No somos malevos como ciertos pushers, aquí está la segunda dosis de esta tremenda presentación del genio y figura del inclasificable William S. Burroughs: sabotajes al lenguaje, función del cut-up y el gesto vanguardista. Iniciamos con este pinchazo final una semana agitada.
por Javier Rodriguez
“I do not wish to impose plot, argument, continuity… As I approach a DIRECT register of certain areas of the psychical process, perhaps it serves a concrete function… I do not intend to entertain.”
Un largo, complicado y escandaloso juicio sirvió de trasfondo a la escritura de Queer, segunda novela de Burroughs, cabalmente escrita mientras sobornaba a jueces, peritos balísticos y oficiales de policía (aunque fue publicada recién a mediados de los ochenta). Sentenciado en Louisiana, y con una condena por homicidio culposo entre sus perspectivas mexicanas, Burroughs prefirió someterse a juicio en el país latinoamericano, seguro de contar con suficiente dinero, y el abogado más adecuadamente histriónico, para desviar el veredicto. Un extraño incidente que culminó con su abogado huyendo de México bajo la amenaza de un alto oficial del gobierno, terminó por cansar a Burroughs, que prefirió retornar brevemente a los Estados Unidos, y de ahí lanzarse en la búsqueda mística de distintos alucinógenos nativos de Sudamérica, en un viaje que lo acercó a Colombia y Perú mientras en México se lo condenaba “en ausencia”.
Ya en 1953, Burroughs nuevamente encontraba en el exilio una puerta abierta. Tánger, el edén africano para adictos en busca de un territorio despenalizado, paraíso fiscal habitado por millonarios huyendo de los impuestos, refugio de músicos y artistas, sería la interzona donde William Burroughs escribiría su mayor obra; ninguna otra cosa que un excelente reflejo de su condición personal por aquellos años, tan deteriorada que los residentes del burdel homosexual donde vivía le apodaban “el hombre invisible”.
Deslumbrado por el terreno nuevo, inspirado por Paul Bowles (también residente de Tánger), huyendo de una desastrada situación sentimental, imposibilitado de vivir en las ciudades que más le atraían, al borde de perder el inapreciable flujo de fondos paternos… fue en Tánger que Burroughs se transformó finalmente en el espectro/escritor que terminó por ser. Es cierto que había escrito antes, pero jamás había poseído la determinada urgencia que adquirió durante esos días de desesperada deriva Africana.
Ya a salvo de los problemas legales provocados por la muerte (accidental) de su esposa, y culminada su exploración por Sudamérica en busca de la raíz de yagé (legendario enteógeno capaz de otorgar poderes telepáticos, muy similar en sus efectos a nuestra pasionaria o flor de maracuyá), los ocho años que vivió en Marruecos llevaron a Burroughs al extremo intenso de la existencia. Experimentando ese “instante helado en el que todos vemos lo que hay al otro extremo del tenedor”, la escritura de Naked Lunch acentuó el caos (deliberado) del derrumbe mental de un adicto enfrentado a una sociedad autodestructiva, produciendo la novela más poderosamente hipnótica/reveladora que se haya escrito en los últimos cincuenta años. Una espiral interminable, psicótica, automática, de sensaciones. Un shock iluminador.
Ante la fascinación visceral que produce esta obra, expansiva en su efecto sobre el lector, es difícil pensar en el impacto que –siendo aún hoy perturbadora– debió tener en el desprevenido mundo de 1959. Es, del mismo modo, casi imposible imaginar las experiencias que se esconden detrás de esta creación terminal, rescatada y mecanografiada por Kerouac y Ginsberg de entre fragmentos desparramados en la habitación marroquí de Burroughs, de entre inconexos e interminables monólogos enrollados como manuscritos bíblicos, de entre herméticas alucinaciones arrancadas de la boca de personajes al borde del abismo (abismo interior, a veces). Cuesta encontrar, también, una novela tan influyente y renovadora en la forma de narrar, en el universo temático y estético como ésta –que junto a Howl y On the road triangula la totalidad formal y conceptual de la Generación Beatnik.
“My purpose in writing has always been to express human potentials and purposes relevant to the Space Age.”
Luego de Naked Lunch (una cruzada personal de Kerouac en su edición y publicación, y una hazaña legal de Ginsberg en su difusión; evadiendo juicios, decomisos y censura), Burroughs comenzó a experimentar de manera radical con las formas y el lenguaje (ese “virus de otro planeta”, como él lo llamaba), muchas veces todavía cabalgando el material y visiones de la Interzona tángeriana –ese habitáculo onírico en el que había subsistido gracias a dosis monumentales de mayún. William Burroughs, pues, era todavía paciente del Doctor Benway.
Inspirado por la hermenéutica accidental de su amigo pintor Brion Gysin, Burroughs desarrolló la técnica del “cut-up”, que consistía en cortar y pegar frases provenientes de contextos extremadamente distintos, mezclar los fragmentos múltiples, agitarlos y recombinarlos aleatoriamente, permitiéndole al azar regurgitar una nueva forma narrativa. Por ejemplo, el corte arbitrario de todos los folios de una de sus novelas, para posteriormente unirlos (por la mitad) con fragmentos de notas de prensa, es un ejemplo de esta técnica, que con mayor radicalidad podía incluso aplicarse hasta en el nivel oracional (pegando ya no fragmentos narrativos inconexos, sino aleatorizando directa y totalmente la construcción sintáctica). Destruyendo todo proceso narrativo lineal en el proceso, eliminando el dominio (evidente, inevitable) de los sentidos –hasta prescindir del lenguaje como instrumento, haciéndolo más bien una paleta ambiental–, y provocando alteraciones mentales insospechadas en el lector, este método sería explorado y “patentado” por Burroughs, en lo que se convertiría en su particular estilo poético-visual para acercarse a la creación literaria.
Aún ampliando sus recursos de modificación plástica de la narrativa, Burroughs exploró junto a Gysin el “Cut-up”, “Fold-in” y “Splice-in”, que comprendían el corte, montaje e inserción como dispositivos perfectamente válidos dentro de las operaciones literarias. Lo verdaderamente curioso es que, por contingencias y puro azar, mucho del proceso compositivo, de edición, y de la propia narración de Naked Lunch, se deba a procedimientos bastante similares a estos tres. La experimentación de Burroughs con dichas técnicas no sería solamente literaria, y con apoyo de Ian Sommerville (su “consultor cibernético”, a decir de Burroughs) y otros amigos cineastas, el “Cut-up” sería también testeado en formato de audio y vídeo.
De este periodo y metodología (1960 – 1965) proviene la Trilogía Nova (The Soft Machine, The ticket that exploded y Nova Express), re-ensamble realizado en el parisino Beat Hotel –notoria residencia de beatniks como Burroughs, Corso o Ginsberg, de ahí el nombre–, que seguía bebiendo temáticamente de la inabarcable “Word Hoard” –los miles de páginas que escribió el americano en Tánger, “rutinas” de las que al menos cinco libros de Burroughs se han formado. Campo de pruebas para sus técnicas de composición vanguardista, como también “vertedero” de parte de las experiencias y textos aledaños a Naked Lunch, la Trilogía Nova comenzaba a expandir la mitología que construiría el autor desde la segunda mitad de la década del sesenta. Alejado casi definitivamente del debilitado movimiento beat y gravitando hacia la ficción tecnológica (puede verse al Burroughs de este periodo como un fundador de la literatura cyberpunk), el autor pasaría los sesenta en permanente alternancia episodios de aparente “cura”, y de aclamación por sus novelas, con el éxtasis desenfrenado del junkie.
Durante la década siguiente (1966 – 1974), tras someterse a una “exitosa” cura para su adicción a la heroína (con apomorfina y el Dr. Dent, obviamente), Burroughs se distanció nuevamente de la literatura, publicando esporádicos artículos y narraciones cortas mientras procuraba organizar su vida personal. Establecido en Londres, William Burroughs tuvo que acompañar a su hijo Billy de vuelta a los EEUU, para afrontar un extenuante juicio por tenencia y venta de drogas. También escritor y también adicto a los opiáceos, Billy experimentaría muy pronto las consecuencias trágicas de la vida que había heredado. Sin embargo, erraríamos al (si nos ponemos moralistas) apuntar los odios contra William padre, que apoyó a su hijo en su juicio y lo internó en una clínica de rehabilitación, todo a pesar de estar él mismo atravesando dolorosos periodos de abstinencia, o poniéndose al alcance de las numerosas causas penales que tenía latentes en suelo yanqui. Después, cuando en 1976 una avanzada cirrosis obligó a Billy a someterse a un trasplante de hígado, su padre pagó la cirugía y también lo acompañó durante el proceso de convalecencia. Para 1981, cuando distanciado totalmente de su familia, Billy Burroughs fue hallado muerto al borde de una carretera, era evidente que la ruinosa vida de William Burroughs había tenido duras consecuencias entre sus familiares y amigos; aunque sorprendía que el propio Burroughs padre estuviese –a pesar de ser un opiómano incorregible– tan lejos de la tragedia. El espectro que había sido siempre William Burroughs (un individuo de presencia dudosamente tenue) parecía demasiado agotado para afrontar otra muerte que no fuera la natural. La extinción.
En lo literario, la inmersión de Burroughs en la ciencia ficción era ya notoria; apareciendo en sus textos, con mayor incidencia, extraterrestres y pesadillas tecnológicas –y un hasta entonces inédito dejo político. Parte de ese interés se manifiesta en su coqueteo con la Cienciología, a la que incluso se unió por un breve tiempo. A pesar de que su fama internacional se acrecentaba, y en Francia se le admiraba como un auténtico vanguardista, en EEUU William Burroughs seguía siendo una figura de reducido culto. Durante sus pasajeras residencia norteamericanas, Burroughs conseguiría dinero vendiendo pequeños ensayos y crónicas a imprentas universitarias menores, o colaborando en revistas como Esquire, Crawdaddy! o Rolling Stone. Tal vez por su observación de la Cienciología, su acercamiento a la escritura de guiones cinematográficos o su estudio de las teorías perceptivas de Harold Schroepper, puede considerarse estos años como parte de un segundo proceso formativo.
Bien entrados los setenta, con la excepción del ensayo “Electronic Revolution”, la nouvelle The Wild Boys y del guión cinematográfico The last words of Dutch Schultz, Burroughs se había reducido –gracias a su amigo y manager James Grauerholz– a una especie de figura pop “under” (valga el oxímoron) que cobraba por apariciones o lecturas, y organizaba giras como una estrella de rock. Había intentado también la cátedra universitaria –Allen Ginsberg lo creía un maestro magnífico, y fue siempre su valedor principal ante la academia–, pero Burroughs no encontró satisfactoria la experiencia, en la que entregaba mucha más energía de la que recibía, y pronto terminó abandonando las aulas, incluso desestimando suculentas ofertas monetarias para hacerse cargo de cátedras en universidades de prestigio. William Burroughs tenía claro que aquello no era lo suyo, y prefería continuar con las giras que le conseguía Grauerholz. Por esto es que Burroughs decidió, finalmente, restablecerse en Nueva York, viéndose recibido por una creciente cantidad de admiradores y haciéndose amigo de muchísimos artistas; aunque también pudo encontrar un boyante mercado de heroína, que prácticamente se la entregaba en la puerta de su casa o por medio de las manos de sus numerosos fans y conocidos.
Afortunadamente (para nosotros sus lectores, claro) en los ochenta Burroughs regresó a la vida literaria activa con la publicación de una nueva y excelente trilogía, mucho más cercana en su temática a la condición tecnológica en la posmodernidad, abordada desde la mitología ocultista y transgresora que seguía creando el escritor (eso que Ballard denominó “mitografía”). Cities of the red night (1981), The place of dead roads (1983) y The western lands (1987), demostraron ser un estupendo “regreso” para Burroughs; pues estas excelentes fantasías no lineales en las que realidad y ficción componen una ambigüedad que desemboca en un arco fantástico, mostraban al mutante autor en total dominio de sus temas y formas, si bien ya no restringido a sus exploraciones plásticas ni al relato de la experiencia psicotrópica. Es justamente con esta trilogía que Burroughs consigue a alejarse de sus viejos métodos compositivos, primero atenuando sus Cut-ups para luego generar nuevos dispositivos de similar efecto. La repetición de una trama espiralada, la construcción progresiva de elementos simbólicos, la acción concurrente desde dos planos temporales distintos, la supresión de la identidad de los personajes, etc. serían desde entonces los elementos a los que recurriría Burroughs para generar una sugestión tan poderosa como de la de sus textos de los primeros sesenta. En lo temático, igualmente, Burroughs alcanzaba dominar la expansión y la consolidación, acomodando en su trilogía tramas sobre vaqueros gay, viajes temporales, restructuración de hechos históricos, fantasías pederastas, enrevesadas intervenciones oníricas, rituales sexuales, errancia y control, drogas, epidemias y alucinaciones sobre la vida después de la muerte, una latente capacidad para profetizar el futuro cercano, etc. No en vano se considera que la The western lands, esa madura novela que se disuelve en un mosaico sin sentido, puede ser la mejor obra de Burroughs de este lado de Naked Lunch.
La siguiente década y media Burroughs publicaría apenas un par de compilaciones de historias cortas, ya retirado de la literatura. Naturalmente, no por ello dejó de ser una figura contracultural altamente respetada, especialmente en círculos underground que renegaban del perfil más pop de Allen Ginsberg (quien paradójicamente pasaba mucho tiempo en casa de Burroughs, pues fue gran amigo suyo hasta el final de sus días). Aparentemente, para ellos, Ginsberg era como los Beatles y Burroughs como Velvet Underground. Como quiera que hubiese sido, Burroughs alistó su defección forzosa de la vida pública con clara anticipación, como si creyese que el reconocimiento del stablishment literario y las academias fuese una mala señal. Así terminó trasladándose a una hacienda en Kansas, donde pasó efectivamente sus últimos días.
Tras decenas de apariciones en cine –sin contar sus propios experimentos cinematográficos en los sesenta– y editando un promedio de dos discos por año (no tomando en cuenta sus registros de lecturas y recitaciones, ya existentes desde los sesenta), Burroughs colaboró entre la finales de los ochenta y principios de los noventa, con Sonic Youth, Gus Van Sant, John Cage, Frank Zappa, David Cronenberg –encargado de llevar Naked Lunch al cine–, Laurie Anderson, Bill Laswell y un larguísimo etcétera de luminarias del arte. Todo esto hizo del ya influyente Burroughs incluso más prolífico y abarcador en su espectro, pues –tan temprano como mediada la década de los 60– ya había bandas y artistas tributándole o inspirándose en él (de The Soft Machine a Duran Duran, pasando por Suicide, Clem Snide y Patti Smith), y pasaba lo mismo con los escritores, que como Jean Genet, Lester Bangs, Anthony Burgess o William Gibson, se contaban entre sus admiradores.
Reducido a una vida de anciano adicto (a las armas, al opio, a sus visiones), William Burroughs fue desapareciendo entre sus gatos y el prospecto de escribir sus memorias. A los 86 años, el dos de agosto de 1997, Burroughs falleció en su apacible residencia de Kansas, yéndose a juntar en algún rincón del infierno con Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Se le enterró en Missouri, junto a su familia de aristócratas en declive. En su tumba se lee todavía otra etiqueta: “Escritor americano”. Y esa parece realmente justa.
William S. Burroughs hizo de su personalidad un género literario con el que experimento hasta el límite, arrollando cualquier categorización que se le endilgara. Nunca quiso que se le viera como un beatnik, pero fueron ellos quienes resucitaron su ambición literaria, quienes lograron canalizar su deseo de extinguir las restricciones y controles en una explosión creativa. Mentor renuente del grupo (quizás sólo por su edad algo mayor), representó el opuesto paradigmático de Neal Cassady, un individuo abundantemente humano –hasta imponente. Trajeado como un dandy, oscuro y de presencia sutil, Burroughs, al contrario de Cassady, encarnó el vampirismo masoquista del toxicómano, la cara extenuante de la libertad que propugnaban los beatniks.
El poder de su prosa sugestiva, propulsada por una personalidad imposible, le permitió escribir tratados enciclopédicos (de conocimientos genuinamente sorprendentes) sobre las drogas, sus efectos, posibilidades y daños. Sufrió “la enfermedad” y no esperó recuperarse realmente de ella nunca, heredero de Blake, De Quincey, Huxley y Joyce como era; pues seguramente se supo el último iluminado de esa estirpe. El eterno viaje de su deriva vital llevó a Burroughs a entender que solamente es posible la existencia en los extremos, donde no se otorgan concesiones posibles ni la tibieza cabe en lo inmediato. Es decir, en la amplitud –pura, directa, fatal– de la experiencia humana. William Burroughs dedicó su vida a encontrar ese instante, el extremo más intenso del individualismo como forma de redención, y pagó las consecuencias. Pero también nos abrió, con ello, definitivamente los ojos.
Inclasificable en su producción, Burroughs fue mucho más un artista plástico que un escritor. Literalmente desmembrando el lenguaje (“Cualquiera con un par de tijeras puede ser poeta”, decía), desgarró la continuidad lógica del sentido en la construcción discursiva, permitiendo un juego autentico desde las palabras, desvirtuando así el lenguaje instrumentalizado, re-ensamblándolo en capas similares al sinsentido los estados paranormales, haciendo de la construcción sintáctica un reflejo social y personal. De ahí la importancia que le otorgaba a los sueños, a los automatismos, a lo paranormal, al caos y la alucinación opiácea. Resultado de ello fue su afán por prescindir de todos los controles, incluso de los titánicos y sobrecogedores sistemas opresivos que son el tiempo y el lenguaje.
William Burroughs no creía en ninguna verdad trascendente (a diferencia de otros beatniks y muy en la estela de los autores cyberpunk) y su paseo por el mundillo del hampa y las sustancias fue precisamente un rito de iniciación hacia una experiencia genuina, sin el maquillaje hipócrita de la moral y los controles sociales. Ciertamente trataron de domesticarlo, asimilándolo en la academia o re-apreciando su –alguna vez controvertida– obra; tareas afortunadamente imposibles, tanto como tratar de curar su adicción a desarticular lo irracional de un mundo teñido de razón con apomorfina, o enseñarle a un caníbal a tomar té con bizcochos. Y así, hace poco menos de doce años y como siempre, Burroughs nos precede en este descenso a los infiernos, aunque sólo para mostrarnos cuán hundidos ya estamos en éste. Él, único capaz de sermonear a dios; ese individuo indecente que merece ser el Sumo Sacerdote de nuestros tiempos, pues vio entre las brumas que, como un baño turco frío, cubren el mundo, es el mejor enviado que se me puede ocurrir para hallar el prometeico “final fix”. Esté allá, acá o en cualquier parte. Incluso en la punta oscura de este tenedor. O si tendremos que regresar mañana por nuestra dosis. Sólo Burroughs lo sabe, y por supuesto que lo primero que aprendes es que el pusher nunca está a tiempo. Siempre hay que esperar.
'No glot... ...C'lom fliday'
5 comentarios:
(¡Cómo sigue rejuveneciendo este William! Hay que pedirle la receta. Igual, ¿por qué nadie se queja por la anglofilia de las citas?)
Jodido llegar al estado de alerta detonado por drogas (que viene también después, cuando te faltan), vivir en ese extremo, escribir desde ahí, desde el vértigo.Fallar el tiro y volarle la cabeza a alguien. El mismo gesto.
Ubican Bulgakov?
Empieza siendo doctor y acaba Morfinómano, perseguido, cagado por la represión en Rusia. Ahí deja todo y escribe el Maestro y Margarita (uno de esos libros que uno no debería morirse sin leer).
Buenísimo el artículo. Hay algo cuando uno escribe sobre ellos que desde la solemnidad se vuelve parazzi a lo unitel o, peor aún, sacralizador. Me dan náuseas (si bien no lo pongo en el mismo saco) los profesantes al pedo de Sáenz, por ejemplo. El texto está lejos de cualquiera de los dos extremos. Honesto pues, cariñoso con el escritor y no con una doctrina nunca fundada y mal entendida.
Impresionante Bourroghs, no sabía nada de él. Lo busco, lo busco.
(P.D. De acuerdo con Frank: muy respetuosas y muy en otro idioma las citas)
:
si, ubicamos, EMYM es lo mas!! (lo lei hace mucho editado por una editorial cubana!!)
busque, nunca es tarde pa conocer al abuelito del firmante del post. hace una lectura profunda y expansiva Javier, como siempre. habra ke hacer notar ke Burroughs pega duro por lo menos en piglia, gamerro y mira en español. defiendo la eleccion de javier por la citas en original: es un gesto de respuesta a lo ke nos hizo Anagrama con sus pesimas traducciones (herralde es un master y lo admiramos, pero no precisamente por esas traducciones ke auspicia)
Gracias por los comentarios, Julia. Esa condición vertiginosa parece ser el único acento posible, hoy, para lo humano. Y se llega ahí de muchas formas, quizás la más rápida y explícita (por los resultados pretendidos) sea por las sustancias -drogas, alcohol, etc.-, pero también llegan, acaso sin saberlo, los adictos al trabajo, las minas que no comen, los papás violentos, las novias controladoras, etc. Me parece que buscamos llegar ahí, más que con las intenciones visionarias de Blake o Coleridge, simplemente para sentir.
Me alegra mucho que te haya gustado el (largo) artículo. Mucho más sí te pone a leer a William Burroughs. La idea era justo esa, una presentación amplia e imparcial, no un texto de fan (con todo lo malo que aquello termina implicando). Burroughs es ley, y probablemente el primer autor en darse cuenta de lo que estaba diciendo en el párrafo de arriba. Tratá de leerlo en inglés, porque sus traducciones no sólo son pésimas ("¿Te mola un chute caliente, tío?", "Jo'e que viene la pasma, capullo") sino imposibles (habría que partir de la repetición de sus cut-ups para siquiera intentarlo). Por eso no me animé a traducir sus fragmentos.
Ah, gracias por ponerme en la pista de Bulgakov. No lo conozco, pero con estos avales (Fernando, vos), ya lo estoy buscando. Y no me olvido decir que yo también soy de esos "fanáticos silenciosos" que tienes por acá, Julia.
Fernando, de nuevo gracias por la publicada y/o edición. Rubén Mira es un alumno aventajado de William Burroughs, y de hecho yo admiro muchísimo su "Guerrilleros" (tiene mucho que criticarle, sí. yo esperaba más, también. pero ¡lo que es esa novela!). Tengo ganas de chorearle duro, de hecho ya tengo ese robo bien planificado. Que sería también un choreo a Burroughs. Pero esos planes no se revelan en público, ¿no?
Frank, ¿usted buscando consejos para mantener la juventud? Mire que podría ser mi papá, pero a ratos se revela hasta como probable menor mío. Lo vi esta mañana en la tele. Necesita camuflarse mejor (o por lo menos no asistir a tan públicas manifestaciones). Le mando mis saludos, y la cosa que me pidió, hasta Lapa Lapa.
Muy rico el artículo. Muy apropiado para el 50 aniversario del almuerzo. Sabía lo del asesinato pero no que Burroughs era fan de las armas. Aquí uno aprende todo el tiempo che! Me hizo recuerdo... cuenta Villoro que para para preparar un cuento sobre cómo son generalmente vistos los mexicanos en el extranjero, leía la correspondencia entre J. Kerouac y W. Burroughs.
Un día, Kerouac se estaba preparando para viajar a México para investigar, documentarse (pero nunca en bibliotecas, claro) y escribir uno de sus proyectos, pero estaba un poco preocupado por el alto nivel de violencia que existía en el país y antes de viajar quería enterarse un poco sobre cómo iba la mano por allá en el sur. Así, decide escribirle a Burroughs y le pregunta: "¿Es demasiado peligroso México para un extranjero?". A lo que éste le responde (de forma inolvidable): "No te preocupes Jack, los mexicanos sólo matan a sus amigos".
Un monstruo el señor. Un inolvidable.
sebastián
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