Hace apenas unos días falleció el escritor John Updike. Nos pareció pertinente, “updikeano”, recordarlo en su propia voz antes que apresurar algún requiem. Este post, por tanto, será un homenaje doble: compartiremos con los despistados que nos visitan un texto que John Updike publicara en el New York Times en Septiembre de 1961, su reseña del entonces flamante libro de Salinger Franny and Zooey.
Solía decir Borges que la reseña de libros en los periódicos es un género literario a mitad de camino entre la palmadita en el hombro y el brindis. Aquí, Updike lee minuciosamente a Salinger. Y si bien su lectura no es la tópica parrafada condescendiente, si bien Updike deja caer un par de juicios lapidarios sobre aquel libro de Salinger, en ningún momento dudamos de su honestidad.
Por lo demás, el párrafo final de la reseña no consiente ambigüedades.
El párrafo final es ese brindis. Al centro y adentro.
Ese párrafo final podría leerse también como una declaración de principios del mismísimo John Updike.
La traducción, exquisita, laboriosa, es un regalo de nuestro querido amigo Javier Rodríguez --ese dandy lebowskiano.
Días de ansiedad para la familia Glass
John Updike
De pronto, como suceden las cosas en el periodo medio de J.D. Salinger, sus más largas y recientes historias se están publicando como volúmenes independientes, de tapa dura, recuperadas de antiguas y nebulosas ediciones del “New Yorker”. “Raise High the Roof Beam, Carpenters” se editó el año pasado en “Stories from the New Yorker 1950 –
En la primera historia, Franny llega en tren desde un símil de
En la segunda historia, Franny ha vuelto a casa, un gran apartamento en los East Seventies. Es el lunes posterior a su sábado infausto. Solamente su madre, Bessie, y su hermano menor, Zooey, están en casa. Mientras Franny yace insomne en el sofá del living, su madre le comunica –en una conversación interminable– su preocupación y su afecto por Zooey, quien, después de una conversación aún más larga con Franny, consigue atrapar la crucial palabra de consuelo entre la enrarecida atmósfera del apartamento. Franny, “como si todo lo poco o mucho de sabiduría que hay en el mundo fuese de pronto suyo” sonríe al techo y queda dormida.
Pocos escritores posteriores a Joyce arriesgarían semejante caudal de palabras en eventos que son puramente internos y en actos que son puramente coloquiales. Vivimos en un mundo, sin embargo, donde el acto decisivo puede provocar el holocausto, y la convicción de Salinger de que nuestras vidas internas tienen gran relevancia lo califica peculiarmente para cantar a una América en la que –para muchos de nosotros– parece ya quedar muy poco por hacer, salvo sentir. La introversión, quizás, se ha impuesto forzosamente a
El sentido de la composición no se encuentra entre los puntos fuertes de Salinger. Incluso estas dos historias, tan complementarias en apariencia, resuenan como distantes componentes de un libro.
Uno se pregunta cómo una joven criada en un hogar donde el budismo y la teología de la crisis eran charla habitual pudo haber pospuesto su propia crisis durante tanto tiempo y cómo, cuando ésta finalmente sobrevino, pudo hallarse tan desarmada. En ningún momento existe duda respecto a su embarazo; la sola idea parece una violación de la estupenda inmaterialidad de los Glass. Lane Coutell, quien a pesar de sus faltas era un hombre al menos considerable en el universo de la primera Franny, es ahora sólo uno de los remotos millones de seres suficientemente burdos y tontos para merecer haber nacido fuera de la familia Glass.
Entre más escribe Salinger sobre ellos, más se funden indistinguiblemente los siete hijos Glass, formando una imposible cohesión de belleza personal e inteligencia. Franny es descrita así: “Su piel era hermosa, y sus facciones delicadas y muy distinguidas. Sus ojos eran casi la misma sobrecogedora sombra de azul que los de Zooey, pero estaban bastante más separados entre sí, como sin duda deben estarlo los ojos de una hermana.” De Zooey se nos asegura que tiene “una algo incongruente habilidad para citar, instantánea y frecuentemente casi en forma literal, cualquier cosa que haya leído jamás, o incluso escuchado, con genuino interés.” El propósito de tales oraciones no es, sin duda, el de particularizar personajes imaginarios, sino inducir en el lector un ánimo de adoración ciega, teñida de envidia.
En “Raise High the Roof Beam, Carpenters” (la primera y mejor de las obras de Glass: una mágica e hilarante prosa poética con el hechizante resultado de una misteriosa claridad), Seymour define el sentimentalismo como dotarle “a una cosa mayor ternura de la que le ha dado Dios.” Esta me parece que es la raíz del problema: Salinger ama a los Glass más de lo que el mismo Dios los ama. Salinger los ama demasiado, exclusivamente. Su invención se ha transformado en su reclusión. Los ama incluso más allá de la moderación artística.
“Zooey” es un cuento demasiado largo; tiene demasiados cigarrillos, demasiadas maldiciones, demasiados cotorreos sobre realmente muy poco. El autor nunca deja de acosar sus creaciones, confortándolas cariñosamente o aplaudiéndolas con sigilo. Le roba al lector la iniciativa sobre a quién debe otorgarse el amor. Aún en “Franny”, que es una pieza estrictamente pre-Glass, el escritor parece menos un observador desapasionado que un espía que se deleita maliciosamente con cada detalle de la ineptitud del pobre Lane Coutell. Es más, la impresión de que un segundo varón está presente es tan fuerte que roza el escándalo (cuando el autor acompaña a Franny al tocador de damas del restaurante).
“Franny”, sin embargo, se desarrolla en un mundo que es notablemente el nuestro; en “Zooey” nos movemos a un mundo de ensueño cuyos detalles celosamente animados enfatizan una esencial irrealidad. Cuando Zooey le dice a Franny, “Sí, maldita sea, tengo una úlcera. Esto es Kaliyuga, amigo,
Tal vez éstas son palabras muy duras; se hace difícil escribirlas a causa de la extravagante autoconciencia característica de la prosa reciente de Salinger, en la que la mayoría de las objeciones que uno podría elevar ya han sido elevadas. En la solapa de este libro, Salinger confiesa: “Existe un peligro suficientemente real, supongo, de que tarde o temprano me sumergiré, tal vez desapareciendo completamente, en mis propios métodos, alocuciones y manierismos. Vistas las cosas, estoy de hecho muy esperanzado.”
La saga de los Glass, tal como Salinger la ha delineado, potencialmente contiene gran literatura. Cuando se han eludido todas las reservas respecto a la dirección que ha tomado Salinger, queda reconocer que efectivamente es una dirección, y que el rehusarse a quedar satisfecho con lo ya logrado, la voluntad de arriesgarse al exceso en nombre de las propias obsesiones, es lo que distingue al arte del mero entretenimiento --y lo que hace a algunos artistas aventureros por cuenta de todos nosotros.
Nota
Invitamos al lector a visitar Diseccionando a la Musa Perdida, allí podrá leer un excelente in memoriam a John Updike. Si dice que viene mandado por nosotros, le hacen descuento.
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