Último aporte conjetural y remate sobre la novela debut de Rodrigo Hasbún. Desdoblamientos, trucos y final.
b. El factor Houdini: disoluciones y devoluciones
Juan González
Quién sabe, Alicia, este país no estuvo hecho porque si.
Te vas a ir, vas a salir, pero te quedas,
¿dónde más vas a ir?
Charly García
Hemos hablado largo y tendido de Elena. Veamos ahora la otra voz que gobierna la novela: el narrador omnisciente (que hemos llamado el Narrador). La figura del narrador omnisciente es una convención literaria. No es ninguno de los personajes, no es el autor. Es una instancia del Afuera, la suprema perspectiva: ese narrador que todo-lo-sabe es, pues, Dios: el que mira de lejos, sin participar en la acción. Solamente narra. En el principio era el verbo. Fiat lux. Y como Dios, el Narrador es un ente asexuado: una figura del discurso, un lugar de enunciación. Y nada más que un lugar de enunciación. Antes que una persona, la figura del narrador omnisciente es una fullería del lenguaje (Barthes). Un lugar vacío
El Narrador es aquello que no puede decir YO. Más fuerte: el Narrador es un yo sin sujeto que, wildeanamente, dares not to speak its name: un yo negado, por sus condiciones constitutivas intrínsecas, de poder decir yo, de visitar ese lugar: sólo puede usar él, ella, ellos. El yo del Narrador es una distancia que no se puede recorrer. Una distancia que no hay.
Al atender los diversos desdoblamientos e inversiones que construyen El lugar del cuerpo, hemos observado que el Narrador mira a Elena anciana escribiendo el libro de memorias o la ve escribiendo su diario, o describe a Elena en algún momento de su vida, siempre pivoteando desde la escena fundacional vista desde el presente del relato. “Hablar de uno mismo es dividirse en dos, uno que narra al otro: somos y no somos nosotros. Son dos yoes que no han convivido ni en el tiempo ni en el espacio” (asi Hélène Cixous). Hemos visto que la particularidad excluyente de las irrupciones del Narrador es que su voz tiende a fundirse con la voz de la protagonista, Elena: a lo largo de toda la narración, aparece una voz, sigue la otra y a menudo se crean zonas de indeterminación en que el lector no puede saber cuál de los dos hablantes ha tomado el texto. El relato viaja de “ella” (voz del Narrador) a “yo” (voz de Elena) sin solución de continuidad: la novela, en un sentido, es el registro de las peripecias de ese simbiótico desplazamiento entre un polo y el otro.
Hasbún ha querido prescindir de pronombres en esos lugares de indeterminación. Hay una razón esencial, creo yo: en ese constante ir y venir de Elena al Narrador no hay nunca dos lugares. El Narrador es Elena, una máscara de Elena, pero Elena al fin y al cabo. Lo que leemos como El lugar del cuerpo es el libro de memorias que está escribiendo Elena y que será publicado póstumamente. Lo que no se nos cuenta explícitamente es que el título será El lugar del cuerpo (tampoco sabemos quién lo asigna). El presente del relato es el momento fuera del tiempo en que Elena escribe sus memorias. Ese, por tanto, es el presente del Narrador. Desde allí vemos a las diversas Elenas: la niña, la adolescente, la de 10 años, la de 40, etc. Contadas o vistas desde la Elena anciana. Esas otras Elenas son ella misma: por eso “yo” y “ella” le resultan confusos y equivalentes, de ahí que caiga tan frecuentemente en esas zonas grises de indeterminación pronominal: es que da lo mismo decir “yo” o “ella” y a la vez, es imposible usar uno o el otro, tanto como es imposible usar ambos a la vez, tanto como es imposible no usar ninguno: la única solución la brinda el lenguaje, en una especie de silencio o vacío del signo: esa indeterminación, ese no lugar creado por las formas verbales que permite prescindir de la asignación de pronombres (de ahí que esta novela esté condenada a no ser traducida –sin que pierda su raison d’etre). [A manera de ejemplo de estas indecibilidades que campean a sus anchas por la novela, retomo un pasaje ya citado: “Pablo y su amiga empezaron a caminar hacia el kiosco. Era entretenido mirarlo sin que supiera que lo estaba mirando”, leemos (p. 43). No sabemos quién habla, podría ser: (a) “sin que supiera que ella lo estaba mirando”, dicho por el Narrador. O (b) “sin que supiera que yo lo estaba mirando”, dicho por Elena. Hasbún prescinde de los pronombres, esos marcadores de lugares de enunciación, porque de hacerlo introduciría un corte, una distancia, justamente allí donde se trata de construir continuidad aprovechando los nudos blancos del idioma]. Ella, la Elena anciana, es muchas Elenas. Y a la vez, es siempre esa Elena niña. El Narrador es puro Afuera (“Todo visto desde mí”). Como el gato de Cheshire, quien desaparece y deja su sonrisa flotando en el viento, cuando Elena muere lo que queda es esa voz del Narrador, esa voz sin cuerpo, asexuada, esa voz de anciana y de niña, que halla en los vacíos pronominales el lugar para poder decir, sin decirlo pero diciéndolo: yo.
El lenguaje, que nombra las cosas, sólo puede ocurrir en ausencia de la cosa. Es decir que nombra, sobre todo, la ausencia de la cosa. El signo, con su solo aparecer, instaura la ausencia de la cosa a la que refiere, la desplaza, la oblitera, instaura una distancia irrebasable. Digo “flor” y en esas cuatro letras no veo al objeto “flor”: veo que no hay flor. Veo más, veo que no hallo el objeto, sólo la huella, la alusión, la ruina.
Tradicionalmente el Narrador, como Dios, es asexuado. Tradicionalmente, también, por vía de la infatuación del falogocentrismo, el Narrador es considerado masculino (como Dios). Pero es neutro. Ni una cosa ni la otra. No es individuo. Es lenguaje puro. Un lugar. El narrador omnisciente, pues, como la voz del Otro que Elena, en su ficción autobiográfica, quiere fundir con la suya. Y es aquí que vemos que Elena libra su guerra contra las inscripciones del nombre del padre hasta el final (et au delá): al decidir contar sus memorias desde el Narrador asexuado, fuera del yo, ella se va de la marca de género, de los límites de la condición femenina. Deja sus memorias a contarse por un ente sin marcas, espectral. Póstumamente, entonces, Elena no tiene apellido, no tiene país, no tiene tradición literaria, no tiene yo, no tiene sexo y cuando habla, desde su máscara de Narrador, lo hace en un lenguaje neutro. “Lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”.
Así ocurre la gran desterritorialización: negar ser protagonista de su propia vida. Elena no cuenta sus memorias en yo, sino en ella, la lejana inmediata, íntima extranjera: esa otra que es y no es yo y que es llamada, convocada, por una instancia de lenguaje que puede decirlo todo, excepto YO. Al final de su vida ella quisiera no ser protagonista de su vida póstuma: esta vez lo elige deliberadamente; su vida, en cambio, fue una sucesión de eventos que le pasaban, que pasaban por ella, de lejos: no fue protagonista de su vida, la vivió para dar lugar al testimonio póstumo. “La vida para escribir la vida”. Al situarse como el Narrador de su vida asume el lugar de testigo lejano, incapaz de alterar los acontecimientos; un ente sin realidad, un ardid del lenguaje, que recuerda, que confunde algunos detalles (la edad, por ejplo). El lugar del Narrador le permite habitar la distancia hacia sí misma, sacarse el cuerpo de una manera nada saenzeana, llevarlo a otro lugar, un lugar de pura memoria, construido minuciosamente en un lenguaje neutro, sin atributos. Ese lugar es la absoluta libertad: excluye la posibilidad, la responsabilidad, de decir yo, de asumir un yo.
Al llegar a este punto, Hasbún se prepara para concluir el show. Se detiene en el centro del escenario, las luces del salón se apagan y queda un solo haz, que sigue sus movimientos. “Nada por aquí”, dice, vaciando los bolsillos de su pantalón. “Nada por allá”, dice, y se quita la galera y su capa, para que el público compruebe que nada hay. Camina de un lado al otro del escenario, revisa los diversos elementos que ha mostrado durante la función, que ha construido para llegar al final. Repasa cada uno de ellos. Todo estaba a la vista. Insiste:
“Sólo hay dos verdades absolutas: el sexo y la muerte”. “La vida para escribir la vida”. “Escribirlo todo para que exista mejor”. “Este diario como comprobación de que he vivido” “El sexo nos devuelve al mundo”. “El sexo nos muestra como somos, disuelve apariencias”. “Preparar el libro de memorias, el libro de la desaparición”. “Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”. “Desconocidos que antes estuvieron cerca, que en algún momento fueron lo que había más cerca posible”. “Mientras pueda seguir haciéndolo todo irá bien. Más palabras, la vida para escribir la vida. Aunque no se entienda”. “Hay que irse de casa y no volver jamás”. “Todos tenemos secretos. A todos nos da miedo que nuestros secretos se sepan”. “La infancia es el desorden, unas pocas sensaciones, el origen del dolor”. “No podía dejar de pensar en la vida allá, al otro lado”. “Este diario como comprobación de que vivo, como constatación de que hago lo que digo que hago”. “Algún día escribirá sobre todo eso y ése es su único alivio”. Recuerda ese momento en que el Narrador dice que Elena copia pedazos de un cuaderno, olvidando, sintomáticamente, la palabra adecuada, fragmentos. Insiste en mostrar cómo se opera en Elena la confusión entre vida y literatura, entre mundo y lectura, entre experiencia y diario, entre cuerpo y escritura. Ha llegado el momento. Hay que desaparecer el cuerpo de Elena ante la vista de todos.
¿Dónde se fue?
El lugar del cuerpo es la novela. No, no, las cursivas introducen una distorsión, confunden. Mejor: El lugar del cuerpo de Elena, su lugar póstumo, es la novela que tenemos en nuestras manos. Esa es la única vida de la que ella es responsable: una vida escrita, en/de la que puede afirmar Esta fui yo, Aquí estuve yo. Solo allí. Póstumamente. La muerte nos muestra como somos. La muerte disuelve las apariencias. Para Elena, en su delirio, lo que no se dice por escritura no existe. Mallarméanamente, todo ocurre para convertirse en escritura. Lo único real es lo que ha sido escrito. Elena desaparece y se vuelve libro, escritura pura, lenguaje neutro, mero juego de narradores. “Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes, desarrollo, continuidad. No me importan, pensó. Con tal de lograr una textura, aire, calor, todo visto desde mí”.
Se ha consumado la última desterritorialización: la desmaterialización. Elena ha dejado su cuerpo, se ha ido de todo, se ha vuelto papel y tinta.
Hasbún concluye su performance. Nos ha regalado un impecable vanishing act. Sonríe levemente. Toma el centro de la escena, se quita la galera y hace una ligera venia. Alguien se levanta de su asiento, se saca parsimoniosamente los guantes y deja caer un rotundo aplauso. “Buena faena, torero”, diciendo.
PS. Al final entendemos la presencia tutelar de Kafka en esta novela. K. es un héroe mencionado varias veces. En la imaginación de todo aprendiz de escritor, K. asume la forma perfecta, idealizada, del mártir de la literatura, del tipo que se niega a sí mismo para dar lugar a la ficción. Y además K es conocido o reconocido póstumamente. Ese mito es ya un dato del genoma. Decimos Kafka y pensamos en eso. El escritor esquelético, en su cuartito, sin comer apenas, escribiendo, reescribiendo: el santo patrono de los escribas. Y claro, K es el autor de La metamorfosis!!! En K, Elena halla su grial: sacarse el cuerpo y devenir libro, literatura, escritura, texto. Es psicótico esto. Pero así piensa ella. En su delirio esto es perfectamente posible. Il n’y a pas de hors-texte. ¿Por qué no, ya que estamos? Hay gente que cree en la reencarnación, por ejplo. Morir y volverse libro no es menos poético ni más irracional que el circuito del samsara hindú. Sólo que en la tradición oriental la reencarnación es un ciclo, un continuo que progresa. Elena no cree en eso, si hay algo que no entiende son los desarrollos, las continuidades: ella deviene libro de una vez y para siempre. La eternidad del libro es la única que puede concebir: “A los veinte años creía que entendería mejor a los treinta. A los treinta creía que entendería mejor a los cuarenta. Aquí estoy. Aquí sigo”. Siempre se estará en el mismo lugar ausente. Elena, la niña eterna, la chica madura, mujer sin atributos.
2 comentarios:
Es ust[e un lector y un int[erprete como hay pocos. Impresionante.
Un saludo,
P.
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comparto totalmente, kerido Pablo: Juan es un lector de luxe (ahora esta en receso sabatico, pero ya vuelve)
un fuerte abrazo
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