miércoles, 22 de octubre de 2008

De la delación como una de las Bellas Artes

Somos fans de Dylan, asi que celebramos la buena nueva de la salida del vol. 8, Tell Tale Signs, de los bootlegs con este aporte feliz, que analiza uno de los gestos dylanianos por excelencia: el gesto revisionista y reversionista que Dylan hace de sus canciones. Siempre con un as bajo la manga, pirata de si mismo, el viejo Bob debió guardarse algunas canciones para después. Compartiendo la felicidad de estos días felices, les dejamos de regalo un par de temas que no están en ninguno de los 3 discos de Tell Tale Signs(un cover de “Rings of fire”, de Johnny Cash y “You belong to me”, un clásico de los 50). Se descargan pulsando acá. Felices los felices.

El hombre que escondía obras maestras

Javier Rodríguez C.


Creo que a nadie le cabe duda que Bob Dylan es Dios. Al menos no a sus fanáticos, dedicados a seguir febrilmente cada movimiento suyo (dicen que la Internet fue inventada por un dylanófilo, para facilitar su seguimiento), recopilando hasta el más mínimo suspiro e idea que confirme su dylaniana procedencia, para ello persiguiendo por el mundo al bardo en su errante “Never Ending Tour”, o demostrando la compulsión necesaria para hurgar entre su basura o pincharle el teléfono. Y es que los motivos para estas conductas casi patológicas ameritan el celo extremo, pues los archivos de Bob Dylan –sus descartes, grabaciones en vivo, versiones inéditas, rarezas, colaboraciones, etc.– son tan prolíficos y están tan llenos de maravillas que compiten sólo con los de Neil Young (y sus armarios repletos de cintas y acetatos jamás publicados) o los innumerables piratas de los Grateful Dead, al punto que la “necesidad” de conocer este material (y el hermetismo de Bob para revelarlo) ha llevado a sus fans a tratar de conseguirlo de formas tal vez cuestionables, creando la “industria paralela” del grabado e intercambio de Bootlegs. Alertados de esto, los gerifaltes de Columbia Records han decidido oficializar tales grabaciones, lanzando cada dos años un nuevo volumen de la serie de grabaciones perdidas que han titulado “The Bootleg Series”, iniciada en 1991 con un estupendo compilado de tres discos y que alcanza ya el octavo número con Tell Tale Signs, “pirata” que llegó a las bateas discográficas el pasado 6 de octubre.

Enfocado en el periodo 1989 – 2006, Tell Tale Signs recopila canciones que no entraron en Oh, Mercy (1989), World gone wrong (1993), Time out of mind (1997) y Modern Times (2006), abarcando el proceso de su actual “renacimiento” creativo y documentando cómo Bob recobró la forma hasta alcanzar el genial pico que atraviesa hoy. Además, este álbum también nos ofrece las primeras grabaciones “oficiales” de Dylan y su banda en vivo desde 1995, lo que es de agradecerse, pues Bob sólo puede ser atrapado y comprendido en la mercurial encarnación de su camaleón sonoro “en vivo”, mucho más si consideramos que sus recitales de los últimos diez años son los mejores que ha dado desde 1978. Entonces, casi revestido de un aura de “imprescindibilidad” para el dylanófilo promedio, al contener también preciosas canciones y hasta alguna obra maestra perdida, este disco sirve soberbiamente como majestuoso “pie” para conocer finalmente a esa leyenda inescrutable que es Bob Dylan.

Como la mujer de Lot


Un misterio genuino y en esencia, Bob Dylan se ha transformado en un enigmático observador, desafectado del mundo moderno y por ello habilitado para, desde una distante posición, dotada de especial ironía, incomparable sabiduría y relevante claridad, retratarlo con contundencia infalible. Es esta visión, ya homogénea y contemporánea –a diferencia de los anteriores volúmenes de la “Bootleg Series” (excursiones de época a los sesenta y setenta)–, la que se materializa en Tell Tale Signs, adquiriendo la suficiente contextura para finalmente permitirnos percibir plenamente la tan sugerida “trilogía” conformada por Time out of mind, ”Love and theft” y Modern Times, ampliada acá hasta principios de los noventa, pero con una atmósfera y visiones sorprendentemente enfáticas en sus intenciones, refrendando que lo de Bob no es sólo una trilogía temática, sino un discurso expansivo.
Una de las características de este “último” Dylan es la poderosa retórica de sus letras, cada vez más explícita y franca al demostrar sus raíces ancestrales (no faltan entre las canciones de este disco citas textuales a la Anthology of American Folk Music), dejando muy atrás la etérea y rampante poética de sus primeros días. Por tanto, temáticamente la compilación se muestra como una unidad (no una colección de canciones), en la que se entrecruzan comentarios retrospectivos personales, la consciencia de la vulnerabilidad humana, manifestaciones de amor obsesionado, viajes trepidantes por una América tan mítica y perturbadora como la “Old Weird América” y los cantos apocalípticos de un profeta cínico. Todos estos son temas que Dylan ha explorado siempre (desde “Motorpsycho Nitemare” hasta “Thunder on the mountain”, pasando por “Jokerman” o “When the ship comes in”), pero que han alcanzado nuevamente la plenitud de su genio en los pasados 20 años, justamente los cubiertos por este disco.

Pero algo que tampoco es nuevo en Dylan es su método de trabajo, libre y dado a la improvisación –por ello mismo doblemente deslumbrante–; lo que ha hecho que existan versiones muy distintas de cada tema suyo, quedando registrados en decenas de alteraciones, mezclados con sus también legendarias “sesiones de calentamiento”, en la que jammea sobre clásicos del folk al mejor estilo “Basement Tapes”. En consecuencia plena con su actitud de evitar mirar atrás, ha sucedido que, en ocasiones, las versiones de los temas que han sido publicadas en los álbumes oficiales no son precisamente las mejores para plasmar lo que Bob quiere expresar; y hasta se ha dado el caso en que Dylan mismo ha vetado la publicación de joyas que todos los que escuchaban por adelantado el disco apuntaban como las mejores del álbum, y acaso de todo el canon Dylaniano (Síndrome “Blind Willie McTell”). Esto no bajo una impostada pedantería, sino respetando la dylaniana filosofía de privilegiar las instantáneas sobre las epifanías prefabricadas. Con todo, la posibilidad que nos abre Tell tale signs en ese sentido es magnifica, pues nos da un vistazo del proceso creativo del maestro de Duluth y también incluye cuatro de las mejores canciones que Dylan ha escrito jamás (ni que decir de los últimos 20 años), pero no había publicado aún: “Red River Shore”, “Dreamin’ of you”, “Mississippi” y “Series of dreams”.

Señales delatoras

Tell tale signs puede sorprender al incorporar hasta tres versiones distintas de un mismo tema (“Mississippi”), pero al ser Bob Dylan uno de esos pocos músicos –no intérpretes– empeñados en jamás tocar una canción dos veces igual, tiene total sentido que cada una de sus tomas de estudio sea profundamente distinta de la otra. Esa fuerza es la que hace que un disco de “rarezas” sea, en el caso de Bob, hasta más atractivo que algún otro material cortado en estudio. Justamente abriendo con una versión country-blues a dos guitarras del genial tema aparecido en “Love an Theft”, éste disco también ofrece una segunda alternativa de “Mississippi”, arreglada para una pequeña banda (en el típico estilo de Daniel Lanois, productor de este tema) pero igualmente contundente en su empuje poético.

También en versión doble aparece “Dignity”, en una de ellas con un profetizador Dylan a solo piano, y en la otra –ya más cercana a la versión “oficial” del tema– arropando con una juguetona banda de rockabilly atenuado sus dejos vocales, entre sarcásticos y hastiados. Pero si de versiones sorprendentes se trata, la bluesera “Someday baby” se presenta acá transfigurada por completo, dando mucha batalla a la rockera versión de Modern Times. También abiertamente distintas se escuchan “Tell Ol’ Bill” y “Huck’s Tune”, grabadas para las bandas sonoras de North Country (2006) y Lucky You (2007), aunque en ambos casos el concepto de la composición ni llega a revisitarse.

Inmediatamente se nos presenta la primera gran joya del álbum, “Red River Shore”. Una de esas canciones magistrales que Dylan hace y destierra de sus discos oficiales (sabedor de todo esto) aparentemente sólo para mosquear a los dylanólogos. Aunque en este caso es aceptable suponer que Bob la apartó de Time out of mind para mantener la uniforme inescrutabilidad otoñal de esta obra. Precisamente también separada de este disco, “Can’t wait” golpea con intenso swagger folk-rock y hace algo más obvia la razón por la que se la excluyó de la mezcla final del disco. Uno de los mejores blueses lentos que ha escrito Bob, “Marchin’ to the city”, y “Dreamin’ of you”, con su hipnótica amalgama de riffs y beats, completan las lista de “descartes” del magnífico opus dylaniano de 1997, exponiendo todavía más facetas de un disco ya insuperable en su forma original, llevándonos a preguntar si, de haberlas incluido, se habría roto la maciza oscuridad funebre de **Time out of mind**, haciendo de esta mucho más que la tenébrica pieza que permitió a Dylan sumergirse nuevamente en aguas del genio.

Sin embargo, son las sesiones de Oh, Mercy las que más temas aportan a Tell tale signs. Esto tiene mucho sentido si recordamos la manifiesta insatisfacción de Dylan con el producto final, o –por otro lado– si lo marcamos como el punto de inflexión de su carrera tardía. Revelando un insospechado sonido arrasadoramente moderno, “Everything is broken” es un clásico blues-rock dylaniano “para sudar”, pero con tendencias de rock contemporáneo sosteniendo el sardónico parloteo. En las antípodas, aunque también proveniente de la misma sesión, “Born in time” es una hermosísima canción de amor, acaso demasiado poética para clasificarse sólo como eso (no por nada es una de las más sublimes que Bob ha escrito), además de ser el único tema tomado del crónicamente infravalorado Under the red sky que aparece en este volumen –pues aunque se la grabó ya para Oh, Mercy, la canción no vio la luz sino hasta el próximo disco–. También una balada de amor perdido, “Most of the time” suena como algo que cabría sin problemas en Another side of Bob Dylan (1964), y junto a la locomotora visionaria de “Series of dreams” y la rabiosa modernidad de “God knows”, todas pertenecen a las sesiones de Oh, Mercy, que de haber incluido en su lanzamiento estos otros temas, bien podría haberse transformado en el disco más frontalmente moderno de Bob desde 1966.

Resaltan también “High Water (for Charley Patton)” y su rodaje bluesero en vivo, demostrando que eso de hablar de Dylan como un anciano de garganta maltrecha es una tontería. También en vivo encontramos una sublime grabación de “Ring them bells” y la conmovedora belleza de “Lonesome day blues”, que aclaran –por si hiciera falta– que la tremenda banda de gira de Bob puede machacar con guitarras sucias o acariciar con melodías celestiales, una hazaña que usualmente despreciamos casi sin pensarlo.

Finalmente las completamente inéditas “Can’t escape from you” –con Dylan como crooner consumado de un vals de fantasmagórica belleza soul–, el impecable cover de “32-20 blues” de Robert Johnson, la inmortal “Cocaine blues” o “Miss the Mississippi”, tampoco tienen desperdicio, y hacen de este un disco no solamente **redondo**, sino absolutamente a prueba de balas.

Juguetes perdidos

Míticamente enfrentado a sus productores y comprometido solamente con su musa, Dylan –que desborda genialidad a cada instante– muy probablemente se transformará póstumamente en una mina de oro inagotable para sus managers y herederos (que ya se sienten facultados para asaltarnos pidiendo $130 por la edición “deluxe” de **Tell tale signs**), ya que sus piratas son casi inabarcables en calidad y cantidad (i.e. las Basement Tapes completas, las sesiones con Johnny Cash, sus primeras tomas eléctricas circa 1962, etc.), y este disco es una prueba más de ello. De cualquier manera, introducirnos en el proceso creativo del mayor genio de la música popular tiene grandes recompensas. Sea que lo hagamos con afanes de enfermizo completismo, por elemental curiosidad o persiguiendo el cismático balance entre los retoques sonoros, cálidos pero rústicos, de Lanois y el nervio expresivo de Bob, la “Bootleg Series” y Tell tale signs acusan el inconmensurable genio de Dylan, de indudable vigencia además (recuérdese que ninguno de los temas del álbum tiene más de 19 años). Tal y como con Pete Seeger, que acaba de lanzar un bellísimo disco a los 89 años, con Bob corroboramos que las figuras titánicas como ellos jamás se extinguen.

Sonando como en 1964 o apoyado por una banda símil Wallflowers –epitome del folk-rock “moderno” allá por 1997–, una voz de ultratumba nos acerca al grandioso y eminente autopirata, un Dylan sabio y eminente que proclama “Me estoy poniendo viejo/Puede pasarle cualquier cosa a cualquiera ahora.” Mientras nos recuerda que acostumbrarnos a recibir sólo discos perfectos de él puede ser posible. En fin, si sus “desechos” son así (como el material de Tell Tale Signs, un disco casi de 10 cerrado), ¡Cómo serán sus canciones “oficiales”!. Pero en ese sofisma erramos de pleno, pues con Bob Dylan nada es definitivo. Y ése es el secreto de su genio.


Fuente: La Ramona

sábado, 11 de octubre de 2008

EL AFTERWORD PARA THE ABSENT CITY (RICARDO PIGLIA)

Ricardo Piglia ha repetido hasta el cansancio que publicar un libro es lo de menos. Que lo que importa es la forma en que ese libro interviene en la sociedad. Se trata, pues, de intervenir no de entretener --para eso están el Gran Hermano y la industria del videogame. Por tanto, antes de publicar ficción, es necesario relevar un mapa muy detallado del contexto en el que aparecerá el libro, así como crear ciertas condiciones de recepción. Cuando en octubre del 2000 salió al mercado la versión en inglés de su novela La ciudad ausente (The Absent City) los fans de Piglia nos dimos con la sorpresa de que esta edición traía un epílogo (“Afterword”) del propio Ricardo Piglia. Texto escrito específicamente para el lanzamiento de esta traducción, en el que el doppelgänger de Renzi se dirige a un público que muy probablemente ignora por completo su obra (y/o que tendría dificultades tratando de localizar Argentina en un mapamundi), para trazar algunas coordenadas de lectura y establecer el lugar de su ficción en el ruidoso tantaqhatu del mundo editorial contemporáneo. Sí, claro, se trata de una operación borgeana en toda la regla. Lamentablemente, no se conoce el original en español de este tan raro como importante texto. Aquí les ofrecemos una “destraducción” que ha querido sonar lo más pigliesca posible. Y de yapa les dejamos un regalito en mp3. ¿Será necesario explicitar que los kías de la cámara de los comunes de Editorial El Cuervo consideramos a La ciudad ausente una de las tres novelas fundamentales del presente (inmediato)?

Piglia. Sobre/hacia una traducción de La ciudad ausente

Siempre me han gustado las novelas estructuradas en líneas argumentales yuxtapuestas. Esa intersección de tramas establece un correlato directo con una imagen muy poderosa que yo tengo de la realidad. En este sentido, La ciudad ausente es muy parecida a la vida. A menudo yo experimento la sensación física de que entro y salgo de tramas narrativas; de que a lo largo del día, mientras uno comparte con sus amigos o con la gente que ama e incluso con extraños, ocurre un intercambio de relatos, una suerte de sistema similar al de abrir una puerta para entrar a otro relato –algo como una red verbal en la cual vivimos-, y que la cualidad central de toda narrativa es este flujo, este aparente movimiento de fuga de un relato hacia otro. He intentado narrar esta sensación. Y ése, creo, es el origen de La ciudad ausente.

El primer problema que enfrenté fue cómo incorporar los relatos de la máquina. Este problema reflotó un asunto que siempre me ha interesado al discutir la organización de una novela: la idea de la interrupción como un factor central del arte narrativo. Así, el éxito de una narración no se decidiría en la continuidad, sino en la interrupción. La interrupción como una forma más intensa de continuidad. Pensando en esto de las interrupciones, tenía en mente ciertas referencias, como Scherezade, y un grupo de textos centrales de esta tradición. Siguiendo esa deriva, llegamos a una novela de Italo Calvino que siempre llama mi atención, Si una noche de invierno un viajero. Una tradición, entonces, que concibe la novela como un género basado en interrupciones. Tomando este punto de partida se establece una conexión con lo que se podría llamar la experiencia de la vida (que es, básicamente, algo que ocurre en términos de interrupción y suspensión).
Otro texto que yo admiro mucho, en este sentido, es “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, de Borges. Está escrito en una forma hipercondensada, subordinada a un sistema laberintico, en el que uno halla siempre la esquina de una trama desde la cual habrá de ser conducido hacia otra trama. Me gusta mucho esta idea de una línea argumental que es como una calle en la que se abre una puerta, uno entra y de pronto, súbitamente, la vida de uno es totalmente diferente. Es posible que de todo esto haya nacido mi decisión de usar la ciudad como metáfora para el espacio de una novela.
Un problema adicional, que también me interesa mucho, es la idea de imprimir determinada velocidad a una narración. Una preocupación relacionada sin duda con la manera en que se producen las transiciones entre un relato y otro, así como con los problemas de la interrupción, la fragmentación y el suspense. La idea de la velocidad era algo nuevo para mí, al menos respecto de mis libros anteriores. Lo que me interesa en La ciudad ausente es trabajar en un grado de extrema condensación y velocidad, a la par de recurrir tanto como sea posible a la ironía, una disposición que me resulta muy natural (y que, por otra parte, es la marca definitiva de Respiración artificial).
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Me gustaría decir algunas cosas sobre Macedonio Fernández y Joyce. En un sentido, una fórmula como la del título, La ciudad ausente, es el aspecto más macedoniano de mi novela. Lo que quiero decir es que el título alude, incluso si no es inmediatamente obvio, a una de las ideas fundamentales de Macedonio: lo verdaderamente importante es aquello que está ausente de la realidad. Una idea que condensa la ética no pragmática de Macedonio (y que yo considero muy apropiada para el presente).
La idea de un hombre enamorado que camina por una ciudad que le pertenece, pero resulta que la ciudad por la que el caminó con la mujer que amaba se ha perdido porque la ciudad presente es la memoria de una máquina. Por supuesto, esta ciudad ausente o perdida incluye también otros momentos aparte de aquéllos asociados con una mujer. Así es como funciona, por ejemplo, el Dublín de Joyce.

Dublín y Buenos Aires comparten la característica de que ambas son ciudades literarias. En el sentido de que en ellas ha residido una gran cantidad de escritores que han mantenido una tensa relación con la metrópolis (entre 1930 y 1940, Macedonio, Borges, Cortázar, Arlt y muchos otros vivían en Buenos Aires). El tipo de tensión que, por ejemplo, siente Stephen Dedalus con el idioma inglés, al que considera una lengua imperial. Similarmente, el asunto de la herencia del idioma español y los esfuerzos por liberarse de la estructura colonial estaban muy presentes en Argentina. Uno puede ver claramente una analogía entre la tensión que Joyce mantiene con Shakespeare y la que Macedonio mantiene con Cervantes. La cuestión, entonces, debe plantearse así: ¿de quién es el lenguaje? Y también: ¿cómo superamos las trabas de control político asociadas con este lenguaje, para llegar a Shakespeare, por ejemplo, al pensar en las parodias joyceanas del Ulysses, y la posición que toma Macedonio respecto del Siglo de Oro ibérico?

Otro punto en común entre Macedonio y Joyce es que ambos cultivan el hermetismo como una poética. Joyce es el escritor que escribe del modo que escribe con el propósito deliberado de no ser entendido por sus contemporáneos; el escritor que postula un tipo de narración y un tipo de uso del lenguaje para levantar una distancia respecto a cualquier posible transparencia en la lectura que sus pares puedan hacer de su trabajo (¿pero quién era, o es, o ha sido, o podrá jamás ser par de Joyce? –intromisión del traditore). Esta posición deviene programa, se convierte en un elemento de su poética: el artista al que no le interesa ser comprendido/entendido por sus contemporáneos. Como lo dijo el mismo Joyce: “He sembrado tantos puzzles y enigmas, que los profesores estarán ocupados durante siglos discutiendo qué es lo que quise decir. Esa es la única manera de asegurarse la inmortalidad”.
Algo de esto aparece también en Macedonio. Pero Macedonio asume una posición que en mi opinión es incluso más radical que la de Joyce. Ya que si bien Joyce dedica 17 años de su vida a escribir Finnegans Wake al final acaba por publicarlo. Mientras que Macedonio se pasa cerca de 45 años escribiendo Museo de la novela de la Eterna y muere sin autorizar su publicación.
Ambos escritores resisten todo compromiso con la sociedad. Uno puede pensar en escritores que negocian con la sociedad, que establecen múltiples relaciones con ella, y ciertamente hay varios escritores inmensos que caen en esta categoría. Pero hay otros que cortan toda relación imaginable con la sociedad. Joyce y Macedonio ejercen una intensa residencia en la figura del escritor que asume estas rupturas y que posteriormente establece curiosas relaciones sustitutivas: ahí tenemos la escena de Joyce mantenido por mujeres, o la de Macedonio siempre rodeado de amigos.
Macedonio es también un ejemplo de escritor que observa con gran claridad la distinción entre producción y circulación del material literario. El entendía muy bien ambos campos. Habló de manera muy elegante sobre las distinciones entre uno y otro y hasta construyó una teoría de pasaje entre ambos (la cual es, en realidad, una teoría de la novela). Escribió toda su vida, Macedonio, y sus libros están saturados de prólogos y advertencias al lector; así como de avisos publicitarios y opiniones sobre sus propios libros. Sin embargo, podemos decir que en la vida real Macedonio rechazó publicar. Me gusta la figura de un escritor que se sitúa a sí mismo fuera de circulación, que trabaja en paz, siguiendo su propio ritmo. Un escritor que no imagina sus libros en los términos de una mercancía que debe satisfacer la demanda de un cliente, sino, por el contrario, en términos de salir al encuentro de aquel lector que busca un original perdido entre los atiborrados estantes de una librería.
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Normalmente, uno tiende a inferir la clase de sociedad implícita en un texto. Uno imagina cómo habrá sido la sociedad en la que determinado texto fue escrito. Lo que yo he tratado de hacer con el capítulo “La isla”, por el contrario, es crear una sociedad que podría constituir el contexto del Finnegans Wake. No la sociedad desde la que Joyce escribió Finnegans Wake, lo que podría referirnos a la Irlanda en tensión con Inglaterra, y cualquier otra cosa que pueda considerarse contexto del texto real. No. Antes bien, yo me pregunté: ¿cómo sería una sociedad o cómo podría ser una sociedad en la que un texto como el Finnegans Wake fuese leído como una obra realista? La respuesta es: una sociedad en la que el lenguaje esté en constante mutación. Este enfoque me interesa hace mucho tiempo como un modelo posible de crítica literaria. Considero que la crítica literaria debería intentar imaginar el contexto ficcional implicado en las obras que estudia. En este caso particular, la pregunta inicial derivó hacia: ¿cuál es la realidad implícita en Finnegans Wake? Y la respuesta: una realidad en la cual la gente considera que el lenguaje es aquello que está escrito en el texto (el Finnegans Wake --NT).
Algo similar podría decirse de La ciudad ausente. Se podría decir que es una novela en la que yo imagino una sociedad controlada por relatos; un texto que es como la novela realista de una sociedad en la que toda la realidad consiste en historias contadas por unas máquinas que narran en forma fragmentada. Relatos argentinos. Allí podría buscarse una relación entre lo que yo hago y Finnegans Wake y lo que sea que se supone ocurre en La ciudad ausente.
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Siento que tengo mucho en común con algunos escritores contemporáneos como Thomas Pynchon y Don Delillo. A ese algo, mitad en broma, suelo denominarlo “ficción paranoica”. Esta noción deriva de otras lecturas, como los libros de William Burroughs, P. K. Dick y Roberto Arlt. Es la idea de la conspiración, algo que está muy presente en el trabajo de todos estos escritores, así como en La ciudad ausente. La idea de que una sociedad está construida por una conspiración y que a la vez soporta los embates de una contra-conspiración. Este planteamiento nos conduce a definir una cierta relación hacia los géneros literarios y también a una reflexión sobre la política como intriga. No hablo de literatura política en sentido tradicional, donde hay un mundo público y otro privado, claramente diferenciados, estando la novela política más estrechamente ligada al mundo público. Ante todo, yo hablo de la manera en que lo político aparece en la literatura cuando estas dos categorías se disuelven, se confunden. Y esto, tal vez, podría ser una definición de posmodernismo: la disolución de lo público y lo privado, y la disolución de las tensiones entre cultura popular y alta cultura. Cuando estas tensiones se disuelven, la conspiración, la intriga, aparece como el único modelo a través del cual el sujeto es capaz de discriminar lo político en la sociedad.
El sujeto privado percibe la esfera de la política más o menos como los griegos concebían el destino, o a sus dioses: un extraño, cerrado, movimiento de manipulación. Esta es la percepción que algunos novelistas, entre los que me incluyo, tenemos de la política. Vale decir que lo político entra en la novela contemporánea a través del modelo de la conspiración, por medio de la narración de una intriga. Incluso si esta conspiración carece de elementos estrictamente políticos. La forma en sí misma es lo que define la politización de la novela. La conspiración no contiene necesariamente elementos de intriga política (si bien puede tenerlos, como en el caso de Norman Mailer). Puede ser una conspiración referida a la entrega de correo, involucrando a los inmigrantes italianos en Argentina o cualquier otra invención. Es la forma de la novela en sí misma lo que ilustra la percepción ficcional de lo político en el mundo contemporáneo. Relatos estructurados en líneas argumentales yuxtapuestas.
Esta idea ya está presente en Borges. El fue el primero en usar la fórmula, ya que “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” está basado en una conspiración, como lo están “Tema del traidor y del héroe”, “El jardín de los senderos que se bifurcan” y muchos otros. Por vía de la miniaturización, Borges fue el primero en hablar de mundos paralelos y de conspiraciones basadas en representaciones paranoicas de la realidad.
Esta percepción de una relación entre cosas aparentemente disímiles que de otra manera serían totalmente incompatibles es un aspecto importante de la ficción contemporánea. Un sujeto obsesionado hasta el delirio con la Historia, o un sujeto obsesionado con un universo posible. O, en La ciudad ausente, sujetos que experimentan delirios sobre realidades que no son lo que aparentan ser.
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Para finalizar, pienso que el traductor experimenta una extraña relación con el autor de un libro. El problema no tiene que ver tan sólo con asuntos de estilo, referencias implícitas, posibles errores de concordancia, o la clase de modificaciones permisibles en el paso de un lenguaje a otro. Lo interesante en todo esto es, sobre todo, el tipo de trabajo que supone la tarea del traductor, ya que éste da la impresión de ser, por un lado, un anómalo ejercicio de lectura, y por el otro, una puesta en cuestión del asunto de la propiedad. Siempre me ha interesado la relación existente entre traducción y propiedad. Un traductor reescribe completamente un texto que es suyo al mismo tiempo que en ningún momento deja de ser de otro. Por todo ello, el traductor se sitúa en un lugar extraño. En el sentido de que lo que hace es transponer de un lenguaje a otro un tipo de experiencia que le pertenece a él, a la vez que es propia, intransferible, del autor. Un escritor cita pasajes de un texto de otro, o simplemente plagia, como todos hacemos algunas veces (porque uno se olvida, o porque algún pasaje le gusta a uno demasiado como para privarse ese placer) y, sin embargo, la tarea del traductor no es otra que seguir un sendero que bordea entre la cita y el plagio. La traducción es un curioso ejercicio de apropiación.
Respecto de la propiedad literaria mantengo la misma posición que hacia la propiedad privada en la sociedad. Estoy en contra. Esto es, la traducción pone en cuestión algo que el sentido común da por definido y sacramentado, puesto que los asuntos de la propiedad en literatura son extremadamente complejos, tanto como pueden serlo en la sociedad. El lenguaje es propiedad común. En el lenguaje no existe nada semejante a la propiedad privada. Lo que hacemos los escritores es dejar unas marcas aquí y allá, con la ilusión de alterar el flujo del lenguaje. No existe propiedad privada en el lenguaje. El lenguaje es una circulación con un flujo común. La literatura busca producir una disrupción de ese flujo. Y tal vez de eso precisamente se trata la literatura.


Ricardo Piglia

Piglia: elogio de la multitud (archivo MP3)

lunes, 6 de octubre de 2008

Algunas conjeturas sobre El Lugar del Cuerpo (parte 4)

Último aporte conjetural y remate sobre la novela debut de Rodrigo Hasbún. Desdoblamientos, trucos y final.

b. El factor Houdini: disoluciones y devoluciones

Juan González

Quién sabe, Alicia, este país no estuvo hecho porque si.

Te vas a ir, vas a salir, pero te quedas,

¿dónde más vas a ir?

Charly García

Hemos hablado largo y tendido de Elena. Veamos ahora la otra voz que gobierna la novela: el narrador omnisciente (que hemos llamado el Narrador). La figura del narrador omnisciente es una convención literaria. No es ninguno de los personajes, no es el autor. Es una instancia del Afuera, la suprema perspectiva: ese narrador que todo-lo-sabe es, pues, Dios: el que mira de lejos, sin participar en la acción. Solamente narra. En el principio era el verbo. Fiat lux. Y como Dios, el Narrador es un ente asexuado: una figura del discurso, un lugar de enunciación. Y nada más que un lugar de enunciación. Antes que una persona, la figura del narrador omnisciente es una fullería del lenguaje (Barthes). Un lugar vacío

El Narrador es aquello que no puede decir YO. Más fuerte: el Narrador es un yo sin sujeto que, wildeanamente, dares not to speak its name: un yo negado, por sus condiciones constitutivas intrínsecas, de poder decir yo, de visitar ese lugar: sólo puede usar él, ella, ellos. El yo del Narrador es una distancia que no se puede recorrer. Una distancia que no hay.

Al atender los diversos desdoblamientos e inversiones que construyen El lugar del cuerpo, hemos observado que el Narrador mira a Elena anciana escribiendo el libro de memorias o la ve escribiendo su diario, o describe a Elena en algún momento de su vida, siempre pivoteando desde la escena fundacional vista desde el presente del relato. “Hablar de uno mismo es dividirse en dos, uno que narra al otro: somos y no somos nosotros. Son dos yoes que no han convivido ni en el tiempo ni en el espacio” (asi Hélène Cixous). Hemos visto que la particularidad excluyente de las irrupciones del Narrador es que su voz tiende a fundirse con la voz de la protagonista, Elena: a lo largo de toda la narración, aparece una voz, sigue la otra y a menudo se crean zonas de indeterminación en que el lector no puede saber cuál de los dos hablantes ha tomado el texto. El relato viaja de “ella” (voz del Narrador) a “yo” (voz de Elena) sin solución de continuidad: la novela, en un sentido, es el registro de las peripecias de ese simbiótico desplazamiento entre un polo y el otro.

Hasbún ha querido prescindir de pronombres en esos lugares de indeterminación. Hay una razón esencial, creo yo: en ese constante ir y venir de Elena al Narrador no hay nunca dos lugares. El Narrador es Elena, una máscara de Elena, pero Elena al fin y al cabo. Lo que leemos como El lugar del cuerpo es el libro de memorias que está escribiendo Elena y que será publicado póstumamente. Lo que no se nos cuenta explícitamente es que el título será El lugar del cuerpo (tampoco sabemos quién lo asigna). El presente del relato es el momento fuera del tiempo en que Elena escribe sus memorias. Ese, por tanto, es el presente del Narrador. Desde allí vemos a las diversas Elenas: la niña, la adolescente, la de 10 años, la de 40, etc. Contadas o vistas desde la Elena anciana. Esas otras Elenas son ella misma: por eso “yo” y “ella” le resultan confusos y equivalentes, de ahí que caiga tan frecuentemente en esas zonas grises de indeterminación pronominal: es que da lo mismo decir “yo” o “ella” y a la vez, es imposible usar uno o el otro, tanto como es imposible usar ambos a la vez, tanto como es imposible no usar ninguno: la única solución la brinda el lenguaje, en una especie de silencio o vacío del signo: esa indeterminación, ese no lugar creado por las formas verbales que permite prescindir de la asignación de pronombres (de ahí que esta novela esté condenada a no ser traducida –sin que pierda su raison d’etre). [A manera de ejemplo de estas indecibilidades que campean a sus anchas por la novela, retomo un pasaje ya citado: “Pablo y su amiga empezaron a caminar hacia el kiosco. Era entretenido mirarlo sin que supiera que lo estaba mirando”, leemos (p. 43). No sabemos quién habla, podría ser: (a) “sin que supiera que ella lo estaba mirando”, dicho por el Narrador. O (b) “sin que supiera que yo lo estaba mirando”, dicho por Elena. Hasbún prescinde de los pronombres, esos marcadores de lugares de enunciación, porque de hacerlo introduciría un corte, una distancia, justamente allí donde se trata de construir continuidad aprovechando los nudos blancos del idioma]. Ella, la Elena anciana, es muchas Elenas. Y a la vez, es siempre esa Elena niña. El Narrador es puro Afuera (“Todo visto desde mí”). Como el gato de Cheshire, quien desaparece y deja su sonrisa flotando en el viento, cuando Elena muere lo que queda es esa voz del Narrador, esa voz sin cuerpo, asexuada, esa voz de anciana y de niña, que halla en los vacíos pronominales el lugar para poder decir, sin decirlo pero diciéndolo: yo.

El lenguaje, que nombra las cosas, sólo puede ocurrir en ausencia de la cosa. Es decir que nombra, sobre todo, la ausencia de la cosa. El signo, con su solo aparecer, instaura la ausencia de la cosa a la que refiere, la desplaza, la oblitera, instaura una distancia irrebasable. Digo “flor” y en esas cuatro letras no veo al objeto “flor”: veo que no hay flor. Veo más, veo que no hallo el objeto, sólo la huella, la alusión, la ruina.

Tradicionalmente el Narrador, como Dios, es asexuado. Tradicionalmente, también, por vía de la infatuación del falogocentrismo, el Narrador es considerado masculino (como Dios). Pero es neutro. Ni una cosa ni la otra. No es individuo. Es lenguaje puro. Un lugar. El narrador omnisciente, pues, como la voz del Otro que Elena, en su ficción autobiográfica, quiere fundir con la suya. Y es aquí que vemos que Elena libra su guerra contra las inscripciones del nombre del padre hasta el final (et au delá): al decidir contar sus memorias desde el Narrador asexuado, fuera del yo, ella se va de la marca de género, de los límites de la condición femenina. Deja sus memorias a contarse por un ente sin marcas, espectral. Póstumamente, entonces, Elena no tiene apellido, no tiene país, no tiene tradición literaria, no tiene yo, no tiene sexo y cuando habla, desde su máscara de Narrador, lo hace en un lenguaje neutro. “Lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”.

Así ocurre la gran desterritorialización: negar ser protagonista de su propia vida. Elena no cuenta sus memorias en yo, sino en ella, la lejana inmediata, íntima extranjera: esa otra que es y no es yo y que es llamada, convocada, por una instancia de lenguaje que puede decirlo todo, excepto YO. Al final de su vida ella quisiera no ser protagonista de su vida póstuma: esta vez lo elige deliberadamente; su vida, en cambio, fue una sucesión de eventos que le pasaban, que pasaban por ella, de lejos: no fue protagonista de su vida, la vivió para dar lugar al testimonio póstumo. “La vida para escribir la vida”. Al situarse como el Narrador de su vida asume el lugar de testigo lejano, incapaz de alterar los acontecimientos; un ente sin realidad, un ardid del lenguaje, que recuerda, que confunde algunos detalles (la edad, por ejplo). El lugar del Narrador le permite habitar la distancia hacia sí misma, sacarse el cuerpo de una manera nada saenzeana, llevarlo a otro lugar, un lugar de pura memoria, construido minuciosamente en un lenguaje neutro, sin atributos. Ese lugar es la absoluta libertad: excluye la posibilidad, la responsabilidad, de decir yo, de asumir un yo.

Al llegar a este punto, Hasbún se prepara para concluir el show. Se detiene en el centro del escenario, las luces del salón se apagan y queda un solo haz, que sigue sus movimientos. “Nada por aquí”, dice, vaciando los bolsillos de su pantalón. “Nada por allá”, dice, y se quita la galera y su capa, para que el público compruebe que nada hay. Camina de un lado al otro del escenario, revisa los diversos elementos que ha mostrado durante la función, que ha construido para llegar al final. Repasa cada uno de ellos. Todo estaba a la vista. Insiste:

“Sólo hay dos verdades absolutas: el sexo y la muerte”. “La vida para escribir la vida”. “Escribirlo todo para que exista mejor”. “Este diario como comprobación de que he vivido” “El sexo nos devuelve al mundo”. “El sexo nos muestra como somos, disuelve apariencias”. “Preparar el libro de memorias, el libro de la desaparición”. “Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”. “Desconocidos que antes estuvieron cerca, que en algún momento fueron lo que había más cerca posible”. “Mientras pueda seguir haciéndolo todo irá bien. Más palabras, la vida para escribir la vida. Aunque no se entienda”. “Hay que irse de casa y no volver jamás”. “Todos tenemos secretos. A todos nos da miedo que nuestros secretos se sepan”. “La infancia es el desorden, unas pocas sensaciones, el origen del dolor”. “No podía dejar de pensar en la vida allá, al otro lado”. “Este diario como comprobación de que vivo, como constatación de que hago lo que digo que hago”. “Algún día escribirá sobre todo eso y ése es su único alivio”. Recuerda ese momento en que el Narrador dice que Elena copia pedazos de un cuaderno, olvidando, sintomáticamente, la palabra adecuada, fragmentos. Insiste en mostrar cómo se opera en Elena la confusión entre vida y literatura, entre mundo y lectura, entre experiencia y diario, entre cuerpo y escritura. Ha llegado el momento. Hay que desaparecer el cuerpo de Elena ante la vista de todos.

¿Dónde se fue?

El lugar del cuerpo es la novela. No, no, las cursivas introducen una distorsión, confunden. Mejor: El lugar del cuerpo de Elena, su lugar póstumo, es la novela que tenemos en nuestras manos. Esa es la única vida de la que ella es responsable: una vida escrita, en/de la que puede afirmar Esta fui yo, Aquí estuve yo. Solo allí. Póstumamente. La muerte nos muestra como somos. La muerte disuelve las apariencias. Para Elena, en su delirio, lo que no se dice por escritura no existe. Mallarméanamente, todo ocurre para convertirse en escritura. Lo único real es lo que ha sido escrito. Elena desaparece y se vuelve libro, escritura pura, lenguaje neutro, mero juego de narradores. “Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes, desarrollo, continuidad. No me importan, pensó. Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”.

Se ha consumado la última desterritorialización: la desmaterialización. Elena ha dejado su cuerpo, se ha ido de todo, se ha vuelto papel y tinta.

Hasbún concluye su performance. Nos ha regalado un impecable vanishing act. Sonríe levemente. Toma el centro de la escena, se quita la galera y hace una ligera venia. Alguien se levanta de su asiento, se saca parsimoniosamente los guantes y deja caer un rotundo aplauso. “Buena faena, torero”, diciendo.

PS. Al final entendemos la presencia tutelar de Kafka en esta novela. K. es un héroe mencionado varias veces. En la imaginación de todo aprendiz de escritor, K. asume la forma perfecta, idealizada, del mártir de la literatura, del tipo que se niega a sí mismo para dar lugar a la ficción. Y además K es conocido o reconocido póstumamente. Ese mito es ya un dato del genoma. Decimos Kafka y pensamos en eso. El escritor esquelético, en su cuartito, sin comer apenas, escribiendo, reescribiendo: el santo patrono de los escribas. Y claro, K es el autor de La metamorfosis!!! En K, Elena halla su grial: sacarse el cuerpo y devenir libro, literatura, escritura, texto. Es psicótico esto. Pero así piensa ella. En su delirio esto es perfectamente posible. Il n’y a pas de hors-texte. ¿Por qué no, ya que estamos? Hay gente que cree en la reencarnación, por ejplo. Morir y volverse libro no es menos poético ni más irracional que el circuito del samsara hindú. Sólo que en la tradición oriental la reencarnación es un ciclo, un continuo que progresa. Elena no cree en eso, si hay algo que no entiende son los desarrollos, las continuidades: ella deviene libro de una vez y para siempre. La eternidad del libro es la única que puede concebir: “A los veinte años creía que entendería mejor a los treinta. A los treinta creía que entendería mejor a los cuarenta. Aquí estoy. Aquí sigo”. Siempre se estará en el mismo lugar ausente. Elena, la niña eterna, la chica madura, mujer sin atributos.

viernes, 3 de octubre de 2008

Algunas Conjeturas sobre El Lugar del Cuerpo (parte 3)

En este tercer y penúltimo aporte, observando desplazamientos y vueltas, se avecina el remate de esta lectura exhaustiva de la novela El Lugar del Cuerpo de Rodrigo Hasbún.

III. LOS REGRESOS. EL LUGAR DE LO POSTUMO

Juan González

Yo no logro explicarme con qué cadenas me atas,

con qué hierbas me cautivas,

dulce tierra boliviana

Savia Andina

a. Allá lejos y hace tiempo

“El sexo nos devuelve al mundo […] El sexo nos muestra como somos, disuelve apariencias”, afirma la protagonista de la novela debut de Rodrigo Hasbún. Hay que leer este pasaje sin olvidar que quien lo (a)firma es Elena. No es la Dra. Rampolla. Ni el hermano Pablo (el de los “mensajes a la conciencia”, digo). Es esa Elena madura, anciana incluso, que escribe sus memorias y ha acabado por adquirir una relación psicótica con el lenguaje. No lo dice en el sentido pop de que en el sexo ocurre el Gran Encuentro, el salto ontológico hacia el otro, la fusión de dos almas, la comunión cósmica entre las dos mitades que se buscaban a ciegas desde el inicio de los tiempos y demás cháchara sanvalentinesca. No precisamente. En Elena, el sentido de la frase es totalmente opuesto al sentido común: eso de que el sexo “disuelve las apariencias” no tiene significado poético ni metafórico. Significa lo que dice cruda y literalmente: que el sexo saca de foco lo que se ve en primer plano: abole, oblitera la apariencia, lo efímero, lo transitorio. Que disuelve las apariencias y da paso a la verdad que permanece ajena a los cambios circunstanciales (los del cuerpo, por ejplo): “nos muestra como somos”. Y ya sabemos que la Elena madura no es lo que parece. Que ella descree, en la vida y la literatura (entidades que su psicosis le impide distinguir), del “desarrollo”, de la “continuidad”. Vuelvo a un pasaje citado en la parte anterior: “Me gusta que me culeen, repetía Elena, que hagan conmigo lo que quieran […] Abúsame, decía Elena, sacudiendo cada vez con más fuerza el pene y recordando el jardín donde se perdía tardes enteras esa niña que fue hace parecía tanto”. Parecía hace tanto… Esas son las apariencias que Elena busca “disolver” en el sexo (por lo demás, curioso verbo ese “disolver”. Zygmunt Bauman, el teórico de las “sociedades líquidas”, estaría de lo más contento): la Elena madura es “disuelta” y reaparece la Elena de la escena fundacional, la única y verdadera Elena: la que por ese evento irrepetible “supo más sobre sí misma y sobre todos los demás que nunca antes y nunca después”. Porque es en el sexo que ella logra irse muy lejos, tan lejos que regresa a sí misma: el sexo devuelve al mundo a esa niña. Pero, claro, la niña ya no está allí (“A los veinte años creía que entendería mejor a los treinta. A los treinta creía que entendería mejor a los cuarenta. Aquí estoy. Aquí sigo”). ¿Quién ocupa en ese lugar entonces? ¿Cuál es, en fin, el lugar del cuerpo de Elena?

La cuarta parte de El lugar del cuerpo cuenta el regreso al país, a la familia. La narración, como en toda la novela, corre por cuenta del Narrador y de Elena. Si en la tercera parte la narración era monopolizada por escenas de Elena escribiendo su diario o corrigiendo borradores de un libro (y estos “juegos de disociación y desdoblamiento, de múltiples pliegues afuera-adentro, de envíos yo y no-yo” [así Anzieu] se complementaban con una tercera instancia de narración: Elena anciana, luego del encuentro con la familia, a punto de morir, dando los últimos retoques a su libro póstumo), en esta parte final la narración va y viene constantemente de dos lugares y dos tiempos: (a) el aeropuerto, donde Elena y Günter (su último marido) esperan el momento de que Elena aborde el avión, y (b) el país, la casa familiar, la ciudad natal, treinta años después: Elena (una escritora reconocida) ya ha regresado y se reencuentra con su familia. No sabemos si Elena se queda en su país (sabemos que su matrimonio se acaba cuando ella sube al avión y que, más tarde, ella concluye su libro póstumo en una suerte de asilo). No se explicita ese detalle: está fuera de la novela. No ha lugar. Lo cual hace pensar que luego del regreso a su innominado país Elena queda en un limbo, en un no lugar, y que en realidad no importa dónde esté, ya que lo único que cuenta (para ella y el Narrador) es hacer saber que escribe, que relee el diario y que prepara “el libro de memorias, el libro de la desaparición”. Recordemos que no le importan: “Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes, desarrollo, continuidad […] Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”. Así tiene que ser. Otra Elena, Hélène Cixous, ha explicado muy bien esta tensión esquizoide: “Hablar de uno mismo es dividirse en dos, uno que narra al otro: somos y no somos nosotros. Son dos yoes que no han convivido ni en el tiempo ni en el espacio. Escribir la propia autobiografía es siempre una verdad a medias; una ficción". Tel quel. Pero me adelanto.

Antes de seguir con esto, creo necesario que entendamos cómo piensa Elena, en el borde ya de la psicosis (allí, el lenguaje es toda la realidad). Para ella, si A=B y B=C y C=D, entonces, A=C, entonces, A=D. Si, como ella dice, el sexo disuelve las apariencias y si el sexo y la muerte son las únicas verdades absolutas, entonces, por transitividad, en su mente la muerte disuelve las apariencias. Elena regresa a su país y encuentra que en su familia todo ha cambiado. ¿Será? Tal vez no. Un poco ése es el sentido de que esta cuarta parte se cuente en futuro y presente (o pasado y presente, según desde donde se vea): indagar si hay algo allí donde sólo hay distancia, apariencia, ruina. Todo visto desde mí. Cuando Elena regresa, se encuentra con que su padre agoniza (morirá poco después, sin poder hablar con ella), que su madre está loca y que Pablo es un respetable padre de familia (tiene tres hijos). Todo ha cambiado. ¿Es así de verdad?

La muerte disuelve las apariencias: Elena regresa a Lo Mismo. Nada ha cambiado. No hay desarrollo. No hay continuidad. Ha sido devuelta a cuando era niña: ya entonces el padre estaba simbólicamente muerto, puesto que el tabú del incesto lo había quebrado el hermano mayor. Y su madre ahora está loca, fuera de la razón, de la norma, tal y como antes, ya que, como sabemos, su madre tenía amoríos con Karim: estaba fuera del pacto, en la transgresión, en otro lugar: en el secreto. Elena sabía que esto era exactamente lo que iba a encontrar. “Tengo miedo de ver a mi madre. No puedo dejar de imaginar que está mal de la cabeza (…), que no se da cuenta de nada. Sé que es idiota de mi parte, infantil, pero no puedo dejar de imaginármela así” (p. 127). Tal vez temía regresar y descubrir que todos sus esfuerzos por sacarse aquello de encima habían sido en vano. En el aeropuerto, Elena está paralizada de pánico, no quiere viajar, quiere cancelar el viaje. Quizás su temor era equivocarse: regresar y que de verdad todo fuese distinto. No fue así. En el aeropuerto la esperan Pablo, Kim y los hijos de ambos. “Intenta saludarlos afectuosamente pero es imposible, no hay vínculos ni afectos” (p. 117). Pasa lo mismo con el resto de la familia: “Desconocidos que antes estuvieron cerca, que en algún momento fueron lo que había más cerca posible” (p. 116). Ni siquiera puede hablar con su madre, porque cuando alguien quiere charlar con ella, Luisa contesta cantando. “Lleva a su madre a pasear. Está perdida, anulada, lejos. ¿Tú sabías lo que sucedía entonces?, le pregunta o se le ocurre que debería preguntarle. Su madre sonríe. Murmura algo, comienza a tararear una canción” (p. 124). No hay comunicación. Elena, la que siempre calló, vuelve también al silencio de antes, a los pozos del secreto. Como antes. El padre muere antes de poder decirle nada. Mientras todos estos desencuentros se suceden, la reacción de Elena es, como antes, volcar sus emociones en el diario. “Se queda todo el día al lado de la tumba de su padre, apuntando en su diario todo lo que se le ocurre” (p. 126). Nada ha cambiado (de niña, cuando las violaciones, “los padres dormían al lado”). “Mientras pueda seguir haciéndolo todo irá bien. Más palabras, la vida para escribir la vida. Aunque no se entienda”. (Su reacción al reencontrarse después de 30 años con el paisaje de su ciudad: “El mismo aeropuerto diminuto y destartalado” (p. 117), “No reconoce nada. Sólo la pobreza y la suciedad, las casas mal construidas”).

Lo más significativo del regreso (que se nos cuenta sub specie aeternitatis, ya que no podemos saber qué tan largo es el periodo que se narra) es la aparición de un niño en la cerrada escena familiar: un sobrino de Elena (hijo menor de su hermano violador). Es inmediato imaginar cuál es la proyección que hace Elena (biológicamente, ella pudo haber tenido un hijo con su hermano, y en un sentido, en su borde psicótico, ella añora esa posibilidad: con sus parejas sólo tuvo abortos, no sabemos si naturales o deliberados). No nos puede sorprender, dada la geometría perversa de la novela, que ese niño quiera ser escritor. Elena lee “sus cuentos” (los cuentos de él) y opina que “son ingenuos, adolecen de dificultades irremediables” (p. 123). “Debes seguir escribiendo […] Y leyendo mucho y releyendo. Analizando cuidadosamente por qué funcionan tan bien los libros de los escritores que admiras” (p. 124), le dice. Ese niño, en el testimonio de Elena (desplazado en su imaginario psicótico al lugar de hijo suyo, claro), no tiene nombre: ¿cómo iba a tenerlo, si es, para ella, el producto de un incesto? Lo monstruoso es, justamente, lo que no tiene nombre.

[En un texto tan cerrado en el lenguaje como éste, habría que detenerse en la trama que definen los nombres de los protagonistas secundarios (“Todo visto desde mí”, afirma Elena; fuera de ella, todo es secundario –el solipsismo es una de las formas más radicales de violencia). Los nombres de aquellos personajes que definen el Afuera son todos naturales de lenguas extranjeras: Kim (que reemplaza a Elena como objeto de deseo de Pablo), Karim (con quien la madre de Elena engaña al marido), Bertrand (primer marido), Günter (segundo marido), el señor Smith (notar que todos estos personajes inciden en la vida de Elena para hacerla cambiar de lugar en determinada estructura simbólica). Los del circuito del Adentro son normalitos, comunes a los usos del español: Jorge, Luisa, Darío, Pablo. Todos estos personajes carecen de apellido. Excepto el señor Smith y la señora Monzó (quienes, inversa y complementariamente, carecen de nombre de pila). Esta señora es quien le da trabajo a Elena: de baby sitter, de canguro: CUIDANDO NIÑOS. ¿Y qué hace Elena la primera noche, cuando se queda sola?: se lleva a Darío (cuyo nombre es casi “Diario”) y tienen sexo en la sala. El señor Smith es el director del colegio. En la escena del salto de curso, los otros profes presentes se aluden tan sólo por su función en la estructura (del colegio): profe de Historia y profe de Biología (no necesitan nombre: son lugares de saber. Historia es memoria, documento, ruina, museo; Biología es vida, evolución, ley natural. En esa curiosa e importantísima escena está presente también la profesora de Matemáticas, pero –y esto es lindísimo– ella no participa de la reunión, sale de la escena a hacer café). Curiosamente, Matemáticas es la materia preferida de Elena (Historia también le gusta, pero menos). ¿Por qué? Fácil: las Matemáticas son un sistema abstracto, torre de marfil, ajeno al mundo, universal (al menos, hasta que irrumpe un nuevo paradigma). Trabajan con verdades eternas, incorruptibles (bueno, no es tan así, pero una niña no tiene por qué saber de las delicias de la geometría de Riemann, los espacios de Hillbert y esas cosas): 2 + 2 siempre será 4. En la abstracción de las matemáticas, el mundo no tiene importancia: es, a lo sumo, una hipótesis. Vale decir que ya desde niña Elena experimentó la seducción de un lenguaje neutro, a salvo de impurezas, de marcas de pertenencia de sus usuarios].

Y ahora veamos la escena del encuentro a solas con Pablo. Sin olvidar que la narración va y viene de la escena en el aeropuerto, entre Elena y Günter, tramando un contrapunto emocional bastante curioso --narrado, eso sí, sin estridencias [Vale decir que se establece un juego de correspondencias inversas: simultáneamente, Elena confirma el fracaso de su segundo matrimonio y va al encuentro con su hermano]. Pablo le pregunta si ella se acuerda de un viejo amigo. Elena, tajante, dice que ha olvidado casi todo (miente, por supuesto). El hermano dice recordarlo todo. Sobra decir más. Ante el secreto, el lenguaje no puede nada: el lenguaje del secreto es la negación del lenguaje: el silencio. Pablo “la mira fijamente y parecería que está pidiéndole perdón. Quizás eso es lo único que necesitaba de su parte, un silencio significativo, la más ligera sombra de arrepentimiento. Demoro décadas. Algo, quizá, se cierra al fin”. (p. 128). En ese pudoroso “quizá” hay un acceso a lo que se juega en esa escena clave. Pablo no ha muerto aún. Y sólo la muerte disuelve las apariencias. Y Elena nos dice que “parece” que él (le) pide perdón. Los 30 años de silencio de Elena son “compensados” con un silencio significativo. Y eso a ella le basta para intentar un cierre. Más tarde, cuando el hermano muera, la anciana Elena se enterará por los periódicos que Kim, mujer de Pablo, muere al ser violada y descuartizada en un ataque callejero. “La realidad supera a la ficción de una forma espeluznante” (p. 84), será todo su comentario. Y al revisar los borradores del libro de memorias, comentará: “Ya no estaba en control, le costaba saber. Miles de mujeres, millones, son abusadas por padres y hermanos […] No pretende escabullirse en un refugio tan común, empobrecido a base de repetición (cierra los ojos y estás ahí, saliva y semen, a veces sangre). Desea hacer énfasis en el perdón, en las transformaciones secretas (…) El pasado no existe. Pero fue así” (p. 92 –las cursivas son mías). Y más tarde, en vena introspectiva: “¿Se puede mencionar las violaciones en la primera página y luego eludir sus consecuencias durante el resto del libro? ¿Cuán determinantes fueron esas violaciones? ¿Cuán reales? ¿Y por qué sucedieron? ¿Debería intentar entenderlo en serio, aunque sea un libro sobre ella y no sobre su hermano? (p. 99). Antes, al releer sus diarios (“más de cuarenta cuadernos”), en busca de material autobiográfico, se sorprende de que en “los que cubren la infancia” no se mencionan las violaciones: “Un lector ajeno jamás las hubiera sospechado, jamás lo hubiera sabido. Epoca diáfana, ligera” (p. 85 [la autosuficiencia y acaso el orgullo de esas frases son transparentes]). Finalmente, tras deducir que ella pertenece al grupo de escritores “cuyas vidas no les interesan ni a ellos mismos”, Elena deja pasar una confesión fulminante: “Sí, quizá lo hace por la provocación. Por darse el gusto. Lo dirá por primera vez, lo admitirá al fin. Que se metieron en su cama, que había noches que su hermano la abusaba. Que eso la marcó para siempre aunque fue buena disimulando” (p. 107 –las cursivas son mías). Ahí está todo. Quizás. Fue buena disimulando, definitivamente.