora a tal punto en su memoria que se ahonda en las dudas más ásperas que ofrece el amor. Y revisa con tal intensidad estos sucesos que poco a poco tanto en el lector como en la vida del personaje se va instaurando un espiral de delirio, de locura. Sin embargo, esta sensación de ceder a la locura llega a un punto que se potencia con la aparición de posibles pruebas que en apariencia parecen ser más certeras, surgirán en la trama una periodista y un hombre. Pero ellos más que traer pistas y luces sobre la ausencia de la mujer abrirán una ruta que llevará a Zimmer a la desintegración de cualquier posibilidad de verdad, lo aventarán a un espacio donde abunda el chenko que instauran las dudas, el misterio, la imposibilidad.

Quisiera leerles algunos fragmentos de El amor según que me parecen significativos y que como lector me abrieron orificios en el cuerpo. Cito: “¿Cómo encontrar a alguien que no quiere ser encontrado, alguien que ya sólo existe como una falta, como una no presencia? Porque eso es precisamente lo que Mariana se ha vuelto ahora, una no presencia, un espacio vacío, un hueco en la realidad”. Otra cita: “El sufrimiento es, también, una incapacidad de narrarse la propia historia, una forma de anulación de los relatos, una gesta que se levanta contra la memoria, contra la linealidad de los hechos”. Y por último quiero leerles esta cita que me parece pertinente ya que es una aseveración que sostiene todos los afanes que encierra la novela: “Del pasado no se sabe casi nada, es un lugar tenue, borroso, insondable. Lo único que tenemos sobre él son pistas, teorías, fragmentos, interpretaciones. Volver sobre el pasado, ceder a la tentación de leer en el tiempo ido las huellas que explican el actual, es un poco como hacer crítica de la historia, es revisar versiones de sucesos de lo que en realidad no tenemos prueba de que sucedieron. (…) De la misma forma, la lectura del pasados personal será necesariamente la exploración de varias versiones de uno mismo, de varias interpretaciones de la persona que trata de encontrarse, de ver cómo llegó hasta ese punto, de descubrir en el tiempo los momentos definitivos de la constitución del que es hoy, y lo hará siempre, fatalmente a ciegas, velado por un filtro que pluraliza la historia y el recorrido. (…) Comprender del todo algo que ya ha sucedido es esencialmente imposible”.

Hay muchas más cosas que rescatar y subrayar de esta novela pero no quiero agobiarlos con mi lectura, creo que esta noche es mucho más importante escucharlo a Sebastián que a los lectores que andamos voraces de literatura nos ha regalado una novela inquietante y aleatoria y al mismo tiempo muy compleja por todas esas sensaciones asfixiantes que despierta. Por otra parte, es pertinente decirlo: en un contexto de producción literaria tan mediocre resulta un alivio leer una novela que quiere abrir otras posibilidades para hacer ficción. Si me permiten estoy cansado de todas esas novelitas ingenuas que abundan y que venden, me refiero a esas que tienen personajes bien construidos, creíbles, historias interesantes, atrapantes, inteligentes, esas que retratan el habla de la gente, que reverencian a esos personajes marginales, que tienen desenlaces sorprendentes o definitivos. Por suerte, de todo eso escapa El amor según y nos ofrece un objeto literario más extraño, más poético. Creo que la literatura es un arte bajo y algo de eso se encuentra en la novela de Sebastián. Ya que su novela más que parecerse a un libro se asemeja a un reptil que se arrastra, seduce, corroe e inyecta poco a poco su veneno.

Por último, agradezco esta invitación a Fernando Barrientos y quiero felicitarlo públicamente porque arriesgar tu plata imprimiendo literatura, en un contexto como éste, es un gesto heroico, es un gesto de locura y de profundo compromiso con la ficción. Dicen que cuando surgen editoriales con más compromiso con la literatura que con el mercado es ahí donde se potencia la literatura. Nuevamente gracias Fernando por esta hazaña y te felicito por el enorme emprendimiento…

Gracias