jueves, 23 de junio de 2011

La disolución del yo y el boedismo zen

Cuando en el año 2007 descubrimos este libro, volviéndonos acérrimos fans, acá en El Cuervo ni se nos ocurría que algún día lo publicaríamos para deleite de las ávidas masas lectoras bolis (y de Perú y Chile). Los Lemmings y otros ha sido publicado por Santiago Arcos (Argentina) y por Alpha Decay (España) y ahora por El Cuervo. Los Lemmings y otros de Fabián Casas es de esos libros que dejan huella en el lector, uno de esos libros que suscitan modestos pero leales cultos. Acá reproducimos, sin permiso pero con la mejor onda, la primera reseña en Bolivia sobre nuestro octavo lanzamiento. Agradecemos a Andrés Laguna y a La Ramona, donde fue originalmente publicada hace unos días.

Diseño: Leandro Escobar (www.lepopurri.com.ar)

por Andrés Laguna

En la presentación en Barcelona de Los lemmings y otros, Fabián Casas afirmó que salta a la vista cuando el autor de un texto suele leer poesía. Para el autor argentino no todo lo que está escrito en verso lo es, en cambio, obras narrativas como La montaña mágica contienen el gesto poético que supone esencial en todo texto. En la breve y bella compilación de relatos, que acaba de ser publicada en Bolivia por la cada vez más apreciable editorial El Cuervo, se deja ver con claridad que Casas es un gran lector de poesía. Y, por cierto, también se hace evidente que la escribe. No es gratuito que varias veces haya afirmado que sólo escribe poesía en diferentes formas, en diferentes soportes. Supongo que es incuestionable, su narrativa y sus ensayos son tan depurados, contundentes, profundos, tienen un lenguaje tan ajustado al discurso del texto, que son piezas de una gran y notable obra poética.


Los lemmings y otros está compuesto por una serie de relatos que suceden en el barrio porteño de Boedo, protagonizados por un puñado de personajes inolvidables, ambientados en un tiempo pasado que no necesariamente fue mejor pero que indudablemente es imborrable. La intensidad y la verosimilitud de las voces que protagonizan los textos, el compromiso que tienen con las historias que se le develan al lector, hacen que nos sintamos tentados de creer que el libro no es más que una breve colección de memorias, de extraordinarias historias autobiográficas. Pero, poco importa si Casas vivió lo que nos cuenta, poco importa si se inventó un alterego que aguante mejor que él las aventuras y las desventuras literarias, poco importa si esto no es más que una transcripción de las peripecias de sus conocidos. Lo que hace a Los lemmings y otros un libro que vale la pena leer es la aproximación a los temas y a los argumentos que se relatan. En manos de un autor con menos talento, estas historias no hubiesen sido otra cosa más que ese tradicionalismo porteño burdo, que suele camuflarse como buena literatura. Casas es un autor sensible, con influencias e intereses diversos, que tiene una curiosa relación con la vida, el cosmos y la literatura. Así como es evidente que lee poesía –por el tratamiento del lenguaje, por la precisión con las palabras-, también se nota la importancia que tiene el pensamiento filosófico en su obra. No sólo por las constantes y entretenidas referencias a autores como Schopenhauer o Wittgenstein. Por esas extrañas coincidencias de la vida, desde Boedo, Casas se relacionó con el budismo zen –se sabe que es un tipo que practica muy seriamente el karate y la arquería, entre otras disciplinas orientales-. Eso ha sido determinante para su obra y para su forma de escribir. En la presentación mencionada, Casas aseguró algo que ya había leído en varias entrevistas, que cuando escribe busca que su voz se diluya para que las voces de los personajes crezcan, para que se apropien del texto. Si el zen reza que se debe caminar sin dejar huella, en la literatura de Casas aparentemente el ideal fundamental es que el autor escriba sin dejar huellas. Es decir, no debe ser más que un intermediario entre el lenguaje y los personajes que adquieren una vida propia, una voz propia. Ese es uno de los enormes puntos fuertes de los relatos incluidos en Los lemmings y otros, la voz de Fabián Casas se diluye en la de Andrés Stella, en la de Máximo Disfrute o en la del japonés Uzu. Tal vez la literatura para Casas no es otra cosa que le disolución del yo, del ego, para así dar paso a la creación pura, que aunque se alimenta de recuerdos, de relatos ajenos o de la realidad asimilada, permite que otros personajes adquieran vida propia y protagonicen su propio mundo, sus propias vidas, su singularidad. La literatura para Casas tal vez es la conexión con la creación misma, con lo trascendental, es la desaparición absoluta del ego del autor, de ese yo que corrompe la literatura, es el someterse ante la enormidad de la obra. Supongo que justamente por eso en uno de los relatos más notables del volumen, el que recuerdo con mayor intensidad, titulado “Asterix, el encargado”, todo un conjunto de situaciones bizarras y de personajes entrañables, se ponen al servicio de la narración del satori –la iluminación budista- que tiene el narrador. Cuando está viviendo una de las mayores crisis de su vida, está deprimido, no tiene trabajo, su chica lo acaba de dejar, su gato ha desaparecido, gracias al encargado, al portero de su edificio, se adentra en el barrio boliviano, se somete a una suerte de Tinku y justo cuando pierde la individualidad, cuando se hace invisible, encuentra su lugar en el mundo.

Los lemmings y otros es una obra que está llena de momentos cómicos, frustrantes, dramáticos, patéticos, enternecedores, entre otros. Como toda obra de arte respetable está compuesta de la misma materia de la que está hecha la vida misma. Lo que se agradece es la intermediación de una pluma tan afilada como sensible. Lleno de frescos de la infancia, de la adolescencia, del mundillo literario, del fútbol (jamás se debe olvidar que Casas es un hincha feroz de San Lorenzo), este es un libro breve y contundente. Lejos de ser un haiku, en sus mejores momentos Los lemmings y otros es una especie de seppuku boedista, en el que el corte fino y profundo de la katana de Casas, nos permite recuperar al pasado, nos contamina con nostalgia, nos hace morir con honor y llegar a nuestras profundidades, aunque sin tomarnos muy en serio. Para después poder levantarnos, desempolvarnos y despacio seguir subiendo al Fuji. O intentando conquistar el parque Rivadavia. Y seguir con la vida.