El pasado 21 de agosto falleció uno de los escritores latinoamericanos más lúcidos y con mayor influencia en la actual generación: Fogwill. Dueño de una mirada profunda y penetrante, de una prosa que se mueve entre lo oral y la elegancia, su narrativa (pero también sus poemas) quedará como legado (ahí están Muchacha Punk, Japonés, Vivir afuera, Los Pichiciegos, La larga risa de todos estos años, Música, etc.) para los lectores más exigentes. Así esta despedida es también el homenaje de un lector
por Maximiliano Barrientos
El año pasado, cuando fue invitado a la Feria del Libro de Santiago de Chile, dijo que no entendía a los escritores que se las daban de mártires cuando el bloqueo los visitaba. Para Fogwill todo era más sencillo. Dijo que si ese era el caso, les recomendaba que buscaran una página porno en Internet y que aguardaran hasta que la inspiración volviera. Fogwill tenía montones de frases ácidas que corroía al mundillo literario y que eran la comidilla diaria de los medios. Su inteligencia era aguda y por ratos “alienígena”, como pertinentemente la calificó la cronista Leila Guerriero. En la mayoría de las fotos que le tomaron y que ahora saturan distintos sitios de la red aparece con los ojos desorbitados, en pose de combate. Fogwill era una marca registrada. Igual que Hemingway, tardó años en construir su propia leyenda, el personaje desde donde escribía.
Toda esa lucidez despiadada no serviría de nada si no estuviera abalada por una obra contundente. La inteligencia no es el principal don de un narrador. Hay muchos otros que se precisan con más valía. Una inteligencia feroz, desbocada, puede ser perjudicial si es que enturbia la sensibilidad y la respiración de la prosa. No es el caso del Fogwill, quizás porque esa inteligencia “alienígena” tenía poco que ver con lo académico y sí mucho con lo vital, con la posibilidad de mirar en zonas oscuras. Su inteligencia, en otras palabras, tenía que ver con el riesgo, con la valentía. Fogwill escribía este tipo de cosas: “Yo creo con fervor, y me atrevería a demostrarlo, que toda muerte es una precipitación acumulada de la vejez. La bala que una madrugada de octubre de 1952 sesgó la vida de un puntero maosita en el barrio de Banfield, era una carga de vejez que atravesó su piel haciendo que todo el tiempo del universo se le metiera adentro” (Sobre el arte de la novela).
Ninguna de sus novelas llegó a romperme la cabeza. Todas tienen momentos prodigiosos pero aparecen exabruptos que terminan descolocándome (especialmente cuando juega con la metaficción, como es el caso de La experiencia sensible). No ocurre eso con las narraciones de corto aliento. Ahí Fogwill es tremendo, insuperable. La maquinaria de sus cuentos corre a mil por hora, la prosa es filosa y no da respiro. Pienso en Help a él, La larga risa de todos estos años, Música, Muchacha Punk, Sobre el arte de la novela, Japonés. Son mis favoritos junto a la nouvelle que escribió en los años 80 a punta de cocaína y que radiografió la intimidad de un grupo de soldaditos argentinos que vivía como topos en plena guerra de Las Malvinas: Los Pichiciegos.
Una escritura que carece de ritmo es una escritura anémica que no sobrevivirá aun cuando la historia sea interesante y los personajes conmovedores. El ritmo va primero, es el latido secreto, luego viene lo otro: la arquitectura de los textos. Fogwill es básicamente una música constante, incisiva. Ese quizás sea su principal atributo y en algunos casos su defecto más visible. Toda su obra está montada en un mismo tono hipnótico que golpea directo en la mandíbula. Como muestra, un fragmento de Los Pichiciegos:
“Sobraba el tiempo entre los turnos de cavar. Cavaban de mañana, para que el viento tapase el ruido de las rocas. Hablaban:
—¿Qué querrías vos?
—Culear.
—Dormir.
—Bañarme.
—Estar en casa.
—Dormir en cama blanca, limpio.
—Culear.
—Comer bien… ¡Te imaginás un asadito!
—Ver a mis viejos.
No lo podían creer. Verificaron:
—¿A tus viejos?
—Sí, y culear y bañarme—dijo el de los viejos, seguro que para no pasar vergüenza.
—¿Vos, Tano?
—Dormir en cama limpia.
—¿Y vos?
—Yo estar bien lejos, con calor.
En el calor todos estuvieron de acuerdo. Uno dijo:
—Culear y ser brasilero.
—Qué: ¿negro?
—Cualquier cosa. ¡Pero brasilero!”
Su muerte, ocasionada por un enfisema pulmonar, sorprendió a todos. Tenía 69 años y hacía sólo unas semanas estuvo en Montevideo participando en un congreso literario organizado por la revista Eñe donde despotricó, entre otras cosas, contra los narradores españoles a quienes calificó de mediocres. El único que se salvó, con justicia, fue Manuel Vilas. Desde 2007 la editorial Periférica reeditó con gran éxito sus libros en España. Apareció en excelentes ediciones Un guión para Artkino, Los Pichiciegos y Help a él. Siempre es extraño escribir sobre un escritor que acaba de morir porque se tiene la impresión —que puede ser puramente ilusoria—de que se lo ha conocido a fondo, como si fuera un amigo. Fogwill seguramente era un tipo difícil, pero los que lo conocieron aseguran que era dadivoso. Ayudó a autores jóvenes que consideraba talentosos facilitando la publicación de sus textos. El sábado pasado fue un día triste para muchos. Para otros, sus enemigos, significó el fin de esa vocecita que siempre estaba echando luz sobre sus puntos blandos. Escucho una y otra vez Nebraska de Bruce Springsteen mientras escribo esto. Es un disco tenue, de climas oscuros, ideal para decirle adiós y para salir a la calle y perderse en el ruido.
1 comentario:
¿ya nadie comenta por aquí?
vamos, che, que se nos fue Fogwill. lindo texto de MB, como es de esperar.
¿vieron lo de Pauls en Radar? más allá de Fogwill, me gustó una idea que Ap suelta como al pasar: la de la "pijomaquia": vale decir, el combate de egos varoniles, el medirse pijas.
Fogwill --en su voluntad de sembrar nieblas (si se permite la exasperación de los semas anglos)-- fue un campeón desparejo en esas artes pijomáquicas. un alborotador. y que falta hacen y harán esos tiranosaurios en días tan emo y tan dados a mirarse el ombligo como los que promete y provee la civilización 2.0
saludos a tuititos (menos a uno)
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