sábado, 8 de noviembre de 2008

UN CUENTO DE ZZ PACKER

Un grupo de niñas scout, negras, de Atlanta, sale de excursión con sus maestras. El grupo es llamado la Tropa Brownies y lo integran seis chicas de cuarto grado básico. En el campamento se encontrarán con otro grupo de niñas, la Tropa 909. Pero estas niñas son blancas. En el breve intervalo en que ambas tropas establecen contacto, las Brownies creerán advertir que una de las chicas de la 909 ha hecho un comentario peyorativo sobre ellas y, sintiéndose ofendidas, decidirán darles un escarmiento. No se sabe si el insulto ocurrió en verdad. Las Brownies ignoran, hasta que es ya muy tarde, que esas niñas blancas padecen cierta deficiencia mental.

La autora de este cuento, ZZ Packer (1973), es una de las voces más interesantes en el actual panorama libresco de ese país que acaba de elegir el primer presidente negro de su historia. Drinking Coffee Elsewhere, el único libro publicado al presente por Packer, fue recibido, en 2003, por todo lo alto, desde Updike a Dybek, sin contar los cientos de críticos a sueldo de las casas editoras (menos El Cuervo). Y si bien ZZ Packer se cuenta entre los miles de escritores que el circuito universitario norteamericano produce en serie anualmente -assembly line style-, a diferencia del resto y más allá de los esquemáticos y complaciente moldes industriales, ZZ Packer sobresale por un don particular, poderoso, que ha resistido indemne los embates de la maquinaria homogeneizante manejada por el dickiano complejo corporativo formado por editoriales, universidades, estudios de cine (y demás).

“Brownies”, este cuento tan celebrado, que viene, como cierto rocanrol, con tan sólo “tres acordes y una verdad”, es una buena muestra de la mano y la madera de Packer.

Evitaremos consignar datos biográficos. Sospechamos que quien tenga interés en esta joven narradora apelará a los servicios de Google y/o Wikipedia para enterarse de todo lo que desee saber (y más). Hay una curiosidad, sin embargo, que nos gustaría destacar. El nombre original de ZZ es Zuwena --una bella palabra swahili, africana. Según Zuwena ha contado en numerosas ocasiones, debió cambiar su nombre y apelar al pseudónimo, a la inicial repetida en un eco imposible, porque sus profesoras de la escuela no podían pronunciarlo y la martirizaban por ello. Esas cosas pasan, here, there and everywhere --vaya si lo sabremos.

Sin más ni más, aquí va la conclusión de "Brownies". Confiamos que a pesar de ser un fragmento pueda leerse independientemente de las partes precedentes. Así de potente es la narrativa de ZZ Packer. (Y también nos seduce creer que la inquieta lectora inventará tramas posibles que restituyan/completen/expandan este fragmento en busca de una totalidad otra --y siempre ya por venir).

BROWNIES

Al llegar la cuarta mañana abordamos el bus de regreso a casa.

El día anterior lo habíamos pasado construyendo iglesias en miniatura, con palitos de picolé. Nos quedamos todo el tiempo en la cabaña, sin salir. La señora Margolin y la señora Hedy nos vigilaban tanto, que ninguna de nosotras apenas dijo nada en casi todo el día.

La mañana que salimos de Camps Crecendo todo lucía serio y desolado. El viaje comenzó en completo silencio. A Arnetta le tocó sentarse al lado de la señora Margolin; a Octavia, al lado de su madre. Yo me senté junto a Daphne, quien, sin una sola palabra de explicación, me regaló su diario íntimo.

“¿No lo querés?”.

Negó con la cabeza. (Estaba vacío).

En eso fue que la señora Hedy se largó a llorar. “Octavia”, dijo la señora Hedy a su hija, sin mirarla, “me voy a sentar con la señora Margolin, ¿bueno?”.

Arnetta intercambió asientos con la señora Hedy. Al ver a las dos mujeres lejos de nosotras, cerca del conductor, Elise se sintió en confianza y comenzó a hablar. “Hey”, dijo, y fijó su cara en una expresión plácida, deshabitada, imitando la pose de una típica niña de la Tropa 909. Envalentonada, Arnetta le hizo una mueca de falso orgullo a una Brownie imaginaria, tal y como lo había visto en una de esas chicas blancas uniformadas de pies a cabeza. Poco después todas improvisamos un juego, haciendo las más exageradas imitaciones de las chicas de la Tropa 909. Nadie hablaba. Reíamos, sí, pero por lo bajo, para evitar que nos escucharan las señoras.

Daphne se miró los zapatos. Estaban blancos, cubiertos de talco. Yo abrí el diario que ella me había regalado. Miré por la ventana, pensando en algo para escribir, buscando frases. Nada podía compararse con lo que Daphne había escrito: Mi padre, el veterano… Mi frase favorita de toda la vida. Se repetía sola en mi cabeza. Desistí de mi idea.

Al parecer, para entonces el resto del grupo ya se había aburrido de burlarse de las chicas de la Tropa 909. Ahora cuchicheaban vivamente sobre quiénes les habían enviado notitas a cuáles chicos. Cuando por algunos segundos el chismorreo perdía intensidad, yo podía escuchar el zumbido del bus avanzando por la utopista, así como los ensordinados parlamentos de la señora Hedy y la señora Margolin hablando de cosas de mayores.

“¿Vos sabés por qué nosotras tuvimos que ser encerradas en un campamento con un grupo de niñas retardadas? ¿Sabés vos?”, susurró Octavia.

Vos sabés por qué”, le respondió Arnetta, achicando sus ojos como una gata. “Mi mamá y yo estábamos en el supermercado en Buckhead y en eso una señora blanca se puso a mirarnos. Pero a mirarnos como si hubiésemos sido extranjeras. Chinas o algo por el estilo”.

“¿Qué les dijo esa mujer?”.

“Nada”, replicó Arnetta. “No nos dijo nada”.

Las chicas que estaban más cerca de nosotras reprobaron el comentario con un movimiento de sus cabezas.

“Una vez yo fui con mi papá”, dije, “al supermercado y…”.

“Oh, ya basta. Calláte, mocosa”, dijo Octavia.

Le clavé los ojos y luego me puse mirar por la ventana. Me distraje viendo cómo los árboles eran difuminados por la velocidad. Sentí que quería acabar con todo de una buena vez: el viaje en bus, la Tropa 909, la escuela. Todo eso. Pero volvíamos a casa. A la mañana siguiente, en la escuela, tendría que ver a esas mismas chicas. Ibamos en un bus. No había dónde escapar.

“Dale, Laurel”, me dijo Daphne. Me dio la impresión de que era la primera vez que ella había hablado en todo lo que duró el viaje. Y había pronunciado mi nombre. Giré hacia ella y le sonreí temerosamente, para no llorar, con la esperanza de que ella no se hubiera olvidado de que yo traté de ser su amiga, y pensando que, tal vez, al regalarme su diario íntimo Daphne me abría las puertas de su amistad. Ella no retribuyó mi sonrisa. Todo lo que dijo fue, ¿”Y qué pasó?”.

Observé a las otras chicas. Todas esperaban que Octavia me hiciera callar de nuevo incluso antes de que yo pronunciara la primera palabra. Todas, sin embargo, estaban maravilladas de que Daphne hubiese hablado. El bus se movía ahora sin hacer ruido. No lo pensé dos veces, comencé a contar mi historia. “Bueno”, dije. “Mi papá y yo estábamos en el supermercado, pero esa vez fui yo la que se puso a mirar”. Detuve mi relato y observé las caras de las chicas. Proseguí. “Era un grupo, una familia, blancos, vestidos como puritanos o algo así, sólo que no eran puritanos. Estos eran menonitas. Son un grupo religioso. Si les pedís que te hagan un favor, digamos pintar tu casa o tu porche, ellos no se pueden negar. Lo tienen que hacer. Es parte de la religión. Una especie de regla, de mandamiento”.

“Qué gran huevada”, comentó alguien.

“No te creo”, dijo Arnetta, “seguro que estás mintiendo”.

“No, no miento”.

“¿Y de cómo sabés vos que no es una historia que alguien se inventó?”, preguntó Elise, la cabeza hacia adelante, provocando. “Es que, ¿quién va a hacer cualquier cosa que un extraño le pida?”.

“No es un invento. Lo sé muy bien, porque cuando yo los estaba mirando mi padre me dijo, ‘¿Ves esa gente? Si les pedís cualquier favor, ellos lo harán. No importa qué les pidas, no se pueden negar’”.

No se debe llamar mentiroso al padre de nadie. No es algo que se diga alegremente. Nadie tolera insultos a su padre. Consciente de ello, Drema eligió sus palabras con mucho cuidado. “¿Y cómo puede tu padre estar tan seguro que eso no es un invento?”.

“Porque”, contesté, “mi papá se acercó al hombre y le pidió que pintara el porche de nuestra casa. Y el hombre respondió que sí. Es la religión de ellos, ya les dije”.

“Nunca me alegré tanto de ser pentecostal”, comentó Elise, sin ocultar su simpatía por los menonitas.

“¿Y qué pasó al final? ¿El hombre cumplió su palabra?”, añadió Drema, arrimándose un poco para escuchar el final de mi historia.

“Claro”, respondí. “Toda su familia estaba con él. Mi papá los llevó a nuestra casa en su auto. Ellos pintaron todo el porche. La mujer y la niña llevaban bonetes y unos vestidos largos, largos, con botones hasta la nariz. El hombre tenía un sombrero ridículo y unos suspensores grandotes”.

“¿Por qué…”, interrumpió Arnetta, fastidiada, como si no creyera una sola palabra, “alguien elegiría que le pinten el porche? ¿Por qué? Si sabés que ellos harán lo que les pidas, ¿por qué no hacerlos pintar toda la casa, por qué no pedirles cien dólares?”.

Yo también había pensado en eso. Recordé lo que había dicho mi padre. De pronto me pareció que yo nunca había entendido lo que él me explicó.

“Mi papá me dijo”, continué, y fui entendiendo el significado de sus palabras a medida que éstas salían de mi boca, “que ésa era la única oportunidad que él iba a tener en su vida de ver a un blanco arrodillado ante él: haciendo un trabajo para un negro y haciéndolo gratis”.

Así entendí todo lo que había dicho mi papá. Y entendí también por qué lo hizo. Aunque no me gustó. Cuando alguien ha sido maltratado durante mucho tiempo, salta a la primera oportunidad de hacerle lo mismo a otros.

Recordé a los menonitas encorvados, pintando, tal como Daphne se doblaba para limpiar los baños cuando la castigaban. Recordé el azul oscuro de sus bonetes, el brillo negro de los zapatos. Pintaron el porche tan minuciosamente como quien arranca la maleza de un jardín. Yo estaba temblando íntegra cuando escuché que Daphne preguntaba:

“¿Y tu papá les agradeció?”.

Miré por la ventana. Ya ni sabía cuáles eran mis pensamientos y cuáles eran árboles. “No”, les dije, y abruptamente descubrí que había algo malo, enfermo, en el mundo, y que yo no podría hacer nada para impedirlo.

Arnetta soltó una carcajada. “¿Vos creés que si yo les pidiera que se quiten sus bonetes y sus vestidos y que se pongan unos jeans, ellas lo harían?”.

Serena, suave, la voz de Daphne: “Quizás sí, quizás lo harían. Nomás para no ser descorteses”.

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