sábado, 9 de mayo de 2009

Natalia Ginzburg. Nuestro amigo, la ciudad, las colinas

Olvidada por el gran público durante más de cuarto de siglo, la obra de Natalia Ginzburg se mantuvo como un secreto entre iniciados de un culto sutil y melancólico. Hoy, cuando se habla del regreso de la “literatura del yo”, el tierno fantasma de esta escritora mayúscula regresa por sus fueros. De la colección de ensayos y misceláneas que conforma su extraordinario libro Le piccole virtù (Einaudi, 1962), a manera de presente otoñal les traemos la traducción de este bello testimonio de su amistad con uno de los escritores italianos más importantes del siglo pasado.

Se dice que la obra de Natalia Ginzburg define el “antes y después” de la literatura intimista. Descreemos de esos jingles. Preferimos disfrutar sus novelas, diálogos y ensayos en términos de literatura de cámara. Cero grandilocuencia, cero pirotecnia, máxima intensidad.


por Natalia Ginzburg

La ciudad que nuestro amigo tanto amó es la misma de siempre: han ocurrido algunos cambios, pero no demasiados: se han abierto algunas líneas de trolley, han construido varios pasajes subterráneos. No hay, sin embargo, nuevas salas de cine. Los viejos cines siguen operando con sus antiguos nombres: esos nombres cuyas sílabas, al repetirlas, nos devuelven a la infancia y la adolescencia. Vivimos en otros lugares ahora, en ciudades más grandes y muy distintas y si cuando nos reencontramos hablamos de nuestra ciudad, lo hacemos sin ningún remordimiento por haberla dejado atrás: estamos convencidos de que hoy ya no nos sería posible vivir allá. Pero cuando regresamos, tan pronto hemos cruzado el pasillo de recepción en la estación ferroviaria y nos adentramos en la neblinosa trama de las avenidas, ya nos sentimos en casa. Y la tristeza que la ciudad nos inspira cada vez que retornamos reside precisamente en este instantáneo sentirse en casa y a la vez en sentir que ya no tenemos ninguna razón para estar allí. Ya que aquí, en casa, en nuestra ciudad, el lugar donde fuimos jóvenes, muy pocas cosas quedan vivas para nosotros: al llegar nos recibe solamente un cúmulo de memorias y sombras.


Nuestra ciudad, en todo caso, es por naturaleza melancólica. En las mañanas de invierno un olor muy especial, a hollín y escarcha, se esparce por calles y avenidas. Si llegamos de madrugada, hallamos una ciudad grisácea de tanta niebla, envuelta en ese aroma pesado. De vez en cuando se filtra un tímido rayo de sol que tiñe con tonos rosa y violeta las calles cubiertas de nieve, las ramas de los árboles. A la entrada de las casas, la nieve ha sido apilada en pequeños montoncitos, pero los paseos públicos se hallan todavía enterrados bajo una gruesa colcha, suave e intacta, de casi medio metro, que cubre los bancos abandonados y los bordes de las fuentes de agua.

Nuestra ciudad, nos damos cuenta ahora, se parece mucho al amigo que perdimos, ese amigo nuestro que tanto la amó. Es una ciudad dinámica, como era él; con el semblante preocupado por sus febriles y testarudas emprendimientos y, sin embargo, también es indolente, con tendencia a vagar y soñar despierta. En esta ciudad que tanto se parece a él tenemos la impresión de que nuestro amigo vuelve a la vida en cualquier lugar al que vamos. En cada esquina, en cada callejón, se tiene la sensación de que él aparecerá de súbito: la alta figura enfundada en el abrigo de larga cola, la cara escondida en el cuello del abrigo, el ala del sombrero cubriéndole los ojos. Empecinado y solitario, nuestro amigo recorría esta ciudad a su propio ritmo. Le gustaba recluirse en los cafés más inhóspitos, allí donde el humo del tabaco no deja respirar. Al entrar en uno de esos lugares, él se quitaba rápidamente el abrigo y el sombrero, pero no se desprendía de esa horrible bufanda de colores chillones que cubría su cuello. Le gustaba jugar a rizar con un dedo sus largos mechones de pelo castaño y de pronto, en un gesto nervioso, alborotar con ambas manos su cabellera. En esos cafés llenaba páginas y páginas con su caligrafía larga y rápida, corrigiendo y tachando furiosamente. Y en su poesía la ciudad siempre fue celebrada:

Questo è il giorno che salgono le nebbie dal fiume
Nella bella città, in mezzo a prati e colline,
E la sfumano come un ricordo...

Sus poemas resuenan en nuestros oídos cada vez que regresamos a la ciudad o alguien nos recuerda algún fragmento. Y ya no sabemos si son en verdad poemas hermosos, porque constituyen una parte muy profunda de cada uno de nosotros y reflejan con gran precisión la imagen de nuestra propia juventud, esos días lejanos cuando escuchamos a nuestro amigo leernos esos poemas recién escritos, cuando aprendimos, con profundo asombro, que incluso de nuestra gris, atrabiliaria y prosaica ciudad podía surgir poesía verdadera.


Nuestro amigo vivió la ciudad como un adolescente. Y la vivió así hasta su muerte. Sus días, como los de un adolescente, eran muy largos, espacios rebosantes de tiempo: para él era fácil acomodar horarios para estudiar y escribir, para ganarse la vida y deambular por las calles que amaba, mientras nosotros batallábamos torpemente entre la pereza y la diligencia, derrochando horas valiosas tratando de determinar si éramos perezosos o diligentes. Durante muchos años, él rechazó trabajar en horario de oficina o aceptar posiciones estables y cuando lo hizo, cuando finalmente accedió a ocupar un escritorio, resultó un empleado escrupuloso e incansable, y a la vez pudo mantener un amplio margen de tiempo libre para sí mismo. Comía a toda velocidad lo poco que comía, y no dormía nunca.


Solía caer en pozos de honda tristeza: durante algún tiempo, mucho tiempo, nosotros estuvimos convencidos de que él habría de remontar esa tristeza cuando lograra conciliar el tumulto de su mente y aceptase entrar en la madurez: su tristeza, sin embargo, era como la tristeza de un niño: esa voluptuosa, somnolienta melancolía del niño que aún no ha ingresado al mundo real y orbita en un mundo de sueños: árido, solitario. Algunas veces, al caer la tarde, él venía a visitarnos. Se sentaba en cualquier lado, pálido, la bufanda alrededor del cuello, y rizaba su pelo o hacía crujir unas hojas de papel sin decir una sola palabra durante todo el tiempo que estuviera con nosotros. Sin contestar una sola de nuestras preguntas. Finalmente, en algún momento, se levantaba, tomaba su abrigo y se iba. Sintiéndonos mortificados, nos preguntábamos si quizás habíamos hecho algo que lo haya ofendido, en caso de que él nos hubiera buscado para distraerse o animarse y lo hubiésemos defraudado, o si su visita se debía simplemente a que él había decidido pasar el resto de la noche bajo alguna otra lámpara que no fuese la de su cuarto.


Conversar con él nunca fue fácil. Incluso cuando él estaba de buen lado: y sin embargo, encontrarnos con él, sin importar que nos haya dicho poco o nada, era el estímulo más poderoso y vigorizante que podíamos hallar. En su presencia éramos de pronto más inteligentes, más interesantes. Nos sentíamos impelidos a expresarnos con la mayor seriedad, dando lo mejor de nosotros, dejando de lado las jugarretas, las banalidades, las imprecisiones, la incoherencia. A menudo, su sola presencia nos hacía sentir más humildes: nosotros nunca podíamos ser tan sobrios, tan poco pretenciosos. Y mucho menos ejercer tal grado de generosidad y de equilibrio racional. El nos trataba, a nosotros, sus amigos, con abierta brusquedad. Jamás pedía disculpas por sus errores. Pero si se enteraba que alguno de nosotros estaba enfermo o necesitaba algo, él se hacía presente de inmediato y se brindaba entero, con la solicitud de una madre. Por una cuestión de principios, él rechazaba conocer gente nueva, hacer amigos. Y a la vez, por mero capricho, de buenas a primeras él podía ser muy afable y cálido y expresivo con algún perfecto desconocido, incluso con gente levemente despreciable. Y si nosotros le hacíamos ver que tal persona era un individuo al que convenía mantener a distancia, él replicaba que ya lo sabía. A él le gustaba que nosotros creyéramos que él lo sabía todo y no permitía jamás que le comentáramos sobre cosas que él no conocía. Ahora bien, por qué él se mostraba tan amistoso con gente de poco valor civil y negaba su tiempo y su amistad a quienes realmente lo merecían, eso nunca no los explicó.


Otra veces se nos revelaba muy interesado en conocer a alguien que él consideraba provenía de alguna clase acomodada. Y en poco tiempo se hacía amigo de esta persona. Solíamos creer que lo hacía porque estaba trabajando en alguna novela. Su criterio para juzgar la elegancia era bastante falluto. Cualquier brillo, para él, tenía su origen en oro. En esto, y solamente en esto, era un ingenuo. Juzgando elegancia de espíritu, en cambio, no se equivocó nunca.

El tenía una cautelosa, desconfiada manera de dar la mano: extendía un par de dedos y los retiraba rápidamente. Su manera de extraer el tabaco de su bolsa y llenar su pipa era reservada y parsimoniosa. Tenía también una brusca manera de darnos dinero cuando se daba cuenta que estábamos necesitados: tan brusca y abrupta que nos dejaba estupefactos. Solía decir de sí mismo que era tacaño y que le dolía desprenderse de su dinero, pero apenas se deshacía de cierta suma, al próximo minuto el asunto ya no le importaba en lo más mínimo. Si nos encontrábamos lejos de la ciudad, él no nos escribía, tampoco respondía nuestras cartas. Cuando lo hizo, solamente escribió frases cortas, frías. No le era posible querer a sus amigos cuando se hallaban lejos, nos dijo. Creo que para evitar las preocupaciones generadas por la ausencia, apenas sus amigos partían a otro lugar él, en su mente, reducía los recuerdos de esos amigos a cenizas.

Nunca tuvo esposa o hijos, nunca tuvo un hogar. Vivía con una hermana casada, quien lo quería tanto como él a ella. Y aún así, en esa familia él mantuvo intactos sus bruscos modales, comportándose como un niño malcriado, como un forastero. Algunas veces se daba una vuelta por nuestros hogares y, con el entrecejo fruncido en gesto bienintencionado, examinaba cómo criábamos a nuestros hijos, las familias que estábamos construyendo. El también pensaba, muy frecuentemente, en formar una familia, pero pensaba en ello de una manera muy suya, una manera que con los años se hizo más compleja y tortuosa, tan tortuosa que se vedaba cualquier clase de resolución. Con el paso de los años desarrolló una red de principios e ideas tan enredados y complejos que esterilizó el cumplimiento de la realidad más elemental. Mientras más inaccesible e inalcanzable se hacía para él esa realidad, más fuerte era su deseo de superar la red tortuosa que acabó por rodearlo como una enredadera asfixiante.


En ocasiones él se sentía muy triste y por mucho que nosotros tratamos de ayudarlo, él nunca nos permitió una palabra reconfortante o una mirada compasiva. Y así fue que nosotros, siguiendo su ejemplo, rechazamos su solidaridad toda vez que nos tocó enfrentar horas difíciles. Esto no implica que él haya sido un maestro para nosotros, si bien, innegablemente, aprendimos muchas cosas de él. Podíamos ver con total claridad las absurdas y retorcidas convoluciones mentales en las que él voluntariamente confinaba su alma simple y nos habría gustado que nos dejara enseñarle algunas cosas que habíamos aprendido: como el vivir de un modo más elemental, menos asfixiante. Pero nunca pudimos enseñarle nada, ya que cada vez que intentábamos explicarle algo él levantaba una mano con gesto de fastidio y decía que todo eso él ya lo sabía.


En los años finales las líneas de su cara se hicieron más pronunciadas, signos evidentes de la devastación producida por su mente atormentada. Y sin embargo su cuerpo mantuvo el estado de gracia de la adolescencia hasta el final.


En el ultimo periodo de su vida él se convirtió en un escritor famoso, pero ello no cambió un ápice sus hábitos reclusivos, como no alteró su disposición modesta y afable y tampoco la minuciosa, dolorosa humildad con que día tras día se aplicó a su trabajo. Y cuando le preguntamos si disfrutaba ser famoso él nos respondió, dejando ver un rictus arrogante, que había esperado por ello durante toda su vida: ese rictus arrogante, astuto, infantilmente perverso, relampagueaba por instantes cruzándole la cara y luego desaparecía sin dejar traza. Por supuesto, la confesión de que él había esperado siempre aquello, significaba que el logro ya no le proporcionaba ningún regocijo: él era de esas personas incapaces de disfrutar y amar aquello que ya tienen.

Solía decirnos que había llegado a conocer tan profundamente su arte que éste ya no tenía secretos para él. Y al carecer de secretos, ya no le despertaba ningún interés. Incluso nosotros, sus amigos, dijo, ya no teníamos secretos para él. Y eso lo aburría infinitamente. Y nosotros nos sentíamos tan mortificados de ser para él una causa de aburrimiento, que no podíamos decirle que advertíamos perfectamente el factor que había malogrado su vida: su renuencia a la entrega afectiva y a la aceptación del curso natural de la vida, que procede en cauce uniforme y aparentemente sin ocultar secretos. El estaba siempre en combate con las pequeñas cosas reales de todos los días: sediento de ellas y odiándolas al mismo tiempo. Ese reino fue prohibido e invencible para él. Solamente podía observarlo desde la infinita distancia que lo separaba.

Murió en verano. Nuestra ciudad siempre está desierta en verano. Emana una sensación de vastedad. Amplia y resonante como una plaza. El cielo es claro, sin llegar a ser luminoso. Pesados camiones cruzan de un lado a otro, cargados con arena que se extrae del río. En las calles, el asfalto hace hervir los adoquines. En los cafés con mesas a la calle, las sombrillas no cobijan a nadie, lucen calcinadas y desiertas.

Ninguno de nosotros estaba allí. El eligió, para morir, un día ordinario de aquel tórrido agosto. Escogió un hotel próximo a la estación ferroviaria, como si abrigara el deseo de ser un extranjero en su propia ciudad.


Muchos años atrás, había entrevisto su muerte en un poema:

Non sarà necessario lasciare il letto.
Solo l'alba entrerà nella stanza vuota.
Basterà la finestra a vestire ogni cosa
D'un chiarore tranquillo, quasi una luce.
Poserà un'ombra scarna sul volto supino.
I ricordi saranno dei grumi d'ombra
Appiattati così come vecchia brace
Nel camino. Il ricordo sarà la vampa
Che ancor ieri mordeva negli occhi spenti.


Poco después de su muerte, nos decidimos a pasear por las colinas de nuestra ciudad. A lo largo del camino, vimos cafeterías y bicicletas apiladas, granjas en las que habían puesto a secar hierba recién cortada. Era su paisaje preferido: los extramuros de la ciudad durante el umbral del otoño.


Observamos la noche de septiembre alzarse sobre los campos arados y las lomitas hirsutas. Eramos un grupo de amigos muy cercanos que se conocían desde muchos años atrás. Un grupo de gente que siempre había trabajado y pensado en conjunto. Como suele suceder con quienes se tienen mucho amor entre sí y se hallan conmovidos por el dolor, tratábamos de darnos más cariño, de protegernos unos a otros con mayor celo: sentíamos que, de una manera muy suya, muy misteriosa, él siempre nos había protegido y cuidado a cada uno de nosotros. En esas colinas él estuvo con nosotros, más presente que nunca.


Ogni occhiata che torna, conserva un gusto
Di erba e cose impregnate di sole a sera
Sulla spiaggia. Conserva un fiato di mare.
Come mare notturno è quest’ombra vaga
Di ansie e brividi antichi, che il cielo sfiora
E ogni sera ritorna. Le voci morte
Assomigliano al frangersi di quel mare.


(Roma, 1957)


Yapa. Hace unos meses, Alejandro Zambra -fan convicto & confeso del amigo de Natalia Ginzburg, visitó aquella región italiana e incluso paseó por el pueblo natal del famoso escritor. Esta es su crónica de aquel viaje.

http://diario.elmercurio.cl/detalle/index.asp?id=%7B34322348-8b9b-4405-b332-d9e69f7a7583%7D

1 comentario:

thestranger dijo...

La Ginzburg es genial! Me enganché tanto con Familia, que ahora me compré Las pequeñas virtudes y Léxico familiar. Ahí está una gran escritora; ojalá tuviéramos a una latinoamericana de esa talla, una narradora sin estridencias, sin poses, sin histrionismo, sin necesidad de reivindicaciones históricas, de exotismos. En USA no le dan bola, pero por suerte se puede encontrar buena parte de su obra en español.