Pocos escritores son y han sido tan queridos como Francis Scott Fitzgerald, pocos han tenido tanto éxito en vida (en su momento, las revistas norteamericanas le pagaban cinco mil dólares por un cuento de diez carillas), todavía hoy pocas novelas reciben de modo tan unánime el calificativo de “perfectas” como su El gran Gatsby. Pocos, también, derrocharon su fortuna y su talento como Scottie. Hacia 1935, en un rapto de lucidez, Fitzgerald advirtió lo que se avecinaba y se declaró en “bancarrota emocional”. Las cosas empeoraron con la internación de su esposa, Zelda, en un instituto psiquiátrico (del que ya no saldría). Scott Fitzgerald se hundió en el alcohol. En 1936 escribe para Esquire la serie titulada The Crack Up. Una especie de De Profundis, o carta desesperada, remitida desde el fondo de la desolación. A fines de los 80, Anagrama distribuyó una traducción en español de estos artículos, saturándolos de palabras como “váter” (por inodoro!) o “flipar”. Aquí les ofrecemos una traducción menos provinciana. Y si bien el texto no es lo que se diría de “espíritu navideño”, consideramos que sus resonancias sombrías lo hacen adecuado para esperar este 2009 que se acerca colmado de tantos y tan terribles augurios. “Crack up” puede entenderse como “derrumbe”, “colapso”, “quiebre”, aquí mantendremos, sin embargo, y como lo hiciera aquel despistado volumen de rojas tapitas de Anagrama, el título original. Scottie murió en 1940, muy joven, estragado por el alcohol. The Crack Up se publicó como libro póstumamente, en 1945, por Scribners.
por Francis Scott Fitzgerald
I
Toda vida es un proceso de demolición, por supuesto, pero los mazazos que definen la parte dramática de la demolición -aquellos inmensos y súbitos golpes que vienen, o parecen venir, de fuera-, los que uno recuerda y le hacen culpar ciertas cosas, y de los que uno charla con sus amigos en momentos de debilidad, no hacen sentir sus efectos inmediatamente. Existe otra clase: golpes que vienen de adentro y no se los percibe hasta que es demasiado tarde. Llegan cuando uno entiende que -en cierto sentido- ya no podrá volver a ser un hombre íntegro. La primera demolición ocurre con rapidez; la segunda se produce casi imperceptiblemente, de improviso.
Una observación general antes de continuar este relato: la prueba de una inteligencia de primera clase reside en la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo. Y seguir conservando la capacidad de trabajar. Uno debería ser capaz de entender que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a que sean de otro modo. Esta filosofía me fue muy útil durante los primeros años de mi madurez, cuando descubrí que lo improbable, lo no plausible y lo “imposible” se convertían en realidad con harta frecuencia. La vida era algo que uno dominaba si había sido beneficiado con algún don singular. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo --o ante el porcentaje que uno pudiera reunir de ambos dones. Ser un escritor de éxito parecía una cuestión romántica, ya que uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que habría de lograrse sería, probablemente, más duradera: uno jamás tendría el poder de un líder político o un caudillo religioso, pero sin dudas sería más independiente. Desde luego, en la práctica de la profesión, uno habría de sentirse insatisfecho permanentemente, pero, por mi parte, yo no habría podido elegir ninguna.
Transcurrían los años veinte, y mis propios veinte años marchaban por delante de la época. Mis dos lamentos juveniles -no ser lo bastante alto (o lo suficientemente bueno) para jugar al fútbol en la universidad y no haber sido enviado a la guerra-, se resolvieron en fantasías infantiles de heroísmos imaginarios que por lo menos lograban hacerme dormir en noches de inquietud. Los grandes problemas de la vida se solucionaban por sí mismos y cuando el asunto era difícil, el cansancio impedía que me extraviara pensando en problemas más generales. Diez años atrás, la vida, en gran medida, era un asunto personal. Me sentía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de lo inevitable del fracaso y la decisión de “triunfar” y, sobre todo, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y mis elevadas pretensiones para el futuro. Si entre todos los males corrientes -domésticos, profesionales y personales-, lo lograba, entonces mi ego habría de continuar como una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría, al final, regresarla al mundo.
Durante diecisiete años, con uno intermedio dedicado deliberadamente a no hacer nada y descansar, las cosas siguieron así. Vivía con entusiasmo, pero me decía: “Hasta que cumpla los cuarenta y nueve todo irá perfectamente. Puedo contar con eso. Es lo más que puede pedir un hombre”. De pronto, diez años antes de cumplir cuarenta y nueve, caí en cuenta de que me había desplomado antes de tiempo.
II
Pues bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras: puede derrumbarse mentalmente, y en ese caso será despojado de toda capacidad de decisión; o corporalmente, y no le quedará más que resignarse al mundo blanco de los hospitales; o ser víctima de los nervios. En un libro poco agradable, William Seabrook cuenta, con orgullo y un final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Su caída en el alcoholismo se debió a un colapso nervioso. Aunque quien esto escribe no estaba tan atrapado por el alcohol -en esa época llevaba seis meses sin probar un vaso de cerveza-, por entonces ya estaba perdiendo sus reflejos nerviosos. Demasiada rabia. Demasiadas lágrimas.
Volviendo a mi tesis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la conciencia de haberme derrumbado no coincidió con un golpe fortuito sino con un período de tranquilidad. Yo había seguido con mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en lo mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con esta y aquella responsabilidad, como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y en cualquier caso tan sólo había sido un mediocre administrador de aquellas cosas que habían sido dejadas en mis manos, incluidas entre ellas mi talento.
Súbitamente, sentí un fuerte impulso de estar solo. No quería, en absoluto, ver a nadie. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida -era bastante amiguero-, aunque tenía una tendencia muy fuerte a identificarme a mí mismo, mis ideas, mi destino, con todas las gentes con las que entraba en contacto. Siempre estaba salvando a alguien --o siendo salvado. En una sola mañana podía pasar por todas las emociones atribuibles a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y de inalienables amigos y partidarios. Y de pronto, sentí la necesidad de estar absolutamente solo. Me las arreglé para aislarme parcialmente de las obligaciones habituales. No fue una época desgraciada. Descubrí que estaba más que agotado. En ocasiones podía estar tirado en cama, durmiendo o dormitando, hasta veinte horas diarias. Disfrutaba de ello. Y en los intervalos trataba decididamente de no pensar. Para variar, hacía listas: hacía listas y las rompía, cientos de listas: de jefes de caballería y de jugadores de fútbol, de ciudades y canciones populares, de pitchers de béisbol y épocas felices, de hobbies pasados y casas donde viví, de cuántos trajes había tenido desde que dejé el ejército y de pares de zapatos. Hice también listas de mujeres que me gustaron y de las veces que permití que me desairaran personas que no eran mejores que yo ni en talento ni en logros. Entonces, de pronto, sorpresivamente, me sentí mejor.
Y me rompí como un plato viejo cuando escuché las noticias.
Este es el final auténtico de mi relato. No me quedaba más que buscar apoyo en eso que suelen llamar el “abismo del tiempo”. Al cabo de una media hora de abrazarme a la almohada, empecé a advertir que durante dos años mi vida había sido un despilfarro de recursos que de hecho no poseía, que había estado hipotecándome física y espiritualmente hasta el cuello. ¿Cuál era el pequeño don que me sería devuelto en compensación? Una vez yo había sido orgullo de confianza y determinación. Todo eso había quedado ya muy lejos.
III
Entendí que en esos dos años, con la intención de salvar algo, tal vez mi paz interior, tal vez no, me había apartado de todas las cosas que acostumbraba amar; que cada acto de la vida, desde cepillarme los dientes por la mañana hasta cenar con un amigo, se había convertido para mí en un esfuerzo descomunal. Comprendí que durante largo tiempo no me habían gustado ni personas ni cosas y que tan sólo seguía adelante con la vieja y acostumbrada farsa de que me caían bien. Comprendí también que mi amor hacia aquellos más cercanos se había convertido en un mísero intento de amar, que mis relaciones informales -con un editor, un vendedor de tabaco, el hijo de un amigo- eran apenas lo que yo recordaba que debían ser, ruinas risueñas de otros, mejores, días. Pronto llegaron a molestarme cosas tales como el sonido de la radio, los anuncios de las revistas, el chirrido de las vías férreas y el silencio mortuorio del campo. Sentía un intenso desprecio ante la debilidad humana. De inmediato (aunque secretamente) ese desprecio devino hostilidad hacia cualquier esfuerzo: odié las noches en que no podía dormir y odié los días porque se encaminaban hacia la noche. Acabé durmiendo del lado del corazón porque me habían dicho que cuanto más pronto lo cansara, aunque fuera un poco, más pronto llegaría la bendita hora de la pesadilla que, como una catarsis, me habilitaría para enfrentar con mayor desdén el nuevo día.
Algunos sitios, algunas caras, ya no podía mirarlas. Como buen hijo del Midwest, mis prejuicios raciales siempre fueron muy vagos, siempre había sentido una inclinación secreta hacia las rubias escandinavas que se sentaban en los porches de Saint Paul, por más que no hubiesen ascendido económicamente lo necesario para formar parte de lo que entonces era la buena sociedad. Eran demasiado hermosas. No podía soportar la visión de irlandeses, ingleses, políticos, extranjeros, virginianos, negros (claros ni oscuros), cazadores, empleados de comercio y clase media en general y todo tipo de escritores (evitaba con muchísimo cuidado a los escritores porque ellos son capaces de perpetuar inquinas como nadie). Abominé de todas las clases sociales en cuanto clases sociales y de la mayoría de las personas en cuanto miembros de determinada clase. Todo muy inhumano e insuficiente, ¿verdad? He ahí el auténtico síntoma del derrumbe.
Soy un hombre que piensa despacio. Se me ocurrió que, de todas las fuerzas naturales, la vitalidad es la única intransferible. Se la tiene o no se la tiene. Igual que salud, los ojos azules, el honor o una voz de barítono. Ya he contado el momento en que me di cuenta de que lo que tenía delante de mí no era el manjar que había pedido para mis cuarenta años. De hecho lo he descrito como un plato resquebrajado, del tipo de los que uno se pregunta si vale la pena conservar. Habrá lectores que piensen lo mismo, para quienes toda revelación personal es despreciable, a menos que termine con una noble acción de gracias. Pero yo ya llevaba demasiado tiempo dándoles las gracias a los dioses, y dándoles las gracias por nada. Sin embargo, a veces hay que guardar en la despensa ese plato desportillado. Hay que mantenerlo en servicio. Nunca se lo podrá volver a meter al horno ni apilar con los demás platos en el lavadero, ni se lo sacará cuando haya visitas, pero servirá para poner galletitas o para guardar restos de comida en la nevera. De esa certeza nace esta secuela: la continuación de la historia de un plato desportillado.
La cura clásica para alguien que se hunde es pensar en quienes se encuentran en la auténtica miseria. Remedio infalible para la melancolía, así como un consejo bastante saludable. A las tres de la mañana, sin embargo, un paquete olvidado posee la misma importancia trágica que una sentencia de muerte. La cura ya no funciona. Y en una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana, día tras día. A esa hora la tendencia es negarse a hacer frente a las cosas tanto como sea posible. Uno afronta esas situaciones con tanta rapidez y cuidado como puede y se deja llevar por el sueño esperando que las cosas hayan de ajustarse por sí solas. Pero no: mientras persiste la retirada hay menos y menos oportunidades de que exista tal gracia. Uno no espera que se desvanezca un solo dolor; antes bien, espera ser testigo involuntario de una ejecución: la desintegración de la propia personalidad.
A menos que la locura o las drogas intervengan, esta fase llega, en algún momento, a un callejón sin salida. Y viene seguida de una calma vacía. En este punto uno puede tratar de calcular lo que ha perdido y lo que le queda. En mi caso, solamente cuando alcancé esa calma me di cuenta de verdad que había pasado por dos experiencias simultáneas.
Durante dieciséis años viví desconfiando de los ricos, pero trabajando por dinero que me permitiera compartir la suntuosidad y la gracia con que ellos vivían. Durante este tiempo muchos de los caballos que yo cabalgaba habitualmente fueron alcanzados y derribados. Recuerdo el nombre de algunos: Orgullo desinflado, Esperanzas frustradas, Deslealtad, Exhibicionismo, Golpe bajo, Nunca más. Un buen día yo ya no tenía veinticinco años. Luego, ni siquiera treinta y cinco. Ya nada era igual de bueno. Curiosamente, de todos estos años no recuerdo ni un solo momento de desaliento. Vi a hombres honestos pasar por estados de abatimiento suicida (algunos de ellos se rindieron y murieron); otros se adaptaron y siguieron hasta alcanzar un éxito mayor que el mío: pero mi moral nunca se hundió por debajo del nivel del autodesprecio cuando tuve que añadir algún cuestionable alarde personal.
Cuando la primavera pasada un cielo nuevo dividió el sol, al principio no lo relacioné con lo que había pasado hacía quince o veinte años. Gradualmente fue surgiendo un indudable parecido de familia -un sobrepasar los límites, un consumirse de la vela por ambos extremos-; un apelar a recursos físicos que de hecho no dominaba, como un hombre desbordando su cauce. En su impacto, este golpe fue más violento que los otros dos, pero era del mismo tipo; la sensación de que me encontraba de pie a la hora del crepúsculo en una llanura desierta, con un rifle descargado entre las manos y sin blanco al que disparar. Solamente quedaba el silencio y el sonido de mi propia respiración.
En este silencio existía una enorme irresponsabilidad hacia toda obligación, una negación de todos mis valores. Una creencia apasionada en el orden, un menosprecio de motivos y consecuencias en favor de la conjetura y la profecía, una sensación de que la artesanía y la industria tendrían su sitio en cualquier mundo. Estas y otras convicciones fueron barridas una por una. Vi que la novela, que en mi madurez era el medio más potente y dócil para transmitir pensamiento y emoción de un ser humano a otro, iba quedando subordinada a un arte mecánico y público que, tanto en manos de los comerciantes de Hollywood como en las de los idealistas rusos, apenas era capaz de reflejar los pensamientos más vulgares, las emociones más obvias. Era un arte en el que las palabras se subordinaban a las imágenes, donde la personalidad se volvía tan inservible que llegaba hasta el rastrero e inevitable nivel de la colaboración. Hacia 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría al novelista más grande en algo tan arcaico como las películas mudas. La gente todavía leía, aunque sólo fuera el libro del mes (niños curiosos husmeando la basura), pero había una irritante indignidad, que para mí casi se había convertido en obsesión, en ser forzado a ver que la palabra escrita era subordinada a otra fuerza, una fuerza más reluciente, más grosera. Y tambien:
1. Que había pensado muy poco, excepto en los problemas de mi oficio. Durante veinte años una determinada persona había sido mi conciencia intelectual: Edmund Wilson.
2. Que otro hombre representaba lo que yo pensaba que era la “buena vida”, aunque sólo lo viera una vez cada diez años, y desde la última podrían haberle colgado. Tiene negocios de pieles en el noroeste y no le gustaría que su nombre apareciese aquí. Pero en situaciones difíciles he tratado de pensar en lo que hubiera pensado él, en cómo habría actuado él.
3. Que un tercer contemporáneo mío ha sido mi conciencia artística; yo no he imitado su contagioso estilo, porque mi propio estilo, tal y como es ahora, se formó antes de que él hubiese publicado nada, pero me sentía empujado hacia él cuando yo estaba en peligro.
4. Que un cuarto hombre había llegado a dictarme mis relaciones con otras personas cuando éstas iban bien: cómo comportarme, qué decir, cómo hacer que la gente, al menos durante un momento, fuera feliz (al revés de algunas teorías sobre cómo hacer que todos se sientan incomodísimos mediante una especie de vulgaridad sistemática). Esto siempre me dejaba confuso, deseando correr a emborracharme; pero este hombre del que hablo había entendido el juego, lo había analizado y había ganado. Y su palabra a mí me bastaba.
5. Que mi conciencia política casi no había existido a lo largo de diez años salvo como elemento de ironía en los argumentos de mis novelas. Cuando volvió a interesarme el sistema dentro del que debía de funcionar, fue un hombre mucho más joven que yo quien despertó mi interés, con una mezcla de pasión y de aire puro.
6. Ya no había un “Yo” -tampoco una base sobre la que organizar la propia estima-, salvo mi ilimitada capacidad para el trabajo duro. Capacidad que aparentemente yo habia perdido. Era raro no tener un yo: ser como un niño pequeño al que han dejado sólo en una casa enorme y que podía hacer todo lo que quisiera, pero descubría que no quería hacer nada.
(Ha pasado la hora y apenas he abordado mi tesis. Tengo algunas dudas de si esto sea de interés general. Si alguien quiere saber más, todavía queda mucho, y el director de la revista me lo hará saber. Si ya han tenido bastante, díganmelo -pero no demasiado alto, porque tengo la sensación de que alguien, no estoy seguro de quién, duerme profundamente-, alguien que podría haberme ayudado a mantener la tienda abierta. No es Lenin --y tampoco es Dios.)
He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el derrumbamiento de todos sus valores, una quiebra de la que se enteró mucho después de que ésta se produjo. He relatado el periodo sucesivo de desolación y de necesidad de seguir, aunque sin el apoyo de las conocidas heroicidades, tipo: “Mi cabeza sangra, pero no ha sido doblegada”. Una revisión de mis responsabilidades espirituales indica que yo no tenía una cabeza individual que se doblegara o no. Una vez había tenido corazón, pero eso era casi lo único de lo que podía estar seguro.
Una noche de cansancio y desesperación hice mi maleta y me fui hasta un sitio situado a más de mil kilómetros. Quería pensar. Tomé una habitación de a dólar en un pueblo triste donde no conocía a nadie y gasté todo el dinero que llevaba encima en un surtido de conservas, carnes, galletas saladas y manzanas. No quiero sugerir que el cambio de un mundo más bien lleno de cosas a un relativo ascetismo era una Búsqueda Magnifica. Mi autoinmolación era algo empapado en oscuridad. Resultaba perfectamente evidente que no era moderna, aunque la viera en otros, la viera en una docena de hombres de honor e industria después de la guerra. He estado cerca de un famoso contemporáneo mío que jugó con la idea de la Gran Fuga y durante seis meses presencié cómo otro, igual de eminente, se encerró en un manicomio incapaz ya de soportar ningún tipo de contacto con sus semejantes. Y con todos los que se rindieron y sucumbieron podría hacer una extensa lista.
Esto me llevó a la idea de que quienes han sobrevivido, han logrado algo así como la Fuga Total. Se trata de un término muy amplio y no mantiene paralelismo con la fuga de una cárcel cuando uno es conducido a una cárcel nueva o se verá obligado a volver a la de antes. Los famosos “evadirse” o “huir de todo” son excursiones al interior de una trampa, incluso cuando la trampa incluye a los Mares del Sur (destino de pintores y navegantes). Una Fuga Total es algo de lo que uno no puede recuperarse; es algo irreparable porque el pasado deja de existir. Entonces, dado que no podía seguir cumpliendo con las obligaciones que me había impuesto la vida o que me había impuesto yo mismo, ¿por qué no romper la cáscara vacía dentro de la cual llevaba fingiendo durante cinco años? Debía seguir siendo escritor porque se trataba de mi única manera de vivir, pero debería renunciar a cualquier intento de ser persona, de ser amable, justo o generoso. Había multitud de monedas falsas en circulación y yo sabía dónde las podría conseguir a cinco por un dólar. En treinta y nueve años un ojo observador ya ha aprendido a distinguir dónde se hace agua la leche y se añade arena al azúcar, dónde se pasa una baratija de cristal por un diamante y el estuco por piedra. Ya no habría más entrega de mí mismo, toda entrega quedaría proscrita a partir de entonces y tendría un nuevo nombre. Ese nombre era Derroche.
La decisión me hizo sentir exuberante, como toda cosa que sea a la vez auténtica y nueva. Como una especie de comienzo ritual, tenía que tirar a la papelera en cuanto volviera a casa un montón de cartas. Cartas que pedían algo a cambio de nada: leer el manuscrito de éste, conseguir la publicación del poema de aquél, hablar gratis por la radio, hacer notas de presentación, conceder esta entrevista, ayudar en el argumento de esta obra de teatro, en esta situación familiar, llevar a cabo este acto de consideración o caridad. Pero el sombrero del ilusionista estaba vacío. Sacar cosas de ese sombrero había sido durante largo tiempo una habilidad manual, y ahora, para cambiar de metáfora, estaba después del nombre final de la lista de ayudas. Al final y para siempre.
Si uno de ustedes fuera joven y se le ocurriera escribirme solicitando una entrevista conmigo para aprender a ser un sórdido literato que escribe obras sobre el estado de agotamiento emocional que a menudo se apodera de los escritores en sus comienzos -si fuera usted tan joven y tan fatuo como para hacer eso-, ni me molestaría en acusar recibo de su carta, a no ser que estuviera usted relacionado con alguien muy rico e importante. Y si usted se estuviera muriendo de hambre junto a mi ventana, saldría rápidamente y le sonreiría y diría algo (a no ser que sólo le diera la mano) y me quedaría por allí hasta que alguien sacara una moneda para telefonear a la ambulancia, y lo haría únicamente si viese que hay en ello algo provechoso para mí.
He llegado por fin a ser solamente un escritor. La persona que persistentemente he intentado ser, se convirtió en una carga tan pesada que la he “dejado ir” con tan poco remordimiento como el de una negra que da rienda suelta a su hombre el sábado por la noche. Déjese a las buenas personas funcionar como tales, que los médicos tan agobiados de trabajo mueran en servicio activo, con una semana de “vacaciones” al año que pueden dedicar a ocuparse de los asuntos de su familia; y que los médicos con poco trabajo se ocupen de casos de a dólar cada uno; déjese que maten a los soldados para que entren inmediatamente en el Valhala de su profesión. Este es su contrato con los dioses. Un escritor no necesita de semejantes ideales a menos que se los forje para sí mismo. Y este escritor ha renunciado a todos. El viejo sueño de ser un hombre completo, en la tradición de Goethe-Byron-Shaw, con un toque norteamericano de opulencia, ha sido relegado al montón de basura.
Mi propia felicidad, en el pasado, se acercaba, a menudo, a algo así como a un éxtasis que no podía compartir ni siquiera con la persona a la que más quería: tenía que agotar esa felicidad caminando por calles tranquilas. De aquel éxtasis sólo quedan fragmentos para destilar en los renglones de un libro, y creo que mi felicidad, o talento para el autoengaño o lo que se quiera, siempre fue una excepción. No era algo natural sino todo lo contrario: tan artificial como la Era de Prosperidad.
Ahora mi experiencia reciente me hace marchar en paralelo con la ola de desesperación que azotó a esta nación cuando se terminó la Era de Prosperidad. Me las arreglaré para vivir con la nueva sabiduría, aunque me haya llevado varios meses aceptarlo. Y al igual que el risueño estoicismo que ha permitido al negro norteamericano soportar las condiciones intolerables de su existencia le ha costado su sentido de la verdad, en mi caso hay también un precio que pagar: ya no me caen bien el cartero, ni el bolichero, ni el editor, ni el marido de mi prima, y a su vez yo les desagrado a ellos, de modo tal que la vida nunca volverá a ser muy agradable. El letrero de “Cave Canem” está permanentemente colgado justo encima de mi puerta. No obstante, trataré de ser un animal correcto. Y si me tiran un hueso con bastante carne, hasta podría lamerles la mano.
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Nota: Hemos traducido íntegramente el primer artículo de la serie (fechado “Febrero de 1936”). Por razones de espacio, a los dos siguientes artículos (“Marzo 1936” y “Abril 1936”), les hemos practicado algunas podas.
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