lunes, 17 de noviembre de 2008

Fragmentos del diario de un hombre en crisis

Además de la lucidez de los ensayos ilustrados de El Factor Borges y la narración meticulosa de El Pasado, Alan Pauls ha escrito algunos textos valiosos como el que presentamos a continuación. Acá se presentan al desnudo los síntomas de la crisis que acecha a la identidad masculina tales como la ausencia de situaciones reforzadoras de identidad masculina, el desgaste de la clásica figura paterna autoritaria y la nueva situación de la mujer, entre muchos otros. Al mismo tiempo, sirve para ilustrar como ejemplo lo de las ‘literaturas postautónomas’. Este texto salió en una revista de autoayuda masculina hace algunos años.


MI VIDA COMO HOMBRE

Un diario

Alan Pauls


M A R T E S


¿Habrá una chica en mi cuerpo? No sé. Estoy algo cansado de ser hombre. Quisiera estar abierto a todas las posibilidades –esa fue la frase que usé, creo, para conquistar a mi ex mujer, y la que recuerdo que ella usó para dejarme–. Pero me imagino teniendo que depilarme, me veo despellejándome las cutículas frente a un perchero cargado de vestidos antes de una fiesta o aguantando el peso de un hombre desnudo –mi propio peso, puesto que soy el hombre que tengo más a mano– y toda la pereza del mundo se desmorona sobre mí. Antes que sufrir prefiero hacer sufrir. Me ensaño brevemente con Rosa, mi cachorra rottweiler, a la que adoctrino en el delicado arte de amarme a mí, su amo y verdugo, y mostrarle los colmillos al resto de la humanidad. Sí, he cedido a la moda. Los rottweiler están de moda. Ya se los puede ver arrastrando a sus trémulos dueños por las calles de Palermo Viejo. Los rottweiler son a los perros lo que las 4 x 4 a los autos: masculinidad + diseño. (Que Rosa sea hembra, como es obvio, no cambia absolutamente nada.) Quiero ser claro, todo lo claro que me permitan los psicofármacos: cansado de ser hombre quiere decir cansado de sostener. Pero ¿habrá alguna identidad que exista sin esa vocación enhiesta, como de abanderado de escuela? No hay caso: el hombre es el colmo de lo primitivo. Mientras la mujer es pura cultura –autoproducción, autogeneración: los self made men ya no existen, son sólo un mito ejemplar del capitalismo norteamericano, mientras que toda mujer es siempre una self made woman–, el hombre es la naturaleza misma: toda su identidad está armada a partir del efecto de una inyección de sangre en un órgano cavernoso. Y cuando a un hombre se le da por ser cultura... ¡deja de ser hombre! Es puto (o “puto reprimido”), es travesti (o “travesti reprimido”), es mujer (o “mujer reprimida”). O es Michael Jackson. Lo más notable de la identidad masculina es la cantidad inconmensurable de peligros que lo amenazan. Ser hombre es apenas vivir todo el tiempo la posibilidad de dejar de serlo. Así que hoy, julio del 2001, a treinta y dos años de 2001 Odisea del Espacio, mi ideal sería no ser hombre, ni mujer, ni gay, ni lesbiano, sino ser clásico. Ser todo para todos, como decía Borges. Ser siempre otra cosa pero –atención– irresponsablemente, sin tener la obligación de responder, y siempre y cuando la mutación no cueste mucho más que el esfuerzo de subir o bajar un interruptor o meter y sacar una plaqueta de una ranura del cuerpo.

M I É R C O L E S
Postrado en la cama, sin fuerzas. A duras penas puedo apuntar el control remoto hacia el televisor. Llegan desde el living –ni siquiera he podido levantarme para cerrar la puerta– las aventuras de Mono Liso. Es mi hija, que ha decidido hacer una retrospectiva María Elena Walsh completa. (A llorar a la iglesia: ¿o no fui yo quien le compró todos esos discos y libros con el argumento de que leyéndolos y escuchándolos “tendría mayor riqueza de vocabulario” que viendo Pokémon o Chiquititas?) Busco rápido algo que me distraiga: un documental sobre sabios autistas, una catástrofe natural, el ex policía contratado por Ilvem que todas las madrugadas explica ante dos docenas de extras impávidos un método infalible para memorizar cualquier cadena de palabras que incluya ítem como “artefacto” o “perseverancia”. Pero son las cuatro y cuarto de la tarde, y lo único que encuentro es El satánico Dr. No, un viejísimo James Bond con Sean Connery.

Primero veo la película con una remota curiosidad, como quien encuentra entre las páginas de un libro el cadáver intacto de una mariposa. Después, algo empieza a perturbarme. Las imágenes me son demasiado familiares. Es como si viera un súper 8 del viaje de bodas de mis padres: Bond, el smoking blanco, los cigarrillos largos, la felpa verde de las mesas de baccarat... (No veo a mi madre: es probable que se haya quedado en la habitación del hotel, con dolor de cabeza, o que ya hayan empezado a pelearse, inaugurando el régimen de hostilidades que culminará con el divorcio.) Pero no, no es sólo lo que veo sino lo que oigo: “patatús”, “piolín”, “santiamén”... Y yo, que me jactaba de no tener novela familiar, descubro que el mundo la compagina ahora en tiempo real, en mis propias narices. Mi novela familiar es una aventura del 007 con Tutú Marambá de música de fondo. A los 42 años descubro que soy hijo de James Bond y de María Elena Walsh.



J U E V E S D E M A D R U G A D A
Insomne. A las cinco y media repiten Dr. No. Es parte de un ciclo: dan todo Bond. Llamo a mi ex mujer. La despierto, por supuesto. Le digo que si quiere saber cómo me hice hombre ponga el canal 35. Hay un ruido en la línea, como si el tubo del teléfono viajara por un rápido; una voz de hombre, mucho más masculina que la mía, me insulta con fruición, con una larga lentitud insolente. Creo percibir que cecea, pero cuando quiero confirmarlo me corta. Bond, James Bond. Sí: aprendí a ser hombre con James Bond. Hasta los once años, cuando un niño-gigante llamado Jorge Laborda apareció en la división del colegio con el portafolios hinchado de diminutas revistas pornográficas y reemplazó la simbólica masculina por la literalidad de la carnicería sexual, todas mis ideas sobre la masculinidad las aprendí de la academia Bond. No era sólo su condición de homme à femmes, importante, por supuesto, pero no exclusiva. Tampoco el arsenal de gadgets tecnológicos que le daban antes de cada misión, fetiches narcisísticos que la época –small is beautiful– condenaba a una pequeñez desconcertante. Ante todo, Bond me enseñó que el rasgo principal de la masculinidad es la soltura; es decir: una relación a la vez de propiedad y de perfecto desapego con el mundo. La máxima Kant de Bond era: Actúa como si el mundo fuera tu hobbie. El mundo entero: autos, armas, idiomas, mujeres, comidas, deportes, peligros, arte, política, comida, ropa... (A su manera, menos reconocida de lo que debería, Bond es un fantástico especimen de homo encyclopaedicus.) Hace de todo y todo lo hace bien, como si a diferencia del resto de los mortales, que al nacer tuvimos que pasar por el olvidadizo Leteo, él hubiese hecho un curso ultrarrápido para memorizar todos los saberes y disciplinas del mundo. En el fondo, la escuela Bond de masculinidad –el primer dogma masculino promovido por la institución publicitaria occidental– se funda en un principio de donjuanismo generalizado; ser hombre es ser capaz de apoderarse de todas las cosas del mundo con placer –la onda Atila ya no iba más en 1963–, pero también es ser capaz de renunciar a ellas en el momento mismo de poseerlas.

J U E V E S, M E D I O D Í A
Choco con mi hija frente a la puerta del baño: los dos pretendemos entrar al mismo tiempo. Bosteza; sus ojeras me alarman. “Me quedé hasta tarde leyendo Zoo loco”, me explica. Sentada en el borde de la bañadera, con los pies descalzos suspendidos en el aire, me mira mientras me afeito. Tiene la boca abierta, como si asistiera a un prodigio o a un ritual de una tribu exótica. Mi ex mujer solía hacer lo mismo. Decía que mirarme mientras me afeitaba le hacía creer que estaba cerca de descifrar el enigma de ser hombre. La masculinidad sólo puede ser un don, y un don que sólo conceden las mujeres. Se me llenan los ojos de lágrimas; trago un poco de llanto mezclado con espuma de afeitar, una especie de licor de menta casero que me hace toser hasta las arcadas. Aprovecho el acceso de tos para disimular el llanto delante de mi hija.

S Á B A D O
Me toca el portero eléctrico mi padre. Está extrañamente rejuvenecido; creo incluso que tiene más pelo que la última vez que lo vi. Necesita plata. Hasta ahora vivía de lo que le pasaba una de sus ex mujeres, no me acuerdo bien cuál. El abogado de mi padre –un profesional turbio, con las manos llenas de oro, que conoció en el baño de un casino de provincia– había conseguido que el juez lo decretara “víctima de abuso psíquico” y obligara a la ex mujer, presunta responsable del abuso, a pasarle alimentos. Pero ahora estaban reviendo el diagnóstico, y hasta que el juez no lo ratificara o rectificara, el régimen de manutención quedaba suspendido. Le pido que me espere: están dando Goldfinger. Lo oigo destapar latas, abrir y cerrar cajones, sacudir libros en busca de billetes olvidados. ¿Es él? ¿Es mi padre? ¿El mismo padre que 35 años atrás se besuqueaba en la boletería del cine Atlantic de Villa Gesell con la hija de la dueña, mientras nosotros, mi hermano mayor y yo, menores de edad, escondidos en el pullman del cine para burlar a no sé qué inspector imaginario, veíamos en la pantalla cómo Bond volvía a su habitación de hotel y encontraba a su chica desnuda en la cama, desnuda y bañada en oro y muerta? Para mí, si no era Bond, el mismo Bond, mi padre debía ser al menos su representante en Sudamérica. Era agente de viajes y viajaba mucho –cuando las aventuras de 007 empezaban a poner de moda la pulsión del turismo. Era jugador –cuando el glamour de las ruletas crecía y el azar psicótico de las finanzas se preparaba para destronar a la mística del trabajo. Se había divorciado de mi madre –cuando el divorcio sólo era moneda corriente entre los huéspedes de Hugh Hefner y sinónimo de jovial disipación colectiva. Le gustaba el whisky y jugaba al tenis –cuando hacer las dos cosas al mismo tiempo era el colmo de lo sexy. Usaba camisas con monograma hechas a medida. Tenía una vida vagamente sospechosa y doble, como la de cualquier agente secreto. “¿Qué hacés?”, le grito desde la pieza cuando oigo un estrépito de vidrios en la cocina. Un rato después aparece, avergonzado, con una mano envuelta en un repasador sanguinolento, y se queda parado junto al televisor, haciendo que me mira pero examinando el cuarto con las esquinas de los ojos para detectar alguna guarida de dinero. Bond se viste en el televisor. Mi padre lleva unos pantalones de jogging que le quedan cortos: deben haber encogido con los lavados. “No quiero darte plata”, le digo. Le propongo que me venda algo.

D O M I N G O
Le doy $ 10 por el viejo reloj Movado de bolsillo (que todavía funciona) y $ 5 por el encendedor Dupont (que ya no prende). Le parece justo. (A los siete años yo hubiera dado mi vida –la vida que él y mi madre me dieron– por tener cualquiera de esos tesoros.) Los pongo en uno de los estantes de la biblioteca que mi ex mujer, aprovechando uno de mis desmayos, desvalijó antes de mandarse a mudar. Son las dos primeras piezas de mi próximo proyecto: un museo personal de la masculinidad. “También tengo los abotinados de gamuza”, me dice, y los ojos le brillan con codicia. Digo que no con la cabeza. “Tienen la hebilla al costado”, insiste, tentándome. “Va a empezar Operación Trueno”, le digo. “¿Y una camisa de Castrillón?” “No”. “¿Un paquete de Kent? ¿Un frasco de colonia Lancaster?” Lo miro a los ojos. “Me estás mintiendo”, le digo. Está por engañarme, pero se arrepiente a último momento. “Sí”, dice, “pero puedo conseguírtelos”. Tengo que empujarlo hasta la puerta. Antes de cerrarle la puerta en la cara le advierto que con esos pantalones de jogging no vuelve a pisar mi casa.



D O M I N G O A L A N O C H E
Qué solo estoy, Dios mío. Pienso en todos los varones que alguna vez conocí, amigos, amigos de amigos, compañeros de trabajo (de cuando trabajaba), y los veo felices comiendo pizza, atontados de cerveza, limpiándose los dedos engrasados en los pantalones. Pienso: “Tal vez, si me gustara el fútbol...” No digo mucho; no: apenas lo suficiente para exaltarme y estallar y dejarme arrullar por la música anónima de alguna patria viril. Pero no: resulta que me gusta el tenis. El tenis, deporte solitario que, encima, ya ni siquiera es “el deporte blanco”. James Bond, el tenis... ¿Qué futuro puede haber para aquel que se formó en la creencia de que masculinidad e individualismo van juntos? Es obvio que para que haya identidad masculina tiene que haber más de un hombre: la masculinidad es hoy una ficción gregaria. (Pero para comprender eso a tiempo, mientras estaba tierno, no tendría que haber ido a la escuela Bond sino al seminario Cassavetes, donde Hombre no es otra cosa que el nombre de un tipo particular de agrupamiento corporal y pasional, una forma de manada: una muta.) Suena el teléfono; de golpe me acuerdo de que tengo un teléfono. Es Eric, el paseador de perros. Está inquieto porque hace rato que no ve a mi rottweiler en la plaza. ¡Rosa! De golpe me acuerdo de que tengo una rottweiler. Voy con el inalámbrico hasta la cocina, abro la puerta del baño de servicio y la encuentro tirada en el piso, medio muerta, con las fauces espolvoreadas de Cif ultrablanco y unas hebras de virulana asomándole entre los dientes. Parece una perra cocainómana. Eric me explica cómo hacer para lavarle el estómago. Cuando termina de darme las instrucciones me aconseja que la venda apenas se reponga. “¿Venderla?”, le pregunto. “Ya no confía en usted”, me dice Eric: “tenerla sería un peligro: es una raza re rencorosa”. Le pregunto si conoce algún grupo de autoayuda de dueños de rottweiler. No es bueno que el hombre esté solo, y como grupo de pertenencia algo así no estaría mal. Me dice que no, pero uno de sus clientes, dueño de un salchicha, organiza unos talleres de nueva masculinidad o algo por el estilo.

M I É R C O L E S
Mi hija cumple años. Lo festeja con un coetáneo de la escuela en uno de esos galpones con techo de chapa que alguna vez fueron playas de estacionamiento, ahora son italparks en miniatura y mañana volverán a ser playas de estacionamiento. Pienso en cómo repercuten los sonidos en esos lugares y me acobardo, pero tengo que salir. Es cuestión de vida o muerte. Rosa ya tomó dos habitaciones y destrozó a dentelladas el cableado telefónico de toda la casa. Aparte de los varones de la clase de mi hija, soy el único hombre de todo el cumpleaños. Todas son madres. Me siento como en una película de ciencia-ficción, pero tengo un comportamiento social irreprochable. Hablo con las madres de la escuela, me quejo del precio de los útiles, del desorden de actos escolares a los que nunca voy, del menú del comedor –muy bajo en fibras–, y después me trenzo en unos rounds de kick boxing con los varones. Hago llorar a dos o tres y los consuelo a los gritos, con ademanes exagerados, para que las madres después no me culpen a mí de las fisuras de costillas que les descubrirán los pediatras. Ahora recuerdo por qué me gustaba ir a esos eventos de los que parecen huir todos los hombres: veo a los varones, veo a los padres que los pasan a buscar (siempre tarde, siempre de malhumor, como si para pasarlos a buscar hubieran tenido que interrumpir una sesión de jacuzzi), veo a los padres junto a sus varones, esforzándose tanto por ser iguales, por ejemplificarse recíprocamente, y vuelvo a sentir la felicidad extraordinaria de ser padre de algo tan extraño, tan radicalmente ajeno a mi especie, tan marciano como una hija.

J U E V E S
Tocan a la puerta. Otra vez mi padre. Antes de abrir le pregunto cómo está vestido. “Dale”, protesta. Lo examino por la mirilla de la puerta. El ojo de pescado lo deforma y lo vuelve un poco monstruoso, como una mezcla de enano y de gigante. Lleva los mismos pantalones de jogging de siempre. Le digo que no voy a dejarlo pasar. Desliza un sobre por abajo de la puerta. “Para tu museo”, dice. Adentro del sobre hay dos recortes de revistas. Uno es un viejo aviso de un curso de fisicoculturismo por correspondencia. Lo reconozco enseguida. De chico solía encontrármelo siempre en la revista Patoruzú, en las páginas impares. Es un aviso-cupón: hay un par de renglones vacíos para llenar, recortar y mandar y una foto blanco y negro, con ese grano grande de las impresiones baratas, donde un hombre de unos treinta años sonríe, vestido con un suspensor blanco –se llamaban, creo, “anatómicos”–, mientras con los dos brazos extendidos parece sostener un manubrio invisible. Al pie del aviso está la frase que desveló mis años de niño: “Yo fui un alfeñique de 44 kilos”. El hombre es Charles Atlas, pero durante años yo tuve la convicción absoluta de que era mi padre, o el nombre falso bajo el cual mi padre vivía su otra vida, la vida que vivía cuando no estaba con nosotros. Me acuerdo que yo miraba la foto y pensaba: “¿Cuándo llegaré a ser un alfeñique de 44 kilos?” Sin darme cuenta me he puesto a llorar. Supongo que es la emoción del coleccionista. Sofoco las lágrimas, le ofrezco $ 20 cash, ahora, ya mismo. “Mirá la otra”, dice mi padre del otro lado de la puerta. “Cerremos esta por $ 20”, le digo. “Se venden juntas o no se venden”, dice él. No tengo alternativa. Abro el sobre otra vez.
Dios mío.

V I E R N E S
Mi encuentro con Willy Divito. El Divito de “las chicas de Divito”. Mi padre tenía un restaurante llamado Catriel, yo dibujaba historietas, Divito solía cenar en Catriel. Mi padre armó la cita, un paparazzo de la revista Panorama la inmortalizó. Yo debo tener 7, 8 años; estoy vestido con el uniforme del colegio, no sé si porque fui a Catriel directo desde el colegio o porque es la ropa más elegante que tengo, y estoy sentado en la barra del restaurante, en uno de esos taburetes altos, incomodísimos, donde los hombres se sientan a beber y a fingir comodidad. Divito está al lado mío, muy bronceado, de impecable traje príncipe de Gales, con un whisky on the rocks entre las manos. Todavía oigo el tintineo del hielo contra el vidrio. (A esta altura ya es un clásico de la masculinidad publicitaria, pero yo estuve ahí, ¡al lado del original!) Dada mi edad, y aunque mi padre es el mandamás del lugar, sólo se me ha permitido tomar una coca-cola; un barman misericordioso accedió al menos a servírmela en un vaso de trago largo. Ahí estoy, encogido y rubio, tratando de esconderme detrás de mi vaso, espiando a ese tótem viril de Buenos Aires mientras él, aburrido por mi falta de conversación –Divito dibujaba chicas pulposas con cinturas de avispa; yo, historietas de ciencia-ficción cuyos personajes tenían nombres hechos sólo de consonantes: ¡dos artistas, dos mundos!–, mira fuera de cuadro, probablemente atraído por alguna camarera ávida de figuración.

S Á B A D O
¿Por qué no fui un playboy?

S Á B A D O A L A T A R D E
Cerramos trato. $ 45 por los dos recortes. Mi padre intenta sacarme $ 50, pero hace casi dos días que está ahí, haciendo guardia en el palier, adelante de mi puerta, y está famélico, de modo que acepta mi oferta enseguida y huye escaleras abajo con la plata.

D O M I N G O
Sé por qué no fui un playboy. Los playboys no lloran. Gunther Sachs nunca lloró. Roger Vadim tampoco. Yo sí, como loco. Hijo de una tradición pedagógica mixta –Bond y María Elena Walsh, la desvergüenza hedonista y el espíritu vigilante del progresismo–, soy hijo, naturalmente, de una operación contrafóbica típica: a mis antepasados hombres les prohibían llorar; a mí me prohibieron no llorar. Llorar tiene que ser cosa de hombres. Mis padres estaban orgullosísimos de mi sensibilidad. Yo era una especie de Hombre Nuevo (aunque no exactamente en el sentido guevarista de la expresión). Mi hermano mayor tenía problemas de disciplina en el colegio; yo lloraba (y falsificaba la firma de mi madre para que las alarmas en tinta roja de su boletín pasaran inadvertidas). Mi madre se deprimía; yo lloraba. A un amigo del colegio lo encerraban en el reformatorio Roca por desvalijar un auto en la calle; yo lloraba. Un playboy puede ser muchas cosas, pero hay algo que no: un chivo expiatorio. Yo era un chivo expiatorio: el mundo entero lloraba a través de mí. Hasta que un día me cansé. Estaba en el club, iba o venía de jugar al tenis. Recuerdo la suela rojiza de mis zapatillas, la remera Pravia blanca, la vincha de toalla asomando del bolsillo como una lengua exhausta. Supongo que me puse a llorar por algo: un alud en Nepal, un perro atropellado en las vías del tren (tengo que hacer algo con Rosa, urgente), un amigo poeta abandonado por su novia... Me vi llorando en ropa de tenis y dije: no, esto así no va. Era como ver a James Bond regando de lágrimas el tapizado rojo de su Aston Martin.

L U N E S
Bianca de Nanni Moretti en el Instituto de Cultura Italiana. Moretti es Michelle Apicella, flamante profesor de matemáticas de un liceo progre de Roma, el “Marilyn Monroe”. El director, que tiene en su despacho un póster de Jerry Lewis y Dean Martin, organiza unas jornadas de pedagogía intensiva para los alumnos. Todos los profesores están reunidos. Michelle espía por una puerta entreabierta y ve al director enarbolando eufórico un póster de James Bond y exclamando: “¡James Bond! ¡La masculinidad en su máxima expresión!” Espantado, o probablemente reconciliado, Michelle escapa a la manera Moretti: patinando por los pasillos con sus invencibles zapatos de suela. Salgo de la película en un estado de beatitud. En una sola escena he visto los dos polos de mi vida como hombre: James Bond y Nanni Moretti, Apolo y el Bufón.

Estoy de tan buen ánimo que acepto ir con Eric a una reunión del taller de nueva masculinidad. Cada reunión se hace en una casa diferente; el anfitrión de turno cocina para todos –no importa qué: lo que sepa hacer, lo que “le salga”, lo que lo haga “sentir bien”–, pero todos contribuyen llevando algo que hayan hecho “con sus propias manos”. Terminantemente prohibidas las rotiserías. Veo que Eric lleva una fuente envuelta en una bolsa de Hugo Boss. “Para disimular. Todavía no me acostumbro a andar con comida por la calle”, explica. ¿Y yo, que no estoy llevando nada? (Es el horror total: pretender insertarse en un grupo de pertenencia y violar de entrada todas sus normas.) “No importa”, me tranquiliza: “la primera vez no es obligatorio”. Cuando bajamos del taxi veo que pliega la bolsa de Hugo Boss en cuatro y se la guarda en un bolsillo. “Me da vergüenza que sepan que me da vergüenza”, dice. No lo soporto. Siglos de viajar, guerrear, saquear, violar, y el único botín con el que se han quedado los hombres es el miedo. “Vergüenza debería darte andar fingiendo adelante de tus pares”, le digo, y en un rapto de intrepidez yo, que soy el nuevo, toco el timbre. Eric me mira desde abajo, empequeñecido por la mezquindad de su orgullo masculino, aferrado a su fuentecita de comida como a una balsa. Tengo una fantasía sádica: me gustaría desnudarlo, atarlo a una silla con un cinturón y azotar su asquerosa piel pelirroja con otro cinturón, uno de mujer, finito y trenzado, como de víbora.

M A R T E S
No quiero envanecerme, pero una verdad es una verdad, y si no la decís capaz que se te descompone adentro, o te intoxica, o explota. Fui la sensación del taller de nueva masculinidad. Me recibieron muy bien, y eso que no me esperaba nadie. Hasta me dieron de comer. Eran seis: faltó el de la iniciativa, el del perro salchicha: parece que se hizo unas quemaduras de segundo grado en el taller de cocina naturista. Además de Eric, hay dos ex arquitectos, un ex diseñador gráfico, un ex director de escuela y un ex piloto comercial. Todos encantadores y desvalidos. Vidas arruinadas. De tanto sostenerse como hombres fueron perdiéndolo todo poco a poco, sin darse cuenta, como perdemos cada noche millones y millones de células en las sábanas, cadáveres de sueños que jamás recordaremos. Perdieron esposas, novias, hijos, profesiones. ¡Lo perdieron todo con tal de seguir siendo hombres! Ahora quieren reconstruirse. Van de a poco, como los alcohólicos rehabilitados. Apenas entramos me dieron una remera con el lema del taller: Vos Sos Tu Falla. Como los forenses reconstruyen la identidad de un criminal a partir de un pelo dejado en el cuerpo de la víctima, ellos quieren reconstruir su masculinidad a partir del desperfecto que siempre la empañó. Son artistas del tartamudeo, rengos expertos, genios de la cobardía, impotentes profesionales. Después de los diez minutos estipulados para los abrazos, pasamos al garaje y nos sentamos en semicírculo en unas sillitas muy bajas, pintadas de colores. “Antes dirigía un jardín de infantes”, me dijo Eric por lo bajo, cabeceando disimuladamente hacia el dueño de casa. En un momento todos me preguntaron al unísono: “Y tú: ¿cuál es tu falla?” No supe qué contestar. (Me desconcertó mucho el “tú”, tan de telenovela de la tarde –después me explicaron que era la fórmula bautismal de rigor, y que la idea era dejar aflorar “el componente kitsch que todos tenemos adentro”.) Dos cosas me vinieron a la cabeza, primero remotas y pálidas, después deslumbrantes. Una, que recién empecé a tener pelos en el cuerpo a los catorce años. Hasta esa época, nada: lampiño como un delfín. De ahí el espanto cuando a los doce, en un banco del club donde jugaba al tenis, mi novia de entonces, una chica bellísima que mi hermano acababa de abandonar, levantó los brazos y me mostró con la naturalidad más atroz las dos matas de vello oscuro que acechaban en sus axilas, inmóviles y pérfidas como arañas pollito. (Creo que es en Goldfinger donde a Bond le meten una araña pollito entre las sábanas.) La otra era más o menos contemporánea. A los doce, yo no había hecho todavía ese primer servicio militar masculino que es “pegar el estirón”. Era petiso, culón, “achaparrado”, palabra que había leído alguna vez en una revista de historietas mexicana y que me parecía el colmo del desdén. No tenía granos, es cierto, pero estaba en una edad en que las absoluciones no valen nada y las culpas todo. Mi madre, alarmada, pensó en someterme al mismo tratamiento endocrinológico que tan buenos resultados le había dado a Pepito Cibrián, célebre, ya entonces, por su altura de junco. Pasé meses aterrorizado; cada vez que veía a Cibrián padre con Ana María Campoy en las revistas o la televisión no podía dejar de imaginármelos con guardapolvos blancos, barbijos, guantes de látex y un resplandor de impaciente lubricidad en sus ojitos de sabios locos. ¿Era eso una falla? ¿Dos fallas? No dije nada. Antes necesitaba entrar en confianza con mis compañeros. “No importa”, me dijeron. Me dieron hasta la reunión que viene para contestar y me aconsejaron que usara la remera, porque “el lema”, dicen, “ayuda”.

Media hora más tarde estábamos todos atados a sillas, desnudos, azotándonos con la colección de cinturones de víbora sintética que la ex mujer del ex director de jardín de infantes se había dejado olvidada en un cajón del dormitorio. Ese fue mi primer éxito. El segundo fue cuando el ex piloto comercial –un ropero que come y bebe hasta reventar, desesperado por revertir el camino de gimnasio, dieta y anabólicos que alguna vez emprendió para revertir cierta ligera tendencia a acumular grasas– fue a cambiar la música y yo escuché los dos primeros compases y grité: “¡Los paraguas de Cherburgo!” Gran conmoción. Fue como si hubiera adivinado la contraseña de una célula de espías de la Mossad. “¿Te... gusta... Los paraguas de Cherburgo?”, me preguntaron balbuceando, como cuando uno teme que lo que consideraba un milagro de comunión sea en realidad un vulgar malentendido. “¿Catherine Deneuve? ¿Nino Castelnuovo? ¿Michel Legrand? ¡Me gusta es poco! Creo que en mi cuerpo hay un órgano que se llama Los paraguas de Cherburgo”, dije. Me encantó poder desovillar adelante de un público tan cultivado las tardes que nos pasábamos con mi hermano encerrados en nuestra pieza, escuchando y cantando una y otra vez las canciones de Michel Legrand. El debía tener 9 o 10 años; yo 7 u 8. Los dos hacíamos todos los personajes de la película: Geneviève, Guy, Roland Cassard, el joyero abominable.

“Bonjour Guy / Bonjour Geneviève...” “Nous sommes perdus / paparapa / Toujours les grands mots / paparapa / C’est abominable...” “Quelle beauté / Une pure merveille/ C’est la caverne d’Ali Baba...” Nos pusimos a cantar. Yo distribuía los papeles y corregía las pronunciaciones. Terminamos el ex piloto y yo haciendo la escena del final de la película, en la estación de servicio, bajo la nieve, cuando Guy y Geneviève vuelven a encontrarse después de mucho tiempo, ya casados con otros y con hijos. Para rematar, yo conté la vez que, en una fiesta, charlando con un representante de artistas español, cometí la infidencia de decir que era fanático de Los paraguas de Cherburgo. El representante de artistas levantó las cejas y, con tono clínico, me dijo: “Pues entonces eres gay, definitivamente”. Mi historia desencadena un reguero de confesiones parecidas: quien más, quien menos, todos tuvimos nuestra brevísima temporada homosexual por culpa de Los paraguas de Cherburgo. Pero ninguno renegó. ¡Y ahora todos sabemos en carne propia lo que es salir del closet! Algarabía general. Mientras nos despedimos, decidimos por unanimidad que el taller se va a llamar Los paraguas de Cherburgo. La próxima reunión es en casa.

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