II. LO MEJOR DE NUESTRA PIEL ES QUE NO NOS DEJA HUIR
Juan González
Será que las cosas no vuelven a ningún lugar,
pero igual, algún lugar encontraré,
pero igual, igual no tengo adónde ir
Andrés Calamaro
En la parte anterior hemos visto someramente algunas características de la estructura de El lugar del cuerpo, su Afuera. En lo que sigue entraremos al jane. Saldremos a la búsqueda de aquello que aparece desplazado, semioculto; lo que se nombra en tercera persona, o bajo otros nombres; lo que se alegoriza; lo que se presenta bajo figuras invertidas o se condensa en símbolos recurrentes. En un famoso estudio sobre Borges, Didier Anzieu comenta que lo que interesa analizar en toda escritura literaria son los “juegos de disociación y desdoblamiento: los múltiples pliegues afuera-adentro, los envíos yo y no-yo, que en continuas marejadas y con distintos reflejos/reflujos están siempre presentes en el lenguaje”. Se rastrearán, pues, las dislocaciones del sentido común; lo que aparece desfigurado, eludiendo la censura y la represión en metáforas y metonimias, o trasmutado en su contrario, como en el sueño; las escenas homologables, que condensan varios niveles de sentido. A ver qué sale.
Elena, escritora, protagonista de El lugar del cuerpo, no tiene apellido, rechaza a su familia y también su nacionalidad. Ha vivido en el exterior –por propia decisión- toda su vida adulta. Regresa a ver a sus familiares directos -por primera y única vez- únicamente cuando sabe que su padre va a morir (antes, sólo hubo esporádicas charlas telefónicas). Así como carece de apellido, nunca sabemos de qué país proviene. La novela no lo dice. Estas ausencias no son casuales: son figuras complementarias, se explican una a la otra, se afianzan una sobre la otra: rebeliones edípicas contra “el nombre del padre” (según Lacan llama al complejo de discursos que la sociedad inscribe sobre el sujeto para acordarle un lugar en la estructura, en el Gran Otro). Elena se rebela contra esas inscripciones, las borra de sí, desplaza su cuerpo de todos esos lugares simbólicos preasignados. Descree que haber nacido en determinado lugar tenga alguna importancia. “Su país no le ha dado nada. Ella se ha formado afuera, los escritores que ha admirado y todavía admira son todos extranjeros” (p. 119 –notar cómo se opera la confusión entre vida y literatura, entre mundo y lectura, entre experiencia y escritura: una de las constantes de la novela). Una entrada del diario insiste, tajante y autosuficiente: “8 de octubre. ¿Se considera una escritora de dónde? No creo que importe tanto” (p. 108). En otra entrevista, alguien le pregunta: “¿Por qué la falta de referencias concretas?” (p. 125). No hay respuesta, por supuesto, sólo un registro en el diario (y uno supone que hablan de su obra de ficción). Los silencios de Elena. El peso de saberse sobrepasada por la pregunta total: ¿por qué? (Para inventarse un lugar en el mundo, Elena necesita elevar la negación de la causalidad a una especie de principio cosmogónico. En su mundo/su novela no hay porqués, no hay causas, no hay orden. “Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes, desarrollo, continuidad. No me importan, pensó. Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí” [p. 100 –las cursivas son mías]).
Que Elena no tenga apellido implica que, simbólicamente, en su ficción interior, carece de familia. Que reniega de la genealogía, que no se halla a sí misma en el lugar ficcional que sus padres crearon para ella (desde antes que nazca) al interior del núcleo familiar (No hay “desarrollo”, no hay “continuidad”). Resiste a ser situada ahí. O mejor: se sabe expulsada de allí. Mejor todavía: Elena sabe mejor que nadie, desde muy niña, que ese allí que le señalan no existe: es una puesta en escena, una pantomima, un fraude, un significante vacío. “No debería haber hermanos, ni madres, ni padres, escribió en su diario. Los hermanos y las madres y los padres deberían perderse, desaparecer, no decir nunca nada. Hay que odiarlos, detestar todo lo que han hecho, intentar destruirlo. Hay que irse de casa y no volver jamás” (p. 55). En otro pasaje va más lejos, dice: “Descendía de familias inmigrantes que nunca se acostumbraron del todo a la ciudad, al país, al continente (…) Ni siquiera conoció el sitio de donde venían y ahora ya no queda tiempo” (p. 97). En otro momento, especificando sus zonas de resistencia fóbica, Elena dice abominar de “esas vidas echadas a perder en la comodidad y la abulia y esa mentalidad provinciana preocupada sólo en apariencias y apellidos” (p. 74).
Estas opiniones o confesiones de la protagonista son constantes a lo largo de El lugar del cuerpo, es decir a lo largo de toda la vida de Elena. No corresponden únicamente al periodo de desajuste y transitorio desbalance que es normal en la adolescencia: cristalizan en el periodo de transición a la madurez y se mantienen sin mayores cambios hasta su vejez. (No hay “desarrollo”, no hay “continuidad”). Revelan el radical ejercicio de desterritorialización que la protagonista opera sobre sí misma en procura de afirmar su identidad, constituirse como sujeto: su pírrico esfuerzo, en fin, por inscribirse en otro lado, por buscar un espacio para sí en lo Otro, Afuera. Así, Elena se casa dos veces y resiste tomar los apellidos de sus esposos (al menos, la novela no lo explicita. Y la novela es la verdad de Elena). Ella resiste estar allí donde la ubica el deseo del Otro. Tan extrema es esta guerrilla privada de desterritorialización, que incluso su obra de ficción está marcada por una forma infantil de aterritorialidad: ella, la escritora, (re)niega de su tradición literaria nacional. En una entrada del diario Elena reconoce solamente la influencia de “la tradición de mi biblioteca personal” (p. 104). Elena, la niña eterna, la anciana sin hijos (recordar que no cree en “desarrollo, continuidad”), es, se lo dice el espejo, una escritora sin apellido, sin país, sin familia, sin tradición. Al no haber “desarrollo” ni “continuidad” ella se (nos) presenta como una mujer sin atributos. (Esta serie se articula con la cuestión de la sexualidad y el placer: ella afirma que “El sexo nos devuelve al mundo […] El sexo nos muestra como somos, disuelve apariencias” (p. 96) y que sólo hay “dos verdades absolutas: el sexo y la muerte”. Ya hablaremos, más adelante, de la sexualidad de Elena).
Esta apuesta, este ejercicio de afirmación de la identidad por vía negativa, por rebelión contra el orden de Lo Dado, no se queda en simples afirmaciones más o menos provocadoras, aparece de lleno ante los ojos del lector: en el lenguaje neutro en que se narra la novela. En todo El lugar del cuerpo no hay una sola marca de pertenencia, un solo modismo, un mínimo regionalismo, un pintoresquismo picarón. Nada. Cero (no hay un solo chiste, tampoco una situación jocosa). No se advierte ninguna de esas marcas sociales/culturales del lenguaje en la escritura del diario (voz de Elena), ni en las incursiones del Narrador. El lenguaje de la novela es ahistórico, inmanente, ajeno al “desarrollo”, a la “continuidad”. La escritura permite esos exorcismos, la vida no: en algún lado crecemos, en algún lado vivimos: el habla recoge esas residencias y mutaciones. Este lenguaje neutro que construye la novela de Hasbún es, quizás, el resultado de la aplicación sistemática de ese lema que descubrimos en el diario y ya citamos anteriormente: “la vida para escribir la vida”. Un lenguaje neutro que, en su inhumanidad, en su impenetrabilidad, revela algo fundamental: cuando Elena se va de su país y deja su casa, su familia y su lengua, con la intención de refundarse y dejar el trauma atrás, deviene una hoja en blanco, tabula rasa. Y se queda ahí. Se cierra a toda experiencia real. Así, cuando lo reprimido regresa, ya no hay para ella posibilidad de nuevas experiencias, sólo le queda la compulsión de repetición y el pálido fuego de la escritura (en ese lenguaje blanco, cerrado a la impureza del mundo). Por eso, cada vez que le pasa algo, ella corre a escribirlo en el diario. “Escribirlo todo para que exista mejor” (p. 88), es su coartada, su horizonte de sentido. Sólo registrándolo todo en un lenguaje neutro accede a una vicaria forma de experiencia: “Este diario como comprobación de que he vivido” (p. 102). Es decir que sólo a partir de la distancia que crea el lenguaje ella puede asimilar la experiencia a un relato, unas memorias (En algún momento, el Narrador refiere la búsqueda de un lenguaje “frío”. Ese puede ser el lenguaje de El extranjero, de Camus. El lenguaje de esta novela no es frío, es neutro. No es lo mismo).
Elena es una extranjera de sí misma. Experimenta su cuerpo como un lugar donde pasan cosas ajenas a ella, a las que asiste de lejos, cosas, eventos, sucesos, que nunca serán integrados a su experiencia. Es, de algún modo, una deshabitada (la escritura vendría a ser algo como un okupa). Una criatura que perfectamente podría integrarse al mundo de Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz (ah, la tradición). Pero Durcot y Justiniano (personajes de Los deshabitados), tenían un refugio último, un ancla: Dios. Elena no, a ella no le queda ni eso. Elena ha llegado al mundo luego de la muerte de Dios. Y como decía Pauls de Borges, para salvarse deberá inventarse a su dios en la escritura (pero la literatura no se integra al Gran Otro, la literatura está fuera del circuito de producción de bienes; ser escritor no es un oficio; la literatura está al margen de las cadenas de explotación que aglutinan la sociedad. Un escritor siempre está afuera de la sociedad: interviene desde un no lugar. [Piglia ha escrito mucho sobre todo esto. Y ya Platón decía que en la República no hay lugar para los poetas]. Elena se las arregla y no cede a la tiranía del nombre del padre. El precio a pagar será demasiado alto: sucumbir a la lógica fantasma del trauma).
A riesgo de caer de un freudianismo excesivo, se me hace obvio que la rebelión de Elena nace de su negación de la institución familiar. El abuso sexual constituiría el núcleo duro que hace innegociable su rechazo. La familia de Elena la integran los padres, Jorge y Luisa, y el hermano mayor, Pablo. Una familia arquetípica (si bien la asignación de nombres nos hace pensar que ya hay algo de ruido en el sistema desde antes: tradicionalmente, el primer hijo lleva el nombre de su papá y la primera hija el de la madre). Pero Elena sabe que su padre es un cornudo. Y, por supuesto, ella sufre abuso sexual por parte de su hermano. Vale decir, al interior de esa familia nadie guarda el lugar simbólico que le corresponde en la estructura. La transgresión es la norma. Los roles son un ch’enko. La familia es una fantochada. Y si la familia es la base de la sociedad, entonces… El padre no tiene ninguna autoridad, no mantiene ningún orden: Dios ha muerto (Al violar a su hermana, Pablo rompe el tabú del incesto, destrona al padre: no sólo rompe la ley; simbólicamente, cancela la ley, la posibilidad de toda ley. O peor, al saltarse el interdicto del incesto, Pablo produce una reasignación de los lugares simbólicos: al someter a Jorge al parricidio, Pablo reclama para sí el lugar del padre). “¿Sabía su padre de las incursiones nocturnas del hermano? […] ¿Qué hubiera hecho de haber sabido?” (p. 91). [Es fantástica esa indeterminación en “del hermano” en la frase que pregunta sobre ciertas incursiones nocturnas. Pasa que hay otro hermano en esta familia: Karim, hermano de Jorge, el padre de Elena, con quien Luisa, la esposa, madre de Elena, engaña a su marido].
(A manera de paréntesis, volvamos al episodio en que Elena y sus padres van a la dirección de la escuela por el asunto del “salto de curso”. Es una escena en que Elena es una vez más víctima de violencia institucional, pero una violencia permitida, ejercida en “su propio bien”. Los padres no sabían para qué habían ido, ni por qué los habían hecho llamar. Cuando el profesor de Historia (¡) les comunica la decisión de la escuela, el padre pregunta: “¿Y todo esto no podría acarrear consecuencias negativas para Elena?”. A lo que la madre añade, especificando: “Consecuencias personales” (p. 41). Los padres no son consultados, son informados: delante de Elena, la autoridad paternal es rebasada por el señor Smith, el director. Otra destitución simbólica. “Es una chica madura y no tendrá problemas para asimilar el cambio”, afirma el profesor de Biología. Y cuando le preguntan a Elena qué es lo que ella piensa de todo eso, “La niña sonrió y se quedó callada unos segundos”. Más tarde, cuando Elena le cuenta de esta reunión a una amiga, ésta, enigmáticamente, le pregunta: “¿Te trataron bien?”. A lo que Elena replica: “No hablé mucho con nadie”. (p. 42). Esta escena complejiza la semejanza simbólica con el abuso sexual al que Elena es sometida por su hermano mayor cuando, más tarde, el Narrador comenta: “Fue inscrita en un colegio donde las clases se impartían en su totalidad en inglés. La saltaron varios cursos, se graduó pronto” (p. 97). Que los asaltos sexuales fuesen frecuentes equivale en un plano simbólico a que la hayan adelantado de curso varias veces: saltos forzados en la secuencia de aprendizajes. Así lo deja entender el relato. Además, ella, la “chica madura” [interesante oxímoron], siempre se queda callada).
Elena ha sido víctima de repetidas violaciones desde que tenía siete años. A partir de allí hay muchas preguntas que la novela no responde. O tal vez sí. La primera y fundamental es por qué calló, por qué no denunció los abusos. Ese silencio no es consentimiento. ¿No lo es? Preguntas excesivas. Veamos una de las primeras entradas del diario: “Todos tenemos secretos. A todos nos da miedo que nuestros secretos se sepan. Punto aparte. ¿Si estuviéramos seguros de lo que sucederá dentro de diez o veinte o treinta años, ¿cómo sería? Punto aparte. La otra tarde, en el depósito, vi a tío Karim acariciar a mamá” (p. 33). ¿Por qué equipara Elena su secreto con el secreto de su madre? (Antes de esa entrada del diario hay una escena en que Elena ve a su madre probándose unos vestidos. Elena verbaliza su identificación con ella; es decir, asume el lugar simbólico de la madre: Elena está mirando a Luisa y leemos (p. 36): “Tenía puesta ropa interior negra, pequeña. Su cuerpo era hermoso. ¿La niña lo tendría parecido cuando fuera grande?”). ¿Será que según Elena el secreto que ella comparte con su hermano es equivalente/similar al secreto que su madre comparte con el hermano de su marido (tío Karim)? No está tan descaminada, ambos son secretos incestuosos. Las terribles diferencias entre uno y otro, sin embargo, podrían no ser tan claras para una niña. Hay muchas preguntas que la novela no responde, ya se dijo.
¿Cuál es el secreto de Elena? ¿Los abusos por parte de su hermano mayor? ¿O hay algo más? Y aquí aparece uno de los (varios) perturbadores misterios de El lugar del cuerpo. ¿Estaba la Elena adolescente enamorada de su hermano? ¿Será posible que Pablo, la figura paterna de facto, digámoslo así, se convierte para Elena en el “hombre de su vida”? En la escena en el patio del colegio, cuando ella ve por primera vez a Pablo con una chica, Elena reacciona como una joven enamorada, celosa. Más extraña, sin embargo, es la escena del beso entre Pablo y Kim: Pablo, que ha tomado las riendas de la empresa familiar, es tímido, no se anima a besar a una chica que le tira onda, lo empujan sus amigos, él se sonroja (es Kim, novia de juventud que acabará siendo esposa de Pablo). “Dale, bésalo, le dijo Susan a Kim. (Pablo) Se quedó quieto y cerró los ojos cuando sintió los labios de ella sobre los suyos. Fue un beso breve. Uno más, uno más, canturrearon los otros” (p. 40). Pablo, el violador, es tímido, se sonroja cuando sus amigos, bromeando, le dicen que bese a una chica. No es Pablo quien hace la primera movida. Es ella, Kim, quien que lo besa. Y Pablo recibe ese beso con los ojos cerrados!!! Muy extraño. Más extraño todavía es el diálogo entre Pablo y Elena, cuando ella regresa, luego de 30 años de no verse. Volveré sobre esto más adelante.
Más allá de las conjeturas, lo cierto es que los repetidos abusos del hermano definen para Elena su educación en el goce genital: por ello es que de adulta sólo hallará placer sexual siendo vejada. Es por el primer ataque que Elena “supo más sobre sí misma y sobre todos los demás que nunca antes y nunca después” (p. 11). En su madurez, Elena se expondrá constantemente a situaciones de abuso. Las provocará. Lo mismo con sus parejas estables que con desconocidos. “Dime cosas, le pidió. Puta, le susurró él en el oído. Te gusta que te culeen todo el día. Me gusta que me culeen todo el día, dijo Elena, mirándolo. Te gusta por el culo y por la concha al mismo tiempo […] Me gusta que me culeen, repetía Elena, que hagan conmigo lo que quieran […] Abúsame, decía Elena, sacudiendo cada vez con más fuerza el pene y recordando el jardín donde se perdía tardes enteras esa niña que fue hace parecía tanto […] Dale así a tu putita, decía Elena, la cara hundida en la almohada, la tristeza todavía al acecho, todas las familias son feas…” (p. 66 –las cursivas son mías. No es necesario hacer notar cómo entrelaza el Narrador la descripción del coito con los recuerdos de infancia).
Como la protagonista de El piano, de Jellinek, Elena ha aprendido que el placer reside en tomar la posición de víctima, en ser brutalizada. Como aquella pianista, Elena también visita lugares donde pasan cine hardcore, hace levantes de dudoso gusto y definitivamente busca ser abusada, rebajada. La golpean, la maltratan. Elena halla placer en esas formas perversas de sexualidad porque de esa manera es regresada a la escena fundacional. “Se metía en cines porno y en bares de mala muerte donde invariablemente intentaban abordarla. […] Antes de que el segundo hombre intentara penetrarla, volvió a darse cuenta que no quería y lo dijo. La respuesta, inmediata, contundente, fue un puñete en la cara y dos más. Volvió a casa golpeada, el rostro inflamado” (p. 73). Comparemos el incidente anterior con este recuento de la primera violación: “(Pablo) Se metió en la cama y le hizo cosas que ella no quería, escribe. Ella después de un rato se dejó, se quedó quieta, ya no intentó rasguñar ni gritar” (p. 13). El mecanismo que inicia la escena, como vemos, se repite, se parodia: resistencia y negación por parte de ella; por parte del atacante, asalto y brutalidad. Es siempre igual. Y ya vimos que ella afirma que el sexo “disuelve las apariencias” y que no cree en “desarrollo, continuidad”. Sólo puede ocurrir lo que ya ha ocurrido. Lo único que se repite es Lo Irrepetible.
Completando la lógica fantasma del trauma tenemos la sorprendente relación que Elena sostiene durante mucho tiempo con Claude, un amante con el que ella engaña a su (¿primer?) esposo, Bertrand. Elena es ya una mujer de 40 años. Claude tiene una hija adolescente, a la que no ve muy seguido, “es como si me odiara. Está convencida de que abusé de ella o algo así, cuando era niña, pero nunca la toqué. Nunca, repite varias veces Claude, con los ojos cerrados. Yo pienso en mí, en mi propia historia” (p. 87 –las cursivas son mías). Y más adelante: “Claude me trabaja el culo. Esparce lubricante y me lo trabaja durante largo rato. Hay sangre, me la limpia con su lengua” (p. 96). [Ah, la obsesión de Elena por la lengua limpia (el lenguaje neutro), el cuerpo sin marcas, sin inscripciones del Otro…].
En rebelión contra las inscripciones del nombre del padre, exiliada de su familia, de su país, de su lengua materna, y subsumida a la lógica fantasma del trauma, Elena, como toda mujer enamorada, en todo hombre que encuentre buscará a su brutal e incestuoso visitante de numerosas noches de infancia y adolescencia: su hermano mayor, Pablo. A quien ella siempre, ritualmente, recibió y despidió en silencio. “A los veinte años creía que entendería mejor a los treinta. A los treinta creía que entendería mejor a los cuarenta. Aquí estoy. Aquí sigo”. No hay desarrollo, no hay continuidad. Siempre se esta en el mismo lugar ausente. Elena, la niña eterna, la chica madura, mujer sin atributos.
CONTINUARA
PS. El título de esta parte viene de una canción de Los Redonditos de Ricota.
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