lunes, 29 de septiembre de 2008

Algunas Conjeturas sobre El Lugar del Cuerpo (parte 2)

Si en el primer aporte se revisaba ciertas características de la estructura y de la escritura de la novela debut de Rodrigo Hasbún, en esta segunda parte se profundiza en símbolos y alegorías presentes en El Lugar del Cuerpo.

II. LO MEJOR DE NUESTRA PIEL ES QUE NO NOS DEJA HUIR

Juan González

Será que las cosas no vuelven a ningún lugar,

pero igual, algún lugar encontraré,

pero igual, igual no tengo adónde ir

Andrés Calamaro

En la parte anterior hemos visto someramente algunas características de la estructura de El lugar del cuerpo, su Afuera. En lo que sigue entraremos al jane. Saldremos a la búsqueda de aquello que aparece desplazado, semioculto; lo que se nombra en tercera persona, o bajo otros nombres; lo que se alegoriza; lo que se presenta bajo figuras invertidas o se condensa en símbolos recurrentes. En un famoso estudio sobre Borges, Didier Anzieu comenta que lo que interesa analizar en toda escritura literaria son los “juegos de disociación y desdoblamiento: los múltiples pliegues afuera-adentro, los envíos yo y no-yo, que en continuas marejadas y con distintos reflejos/reflujos están siempre presentes en el lenguaje”. Se rastrearán, pues, las dislocaciones del sentido común; lo que aparece desfigurado, eludiendo la censura y la represión en metáforas y metonimias, o trasmutado en su contrario, como en el sueño; las escenas homologables, que condensan varios niveles de sentido. A ver qué sale.

Elena, escritora, protagonista de El lugar del cuerpo, no tiene apellido, rechaza a su familia y también su nacionalidad. Ha vivido en el exterior –por propia decisión- toda su vida adulta. Regresa a ver a sus familiares directos -por primera y única vez- únicamente cuando sabe que su padre va a morir (antes, sólo hubo esporádicas charlas telefónicas). Así como carece de apellido, nunca sabemos de qué país proviene. La novela no lo dice. Estas ausencias no son casuales: son figuras complementarias, se explican una a la otra, se afianzan una sobre la otra: rebeliones edípicas contra “el nombre del padre” (según Lacan llama al complejo de discursos que la sociedad inscribe sobre el sujeto para acordarle un lugar en la estructura, en el Gran Otro). Elena se rebela contra esas inscripciones, las borra de sí, desplaza su cuerpo de todos esos lugares simbólicos preasignados. Descree que haber nacido en determinado lugar tenga alguna importancia. “Su país no le ha dado nada. Ella se ha formado afuera, los escritores que ha admirado y todavía admira son todos extranjeros” (p. 119 –notar cómo se opera la confusión entre vida y literatura, entre mundo y lectura, entre experiencia y escritura: una de las constantes de la novela). Una entrada del diario insiste, tajante y autosuficiente: “8 de octubre. ¿Se considera una escritora de dónde? No creo que importe tanto” (p. 108). En otra entrevista, alguien le pregunta: “¿Por qué la falta de referencias concretas?” (p. 125). No hay respuesta, por supuesto, sólo un registro en el diario (y uno supone que hablan de su obra de ficción). Los silencios de Elena. El peso de saberse sobrepasada por la pregunta total: ¿por qué? (Para inventarse un lugar en el mundo, Elena necesita elevar la negación de la causalidad a una especie de principio cosmogónico. En su mundo/su novela no hay porqués, no hay causas, no hay orden. “Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes, desarrollo, continuidad. No me importan, pensó. Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí” [p. 100 –las cursivas son mías]).

Que Elena no tenga apellido implica que, simbólicamente, en su ficción interior, carece de familia. Que reniega de la genealogía, que no se halla a sí misma en el lugar ficcional que sus padres crearon para ella (desde antes que nazca) al interior del núcleo familiar (No hay “desarrollo”, no hay “continuidad”). Resiste a ser situada ahí. O mejor: se sabe expulsada de allí. Mejor todavía: Elena sabe mejor que nadie, desde muy niña, que ese allí que le señalan no existe: es una puesta en escena, una pantomima, un fraude, un significante vacío. “No debería haber hermanos, ni madres, ni padres, escribió en su diario. Los hermanos y las madres y los padres deberían perderse, desaparecer, no decir nunca nada. Hay que odiarlos, detestar todo lo que han hecho, intentar destruirlo. Hay que irse de casa y no volver jamás” (p. 55). En otro pasaje va más lejos, dice: “Descendía de familias inmigrantes que nunca se acostumbraron del todo a la ciudad, al país, al continente (…) Ni siquiera conoció el sitio de donde venían y ahora ya no queda tiempo” (p. 97). En otro momento, especificando sus zonas de resistencia fóbica, Elena dice abominar de “esas vidas echadas a perder en la comodidad y la abulia y esa mentalidad provinciana preocupada sólo en apariencias y apellidos” (p. 74).

Estas opiniones o confesiones de la protagonista son constantes a lo largo de El lugar del cuerpo, es decir a lo largo de toda la vida de Elena. No corresponden únicamente al periodo de desajuste y transitorio desbalance que es normal en la adolescencia: cristalizan en el periodo de transición a la madurez y se mantienen sin mayores cambios hasta su vejez. (No hay “desarrollo”, no hay “continuidad”). Revelan el radical ejercicio de desterritorialización que la protagonista opera sobre sí misma en procura de afirmar su identidad, constituirse como sujeto: su pírrico esfuerzo, en fin, por inscribirse en otro lado, por buscar un espacio para sí en lo Otro, Afuera. Así, Elena se casa dos veces y resiste tomar los apellidos de sus esposos (al menos, la novela no lo explicita. Y la novela es la verdad de Elena). Ella resiste estar allí donde la ubica el deseo del Otro. Tan extrema es esta guerrilla privada de desterritorialización, que incluso su obra de ficción está marcada por una forma infantil de aterritorialidad: ella, la escritora, (re)niega de su tradición literaria nacional. En una entrada del diario Elena reconoce solamente la influencia de “la tradición de mi biblioteca personal” (p. 104). Elena, la niña eterna, la anciana sin hijos (recordar que no cree en “desarrollo, continuidad”), es, se lo dice el espejo, una escritora sin apellido, sin país, sin familia, sin tradición. Al no haber “desarrollo” ni “continuidad” ella se (nos) presenta como una mujer sin atributos. (Esta serie se articula con la cuestión de la sexualidad y el placer: ella afirma que “El sexo nos devuelve al mundo […] El sexo nos muestra como somos, disuelve apariencias” (p. 96) y que sólo hay “dos verdades absolutas: el sexo y la muerte”. Ya hablaremos, más adelante, de la sexualidad de Elena).

Esta apuesta, este ejercicio de afirmación de la identidad por vía negativa, por rebelión contra el orden de Lo Dado, no se queda en simples afirmaciones más o menos provocadoras, aparece de lleno ante los ojos del lector: en el lenguaje neutro en que se narra la novela. En todo El lugar del cuerpo no hay una sola marca de pertenencia, un solo modismo, un mínimo regionalismo, un pintoresquismo picarón. Nada. Cero (no hay un solo chiste, tampoco una situación jocosa). No se advierte ninguna de esas marcas sociales/culturales del lenguaje en la escritura del diario (voz de Elena), ni en las incursiones del Narrador. El lenguaje de la novela es ahistórico, inmanente, ajeno al “desarrollo”, a la “continuidad”. La escritura permite esos exorcismos, la vida no: en algún lado crecemos, en algún lado vivimos: el habla recoge esas residencias y mutaciones. Este lenguaje neutro que construye la novela de Hasbún es, quizás, el resultado de la aplicación sistemática de ese lema que descubrimos en el diario y ya citamos anteriormente: “la vida para escribir la vida”. Un lenguaje neutro que, en su inhumanidad, en su impenetrabilidad, revela algo fundamental: cuando Elena se va de su país y deja su casa, su familia y su lengua, con la intención de refundarse y dejar el trauma atrás, deviene una hoja en blanco, tabula rasa. Y se queda ahí. Se cierra a toda experiencia real. Así, cuando lo reprimido regresa, ya no hay para ella posibilidad de nuevas experiencias, sólo le queda la compulsión de repetición y el pálido fuego de la escritura (en ese lenguaje blanco, cerrado a la impureza del mundo). Por eso, cada vez que le pasa algo, ella corre a escribirlo en el diario. “Escribirlo todo para que exista mejor” (p. 88), es su coartada, su horizonte de sentido. Sólo registrándolo todo en un lenguaje neutro accede a una vicaria forma de experiencia: “Este diario como comprobación de que he vivido” (p. 102). Es decir que sólo a partir de la distancia que crea el lenguaje ella puede asimilar la experiencia a un relato, unas memorias (En algún momento, el Narrador refiere la búsqueda de un lenguaje “frío”. Ese puede ser el lenguaje de El extranjero, de Camus. El lenguaje de esta novela no es frío, es neutro. No es lo mismo).

Elena es una extranjera de sí misma. Experimenta su cuerpo como un lugar donde pasan cosas ajenas a ella, a las que asiste de lejos, cosas, eventos, sucesos, que nunca serán integrados a su experiencia. Es, de algún modo, una deshabitada (la escritura vendría a ser algo como un okupa). Una criatura que perfectamente podría integrarse al mundo de Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz (ah, la tradición). Pero Durcot y Justiniano (personajes de Los deshabitados), tenían un refugio último, un ancla: Dios. Elena no, a ella no le queda ni eso. Elena ha llegado al mundo luego de la muerte de Dios. Y como decía Pauls de Borges, para salvarse deberá inventarse a su dios en la escritura (pero la literatura no se integra al Gran Otro, la literatura está fuera del circuito de producción de bienes; ser escritor no es un oficio; la literatura está al margen de las cadenas de explotación que aglutinan la sociedad. Un escritor siempre está afuera de la sociedad: interviene desde un no lugar. [Piglia ha escrito mucho sobre todo esto. Y ya Platón decía que en la República no hay lugar para los poetas]. Elena se las arregla y no cede a la tiranía del nombre del padre. El precio a pagar será demasiado alto: sucumbir a la lógica fantasma del trauma).

A riesgo de caer de un freudianismo excesivo, se me hace obvio que la rebelión de Elena nace de su negación de la institución familiar. El abuso sexual constituiría el núcleo duro que hace innegociable su rechazo. La familia de Elena la integran los padres, Jorge y Luisa, y el hermano mayor, Pablo. Una familia arquetípica (si bien la asignación de nombres nos hace pensar que ya hay algo de ruido en el sistema desde antes: tradicionalmente, el primer hijo lleva el nombre de su papá y la primera hija el de la madre). Pero Elena sabe que su padre es un cornudo. Y, por supuesto, ella sufre abuso sexual por parte de su hermano. Vale decir, al interior de esa familia nadie guarda el lugar simbólico que le corresponde en la estructura. La transgresión es la norma. Los roles son un ch’enko. La familia es una fantochada. Y si la familia es la base de la sociedad, entonces… El padre no tiene ninguna autoridad, no mantiene ningún orden: Dios ha muerto (Al violar a su hermana, Pablo rompe el tabú del incesto, destrona al padre: no sólo rompe la ley; simbólicamente, cancela la ley, la posibilidad de toda ley. O peor, al saltarse el interdicto del incesto, Pablo produce una reasignación de los lugares simbólicos: al someter a Jorge al parricidio, Pablo reclama para sí el lugar del padre). “¿Sabía su padre de las incursiones nocturnas del hermano? […] ¿Qué hubiera hecho de haber sabido?” (p. 91). [Es fantástica esa indeterminación en “del hermano” en la frase que pregunta sobre ciertas incursiones nocturnas. Pasa que hay otro hermano en esta familia: Karim, hermano de Jorge, el padre de Elena, con quien Luisa, la esposa, madre de Elena, engaña a su marido].

(A manera de paréntesis, volvamos al episodio en que Elena y sus padres van a la dirección de la escuela por el asunto del “salto de curso”. Es una escena en que Elena es una vez más víctima de violencia institucional, pero una violencia permitida, ejercida en “su propio bien”. Los padres no sabían para qué habían ido, ni por qué los habían hecho llamar. Cuando el profesor de Historia (¡) les comunica la decisión de la escuela, el padre pregunta: “¿Y todo esto no podría acarrear consecuencias negativas para Elena?”. A lo que la madre añade, especificando: “Consecuencias personales” (p. 41). Los padres no son consultados, son informados: delante de Elena, la autoridad paternal es rebasada por el señor Smith, el director. Otra destitución simbólica. “Es una chica madura y no tendrá problemas para asimilar el cambio”, afirma el profesor de Biología. Y cuando le preguntan a Elena qué es lo que ella piensa de todo eso, “La niña sonrió y se quedó callada unos segundos”. Más tarde, cuando Elena le cuenta de esta reunión a una amiga, ésta, enigmáticamente, le pregunta: “¿Te trataron bien?”. A lo que Elena replica: “No hablé mucho con nadie”. (p. 42). Esta escena complejiza la semejanza simbólica con el abuso sexual al que Elena es sometida por su hermano mayor cuando, más tarde, el Narrador comenta: “Fue inscrita en un colegio donde las clases se impartían en su totalidad en inglés. La saltaron varios cursos, se graduó pronto” (p. 97). Que los asaltos sexuales fuesen frecuentes equivale en un plano simbólico a que la hayan adelantado de curso varias veces: saltos forzados en la secuencia de aprendizajes. Así lo deja entender el relato. Además, ella, la “chica madura” [interesante oxímoron], siempre se queda callada).

Elena ha sido víctima de repetidas violaciones desde que tenía siete años. A partir de allí hay muchas preguntas que la novela no responde. O tal vez sí. La primera y fundamental es por qué calló, por qué no denunció los abusos. Ese silencio no es consentimiento. ¿No lo es? Preguntas excesivas. Veamos una de las primeras entradas del diario: “Todos tenemos secretos. A todos nos da miedo que nuestros secretos se sepan. Punto aparte. ¿Si estuviéramos seguros de lo que sucederá dentro de diez o veinte o treinta años, ¿cómo sería? Punto aparte. La otra tarde, en el depósito, vi a tío Karim acariciar a mamá” (p. 33). ¿Por qué equipara Elena su secreto con el secreto de su madre? (Antes de esa entrada del diario hay una escena en que Elena ve a su madre probándose unos vestidos. Elena verbaliza su identificación con ella; es decir, asume el lugar simbólico de la madre: Elena está mirando a Luisa y leemos (p. 36): “Tenía puesta ropa interior negra, pequeña. Su cuerpo era hermoso. ¿La niña lo tendría parecido cuando fuera grande?”). ¿Será que según Elena el secreto que ella comparte con su hermano es equivalente/similar al secreto que su madre comparte con el hermano de su marido (tío Karim)? No está tan descaminada, ambos son secretos incestuosos. Las terribles diferencias entre uno y otro, sin embargo, podrían no ser tan claras para una niña. Hay muchas preguntas que la novela no responde, ya se dijo.

¿Cuál es el secreto de Elena? ¿Los abusos por parte de su hermano mayor? ¿O hay algo más? Y aquí aparece uno de los (varios) perturbadores misterios de El lugar del cuerpo. ¿Estaba la Elena adolescente enamorada de su hermano? ¿Será posible que Pablo, la figura paterna de facto, digámoslo así, se convierte para Elena en el “hombre de su vida”? En la escena en el patio del colegio, cuando ella ve por primera vez a Pablo con una chica, Elena reacciona como una joven enamorada, celosa. Más extraña, sin embargo, es la escena del beso entre Pablo y Kim: Pablo, que ha tomado las riendas de la empresa familiar, es tímido, no se anima a besar a una chica que le tira onda, lo empujan sus amigos, él se sonroja (es Kim, novia de juventud que acabará siendo esposa de Pablo). “Dale, bésalo, le dijo Susan a Kim. (Pablo) Se quedó quieto y cerró los ojos cuando sintió los labios de ella sobre los suyos. Fue un beso breve. Uno más, uno más, canturrearon los otros” (p. 40). Pablo, el violador, es tímido, se sonroja cuando sus amigos, bromeando, le dicen que bese a una chica. No es Pablo quien hace la primera movida. Es ella, Kim, quien que lo besa. Y Pablo recibe ese beso con los ojos cerrados!!! Muy extraño. Más extraño todavía es el diálogo entre Pablo y Elena, cuando ella regresa, luego de 30 años de no verse. Volveré sobre esto más adelante.

Más allá de las conjeturas, lo cierto es que los repetidos abusos del hermano definen para Elena su educación en el goce genital: por ello es que de adulta sólo hallará placer sexual siendo vejada. Es por el primer ataque que Elena “supo más sobre sí misma y sobre todos los demás que nunca antes y nunca después” (p. 11). En su madurez, Elena se expondrá constantemente a situaciones de abuso. Las provocará. Lo mismo con sus parejas estables que con desconocidos. “Dime cosas, le pidió. Puta, le susurró él en el oído. Te gusta que te culeen todo el día. Me gusta que me culeen todo el día, dijo Elena, mirándolo. Te gusta por el culo y por la concha al mismo tiempo […] Me gusta que me culeen, repetía Elena, que hagan conmigo lo que quieran […] Abúsame, decía Elena, sacudiendo cada vez con más fuerza el pene y recordando el jardín donde se perdía tardes enteras esa niña que fue hace parecía tanto […] Dale así a tu putita, decía Elena, la cara hundida en la almohada, la tristeza todavía al acecho, todas las familias son feas…” (p. 66 –las cursivas son mías. No es necesario hacer notar cómo entrelaza el Narrador la descripción del coito con los recuerdos de infancia).

Como la protagonista de El piano, de Jellinek, Elena ha aprendido que el placer reside en tomar la posición de víctima, en ser brutalizada. Como aquella pianista, Elena también visita lugares donde pasan cine hardcore, hace levantes de dudoso gusto y definitivamente busca ser abusada, rebajada. La golpean, la maltratan. Elena halla placer en esas formas perversas de sexualidad porque de esa manera es regresada a la escena fundacional. “Se metía en cines porno y en bares de mala muerte donde invariablemente intentaban abordarla. […] Antes de que el segundo hombre intentara penetrarla, volvió a darse cuenta que no quería y lo dijo. La respuesta, inmediata, contundente, fue un puñete en la cara y dos más. Volvió a casa golpeada, el rostro inflamado” (p. 73). Comparemos el incidente anterior con este recuento de la primera violación: “(Pablo) Se metió en la cama y le hizo cosas que ella no quería, escribe. Ella después de un rato se dejó, se quedó quieta, ya no intentó rasguñar ni gritar” (p. 13). El mecanismo que inicia la escena, como vemos, se repite, se parodia: resistencia y negación por parte de ella; por parte del atacante, asalto y brutalidad. Es siempre igual. Y ya vimos que ella afirma que el sexo “disuelve las apariencias” y que no cree en “desarrollo, continuidad”. Sólo puede ocurrir lo que ya ha ocurrido. Lo único que se repite es Lo Irrepetible.

Completando la lógica fantasma del trauma tenemos la sorprendente relación que Elena sostiene durante mucho tiempo con Claude, un amante con el que ella engaña a su (¿primer?) esposo, Bertrand. Elena es ya una mujer de 40 años. Claude tiene una hija adolescente, a la que no ve muy seguido, “es como si me odiara. Está convencida de que abusé de ella o algo así, cuando era niña, pero nunca la toqué. Nunca, repite varias veces Claude, con los ojos cerrados. Yo pienso en mí, en mi propia historia” (p. 87 –las cursivas son mías). Y más adelante: “Claude me trabaja el culo. Esparce lubricante y me lo trabaja durante largo rato. Hay sangre, me la limpia con su lengua” (p. 96). [Ah, la obsesión de Elena por la lengua limpia (el lenguaje neutro), el cuerpo sin marcas, sin inscripciones del Otro…].

En rebelión contra las inscripciones del nombre del padre, exiliada de su familia, de su país, de su lengua materna, y subsumida a la lógica fantasma del trauma, Elena, como toda mujer enamorada, en todo hombre que encuentre buscará a su brutal e incestuoso visitante de numerosas noches de infancia y adolescencia: su hermano mayor, Pablo. A quien ella siempre, ritualmente, recibió y despidió en silencio. “A los veinte años creía que entendería mejor a los treinta. A los treinta creía que entendería mejor a los cuarenta. Aquí estoy. Aquí sigo”. No hay desarrollo, no hay continuidad. Siempre se esta en el mismo lugar ausente. Elena, la niña eterna, la chica madura, mujer sin atributos.

CONTINUARA

PS. El título de esta parte viene de una canción de Los Redonditos de Ricota.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Algunas conjeturas sobre El Lugar del Cuerpo (parte 1)

Con este primer aporte se inicia una lectura de ciertos gestos presentes en la novela El Lugar del Cuerpo, de Rodrigo Hasbún, ganadora del Concurso Nacional de Literatura de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra el año 2007. Esta novela, la primera de Rodrigo, se consigue gratis aproximándose a las oficinas de la Secretaria de Cultura del municipio de SCZ y recomendamos a todos su lectura.


Algunas conjeturas sobre El lugar del cuerpo

Juan González

Y hoy los archivos se desbordan

de mutiladas fantasías del horror,

de remendados en la frente y el amor

Silvio Rodríguez

Un resumen posible de la novela debut de Rodrigo Hasbún podría ser: una niña sufre abusos sexuales por parte de su hermano. Ella no denuncia al agresor. Mientras, a su alrededor, la vida discurre normalmente. La niña concluye el colegio, deja su país, acaba por ser escritora. Tras una sucesión de romances y dos matrimonios, regresa a su país a morir, ya anciana.

Es un resumen posible. Marcar así El lugar del cuerpo, resumir de esta forma la anécdota de la narración, es, desde el vamos, marcar un lugar de lectura. Desde allí es que señalaré algunas características de estructura que me serán necesarias para desarrollar un par de hipótesis. La novela (breve, se diría –sin que ello comporte, de ninguna manera, un juicio: es un simple dato empírico) se divide en cuatro partes. (Hay una Parte 0, un introito que narra la escena fundacional desde el presente del relato, que va de la página 11 a la 13: es un introito presentado en cursiva: es decir, entramos en la novela por medio de una anomalía gráfica. Muy interesante, ya que la protagonista de esta novela entra al mundo –toma conciencia de su propio cuerpo como objeto– al experimentarse a sí misma, brutalmente, como lugar donde ocurre un evento anómalo).

La primera parte va de las páginas 17 a 43. La segunda, de la página 47 a la 77. La tercera, de la página 81 a la 111. La cuarta concluye en la página 129. Es una novela de pocos personajes. Predominan la voz de un narrador omnisciente (sin identificar) y la de la protagonista: Elena. Incidentalmente, se oyen otras voces. Voces efímeras, accidentes, que se agotan en su enunciación. Flatus vocis. Una marca central del texto son las entradas, destacadas/separadas en cursiva, del narrador. De hecho, El lugar del cuerpo se abre de esta manera. La particularidad excluyente de estas entradas del Narrador es que su voz tiende a fundirse con la voz de la protagonista, Elena. No estamos ante un Narrador frío, distante, indiferente, no: este narrador no es una cámara de video. Hasta se diría que es un Narrador empático, un Narrador que siente piedad por esa criatura a la que sabe condenada a la derrota desde antes de haber empezado la lucha: un Narrador que quiere entender a Elena, la niña eterna, y que está restringido a acompañarla de lejos, sin poder intervenir: testigo pasivo, inane (uno de esos unidimensionales angelotes de Wenders, pongamos por caso). De ahí, tal vez, el detalle ya mencionado: en cada aparición en cursiva, ambas voces tienden a fusionarse: aparece una voz, sigue la otra y a menudo se crean zonas de indeterminación en que el lector no puede saber cuál de los dos hablantes ha tomado el texto. Da lo mismo quién hable, El lugar del cuerpo no cae en confusiones chambonas: ése es, simplemente, su principio de organización: “La infancia es el desorden, unas pocas sensaciones, el origen del dolor” (p. 120). Por lo demás, esta estrategia narrativa cruza la novela de tapa a tapa: el relato viaja de “ella” (voz del Narrador) a “yo” (voz de Elena) sin solución de continuidad: la novela, en un sentido, es el registro de las peripecias de ese simbiótico desplazamiento entre un polo y el otro. Hay un truco en esta travesía, claro. Pero mejor no me adelanto. El contrapunto a la distancia narrativa del Narrador no es, sin embargo, la voz de la protagonista. Está en otro lado y no podía ser más drástico: entradas de diario: la ficción del yo escrita para consumo del yo: la exasperación de la intimidad: si el Narrador habla para el lector (el Otro), el diario convierte al lector en voyeur, intruso: lo revela en su perversión esencial. Vale decir que el Afuera Absoluto que se hace texto en la voz del Narrador está contrabalanceado por el Adentro Absoluto que surge del diálogo de Elena consigo misma, traducido en su diario. Curiosa acrobacia (Recordar que, además, ambas voces, ambos lugares, a menudo se funden, se entrecruzan, intercambian máscaras. Larvatus prodeo podría ser, perfectamente, el lema de estas criaturas). En/desde esa tensión, irresuelta, inconciliable, se narra El lugar del cuerpo. Esa irresolución entre Adentro y Afuera es el síntoma que habilita la novela, que define la vida de Elena: que demarca el cuerpo de esa niña eterna como un lugar de equilibrio inestable, sometido a demandas inconciliables. La forma sigue a la función, decían los kías de la Bauhaus.

Antes de continuar, vuelvo a la división en cuatro partes. Nótese la longitud de cada una de ellas. La Parte 0 (es un título que le doy yo; en la novela, esta parte no tiene nombre –como no podía ser de otra manera– aparece como introito, desarrollando esa función) narra el mito fundacional: la constitución del trauma: una niña de 8 años (“quizás sólo de 7 años”, el Narrador vacila, no lo sabe bien) es abusada por su hermano: “Un minuto después se quedó quieta. Lloró sólo cuando lo vio irse” (p. 12 –las cursivas son mías). La Parte 1 describe la ficción ideológica de la infancia burguesa. Vida familiar (asignación de roles), atenciones de criada, escuela, travesías narcisistas, primeras incursiones en lo prohibido, entrenamiento en el uso de los placeres, dominio de la escritura, elección de objeto. No hay especificaciones temporales. Tan sólo vagas referencias (Elena empieza a fumar a escondidas, por ejplo). Es interesante que la única escena escolar se detenga en una clase de Biología (en la parte en que se narra el adiós a la infancia!) y que al cierre de esta escena los chicos apelen al apócope “Biolo” (en mi época, sólo usábamos “Mate” --por Matemáticas, claro—no sé, no puedo saber, qué tan común sea este juvenilismo --me gusta creer que sólo lo usan los chicos de esta novela): Elena, a quien han comunicado que la adelantarán de curso en razón de su precoz aprendizaje (ella es(tá) “más avanzada” que sus compañeras), ha salido al patio de la escuela y ve, por primera vez, a su hermano abrazando a una chica. Leemos (p. 42): “Quizás a partir de ahora (él) dejaría de entrar” [a la habitación de Elena, al cuerpo de Elena: los lugares de Elena], sin saber quién pronuncia esta frase mutilada (si el Narrador o Elena). Alguien interrumpe el ensimismamiento de la protagonista diciendo, “Al principio de la clase nos dijeron que ya no estarías en el curso” (El cuerpo social de Elena cambia de lugar: es un cambio anómalo, dictado desde afuera, por las autoridades del colegio, impuesto: Elena no pasa de curso según el progreso normal: la hacen saltar un año). “¿El de Biolo?”, responde Elena, que sigue mirando a su hermano, el que la violó (notar el desplazamiento: Biología deviene, por sustracción, Biolo, mientras la joven mira a quien la violó. Fonéticamente son palabras muy semejantes, la traducción a escritura -la caída del habla en escritura- viola, en parte, esa semejanza). “Sí, ¿cómo sabías?”, pregunta la amiga. “Porque hoy nos tocaba Biolo”, repite Elena, que sigue mirando a su hermano (leamos otra vez: “hoy nos tocaba”. Lo dice la niña violada observando a lo lejos a su violador: habla desde la inmanencia, el presente eterno del trauma: el pasado siempre es hoy, el Evento siempre está ocurriendo ahora. Si el hermano, para Elena, es “una mano guardando los gritos inútiles, otra acariciando nalgas, metiendo dedos” [p. 11], con sólo verlo abrazar a una chica ella reactualiza el trauma, es reenviada a la escena traumática, y así los toqueteos de ayer se traducen en ese “hoy nos tocaba”. “Nos tocaba”: ese nosotros lo forman la Elena de la escena fundacional y la Elena que recuerda, que es devuelta a esa escena al observar a su violador abrazando a una chica. Biolo. Que es violación, ya se dijo, pero también fatalidad biológica, mecanismo ciego). “Era entretenido mirarlo sin que supiera que lo estaba mirando” leemos al cierre de esta escena, siempre sin saber, por esas astucias intrínsecas de nuestra lengua que el inconsciente explota en grado exquisito, quién hace ese comentario (me explico: podría ser: (a) “sin que supiera que ella lo estaba mirando”, dicho por el Narrador. O (b) “sin que supiera que yo lo estaba mirando”, dicho por Elena. Pero Hasbún prescinde de los pronombres, esos marcadores de lugares de enunciación. Una pista: usar pronombres introduciría un corte, una distancia, justamente allí donde se trata de construir continuidad). Así concluye la Parte 1. Es decir, la infancia/adolescencia de Elena se cierra con una modesta fantasía de revancha (mirar sin que el mirado lo sepa: una forma de violación de la privacidad, una invasión del cuerpo del otro: que es, por otra parte, lo que hace el lector al leer las entradas del diario). Esta parte es la más extensa de todas. Necesariamente. Aquí está toda la novela (neurótica de Elena).

La Parte 2 nos muestra a la protagonista viviendo sola, en el exterior. Describe las turbulencias del pasaje iniciático en la escritura y en las relaciones de pareja, los rituales desencuentros amorosos: exploraciones del cuerpo y del lenguaje, al dictado del deseo del Otro. Planes de varias novelas, escenas de lesbianismo, excesos, intensificación de la escritura del diario (Notar el doble movimiento: mientras más sale al mundo, al Afuera (sexo); paralelamente más se encierra en sí misma (el diario)). “No podía dejar de pensar en la vida allá, al otro lado” (p. 73). “Los sueños siempre sucedían en la ciudad natal” (p. 55). Entrar en la madurez es ir al encuentro del Otro. Elena hace el viaje literalmente: se va a otro país. Quiere ser otra, refundarse: “¿Nunca sentiste la necesidad de empezar de cero en un lugar donde nadie te conoce?” (p. 65), le pregunta ella al primer hombre con el que convive. En todo relato de iniciación siempre hay agua y el héroe tiene fantasías de inmolación que no son suicidas sino expresiones del deseo de transformación. Elena se va a vivir a una ciudad a orillas del mar. “Se quedaba mirando las olas durante horas. Imaginando maneras poco dolorosas de matarse” (p. 48). Arquetípicamente, Las Aguas son el lugar donde se gesta el renacimiento, el cambio: fons et origo de toda potencialidad.

La Parte 3 narra la entrada en la formalidad burguesa, la producción, el trabajo (pero no hay reproducción: Elena ha tenido varios abortos -leímos en el introito- pero no tiene hijos). Más planes para libros futuros. “Se ha propuesto escribir un libro de memorias, el libro de la desaparición” (p. 84). Amoríos erráticos. Enfermedad terminal. Proliferan entradas de diario que ahora aparecen fechadas. “Este diario como comprobación de que vivo, como constatación de que hago lo que digo que hago” (p. 102). Así como proliferan las escenas de lectura del diario. “Releyó fragmentos de su diario, cuadernos sueltos, uno de cuando tenía veintidós años, otro de cuando tenía cuarenta (ahora copia pedazos de ése), otro de cuando tenía cincuenta y cinco. Escriben distinto pero piensan igual. Idéntico a como pensaba ya la niña de siete, la de nueve o doce” (p. 103 --las cursivas son mías). [notar el lapsus: el Narrador irrumpe entre paréntesis la lectura del diario para decirnos que ella copia “pedazos” de un cuaderno: sintomáticamente, olvida la palabra adecuada, fragmentos, y se le impone pedazos]. Es decir, el tiempo comienza a hacerse real, deja de ser una inmensidad compacta y empieza a ser experimentado físicamente como sucesión (en la infancia el tiempo no existe).

La Parte 4 describe el regreso a la semilla (el país, la casa, la familia, la lengua) y la muerte. El imposible/ineludible regreso. “You can always come back, but you cannot come back all the way”, como canta dylan. Ha pasado demasiado tiempo (30 años). “Detesta mostrarse vulnerable, débil. Detesta sentirse así. Algún día escribirá sobre todo eso y ése es su único alivio. La vida para escribir la vida” (p. 128). La parte final enumera los despojos. Al menos eso parece. Desde afuera.

Al interior de cada parte, sin embargo de lo descrito supra, las escisiones no son tan drásticas. Están permeadas por las irrupciones del Narrador. Irrupciones que básicamente tienen la misión de recrear, reflotar, reactualizar la escena fundacional: así como la voz narrativa se desplaza constante y casi imperceptiblemente de “ella” (Narrador) a “yo” (Elena), el relato se desplaza de la escena del abuso sexual infantil a la escena de la Elena anciana, “vieja repugnante” (p. 83), escribiendo sus memorias: el relato se estanca en ese vaivén entre dos escenas únicas. En su afán de entrar en el mundo de Elena, el Narrador nos compele a reflotar la escena que Elena revive una y otra vez, por diversas vías. Y lo hace sin miramientos: casi con las mismas palabras. No añade detalles. No relativiza el asalto, no deja caer comentario alguno, no juzga. Lo recuerda tal cual. En un sentido fuerte, El lugar del cuerpo es la novela de la persistencia del trauma: “lo único que se repite es lo irrepetible”. La tentación de ceñirse a una lectura freudiana cerrada es, por tanto, muy fuerte. Trataré, en lo posible, de evitarla. Se sabe, el psicoanálisis siempre halla Lo Mismo. (Esa Parte 0 me resulta muy interesante. Aislar el episodio fundacional del relato de la vida de la protagonista, ponerlo a un lado de la “biografía”, abriendo la escritura, comporta una apuesta de alto riesgo. De más de un modo, el trauma est(ar)á fuera del cuerpo de Elena durante toda su vida. Fuera, sí, pero adelante, marcando y definiendo sus accesos a la experiencia. Toda apertura (incipit) de una ficción, como enseña Josefina Ludmer en Onetti. Los procesos de construcción del relato, supone un corte violento, el establecimiento de un pacto de pasaje. En El lugar del cuerpo, la violencia intrínseca al incipit novelesco se practica como una ablación: extirpando del cuerpo de la novela la narración de la escena traumática. El incipit de El lugar del cuerpo es y no es parte de la novela. Define el Afuera. Lo que no se puede integrar al relato (como no puede Elena integrar el incidente fundacional a la textura de sus conflictos emocionales: siempre será sobrepasada por ese fantasma). Y es, a la vez, lo que echa a andar, hace posible, da lugar al relato. El introito es lo que no tiene lugar, porque excede todo cuerpo, todo marco. El incipit, que yo llamo Parte 0, precede al “inicio” en sí de la novela, se presenta en cursiva y relata la profanación del cuerpo de la niña: su violenta expulsión del lugar de la inocencia. Más violento aún porque ella elige el silencio: así, lo que espera por Elena en el más allá del trauma es aquello de lo que no se puede hablar: nuevas infancias, cíclicas, idénticas [in-fans, etimológicamente, es lo que no habla]. Para salir de allí, Elena intentará fugarse por la escritura, desdoblándose en su diario, su ficción privada, y los libros, su ficción pública).

(CONTINUARA)