miércoles, 25 de febrero de 2009

Testaferros del traidor de los aplausos

por Juan Gonzalez

“Cada santo tiene un pasado; cada pecador tiene un futuro”.

Oído en Doubt, la peli protagonizada por Meryl Streep.


Se ha cumplido el rito anual, la ceremonia que el cine norteamericano instituyó hace ya más de ocho décadas para celebrarse a sí mismo con toda pompa y boato. No es una ceremonia mundial; de serlo, la categoría “mejor película extranjera” sería disputada por films producidos en Marte o Ganímedes. La ceremonia de entrega de los premios Oscar es, pues, un asunto interno de los EEUU. Conviene tenerlo presente [1].


Como ocurre en cada edición, la resaca es agridulce. Uno despierta al día siguiente ligeramente ofuscado tras haber visto cristalizarse aquellas amenazantes premoniciones surgidas semanas atrás al conocerse la lista oficial de nominaciones y no acaba de entender la concesión de algunos premios (los más “importantes”, casualmente). ¿Penélope Cruz mejor actriz de reparto? Por favor, que alguien avise que es una broma. Y que lo haga pronto. Y si se piensa que el año pasado, ante el pasmo global, Bardem recibió el premio a mejor actor, sólo cabe conjeturar que esos dos chavales (Penélope y Bardem, esto es) que en un certamen serio, uno que premiara logros actorales y no estuviera manejado por otro tipo de intereses, arrasarían con los premios a “más irreductible pedazo de corcho”, tienen un hábil agente, un astuto negociador de buenas reseñas y premios [2].


Con todo, la sensación de fraude ante esta galopante penelopería, este excesivo galardón penelopiano (que, siendo piadosos, uno quisiera leer como un saludo oblicuo al gran Woody), se compensa con la alegría de que el impecable bodrio de Brad Pitt (no hay un solo error que Fincher no cometa) no haya ganado el premio a mejor película (sin embargo, ganó, de modo francamente ulceroso, en otros rubros, como el de efectos visuales: ¿Benjamin Button tiene mejor trabajo que la peli de Batman? Ya, pues).


Por supuesto, la noción de que cierto producto artístico o cinematográfico es “mejor” que otro, o que todo el resto, es definitivamente problemática. Ya que puestos ante la obligación de elegir “lo mejor” de x asunto, necesitaríamos, al menos, establecer un mínimo de parámetros a partir de los cuales fuese posible establecer, cuantificar y discriminar logros y jerarquías. En el caso específico de los premios Oscar no sabemos cuáles son esos criterios, esos parámetros (suponiendo, por supuesto, que los haya). La “Academia” hollywoodense es una instancia kafkiana, insondable. Una máquina que emite dictámenes inapelables. Además, cada premio se decide finalmente entre las (no menos inescrutables) nominaciones. Lo que equivale a decir que (a) la discusión se estrecha demasiado (como si uno aceptara entrar en un debate que parte de premisas inaceptables) y (b) que se abre de par en par la puerta para que la el malestar se acentúe exponencialmente: ¿Por qué Slumdog millionaire no compitió bajo el rubro mejor peli extranjera? ¿Quién en su sano juicio podría haber nominado la peli protagonizada por la Jolie y dirigida por el viejo Clint?¿Qué catzo hace un titán como Herzog postulado casi invisiblemente en una categoría secundaria, de relleno? ¿Por qué entre las cinco producciones candidatas a mejor peli extranjera una de ellas es de animación? ¿Si la Winslet es nominada por El lector, por qué el tres veces inmenso Bruno Ganz [el detalle que salva esa inane adaptación de la novela de Schlink] no es considerado para disputar el premio a mejor actor de reparto? ¿De verdad que el trabajo de Benicio como San Ernesto de La Higuera no amerita una nominación (señores, esta peli no se verá solamente en Miami)?


Año tras año, similares preguntas se repiten, análogas perplejidades se reciclan, cambiando algunos nombres aquí y allá (y a veces sin registrar ningún cambio: la perenne candidatura de Meryl Streep no me deja mentir). Año tras año, al llegar la noche esperada, estamos clavados frente a la pantalla, dispuestos a asistir con el mayor de los entusiasmos a la puesta en escena de un simulacro ensayado al milímetro. Año tras año nuestra nostalgia por Billy Crystal es mayor. Año tras año a nuestros candidatos les va increíblemente mal.


Te amo. Te odio. Dame más.

En un conocido ensayo, Umberto Eco decía del cine hollywoodense que se caracteriza por ser genealógico y amnésico, y que esta condición doble y paradójica era el motor que lo mantenía en vigencia ante las audiencias del mundo. Lo mismo podría decirse de la tradición anual de los premios Oscar. Como toda tradición, para mantenerse fresca apela cada tanto a sutiles innovaciones, variaciones que sin alterar el formato “consagrado” (presentadores más o menos sobrios, más o menos graciosos, números musicales, homenajes a los fallecidos y a grandes olvidados [este año fue Jerry Lewis], “and the winner is”, etc) logran imprimir a cada edición un rasgo inédito, exclusivo. Este año, los operarios kafkianos que mueven los piolines tras bambalinas tuvieron una idea sensacional, una de las mejores que se les hayan ocurrido en varios eones: eso de que cada nominación en los grandes rubros individuales fuese presentada por una estrella distinta: para lo cual convocaron sobre el escenario, al mismo tiempo, a cinco galardonados en ediciones anteriores (la “Academia” solazándose en la contemplación de su ombligo fascista una vez más). Es decir que, previo al anuncio del premio, los nominados recibían el saludo y el reconocimiento personal de sus colegas. Así vimos (y disfrutamos a lo chancho) a Sofía Loren elogiar a Meryl Streep; Nicole Kidman a ¿Angelina?; Christopher Walken (geniooo) al loco de Revolutionary Road; De Niro a Sean Penn, Anthony Hopkins a ¿Mickey Rourke? (los signos de pregunta denotan que no estoy seguro del dato y no tienen, como podría creerse, la más remota carga irónica). Necesariamente, la puesta en escena de esta notable idea tuvo grandes asimetrías (ay, Halle Berry, ay). Pero estos saludos fueron, de lejos, lo mejor de la noche. Por un momento, este televidente, este cliente, quiso creer que lo que la pantalla le ofrecía era espontáneo y sincero, por más que su alter ego criticón (su “Antón Ego”, dicho sea en onda ratatouillesca) insistía con saña en (de)mostrar que entre los diversos speechs se detectaba claramente la traza de dos estilos discursivos muy marcados (revelando así que todos los breves elogios habrían sido repartidos entre dos “negros”).


Quiero decir con esto que me gusta creer que el speech de Christopher Walken y el de De Niro y el de la Swinton no fueron escritos por plumíferos a sueldo sino que fueron testimonios personales de cada uno de estos gigantes (si bien, por supuesto, no olvido que estos actores se ganan la vida dando voz a palabras de otros). Me gusta creerlo, como me gusta creer que Bob Dylan no sólo firmó sus Chronicles sino que también, y sobre todo, las escribió él, la evidencia sin embargo… Con todo, ya se dijo, para mí esos momentos fueron lo mejor de la noche, y lo mejor de la ceremonia anual en muchas ediciones. Lamentablemente, no recuerdo quién elogió (tan merecidamente) a Seymour Hoffman, tampoco quién saludó a K. Winslet. Esos videos todavía no han sido colgados en Youtube y las imágenes se me confunden (de haber sabido que iba a escribir esto, habría tomado algún apunte). Pero recuerdo perfectamente que me emocioné y que silenciosamente movía mi cabeza en franca aprobación de cada una de las frases mientras estas vacas sagradas (menos Cuba Gooding, va sans dire) decían/recitaban sus partes respectivas. Recuerdo muy bien esos momentos, así como entiendo que al ser estos actores engranajes de la maquinaria, ellos saben muy bien que detrás de los decorados hollywoodenses no hay nada, que el glamour y el interés de la prensa es un servicio alquilado por sus respectivos agentes y, por tanto, que para varios de ellos el haber recibido esas palabras de elogio de parte de tal o cual gigante tiene que haber sido más valioso que cualquier estatuilla o foto de portada, negociada de antemano, en periódicos y revistas de gran tirada. Me gusta creer eso.


Por supuesto, Sean Penn gana con ese su retrato de Harvey Milk por razones que no tienen mucho que ver con lo estrictamente cinematográfico (los gays son un grupo de mucho poder en el mundo del espectáculo --tanto como en el así llamado mundo real). La peli dirigida por Van Sant es un biopic cuadrado, de esos que creímos que I’m not there había mandado al amojoseado arcón de memorabilia para siempre (como en su día hiciera el Quijote con las novelas de caballería, pongamos por caso). Pero no. El biopic sigue en pie. Y con muy buena salud. Alas, Yorick.


No sé si Slumdog es una buena película, no sé si es menos infomercial para turistas que Vicky Cristina Barcelona. Al menos es un poco diferente (en la peli de Woody nadie se baña en mierda, si bien se nos revela que el flamenco es la expresión profunda del alma catalana!!!). Esto, sin ser mucho, es diametralmente opuesto a lo de la peli de Sean Penn (que es más de lo mismo, pero ambientado en San Francisco, una ciudad tan mugrienta como Bombay, pero mucho más fotogénica). Y en casi un siglo es la primera vez que Bollywood recibe un reconocimiento, si bien por vía oblicua (de no mediar una producción british, jamás habría ocurrido [¿hasta cuándo los ingleses explotarán a los hindúes? Bollywood espera con ansias a su Gandhi]).


No estuvo tan mal que gane la Winslet (aunque no por esa película), sobre todo porque habría sido lamentable que gane la Hathaway (otro corchito inexpugnable). Tendría que haber ganado Melissa Leo (tanto como su coprotagonista en Río congelado, Misty Upham, una mujer de la etnia mohawk, merecía el premio que le consiguieron a Penelopita [la notable peli independiente Río congelado tendría que haber sido nominada, por lo menos]).


El premio para Ledger, lágrimas aparte (y aquí el corazón bobalicón salta, aplaude y se deja unas gotas de hemoglobina en lo surcos), no podía no ocurrir (histórico, también, porque salpica una legitimidad a las pelis basadas en comics que hasta ahora les había sido negada a rajatabla --no que estas pelis hubiesen hecho muchos esfuerzos por subir en el escalafón tampoco).


Como se ve, a pesar de los traspiés y/o bajadas de lienzos que la “Academia” ejecute ante pesos pesados como el acorazado Pitt-Jolie (una industria que alimenta innúmeras industrias subsidiarias, como las revistas de chismes), reserva todavía algunos lunares para el decoro. No son muchos, pero son. (A decir verdad, en el caso de la “Academia” estamos un poco lejos del decorum ciceroniano y muy cerca del mero decorado: de ahí el “vértigo de señalización” de la industria del glamour).


En uno de sus últimos libros, Slavoj Zizek, la eslava bestia pop, cuenta que durante el apogeo del stalinismo a los jerarcas soviéticos se les ocurrió publicar una enciclopedia de héroes de la revolución rusa. Una suerte de diccionario enciclopédico, digamos, en el que se describía vida y milagros de las principales figuras de la gesta soviética, redactado, por supuesto, por oscuros escribas. Al momento de publicarse esta enciclopedia, el tristemente célebre Beria (jefe de los servicios secretos, uno de los directores de las masivas purgas ordenadas por Stalin) todavía mantenía su poder, tanto así que en la entrada correspondiente de la enciclopedia se hablaba de él en términos altamente elogiosos a lo largo de más de cinco páginas. Poco después de la publicación de esta curiosa enciclopedia, sin embargo, Beria perdería el favor de la Nomenklatura hasta acabar, como sabemos (vía Hollywood), fusilado por traidor. Todo bien hasta ahí. Pero había un detalle pendiente: en la enciclopedia de marras, Beria era inmortalizado como uno de los prohombres de la gesta de Oktubre. Y todos sabían que, al menos a partir de 1952, aquello no era cierto. Entonces, los jerarcas se mandaron una jugada fabulosa, una especie de cabezazo zidanesco: ordenaron a los escribas de la enciclopedia que redactasen entradas -que cubrieran la longitud del artículo original referido a Beria- sobre algunos otros personajes más o menos oscuros, más o menos ficcionales. Acto seguido, imprimieron estas nuevas páginas y las repartieron al pueblo con la instrucción/mandato/diktat de que debían eliminarse aquellas páginas primeras en que aparecía la entrada dedicada a Beria (la instrucción literal era: arrancarlas del volumen y quemarlas) para sustituirlas con estas flamantes páginas, aprobadas, eternamente impolutas. Así se obliteró todo rastro del mancillado ex-héroe de la revolución.


Ahora bien, ¿para qué tomarse tantas molestias?, se pregunta Zizek. ¿A quién querían engañar? Cada habitante de la Unión Soviética era testigo directo de la superchería, de la “trampita”. ¿Qué sentido tenía aquel absurdo simulacro? El Gran Otro. Esa es la explicación. La Revolución, esa entidad metahistórica, no podía aparecer mellada ante el escrutinio de ese fantasma ubicuo bajo cuya panóptica mirada tratamos de justificar nuestros actos. El Gran Otro no duerme.


El Gran Otro no es la sociedad, la masa, es algo más etéreo y más poderoso (antes de que Nietzsche le extendiera el certificado de defunción, solíamos llamarlo Dios): una agencia del súper-ego: el fantasma contra el cual se pone en escena tal o cual drama, y ante el cual es imperativo ocultar, dice Zizek, el “obscene underbelly”, el resto obsceno, el lado oscuro que toda estructura inevitablemente genera y que actúa como su complemento inseparable (los curas pedófilos son el “obscene underbelly” de la Iglesia; la corrupción de los funcionarios es el lado-negado de la política; las torturas en Guantánamo son el lado negado y complementario del American way of life; los clandestinos videos porno son el “obscene underbelly” del floreciente negocio de las modelos, etc [3]).


Todos aquellos que son miembros de determinada estructura conocen bien cuál es, dónde está, de qué se alimenta y cómo actúa esa excrecencia vergonzosa, ese resto incómodo e inextirpable, ese “otro lado” constitutivo de la estructura a la que pertenecen, pero actúan ante el Gran Otro como si este suplemento obsceno no existiera. Es más, deben negarlo y les resulta imperativo actuar como si ese “obscene underbelly” fuese una creación maligna de un enemigo exterior. He ahí el detalle discreto que divide a quienes son parte de un grupo de aquellos que son simples arrimados (los infaltables wannabe): siempre pasa que un arrimado, un recienvenido, por prisa, por ignorancia de las leyes no escritas (“códigos” de pertenencia), en un exceso de pureza o de severa insuficiencia de dosis de Ubicatex, a la primera oportunidad denunciará ese lado oscuro, hará que tome estado público en su plena obscenidad. Los miembros del stablishment, por supuesto, lo pasarán por las armas de inmediato. Será un sacrificio por la salud y bienestar del grupo, de la estructura de poder, ante el escrutinio fantasma del Gran Otro.


Algo similar se opera, ante la vista y paciencia de millones de espectadores, en cada ceremonia de entrega de los premios Oscar. Cada actor, en tanto es parte del complejo industrial de Hollywood (o desea serlo), se sabe parte de un fraude; cada actor sabe íntimamente que los premios serán asignados según criterios poco cinematográficos (más bien guiados de acuerdo a la lógica del pago de favores entre agentes o en función de arreglos de dudosa limpieza). Pero pretenden no saberlo (esa pretensión es, justamente, el signo de pertenencia al círculo, del ser parte de un secreto a voces). Pretenden creer que la “Academia” realmente premia “lo mejor” de cada rubro, y hasta lloran a moco tendido si oyen sus nombres luego del estribillo “and the winner is” (o si no lo oyen). Se suman a la charada porque, al fin de cuentas, si no les toca este año, tal vez el próximo. Mientras ese día llega, se trata, simplemente, de honrar el código: por muy contrariado que esté un actor por las nominaciones o asignaciones de premios, jamás cuestionará en público las maquinaciones de la “Academia”. Es más, ante cualquier supuesto cuestionamiento (que, de todos modos, nunca va a tomar estado público porque los medios comen de la mano de los mismos sujetos que negocian la asignación de estatuillas), todos saldrán en masa a proclamar la limpieza y honorabilidad del premio. De ahí, pues, el mantra que cada galardonado verbaliza al hacerse con su Oscar: gracias a la Academia.


En el fondo, cada Oscar entregado es un premio que la “Academia” se otorga a sí misma, en un colosal y obsceno ejercicio de narcisismo masturbatorio: un premio a la vigencia incontestable del código de silencio, un auto-brindis a la imperturbable salud de su poder monopólico.


Desde nuestro lado de la pantalla, entre rituales puteadas, nosotros, con tan solo encender el televisor, nos sumamos también a la truculencia, nos hacemos cómplices del fraude. Estamos, al fin de cuentas, en la era de lo interactivo, ¿no ve?


25 años atrás, la ceremonia de entrega de los premios Oscar era algo de lo que nos enterábamos por los periódicos, algunos días o semanas después. Más tarde, de a poco, con el correr de los meses, las pelis ganadoras llegaban a los cines locales nimbadas por ese aura consagrado e indiscutible. Todo un sello de calidad.


Digo: en su día, fuimos a ver Rain Man (o Conduciendo a Miss Daisy ) convencidos de que era la mejor peli del mundo. En serio.


Hoy queda muy poco de aquel aura. Entre otras razones, porque hace ya un buen tiempo que es posible ver todas las pelis consideradas para los premios mucho antes de la celebración de la ceremonia anual en el Teatro Kodak de Elei.


Y no solamente aquellas películas que tienen la “suerte” de ser nominadas.


Al disponer de ese background, asistimos a la ceremonia desde otra perspectiva.


Ahora sabemos perfectamente de qué están hablando.


Ahora las maniobras de la “Academia” están más expuestas.


Y sin embargo, la “Academia” no se ha dado por enterada (al menos, así actúa ante el Gran Otro).


No sé si hoy estamos “mejor” que en 1976, cuando Rocky ganó cerca de 8 premios [4], pero Rourke tendría que haber ganado esta pelea.


Y será hasta el año que viene, you commie-homo-lovin’ sons-of-guns.


Coda. Para cerrar este artículo recurriremos a la mejor canción ganadora de un Oscar de toda la historia. Su autor e intérprete, “a worried man with a worried mind”, estaba de gira aquella noche y no pudo asistir al Teatro Kodak, así que la cantó vía satélite, desde Australia. Es una pena que la presentación haya estado a cargo de Jennifer “El-Culo-Que-Habla” López, pero igual, esta canción es Lo Más.

Del articulo sus notit’s:

1. Es una confusión bastante común en ese país: al campeonato nacional de baloncesto, por ejplo, lo llaman “la serie mundial”

2. No, Antonio Banderas, no me olvido de vos: vos sos el Pedazo de Corcho Número Uno. Vitalicio.

3. En este tren, ¿cuál sería el “obscene underbelly” del periodismo? Es curioso que estos “mártires de la verdad” gocen de presentarse ante el Gran Otro como apóstoles impolutos y objetivos, jamás comprometidos con ningún interés externo al oficio. Curioso que sean intocables, que el así llamado “cuarto poder” esté más allá de la ley: uno no puede cuestionar a un periodista sin que se le eche encima toda la jauría.

4. Pero no ganó el premio a mejor película. Acabo de enterarme de que -sorpresa, sorpresa- aquel año ganó Dersu Uzala, esa joya absoluta de Kurosawa Akira.

viernes, 20 de febrero de 2009

LOS TITANES DEL RING (una película de Edmundo Bejarano)

!!!Señoras y Señores!!!! !!!Niños y niñas!!!! En asociación con Brunnenstrasse Producciones, tenemos el agrado de presentar en ésta esquina al poeta de la cumbia, al curandero del amor, al creador del realismo atolondrado, Washington Cucurto y en esta otra esquina al gurú del boedismo zen, al jardinero de densos bonsáis, al último lemming, Fabián Casas. Una lucha imperdible entre dos poetas latinoamericanos de peso pesado: la abundante cabellera de Washington Cucurto contra la austera máscara de Fabián Casas.


Los Titanes del Ring

Una película de Edmundo Bejarano

62 mins.


Fabián Casas Vs Washington Cucurto en Berlín


“Por suerte el espíritu no tiene una sola dirección y sigue soplando donde quiere”

F. C.



El super poeta Fabián Casas recibe el prestigiado premio alemán de literatura Anna Seghers en la Academia de Arte, mientras su amigo y editor Wachington Cucurto, el sofocador de la cumbia y creador de Eloísa Cartonera, aprovecha la situación para armar libros de cartón y luego falsificar la firma de Casas, así los puede tratar de vender a un precio elevado. Una película atolondradamente poética que muestra como se cruzan la alta cultura, lo under, el trash y el pop.



Ficha Técnica

Director: Edmundo Bejarano

Produccción: Brunnenstrasse Production

Cámara: Dmitri Dergatchev / Carlitos way / Edmundo Bejarano

Sonido: Academia de Arte Berlin

Edición: Edmundo Bejarano

Música: Ariel Minimal interpretada por Pez


Disfrute este match insuperable en la comodidad de su hogar (DVD con tapitas por sólo 10 Bs.)



http://brunnenstrasse.blogspot .com/

lunes, 16 de febrero de 2009

/ JUNOT DÍAZ

Iniciamos la semana con una colaboración de nuestra vecina y amiga de On The Road. Un texto entre la entrevista y la reseña, una introducción a la singular obra de Junot Díaz, autor de una de las novelas más vendidas de los últimos seis meses. Agradecemos la exclusiva a Liliana.

por Liliana Colanzi



Junot Díaz tenía 27 años cuando publicó Drown (la traducción es Ahogado, pero apareció en español como Los Boys, y luego bajo el título de Negocios), un libro de cuentos que fue recibido con gran entusiasmo por la prensa norteamericana. Varios de los relatos habían aparecido en importantes revistas literarias como The New Yorker y Story, y eran tantas las editoriales que se disputaban por publicar a este joven escritor que su agente tuvo que subastar el manuscrito. Al final prevaleció la editorial Riverhead, que pagó $us 600.000 por el libro de cuentos y la primera novela de Junot Díaz (de la que él todavía no había escrito una sola línea).


Como Yúnior, el protagonista de la mayoría de sus historias, Junot Díaz nació en República Dominicana y se trasladó siendo niño a Nueva Jersey, Estados Unidos. En “Drown”, Díaz retrata la vida del inmigrante latinoamericano dividido entre dos identidades, hijos que se crían sin un padre en hogares abrumados por la pobreza y la violencia, madres que pelean para sacar adelante a sus familias. Vidas difíciles narradas sin afectación, con una mirada a ratos descarnada, a ratos compasiva y con un sentido del humor vibrante y capaz de imponerse ante la adversidad (para formarse una idea basta con leer el cuento “Cómo salir con una morena, una negra, una blanca o una mulata”, en el que una de las primeras instrucciones es: “Saca de la nevera los paquetes de alimentos gratuitos que reparte el gobierno a las familias indigentes. Si la chica es de la zona de Terrace, oculta los paquetes detrás de la leche. Si es del Park o de Society Hill, esconde los paquetes en el armario que hay encima del horno y mételos hasta el fondo, para que no los vea jamás. Y apúntate una nota para que no se te olvide sacarlos antes de que amanezca; si no, tu madre te partirá la crisma”).


Luego del éxito de Drown vinieron 11 años de silencio en los que Díaz, un amante de los cómics y de la ciencia ficción, se empeñó en escribir una novela imposible sobre la destrucción de Nueva York a manos de un psíquico terrorista. La novela murió con los atentados del 11 de septiembre; Díaz se dio cuenta de que los sucesos del 11/S y sus consecuencias superaban ampliamente a la ciencia ficción.


Por esa misma época ganó la beca Guggenheim, que lo destinó a México D.F. Una noche, en casa de un amigo, ocurrió un hecho azaroso que terminaría por sacarlo del estancamiento: encontró un ejemplar de La importancia de llamarse Ernesto en un estante y empezó a repetir para sí mismo, en broma, el nombre de Oscar Wilde en acento dominicano, “Óscar Wao, Óscar Wao”. Más tarde tuvo la visión de un nerd gordo con ese nombre, un joven dominicano que no sabe bailar, fanático de los cómics, los videojuegos y los libros de ciencia ficción, perseguido por la mala suerte e ignorado por todas las chicas.


El personaje siguió dando vueltas por su cabeza un tiempo más hasta que se decidió a escribir La breve y maravillosa vida de Óscar Wao, publicada en 2007 y traducida al español el año pasado. La larga espera se justificó con creces: la novela fue recibida con críticas extraordinarias y obtuvo el Premio Pulitzer 2008.


En esta novela inclasificable y de ritmo trepidante, Díaz retoma el tema de la diáspora, reinventa la tradicional saga familiar, se zambulle en el mundo de la fantasía y narra los horrores de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo como no había sido contada antes -desde el humor-, todo esto con la voz de Yúnior, a quien considera un álter ego. “Él es una versión más cruel, ingeniosa, ‘pintuda’ y heroica de mí mismo”, dice. “Pero en muchos aspectos él comparte mi filosofía, mi anhelo de verdadera intimidad y mi dificultad para conseguirla.”


Óscar de León, alias Óscar Wao, quiere convertirse en una especie de J.R.R. Tolkien dominicano y pasa casi todo el día escribiendo historias fantásticas y soñando con chicas a las que no se atreve a dirigir la palabra. “¿Quieres saber de verdad cómo se siente un X-Man?”, dice la novela. “Entonces conviértete en un muchacho de color, inteligente y estudioso, en un gueto contemporáneo de Estados Unidos. Mamma mia! Es como si tuvieras alas de murciélago o un par de tentáculos creciéndote en el pecho”.


Con su insalvable timidez y sus varios kilos demás, no se corresponde con la imagen for export del macho latino conquistador y seguro de sí mismo que promociona la industria turística. Sin embargo, Díaz considera que Óscar “no es nada nuevo”. “Hemos tenido nerds latinos desde que tengo memoria, mucho antes incluso de Betty la Fea”, sostiene. “Sólo que ahora nuestras representaciones (en literatura, en películas), revelan de mejor manera la complejidad de quiénes somos como comunidad.”


Uno de los grandes logros de la novela de Junot Díaz es que rompió con la solemnidad con que ha sido abordado el tema de las dictaduras latinoamericanas en la literatura. Si Mario Vargas Llosa describió en La fiesta del Chivo a personajes devastados por el trujillato, Junot Díaz se las arregla para conservar un humor eléctrico que no cae en la parodia ni en los momentos más trágicos. ¿Cómo lo hizo? “A veces pienso que se trató de un accidente feliz”, explica. “Otras veces pienso que provino de mi experiencia dominicana, del hecho de que nosotros los caribeños somos capaces de reírnos incluso durante los tiempos más duros. Y algo de eso fue ‘de propósito’: el mundo no se divide entre la comedia y la tragedia. El mundo es ambas siempre, siempre.”


Díaz escribe en un inglés salpicado de frases en español. Junto a Daniel Alarcón -peruano emigrado a Estados Unidos-, pertenece a esa nueva categoría de escritores latinoamericanos que construye su obra en inglés y juega bajo las reglas del mercado anglosajón. A este respecto, Díaz es categórico: “El inglés es parte de la experiencia latinoamericana. Ya pasó la época en la que la cultura se definía a través de la pureza lingüística. Si ése fuera el caso, entonces estaría escribiendo en taino o en las lenguas ibo-yorubas de mis ancestros africanos.” Algunos de sus autores latinos favoritos son Jorge Franco, Martín Solares, Horacio Castellanos Moya, Wendy Guerra y Juan Gabriel Vásquez.


De la misma manera, cree que haber emigrado de su país cuando niño no lo hace menos dominicano: “Si los chicos ricos dominicanos, que nunca han escuchado bachata ni han pasado dos segundos en los barrios de Santo Domingo, que van a colegios ingleses y nunca han sufrido hambre, pueden considerarse a sí mismos dominicanos, entonces yo también puedo”, dice.


Con la unánime consagración de su novela, es probable que haya Óscar Wao para rato. El estudio Miramax compró los derechos de la obra para su adaptación al cine meses antes de que ganara el Pulitzer. Pero el escritor niega estar al tanto de los pormenores: aún no sabe quién dirigirá la película o cómo estará conformado el reparto. “Eso sí: me gustaría ver a Oscar de la Renta en el papel de Trujillo”, añade, haciendo referencia a la pasión del dictador dominicano por los trajes caros y el buen vestir.


¿Y qué pasó con The Secret History, la novela apocalíptica que precedió a La breve y maravillosa vida de Óscar Wao? ¿Leeremos algún día la historia del psíquico terrorista? “Todo depende”, contesta. “En este momento parecería que no soy capaz de escribir nada. Me falta tiempo.” Y no es para menos: dividido entre las clases de literatura que imparte en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y la avalancha de invitaciones y entrevistas suscitadas por su libro, todo indica que Junot Díaz estará ocupado por un buen tiempo. Pero ojalá que no tengamos que esperar otros diez años para volver a leerlo.

jueves, 12 de febrero de 2009

Homenaje a J. D. Salinger (Parte 5)

En uno de sus ensayos bonsai, Fabián Casas cuenta que consiguió el libro en una tienda de usados, por Corrientes, y que le costó menos que un boleto de colectivo. Hablamos, claro, del intento de biografía de Salinger emprendido por Ian Hamilton: In search of J.D. Salinger, publicado por Random House en 1988. Este es el título final. El original, sin embargo, era J.D. Salinger, portrait of a writer, que Hamilton presentó a la editorial en junio de 1985, previendo su publicación simultánea en UK y USA para el otoño de 1986.

El cambio tan elocuente del título es el resultado final de la serie de obstáculos que Hamilton enfrentó para publicar su trabajo. Receloso de su privacidad, Salinger saboteó la investigación (primero) y la publicación (inmediatamente después) por todos los medios a su disposición. Con todo, el astuto y persistente Hamilton llegó mucho más lejos que los numerosos valientes que lo precedieron en el intento. El mayor problema fue el inaudito tesoro con que Hamilton tropezó (y del que muy probablemente ni el mismo Salinger se habría enterado, de no mediar Hamilton): dos cachas llenas de cartas de Salinger, escritas entre 1936 y 1948, a sus amigos más cercanos (además de familiares, una novia, etc). El primer grupo de cartas se encuentra en la Universidad de Princeton. El segundo, más importante y voluminoso, en el Harry Ransom Humanities Research Center, de Austin, Texas. Son documentos a los que en esos días cualquier persona podía acceder libremente. Hamilton fue informado de que no le estaba permitido fotocopiar las cartas, pero que podía transcribir a mano todo cuanto quisiera, siempre y cuando lo hiciera usando papeles y lápices provistos por la biblioteca. Como antes en Princeton, en Austin Hamilton debió firmar un documento por el que se comprometía a no publicar ni citar en todo o en parte ninguna de esas cartas, sin previa autorización tanto del Harry Ransom Center como de Salinger. Por supuesto, Salinger no iba a permitir nunca que esos documentos salieran a la luz pública. Hamilton lo sabía muy bien, pero confiaba en alguna argucia jurídica respecto a la interpretación del “uso adecuado” de documentos inéditos contemplado por la ley norteamericana. Se equivocó.

Lo poco que Hamilton puede contar sobre esas cartas en la versión finalmente publicada (luego de tres o cuatro manuscritos rechazados por los abogados de Salinger porque excedían las cuotas de “uso adecuado”) es abso-fuckin’-lutely sensacional: el encuentro y posterior correspondencia del joven Salinger con Hemingway; el noviazgo de Salinger con Oona, una hija de Eugene O’Neill; sus comentarios sobre una charla de literatura que diera en un College (donde ese joven Salinger disertó sobre Kafka, Chéjov, Rimbaud, Proust, Lorca y Burns); su periodo melancólico tras la ruptura con Oona; el comentario a un amigo sobre una idea para una novela basada en los divagues de un chico expulsado del colegio días previos a Navidad; sus constantes quejas de sentirse al borde del colapso nervioso; su rabia al enterarse de que Oona había contraído matrimonio con Charles Chaplin…

Hamilton y su editorial, Random House, pelearon hasta lo último para vencer la resistencia de Salinger. Inevitablemente, al cabo de los forcejeos y las amenazas, el asunto llegó a los estrados judiciales. Para proceder al juicio, tanto Hamilton como Salinger debían dar una declaración (deposition), en persona, ante los respectivos abogados de la otra parte. Es decir que, paradójicamente, Salinger debía romper su reclusión para salir a defender su privacidad. Y lo hizo. No podemos imaginar lo que le costó (tanto como no podemos entender la saña de los querellantes en obligarlo a mostrarse en público), pero lo hizo.

El 10 de octubre de 1986, a los 68 años de edad, Jerome David Salinger llega a New York para presentar su descargo. El dispositivo que pone en marcha es una oda a la neurosis. Pero va y se entrevista con el abogado de Random House, un tal Robert Callagy, quien describe a Salinger como “remarcablemente conservado, si bien un poco sordo… Cabello bastante canoso, facciones prominentes. Se viste con elegancia y da la impresión de ser un atleta. A primera vista, parece más un hombre de negocios que un literato. Tras definirse como un autor de cierto prestigio, que por razones personales ha elegido abandonar la exposición pública, dejó muy en claro que objetaba tener que someterse a mis cuestionamientos”.

Toda una lección de dignidad.

En esta quinta entrega de nuestro saludo al gran ermitaño, al tierno poeta de la inocencia amenazada, les salpicamos dos breves textos dos. El primero es la noticia sobre el resultado del juicio, según la registró en su día un periódico de gran alcance.

El segundo texto es un fragmento de la transcripción del histórico “careo” entre J.D. Salinger y el abogado Callagy, que Ian Hamilton copia en el capítulo 13 de su extraño, exasperante, esencial, libro. (Juan González).

La verdad y las formas judiciales

a. El asunto toma estado público.

Salinger obstruye publicación de biografía [EFE. Nueva York - 01/02/1987]

Jerome David Salinger, autor de El guardián entre el centeno, y célebre por su reserva, ha conseguido una victoria en su batalla jurídica para impedir la publicación de una biografía no autorizada. Un tribunal de Nueva York consintió en bloquear provisionalmente la publicación por la casa editorial Random House del libro J. D. Salinger: a writing life, del que es autor Ian Hamilton, crítico del Sunday Times. Salinger inició acciones judiciales en otoño, con el fin de impedir la aparición del libro porque cita o parafrasea sin permiso cartas escritas por él a lo largo de 25 años.

En noviembre, un juez de primera instancia había dado la razón al editor, pero los abogados de Salinger apelaron. “Estamos encantados”, declaró hoy el abogado de J. D. Salinger, Andrew Boose. “Le hemos informado del fallo jurídico [a Salinger], y está igualmente encantado”, añadió.

Un portavoz de Random House anunció que la casa editorial no haría ningún comentario antes de examinar el fallo jurídico. La casa editorial no ha agotado todas las posibilidades y un nuevo proceso es posible.

En sus considerandos, de 20 páginas, el tribunal subraya que J. D. Salinger se había negado a colaborar con Hamilton cuando el proyecto de biografía le fue expuesto, en julio de 1983.

Las cartas en litigio se encontraban en varias universidades norteamericanas. Según los abogados de Salinger, lan Hamilton, crítico literario del Sunday Times, “obtiene un beneficio abusivo de la obra creativa y la correspondencia privada de Salinger”.

b. Ante la ley [In search of J.D. Salinger, p. 202]

Robert Callagy, abogado, representante de Random House, interroga a Salinger:

P. Señor Salinger, ¿cuándo fue la última vez que usted escribió una obra de ficción para su publicacion? [“work of fiction for publication”].

R. No estoy exactamente seguro.

P. ¿En algún momento, en los últimos 20 años, ha escrito usted alguna pieza de ficción para su publicación?

R. ¿Que haya sido publicada, dice usted?

P. Que haya sido publicada.

R. No…

P. ¿En algún momento, en los últimos 20 años, ha escrito usted alguna pieza de ficción que no haya sido publicada?

R. Sí.

P. ¿Podría describirme que obras de ficción ha escrito que no hayan sido publicadas?

R. Sería algo muy difícil de hacer.

P. ¿Ha escrito usted, en los últimos 20 años alguna pieza de ficción, en toda su extensión [“full length”], que no haya sido publicada?

R. ¿Podría usted recontextualizar la pregunta? ¿A qué se refiere con “en toda su extensión”? ¿Se refiere a trabajos listos para publicación?

P. Me refiero a obras que no sean cuentos, piezas ficcionales o entregas para revistas.

R. Es muy difícil responder. Yo no trabajo de esa manera. Simplemente, yo comienzo un texto y lo sigo hasta ver de qué se trata.

P. Busquemos una mejor manera de acercarnos al asunto. ¿Me diría usted cuáles han sido sus incursiones en el campo de la ficción en los últimos 20 años?

R. ¿Le diría? ¿O podría decirle?... Se trata simplemente de ficción. Eso es todo. Esa es la única descripción que puedo dar…. Es casi imposible definirlo. Yo trabajo con personajes. Y en la medida que ellos se desarrollan, yo los acompaño.

[Comentario de Ian Hamilton] Felizmente, esta línea de cuestionamiento no se profundizó. Las preguntas de Callagy se focalizaron en aquel Salinger que había escrito obras de ficción para ser publicadas –el Salinger que había sido autor de aquellas cartas en disputa. Una y otra vez, Salinger se refería al autor de aquellas cartas en tercera persona. Al ser presionado por Callagy, él califica a ese otro J.D. Salinger como “tímido”, “inmaduro”, efusivo”.

Medio siglo más tarde, ¿cómo podría esperarse que él, a sus 68 años, recordara o supiese lo que pasaba por la mente y por el corazón expresivo de ese “exuberante” jovencito (su anterior persona)?

“Es muy difícil”, replicaba. “Yo desearía que usted leyese cartas que escribió hace cuarenta y seis años. Es algo muy penoso para leer”.

Y cuando se le preguntó con qué frecuencia Salinger enviaba cartas a sus amigos, él respondió: “aparte de con cierta frecuencia no sabría responder”.

Nota.

Las varias versiones desechadas del trabajo de Hamilton no han desaparecido del todo. En especial, el primer manuscrito: fue impreso por Random House e incluso se le diseñó portada y contratapa. Nunca se distribuyó. Pero se cree que todavía existen unas 500 copias en circulación. Se chismea que hay quienes pagan hasta cinco mil dólares por uno de aquellos ejemplares.


miércoles, 4 de febrero de 2009

Homenaje a J. D. Salinger (parte 4)

Hace apenas unos días falleció el escritor John Updike. Nos pareció pertinente, “updikeano”, recordarlo en su propia voz antes que apresurar algún requiem. Este post, por tanto, será un homenaje doble: compartiremos con los despistados que nos visitan un texto que John Updike publicara en el New York Times en Septiembre de 1961, su reseña del entonces flamante libro de Salinger Franny and Zooey.

Solía decir Borges que la reseña de libros en los periódicos es un género literario a mitad de camino entre la palmadita en el hombro y el brindis. Aquí, Updike lee minuciosamente a Salinger. Y si bien su lectura no es la tópica parrafada condescendiente, si bien Updike deja caer un par de juicios lapidarios sobre aquel libro de Salinger, en ningún momento dudamos de su honestidad.

Por lo demás, el párrafo final de la reseña no consiente ambigüedades.

El párrafo final es ese brindis. Al centro y adentro.

Ese párrafo final podría leerse también como una declaración de principios del mismísimo John Updike.

La traducción, exquisita, laboriosa, es un regalo de nuestro querido amigo Javier Rodríguez --ese dandy lebowskiano.



Días de ansiedad para la familia Glass

John Updike

De pronto, como suceden las cosas en el periodo medio de J.D. Salinger, sus más largas y recientes historias se están publicando como volúmenes independientes, de tapa dura, recuperadas de antiguas y nebulosas ediciones del “New Yorker”. “Raise High the Roof Beam, Carpenters” se editó el año pasado en “Stories from the New Yorker 1950 – 1960”, y ahora “Franny” y “Zooey” tienen también libros propios. Estas dos historias –la primera de mediana extensión, la segunda casi una nouvelle– colindan en el tiempo y comparten el argumento de la crisis espiritual de Franny.

En la primera historia, Franny llega en tren desde un símil de la Universidad Smith, para pasar –en lo que debe ser Princeton– un fin de semana festivo en Yale. Ella y su cita, Lane Coutell, acuden a un restaurant, donde nos enteramos que ella no sólo no está entusiasmada, sino que, de plano, no se siente bien. Ella intenta explicarse mientras su amigo se ufana por un trabajo final sumamente molesto y come ancas de rana. Finalmente, Franny se desmaya, y la encontramos por última vez tendida en la oficina del gerente, rezándole al techo silenciosamente.

En la segunda historia, Franny ha vuelto a casa, un gran apartamento en los East Seventies. Es el lunes posterior a su sábado infausto. Solamente su madre, Bessie, y su hermano menor, Zooey, están en casa. Mientras Franny yace insomne en el sofá del living, su madre le comunica –en una conversación interminable– su preocupación y su afecto por Zooey, quien, después de una conversación aún más larga con Franny, consigue atrapar la crucial palabra de consuelo entre la enrarecida atmósfera del apartamento. Franny, “como si todo lo poco o mucho de sabiduría que hay en el mundo fuese de pronto suyo” sonríe al techo y queda dormida.

Pocos escritores posteriores a Joyce arriesgarían semejante caudal de palabras en eventos que son puramente internos y en actos que son puramente coloquiales. Vivimos en un mundo, sin embargo, donde el acto decisivo puede provocar el holocausto, y la convicción de Salinger de que nuestras vidas internas tienen gran relevancia lo califica peculiarmente para cantar a una América en la que –para muchos de nosotros– parece ya quedar muy poco por hacer, salvo sentir. La introversión, quizás, se ha impuesto forzosamente a la Historia; una era de matices, de gestos ambiguos y de diletantismo psicológico, a escala nacional y privada, se cierne sobre nosotros, y la intensa atención de Salinger por los gestos y la entonación lo catapulta para transformarse, entre todos sus contemporáneos, en un artista literario genuinamente relevante. Como Hemingway buscó las palabras para los objetos en movimiento, Salinger busca las palabras para los objetos transmutados en subjetividad humana. Su ficción, en esa su bravura algo sombría, su humor, su morbidez, su cínica pero persistente esperanza, combina con la forma y el pulso de la vida americana contemporánea. Pagando por ello el precio de convertirse en peligrosamente tortuosa y estática. Nada menos.

El sentido de la composición no se encuentra entre los puntos fuertes de Salinger. Incluso estas dos historias, tan complementarias en apariencia, resuenan como distantes componentes de un libro. La Franny de “Franny” y la Franny de “Zooey” no son la misma persona. La heroína de “Franny” es una guapa universitaria atravesando un plausible momento de repulsión. Ha descubierto –uno se percata de ello rápidamente– cierta fealdad en el hambriento ego humano y una indudable fatuidad en su ambiente universitario. Y ella está tratando de encontrar la salida con la ayuda de un libro religioso, The way of a pilgrim, que fuera mencionado por un profesor. Ella obtuvo el libro en la biblioteca de su universidad. Su familia, brevemente avistada en la postdata de una carta que Franny ha escrito, aparenta ser típica de la clase media alta –finolis. Jamás se menciona su apellido como Glass; Franny nunca menciona hermano alguno. Su novio es craso y egocéntrico pero no totalmente detestable; intenta al menos, aunque torpemente, “acercarse” a Franny, con un amor cuyo sesgo físico se manifiesta dolorosamente inapropiado. Finalmente, se sugiere –acaso inadvertidamente– que la joven puede estar embarazada.

La Franny de “Zooey”, por otra parte, es Franny Glass –la menor de los siete famosos chicos Glass, todos los que han sido, a su turno, dolorosamente brillantes estrellas del popular quiz show radial “It’s a Wise Child” (“Es un chico listo”). Sus padres, una muy infrecuente combinación de judíos e irlandeses, dan la impresión de un viejo equipo de vodevil. Desde su infancia, Franny ha sido saturada por sus dos hermanos mayores, Seymour y Buddy, con la sabiduría religiosa oriental. Lejos de ser un descubrimiento universitario, The Way of a Pilgrim proviene del escritorio de Seymour, donde el libro ha permanecido por años.

Uno se pregunta cómo una joven criada en un hogar donde el budismo y la teología de la crisis eran charla habitual pudo haber pospuesto su propia crisis durante tanto tiempo y cómo, cuando ésta finalmente sobrevino, pudo hallarse tan desarmada. En ningún momento existe duda respecto a su embarazo; la sola idea parece una violación de la estupenda inmaterialidad de los Glass. Lane Coutell, quien a pesar de sus faltas era un hombre al menos considerable en el universo de la primera Franny, es ahora sólo uno de los remotos millones de seres suficientemente burdos y tontos para merecer haber nacido fuera de la familia Glass.

Entre más escribe Salinger sobre ellos, más se funden indistinguiblemente los siete hijos Glass, formando una imposible cohesión de belleza personal e inteligencia. Franny es descrita así: “Su piel era hermosa, y sus facciones delicadas y muy distinguidas. Sus ojos eran casi la misma sobrecogedora sombra de azul que los de Zooey, pero estaban bastante más separados entre sí, como sin duda deben estarlo los ojos de una hermana.” De Zooey se nos asegura que tiene “una algo incongruente habilidad para citar, instantánea y frecuentemente casi en forma literal, cualquier cosa que haya leído jamás, o incluso escuchado, con genuino interés.” El propósito de tales oraciones no es, sin duda, el de particularizar personajes imaginarios, sino inducir en el lector un ánimo de adoración ciega, teñida de envidia.

En “Raise High the Roof Beam, Carpenters” (la primera y mejor de las obras de Glass: una mágica e hilarante prosa poética con el hechizante resultado de una misteriosa claridad), Seymour define el sentimentalismo como dotarle “a una cosa mayor ternura de la que le ha dado Dios.” Esta me parece que es la raíz del problema: Salinger ama a los Glass más de lo que el mismo Dios los ama. Salinger los ama demasiado, exclusivamente. Su invención se ha transformado en su reclusión. Los ama incluso más allá de la moderación artística.

“Zooey” es un cuento demasiado largo; tiene demasiados cigarrillos, demasiadas maldiciones, demasiados cotorreos sobre realmente muy poco. El autor nunca deja de acosar sus creaciones, confortándolas cariñosamente o aplaudiéndolas con sigilo. Le roba al lector la iniciativa sobre a quién debe otorgarse el amor. Aún en “Franny”, que es una pieza estrictamente pre-Glass, el escritor parece menos un observador desapasionado que un espía que se deleita maliciosamente con cada detalle de la ineptitud del pobre Lane Coutell. Es más, la impresión de que un segundo varón está presente es tan fuerte que roza el escándalo (cuando el autor acompaña a Franny al tocador de damas del restaurante).

“Franny”, sin embargo, se desarrolla en un mundo que es notablemente el nuestro; en “Zooey” nos movemos a un mundo de ensueño cuyos detalles celosamente animados enfatizan una esencial irrealidad. Cuando Zooey le dice a Franny, “Sí, maldita sea, tengo una úlcera. Esto es Kaliyuga, amigo, la Edad de Hierro”, la incredulidad recae en “amigo” tanto como en “Kaliyuga”, y la aclaratoria “la Edad de Hierro” confirma nuestra sospecha que un catedrático ha usurpado el estrado del escritor. En las historias de los Glass, el vehemente comentario de lo obvio –los guiones televisivos en general no son buenos, no todos los asistentes son genios– no es la extrusión menos penosa. Por supuesto, los Glass condenan el mundo solamente por condescendencia, para perdonarlo al final. Sin embargo, la insignificancia de la condena disminuye el heroísmo de la condescendencia.

Tal vez éstas son palabras muy duras; se hace difícil escribirlas a causa de la extravagante autoconciencia característica de la prosa reciente de Salinger, en la que la mayoría de las objeciones que uno podría elevar ya han sido elevadas. En la solapa de este libro, Salinger confiesa: “Existe un peligro suficientemente real, supongo, de que tarde o temprano me sumergiré, tal vez desapareciendo completamente, en mis propios métodos, alocuciones y manierismos. Vistas las cosas, estoy de hecho muy esperanzado.”

Déjenme decir que estoy muy contento con que él esté esperanzado. Yo soy uno de aquellos –haciendo una pequeña confesión yo también– para quienes la irrupción de la obra de Salinger significó algo muy parecido a una revelación. Y espero que revelaciones futuras aún estén por llegar.

La saga de los Glass, tal como Salinger la ha delineado, potencialmente contiene gran literatura. Cuando se han eludido todas las reservas respecto a la dirección que ha tomado Salinger, queda reconocer que efectivamente es una dirección, y que el rehusarse a quedar satisfecho con lo ya logrado, la voluntad de arriesgarse al exceso en nombre de las propias obsesiones, es lo que distingue al arte del mero entretenimiento --y lo que hace a algunos artistas aventureros por cuenta de todos nosotros.

Nota

Invitamos al lector a visitar Diseccionando a la Musa Perdida, allí podrá leer un excelente in memoriam a John Updike. Si dice que viene mandado por nosotros, le hacen descuento.