sábado, 27 de junio de 2009

Lo que se puede

Algo perfecto para este sábado azul. En este texto, Julia comparte con nosotros su lectura de la antología de no-ficción a cargo de Maximiliano Barrientos y de Liliana Colanzi, Conductas Erráticas: una lectura personal y cómplice que analiza las sincronías y recurrencias de las errancias, del valor simbólico de las fotografías, de los desplazamientos que suceden en el libro. También este texto apela al recurso de la crónica: letras surgidas de los pensamientos con y sin rumbo que provocan una mudanza, un traslado.

por Julia Peredo Guzmán

“todo lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad”

Angélica Lidell

Comienzo a leer el libro como comienzo todo: con desconfianza. Pienso: ¿escriben los albañiles sobre lo que significa ser albañil? ¿Los electricistas? ¿Los pintores (incluidos artistas plásticos)? ¿Los ingenieros crean estructuras que metaforicen su profundo amor por la ingeniería? Algo de histeria, de ego tenemos los que no podemos andar sin pensar en lo que somos, en lo que hacemos, en lo que quisiéramos estar siendo para nosotros, para los demás.

Al pasar la página miro las cicatrices recientes: dedos machucados por estantes cargados a la rápida, cortaduras del cuchillo de pelar cables, de las astillas del suelo recién estrenado por este libro que se apoya en él mientras me echo en la alfombra (todavía envuelta y pertinentemente roja). Después me gana la evidencia: también están las cicatrices de hojas de papel en blanco, las uñas mugrientas de mina de lápiz. Pienso. Por qué se escribe. Qué se puede hacer. Beckett: hay tan poco que hacer que se hace todo, todo lo que se puede. Se me viene la imagen de mi abuelo absorto durante horas frente a una de las novelas de la torrecita que renovaba cada jueves en su velador, los ejemplares que a los nueve tenía que cambiar de tapas porque “no eran para mi edad” (inolvidable y definitivo: De amor y de sombra con la tapa de Ilusiones), las noches en vela con una linterna debajo de la frazada para no ser descubierta, las interminables enfermedades que me mantenían aislada con un suero en una mano y un libro en la otra a salvo del cariño tosco y la violencia de un lector insaciable de periódicos que a diario sus dedos ensuciaban mientras masticaba estruendosamente (mi padre se comía literalmente toda la prensa nacional).

Recuerdo y reconozco en cada página el paso de una misma urgencia. Algo íntimo se filtra entonces desde la primera crónica leída. Con alivio confirmo la refutación del prólogo: nada de lo que leo me recuerda a un reality, la realidad está allí como siempre, en una ficción continua y compartida, una percepción ajena que se me presta y me adopta en este preciso trasnoche escapado del trabajo pendiente, del cansancio de la semana, de la ansiedad de estos domingos que son como adelantos de navidad.

Así descubro a Jimi, al mismo tiempo tan copiado y tan auténtico en ese gesto al que toda adjetivación desvirtuaría; y algo más que una coincidencia me pianta un lagrimón al leer la crónica de R.H. en extraña complicidad con la de M.B.: como si de pronto el que sale a caminar, al doblar una esquina, dejase la calle vacía que el otro quiere fotografiar. Con el cocodrilo de fondo, que si bien no es el de Peter Pan tiene un segundero que se escucha clarísimo (de aguas benianas, tal vez), voy avanzando a remo esquivando los restos de una casa que flota en pedacitos de memoria, me dejo llevar por la corriente y el cambio de matices, chapoteo en el agua rojiza de dos adolescentes de un río lejano, mirando siempre de lejos la violencia de personajes frenéticos y atípicos: ahí las Malditas Dinamiteras cantando postpunk cumbiero, el Mono (con navaja), un pirata de camino, una monja budista, un fundamentalista del proceso de cambio, una treintañera afecta a los martinis… finalmente naufrago hecha un nudo por dentro en ese silencio típico de los empecinados, el mismo en el que confluyen todos los libros, las sinfonías, las confesiones, las omisiones. Me quedo ahí, con la ñata al ras del agua, esperando acaso una mano salvadora, un timbre del teléfono, un mensaje, una respuesta, pero la tarde se me derrite encima dejándome como un Tántalo con comentarios que se caen de obvios pero no se dejan alcanzar.

Desafío mi falso castigo. Enciendo la lámpara con fuego robado. Escribo.

Conductas erráticas: la mudanza, el abandono, la reinvención, la intención, el otro que uno no pudo ser comparten un mismo sentido: algo nos muestra aquello que no ha sido, que no (se) es, algo que (se) está dejando de ser. Los padres envejecen, las casas nos sobreviven, la música cambia; queda la ausencia, la memoria, el espacio vacío de lo(s) que aquí estaba(n). Algo parece entonces dibujarse en la búsqueda de una posibilidad de permanencia, de existencia, de adopción que los autores pueden hacer sólo a través de su lenguaje.

La vida está en otra parte, es otra cosa, dirá Kundera: todo hombre siente añoranza por no haber podido vivir otras vidas más que esa única. Lo que trasluce de todas estas crónicas, estos motivos no enunciados más que como circunstancia, no es el sentido “mágico” de quien se refugia en la escritura para poder vivir todas esas otras vidas; sino, al contrario, el de la marcar huella de una errancia, reconocer que el asesinato lo cometen otros, que este crimen es otro, que quien se consume a través de las páginas no será otro cuerpo que el de el escritor, la escritura, la circunstancia siempre tardía y agonizante, que se comparte siempre en diferido.

Así, todas las crónicas en juego comparten el gesto primigenio de Orfeo frente a su Eurídice vista y esfumada: Los espectadores abandonan la esquina de Jimi, la hoja queda en blanco, las calles se vacían, una amiga se pierde en la distancia, una ideología se desdibuja, una esperanza de país queda en vilo, una conversación no se da nunca, Pantalón Azul y Polera Roja surcan las aguas donde un cocodrilo se ha tragado lo último que quedaba (me retracto: quedan ellos, el barco, la imagen). En todos la sensación de haber vivido algo a punto de desaparecer.

No en vano cada texto es precedido y visitado por una fotografía, esa imagen que produce la muerte al querer conservar la vida a decir de Barthes, quien concibe la fotografía como una contingencia repetida que al mismo tiempo es viva e inexistente, real y pasada: detrás de su imagen sólo la muerte. Algo que ya no existe está aquí, no como un testimonio de lo que fue, no un registro, sino una existencia nueva, que tiene en sí misma a la realidad encapsulada, un tiempo distinto que es ahora, pero ahora sabiendo que todo ya ha sido. De ahí el vértigo, ante lo que no es una representación, de lo que se reconoce, de lo que nos expulsa, de lo que conocemos y ya no existe.

Algo así hay también en el gesto de Aristóteles expulsando a la escritura en defensa de la memoria, de la verdad, de lo reality del asunto. Toda intimidad, toda confesión, nos deja fuera, establece un vacío una distancia, otra vez Barthes: un contrarecuerdo. Como los sueños reconocidos por Pavese, el lector está a merced de esta realidad que re-ocurre en otro lugar del discurso. Como el escritor que la produce, no podrá escoger, se verá a merced de esta circunstancia real que da la ilusión de ser compartida.

Se hace evidente, irreversible: el vacío del encuentro no se llena, uno adopta una intimidad que siempre le será ajena, este desencuentro en tiempo y espacios al que la escritura al mismo tiempo remite y hace presente sólo se “resuelve” escribiendo, contando, preguntando, calmando lo que sólo generará un nuevo vacío, acaso el sentido mismo de la continuidad de una escritura amenazada de desaparecer, que decide irrumpir con su imagen patente en la vida de estos cronistas. Este inexistente no es pues, con precisión, una nostalgia ni un deseo. Es más bien ese paso de la escritura (por aquí pasó la pluma) en el devenir de las cosas que pasan a pesar de ella, atravesándola al mismo tiempo que se forman de ella en su inasible paso de clepsidra, sentido inicial de la escritura, pero también de la existencia en sí.

Algo hay de insuficiente en esta comprensión cuando una suelta el lápiz y cierra el libro sobre la alfombra doblada. Algo se pierde en la penumbra del círculo dibujado por la lámpara en el papel de este lunes que se hace cada vez más obvio. Algo quisiera decir sobre este libro. Algo que ya está escrito, ya está enviado, algo que me obliga a cambiar de rumbo, re(des)hacer el traslado, irme de aquí.

domingo, 21 de junio de 2009

APRENDIZAJE

La primera novela de Rodrigo Hasbún, El Lugar del cuerpo, ha sido publicada recientemente por Alfaguara. Acá la leímos y recomendamos hace algún tiempo. Presentamos a continuación el texto que fue leído en la presentación de El lugar del cuerpo, en Santa Cruz de la Sierra
por Maximiliano Barrientos


El cuerpo como un lugar de descubrimientos, el cuerpo como el lugar donde se conocen las cosas esenciales, cosas acerca de la vida y del envejecimiento y del miedo. La primera novela de Rodrigo Hasbún trata de esos hallazgos peligrosos. Elena, el personaje central, escribe sus memorias en las postrimerías de su vida. Escribe sus memorias y se obliga a hacer recuento, a echar luz en todas esas regiones que con los años quedaron ensombrecidas. Recuerda cosas que no debería, que no se tienen que traer al presente. “¿El mundo se embellece en los ojos del moribundo? ¿El mundo adquiere un brillo inusual antes de desaparecer?”, se pregunta en este libro en el que se propone contar su historia. “El terror a la muerte y la proximidad de la muerte y la inmanencia de la muerte. Jamás se hubiera imaginado una vida así”, escribe esta autora ya envejecida, enferma de cáncer, que dejó su país hace mucho tiempo. Todas las personas que estuvieron con ella en algún momento de su vida murieron. Elena está sola. Está poblada de muertos, muertos por todas partes. Escribe sus memorias a la sombra de gente que la quiso y que desapareció.


El lugar del cuerpo es una novela de aprendizaje. Una novela sobre el dolor, sobre la ocultación del dolor. Sobre la utilización del dolor para hacer mundos, para irse lejos, para fabricar historias. Eso fue una de las cosas que más me inquietaron: la relación distante, turbia, casi impersonal, que Elena sostiene con sus heridas. Es imposible compadecerla porque no permite ninguna apertura a lugares blandos, a lugares cómplices. Elena es un personaje frío y solipsista. Un personaje que, a pesar de las brutalidades que poblaron su vida, parece estar siempre en control. Es más que todas sus circunstancias. Está más allá de los agujeros negros. El solipsismo de Elena, sin embargo, dista de ese solipsismo ególatra que David Foster Wallace detectó en los personajes de la gran trilogía de escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX: John Updike, Philip Roth y Norman Mailer. No es un solipsismo narcisista. Lo que sí comparte con ellos, al menos con los de Updike y Roth, es esta ecuación tan dura: la cercanía peligrosa entre sexo y muerte. Explora esa profunda relación, que para Foster Wallace, es sintomática de toda conciencia autista. ¿Se puede vencer el miedo a la muerte entregándonos a una caravana de cuerpos anónimos? ¿Se lo atenúa? ¿Se piensa con menos frecuencia que todos moriremos si llevamos una ajetreada y desordenada e intensa vida sexual? ¿Se olvida la muerte en los momentos de mayor goce? Hay algo de esto en El lugar del cuerpo, así como también está presente en algunas de las páginas más notables de Roth y de Updike, y también en El último tango en París, la famosa película de Bertolucci en la que Marlon Brando se encierra con Maria Schneider en una habitación de hotel para que con todas esas acrobacias sexuales no tenga presente, por un rato al menos, que su esposa se mató. Que la vida es detestable sin las personas que nos hicieron pertenecer a un lugar más vasto y sólido. Remarco una diferencia clave entre el personaje de Marlon Brando y Elena: en ella las pérdidas, en vez de ser circunstanciales, concretas, forman parte de un orden difícil de definir. Un orden metafísico, si es que esta palabra, en estos días, pueda tener algún sentido. ¿En qué consiste el daño, su daño? Es un misterio, no se resuelve a la ligera, y esa imposibilidad es lo que la vuelve impenetrable y lo que, en primeras lecturas, imposibilita que nos identifiquemos y reconozcamos en ella. “El sexo redime. El sexo nos devuelve al mundo, quita del aire todo lo demás, borra preocupaciones y malestar. Y sin embargo a veces sucede lo contrario y en algún momento fue lo más horroroso. Claude me trabaja el culo. Esparce lubricante y me lo trabaja durante largo rato. Hay sangre, me la limpia con la lengua. Es tan distinto a Bertrand y de todas maneras soy capaz de amar a ambos. Y aunque me gustaría que lo fueran no podrían ser amigos ni en las mejores circunstancias. El sexo nos muestra como somos, disuelve apariencias”, se lee en el diario que la escritora lleva en la segunda parte de la novela. Ahí está, como nunca, narrada esta difícil ecuación. El sexo en un contexto que no es el de festejo, el sexo alimentado por el miedo y por el exilio.


¿Cómo se relaciona la literatura y la vida? ¿Cómo se inmiscuye la literatura en los descubrimientos escabrosos de la vida? ¿Cómo se producen estos cruces? Esas preguntas, me parece, también están en el centro de la novela. Convertirse en escritora, para Elena, significa hacer las paces consigo misma. Convertirse en escritora implica aprender a mirar con una frialdad descomunal los huesos rotos y la sangre en las bragas y el dedo de su hermano entrando de a poco en noches de insomnio. Mirar los espacios más vulnerables, los espacios donde mejor nos conocimos porque más daño nos hicieron. Parte del misterio y de la perplejidad que despierta el personaje radica en esa frialdad, tan necesaria y tan absolutamente pertinente a la hora de escribir. Ningún escritor que no se mire como si fuera otro podrá hacer una obra de envergadura, y Elena lo sabe.


¿Cuáles son las pérdidas de esa mujer en apariencia invulnerable, esa mujer tan herméticamente contenida? ¿Las violaciones tempranas marcaron el terreno minado? Tengo serias dudas a la hora de establecer un efecto de causalidad directo, Elena está velada, cubierta por un manto oscuro. Es impenetrable, una isla lejana. Y otra cosa: ¿por qué escribir, fabricar historias que no han sucedió, sirve para echar luz en esas cosas que sí sucedieron? “La vida para hacer literatura”, se lee en esta novela breve, intensa y profundamente conmovedora. La vida, decimos nosotros, los lectores, para seguir leyendo libros que hablen brutalmente de lo que somos, de nuestra condición de personas perdidas. Del vértigo y también de la poesía que hay en el centro de los secretos y de los momentos difíciles, de los momentos que debieron tener continuidad pero no la tuvieron.

domingo, 14 de junio de 2009

Nick Hornby, lector de Raymond Carver

Los p’ajpakus de la cámara de los comunes de El Cuervo somos fans acérrimos –unos fundamentalistas risueños, digamos- del gran Nick Hornby. Esto es trivia de “dominio público” [pura metafísica popular esta expresión: como si el público dominara algo, como si el público no comiera de la mano de los unicrueles medios los gatos que estos hacen pasar por liebres]. En esa condición, estábamos convencidísimos de haber leído todo lo que Hornby ha publicado hasta el presente. Pero no. Cuál no sería nuestra sorpresa -hará un par de meses- al descubrir que nos faltaba nada menos que su primer libro. Se trata de un estudio crítico, cuyo título es Ficción norteamericana contemporánea.

Sobra decir, dado que hablamos de NH, que es un estudio de extrema legibilidad, de empática inteligencia. Resulta admirable cómo el mismo Hornby ha procesado esta influencia fundamental en su propio trabajo. Pero eso es mote pa’ otro tacú.

Por ahora, les traducimos un fragmento de aquel estudio: el análisis de los covers que hiciera Raymond Carver de sus propios cuentos.

Para imprimir y guardar en la cartera de la dama y/o la billetera del k’awallero.


Tanto la crítica como el público coinciden que en su volumen de cuentos titulado De que hablamos cuando hablamos de amor Raymond Carver introduce una dimensión nueva a su literatura. En un sentido, podríamos decir que llega a su punto más carveriano. El recurso a la elipsis, que había ganado bastante terreno en el libro anterior, se hace más marcado. (“Simplemente, me deshice de todo aquello que consideré no era necesario para vivir”, le dijo Carver a David Sexton, en referencia a esta segunda colección de cuentos. “Tenía la impresión de que había llegado tan lejos en esa dirección como había deseado”).


En estos cuentos, un gran número de primeras frases muestra una sólida sofisticación respecto al realismo blank que caracteriza las líneas de apertura de los cuentos del libro anterior, lo cual le permite al lector ser arrojado hacia una serie de episodios bizarros y oscuramente cómicos antes de que pueda orientarse dentro del relato. Veamos: “Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi propia casa” [“Viewfinder”]. “Por la mañana, ella vierte Teacher’s sobre mi torso y procede a lamerlo. Por la tarde, trata de arrojarse desde la ventana” [“Gazebo”]. “Te diré qué fue lo que aniquiló a mi padre. El tercer asunto fue Dummy, que Dummy hubiese muerto” [“The third thing that killed my father off”]. “En la cocina, se servía un trago tras otro y luego miraba la suite matrimonial desde el patio” [“Why don’t you dance?”].


En la mencionada entrevista con Sexton, Carver remarcó también que en aquel momento de su carrera él había empezado a sentir que “pronto estaría escribiendo historias que ni yo mismo querría leer”, y tal vez a consecuencia de esto es que luego de concluir De que hablamos cuando hablamos de amor no escribió nada durante varios meses.


Una de las ironías de este libro es que, por obra del extremo despojamiento de la escritura, algunos cuentos se acercan mucho a ese tipo de experimentalismo contra el cual la obra de Carver es generalmente exhibida como antídoto. Son varios los relatos que no superan tres páginas de extensión. Y en algunos momentos, las breves frases de diálogo elíptico, enfatizadas por la antipatía del autor hacia los marcadores de enunciación, nos recuerdan a Pinter:


“Hey, dijo el niño.

Lo siento, dijo la niña.

Está bien, dijo el niño.

No quise reaccionar así.

Fue mi culpa, dijo él.”


Si hay aquí algún tipo de experimentación, ésta es de un orden casi metaficcional. Carver nos da la impresión de situarse al borde de los límites del realismo, y para ello prescinde de todos aquellos elementos que por convención establecemos como constituyentes esenciales de la ficción. En el cuento que cité antes, “Everything stuck to him”, casi no hay unidad de tiempo ni de lugar (la frase de apertura, “Ella está en Milán, por Navidad”, se deja tal cual, sin desarrollar en cualquier sentido literal), y las breves frases pronto se vuelven obstáculos, por más que, presumiblemente, la intención original haya sido desplazar la atención del texto hacia el mundo que habitan los personajes. Así se llega inevitablemente a un punto en que esta prosa tan poco estilizada acaba por exhibir una exacerbada conciencia de sí misma y deviene casi autorreferencial.


Es muy interesante que Carver haya decidido reescribir la mayoría de los cuentos que integran su segundo volumen publicado. Algunos de ellos aparecen en Fires, con otros títulos; el cuento “The bath” reaparece en Catedral con el título “A small, good thing”, y es considerado en ciertos cenáculos como la obra maestra de Raymond Carver. El examen del régimen de cambios emprendido por el autor resulta instructivo y revelador.


El cuento “Everything stuck to him”, que en Fires es titulado “Distance”, es el resultado de la aplicación de ligeras alteraciones que, sin embargo, demuestran hasta qué punto Carver, en ese momento de su vida, estaba insatisfecho con su producción precedente. A menudo, en la versión reescrita Carver simplemente anuda frases sueltas. Así, la frase “Al chico le gustaba cazar, ¿sabés? Eso es parte del asunto”, aparece en “Distance” como una sola frase. Lo que nos sugiere que Carver no estaba muy contento con el ritmo de su prosa. Hay un gran número de detalles adicionales en “Distance” que cumplen el objetivo de dar más pulpa al marco esquelético del original: breves descripciones de Carl, un amigo del niño, y también ligeras elaboraciones del paisaje de Milán, que le permiten al autor lograr un tratamiento narrativo más convencional.


Curiosamente, en el plano narrativo, el único cambio que se puede apreciar es que “Distance” presenta un mayor compromiso emocional que “Everything stuck to him”: en el primer cuento es como que Carver quisiera compensar en exceso al lector por la naturaleza potencialmente sentimental de su temática (un joven padre a punto de salir de cacería con sus amigos decide a último momento no abandonar a su esposa y a su bebé enfermo). En “Distance”, Carver añade una escena en la cual “el niño” le explica a Carl por qué no puede acompañarlo a la cacería --una explicación que el otro acepta resignadamente.


“Está todo arreglado, dijo Carl. Hoy no estoy de ánimo para nada. De todos modos, lo más seguro es que no te pierdes nada.

El niño asintió. Nos vemos, Carl, dijo.

Hasta luego, dijo Carl. Oye, no dejes que te convenzan con cuentos, dijo Carl. Sos un chico de suerte, te doy mi palabra.”


Difícilmente uno acusaría a Carver de extrema autoindulgencia por esto: su estilo es tan elusivo y seco como siempre. Lo importante, en todo caso, es que el autor ha creado una compleja estructura de flashbacks que impide toda interpretación banal del cuento. El episodio en cuestión es recapitulado por un hombre mayor para su hija ya adulta, y lo que queda implicado es que él es el niño y ella la beba enferma. El hecho de que estén solos y se encuentren en Milán (la distancia del título es emocional y también física) sugiere que el matrimonio ha colapsado. De esta manera, una narración que en manos de un escritor menor habría resultado un aburrido cliché sobre ritos de pasaje (niño que descubre que la familia es más importante que cualquier interés propio de la inmadurez) deviene la aguda y parcamente conmovedora deconstrucción de un momento en apariencia insignificante. Carver no reescribe el párrafo final de “Everything stuck to him”. Lo deja intacto. El hombre recomienda a su hija que se aliste para un tour guiado por Milán mientras rememora su regreso desde la casa de Carl:


“Ellos habían reído. Se habían reclinado uno sobre el otro y habían reído hasta que las lagrimas afloraron, mientras todo lo demás –el frío, los lugares que el habría de visitar- quedaba afuera –al menos mientras tanto.”


El lector entiende que la reunión sólo tenía una importancia efímera. Y allí es donde reside el efecto emocional del cuento. “Distance” es una escueta y devastadora complejización de los trabajos de la memoria. Al reescribir el texto original, Carver logra darle más espacio para respirar.


El cuento “Mr. Coffee and Mr. Fixit”, del segundo libro de Carver, experimenta una notable transformación en el volumen titulado Fires, donde aparece con el título “Where is everyone?”. En el texto original tenemos a un Carver en su modo más elíptico: uno de sus característicos personajes masculinos boceta una inquietante postal de sus relaciones con su mujer adúltera y el amante de ésta, con su madre promiscua y la muerte de su padre. El cuento no supera las tres páginas.


Se me antoja que éste es el tipo de búsqueda que Carver tenía en mente cuando comentó que pronto habría de escribir cuentos que ni siquiera el querría leer. No es el tipo de cuento que resista lecturas recurrentes. Y no por su brevedad (“I could see the smallest things”, otro cuento del mismo volumen, no es más largo que éste, pero funciona mejor porque trabaja sobre un incidente aislado). El detalle diferencial es que esta vez Carver recurre a la elipsis para lograr efectos cómicos. “Where is everyone?”, la versión reescrita, conserva el efecto cómico, sigue siendo muy gracioso (David Sexton cita la siguiente reseña: “Me reí de cabo a rabo con este cuento. Pero era una risa incómoda, intranquila”), pero lo humorístico deriva de la sustancia del cuento y no de sus elipsis, sus ausencias.


“Muchas cosas han pasado desde aquella tarde y en general hoy estoy mucho mejor. Sin embargo, durante esos días, cuando mi madre se acostaba con tipos que apenas conocía, yo estaba sin trabajo, medio loco, bebiendo mucho. Mis hijos estaban locos y mi mujer también, ya que tenía un “asunto” con un ingeniero aeroespacial, desempleado, al que había conocido en una reunión de Alcohólicos Anónimos. El estaba loco también. Su nombre era Ross y tenía cinco o seis hijos. Rengueaba al caminar, por una herida que le había infligido su primera esposa. No tengo idea qué diablos estábamos pensando en esos días.”


En la primera versión hay un pasaje equivalente, pero la versión reescrita es mejor porque -al trabajar en mayor profundidad- Carver logra representar la opresiva circularidad del infortunio del narrador a través de las repeticiones de la prosa.

“Mr. Coffee and Mr. Fixit” nos resulta más cercano al espíritu de la obra de Beckett que, digamos, a la de Hemingway: hay un similar sentido de que aquello que se articula es de poca consecuencia y por cierto una constantemente inadecuada respuesta a la situación por parte de los personajes. En De que hablamos.., hay varios cuentos en esta vena. “Gazebo” y “Viewfinder”, muy particularmente, transmiten una sensación de absurdo muy similar. Pero es en la transformación del cuento titulado “The bath” en la versión reescrita que lleva por título “A small, good thing” donde apreciamos con perfecta claridad qué era aquello de lo que Carver quería alejarse, hacia dónde quería ir. Ese proceso que se inicia en “The Bath” y concluye en “A small, good thing” es, quizás, la mayor lección que nos deja Carver.

“The bath” es el típico recuento esquelético de un accidente de tránsito en el que es involucrado un niño, Scotty, y del efecto que este accidente tiene sobre sus padres. Hay como una amenazante corriente subterránea recorriendo el cuento, que surge de la serie de llamadas telefónicas -en apariencia ominosas- que reciben los padres del niño. De hecho, quien hace esas llamadas es un panadero, demandando el pago de una torta (el accidente ocurre durante el cumpleaños del niño) que los padres han olvidado recoger. Carver concluye “The bath” con una de esas charlas telefónicas:


“Sonó el teléfono.
“¿Sí?”, dijo ella. “Hola”, dijo.
“¿Sra. Weiss?”, contestó una voz.
“Sí”, dijo ella. “Habla la señora Weiss. ¿Busca a Scotty?”, dijo ella.
“Scotty”, dijo la voz. “Es sobre Scotty”, la voz dijo.
“Sí, tiene que ver con Scotty, sí.”

“The bath” es un conglomerado, moderadamente efectivo, de ironías y situaciones inapropiadas que adquiere mayor resonancia en contraste con la naturaleza aparentemente menor del accidente sufrido por el chico (Scotty es atropellado, pero sale indemne y sigue caminando hacia su escuela, para más tarde perder el conocimiento, mientras le cuenta el episodio a su madre), y Carver no ofrece ninguna resolución: el niño queda en coma y los padres nunca descubren quién hace esas llamadas telefónicas (sólo sabremos, fuera de toda especulación, que quien llama es el panadero en la segunda versión). Como quiera que se lea, “The bath” no es de ninguna manera el cuento más memorable del segundo volumen publicado por Carver. De ahí la importancia de examinar su metamorfosis en “A small, good thing”. La reescritura de este cuento evidencia hasta qué punto Carver había subexplotado sus tramas en la primera parte de su carrera.

En “A small, good thing”, Carver trabaja sobre las puntas no resueltas en la versión original. Scotty, el hijo, muere en el hospital. Cuando los padres regresan a su casa son acosados telefónicamente por el panadero, quien todavía no revela su identidad. Finalmente, la madre recuerda haber encargado una torta y le pide a su marido que la lleve hasta la panadería. Pero no hay confrontación en la panadería. Por el contrario, los padres de Scotty acaban comiendo pan recién horneado (“Comer es una pequeña, buena cosa en momentos como éste”, les dice el panadero) y escuchando las confidencias de aquel extraño personaje:

“Lo escucharon con atención. A pesar de estar muy cansados y angustiados, escucharon todo lo que aquel hombre tenía para decir. Y asintieron compasivos cuando el panadero habló de la soledad y de los sentimientos de indecisión e impotencia que lo habían invadido en su edad madura. El les contó cómo había sido vivir sin un hijo durante todos esos años… Siguieron hablando hasta que se hizo de día. Un pálido rayo de luz golpeaba el cristal de la ventana. No tenían la menor intención de salir de allí.”

Muchos detalles de este cuento extraordinario merecen análisis detenido. Impacta que una prosa tan escueta y desprovista de adornos y golpes de efecto como la de Carver se revele como el mejor vehículo para trabajar un tema con tan alto poder emocional: el rechazo de Carver a manipular las emociones del lector habilita una respuesta más compleja y, paradójicamente, en esa su apariencia indolente reside el poder de interpelación de esta obra maestra.

Incidentalmente, vale la pena hacer notar que los trabajos más sólidos de los autores que se estudian en este volumen –vale decir: The accidental tourist, de Anne Tyler; The sportswriter, de Richard Ford, y “A small, good thing”- giran en torno a la muerte de un niño (y que fueron escritos a menos de cuatro años de distancia entre sí). Resulta, pues, muy interesante comparar la narración que hace Frank Bascombe de la muerte de su hijo, en The sportswriter, con el cuento de Carver:

“Ambos estábamos sentados al lado de su cama. Era temprano. No había luz. Tal vez nos quedamos dormidos. Una enfermera entró a la sala y nos dijo: “Lo siento, Mr. Bascombe, Ralph ha muerto”. Nos quedamos allí sentados, perplejos, durante algunos minutos, aunque sabíamos muy bien lo que pasaría. Ella comenzó a llorar y luego yo también lloré. Y luego nos fuimos a casa y preparamos unas tostadas con tocino, y acabamos mirando televisión.”

Poco más adelante en el relato, Vicki, la novia de Bascombe, le dice: “Yo creo que cuando alguien muere uno tiene necesidad de comer”. Quizás no sea tan sorpresivo que Carver y Ford, esos dos grandes literalistas, nos muestren a sus personajes respondiendo de manera más o menos idéntica ante la muerte de un ser querido.

“A small, good thing” marca definitivamente un paso adelante respecto a las narraciones oblicuas, sin resolución, despojadas en grado casi surrealista, que caracterizan las primeras colecciones de cuentos publicadas por Carver. Sobre todo, por la ternura que aflora al cerrar cada narración. El mismo Carver lo reconoció explícitamente: “Yo creo que en el libro titulado Catedral los cuentos son más llenos, mas completos, y que resultan más interesantes –al menos para mí- que cualquiera de mis cuentos anteriores. Es el caso del cuento titulado “Fever”, por ejemplo (que cuenta la historia de una mujer que abandona a su esposo e hijos). Y sobre todo de “A small, good thing”: en ese cuento, un grupo de personas establece una comunicación a partir de la muerte de un niño. Entiendo que mi vida ha cambiado y por tanto pienso que es honesto decir que ahora soy más optimista”.

Así habló Carver en 1985.

El cuento que da título a su último volumen, “Catedral”, ofrece también una muestra acabada del desarrollo del arte narrativo de Carver. Al igual que “A small, good thing” este cuento concluye con el establecimiento de una conexión insospechada. “Catedral” cuenta la relación del narrador con un ciego, antiguo amigo de su esposa, quien va a visitarlo.

Como ocurre en gran parte de la obra de Carver, este cuento explora el problema de la incomunicación: indaga cómo personas que no tienen ningún lenguaje en común pueden aspirar a establecer alguna forma de comunicación positiva.


En el cuento titulado “Catedral” lo que inhibe el contacto entre dos hombres no es la ceguera de uno de ellos (si bien hasta donde el narrador puede darse cuenta de las cosas, éste es el problema esencial). Por el contrario, lo que margina al visitante del narrador es su dependencia a la televisión y las vulgaridades. Es cierto que un profundo nexo se establece entre ellos hacia el final del cuento, pero sólo cuando todos los intentos de comunicación verbal han fracasado. El narrador intenta describir para su huésped una catedral que él observa en el televisor, pero sus esfuerzos son totalmente inadecuados. En la sensacional conclusión del cuento, el ciego sostiene un lápiz mientras su anfitrión dibuja la catedral: “Dibujé ventanas con arcos. Dibujé voladizos. Diseñé portales inmensos. No podía parar”.


Este nuevo medio comporta toda una liberación para el narrador, ya que cuando el ciego le pide que cierre los ojos y sienta el dibujo, él se sorprende a sí mismo deseando no volver a abrir sus ojos nunca más. “Estaba en mi casa. Lo sabía muy bien. Pero sentía como que no estaba dentro de nada.”


[Extraído de Contemporary American Fiction. London, Vision Press, 1989]


NT. Hemos dejando sin traducir algunos títulos no por otra razón que el desconocimiento de los títulos que estos cuentos o libros han recibido en las diversas traducciones de la obra de Raymond Carver a la parla cervantesca que circulan en el ámbito hispanoparlante. Es que lo que los crímenes de Anagrama no tienen perdón.