sábado, 11 de julio de 2009

William S. Burroughs: “Dead Fingers Talk” (parte 1)

Interrumpimos sus Sábados Populares para dejarlos enganchados con la primera dosis de esta presentación de la obra y figura del Pope beatnik, William Burroughs. No sólo se da cuenta aquí de su insuperable y escandaloso periplo vital (los viajes, las sustancias, los amantes, las armas, etc.) sino también de la metástasis de su presencia en la cultura contemporánea. Con el meñique sangrante y sabedores de la angustia que causa el álgebra de la necesidad el lunes les dosificamos la segunda parte de este escrito cometido por un nieto ilegítimo del propio William S. Burroughs.

por Javier Rodríguez C.

“Cut word lines

Cut music lines

Smash the control images

Smash the control machine”

William S. Burroughs“Quick Fix”

Una pequeña vivienda suburbana pintada de rojo cálido, el jardín lleno de rosales y un cartelito en la puerta solicitando salvar a los gatos en caso de una emergencia; la descripción perfecta de la casa de un típico jubilado, un abuelo cansado en espera de la muerte. Pero si al comenzar la mañana el anciano “desayuna” una hipodérmica de metadona, se pasea por su patio jugueteando con cuchillos, monta vigilancia armada o practica su puntería con latas de pintura y una escopeta, uno puede comenzar a sentirse incomodo: el vecino no está resultando tan inofensivo. Que reciba la visita incesante de excéntricos sujetos (de Allen Ginsberg a Kurt Cobain, Tom Waits o Steve Buscemi) o que se pase la tarde escribiendo –o más bien bebiendo frente a una máquina de escribir– termina de activar las alarmas. Cuando al morir el anciano leamos en los diarios que se trataba de William Burroughs, nos obligaremos a comprender que, acaso sin saberlo, hemos estado viviendo junto a una leyenda de la literatura, –o más precisamente– junto a uno de los personajes centrales de las artes y letras contemporáneas. Así es, el viejo con el que solíamos cruzarnos en el supermercado, siempre comprando él comida para gato, no es otro que el más grande renovador de la expresión escrita de la segunda mitad del Siglo XX.

Pasen las sobresimplificaciones ridículas del párrafo anterior. Es imposible presentar, referir o explicar a William Seward Burroughs en pocas palabras, con una etiqueta altisonante de esas que son tan útiles de cara al encomio, a la semblanza o al panegírico. Síntesis suprema de una tradición norteamericana, Burroughs es también el escritor que precisamente quiebra esa continuidad; heredero de un imperio industrial forjado sobre ábacos electromecánicos (fue nieto del inventor de la “Máquina de sumar”), también era descendiente directo del General Robert E. Lee, y con ello portador del genoma, obseso por la violencia percutada de los rifles tanto como de la megalomanía automitificante, de los terratenientes sureños –de cuya casta podría vérsele como anacrónica conclusión. Claro, a Burroughs se le recuerda normalmente como precursor y exponente cimero de la Generación Beat (con Jack Kerouac y Allen Ginsberg cierra la trilogía fundamental del movimiento), como autor de la polémica Naked Lunch, como un innovador formal de amplio impacto en la cultura popular, como el escritor punk original, etc. Y aunque fue todo aquello, esas descripciones no le alcanzan ni le son justas. A cincuenta años de la publicación del que, con suficientes razones, se considera su trabajo fundamental (Naked Lunch, 1959), aprovechamos el pretexto cronológico para recordar, celebrar y acercarnos nuevamente a este genial autor, fundamental para comprender nuestro presente, tanto en lo estético como en lo irrefrenablemente práctico.

"As a boy, I was much plagued by nightmares. I remember a nurse telling me that opium gives you sweet dreams, and I resolved that I would smoke opium when I grew up."

Nacido en una acomodada familia de Missouri, el 5 de febrero de 1914, al haber heredado la fortuna de su abuelo, inventor de la caja registradora, William Burroughs no tuvo que preocuparse jamás por encontrar formas tolerables/interesantes de “ganarse la vida”. Librado así de una crianza expuesta a la realidad de la “Gran Depresión”, que azotó a los Estados Unidos durante la infancia (tardía) de Burroughs, no le hizo falta pensar en ideologías u otra cosa que lo distrajera de sus aspiraciones artísticas, tal vez la única cosa que realmente le interesaba por entonces. Aparte de las armas de fuego, claro está; fetiche que a lo largo de su vida representaría su vínculo más intenso con la virilidad (o, tal vez, con las sensaciones más básicas de lo humano) y con la siempre tentadora ejecución mecánica de la fuerza. Es cierto que las experiencias narcóticas fueron igual de fundamentales en la construcción de su discurso; pero entendemos que su permanente oposición al control político y moral –que aborreció y combatió desde su literatura–, se materializaba en el fascinado nexo dual, de simultanea manifestación y rechazo, con el que el autor se acercaba a las armas de fuego.

William Burroughs asistió a un colegio de rígido credo conservador, la tradicionalista John Burroughs School (bautizada en honor al barbado naturalista americano, con el que William no tenía parentesco, por cierto). Luego sería transferido a un internado todavía más represor –al punto de que era allí que enviaban a los herederos acaudalados para transformarlos en embriones de líderes, en “honorables ciudadanos”. Burroughs fue pronto expulsado del instituto, al ser descubierto tomando formol, que había hurtado de una fábrica abandonada, con un compañero. Y aunque terminó sus estudios en otra escuela –aislado y ya peleando con sus deseos homosexuales– e inclusive se graduó en literatura inglesa por la universidad de Harvard, sus flirteos sucesivos con la antropología y la medicina descubrían que su interés no era el académico, sino el acercamiento, sistemático e instrumentado, al pleno de la experiencia humana. Sin embargo, no es descabellado afirmar que el verdadero aprendizaje de Burroughs se producía en paralelo al universitario, entre prostitutas y “maricas” adinerados, en la sordidez nocturna de Harlem o Greenwich Village, que visitaba usualmente acompañado por (su probable primer amante) Richard Stern. En esos días el joven Burroughs desarrollaba sus primeros instintos criminales, al amparo de la noche neoyorquina, y se introducía al futuro leitmotiv de su vida: la adicción.

Sostenido por un considerable estipendio paterno –con el que subsistiría casi la mitad de su vida– Burroughs viajó a Europa y vagó por los EEUU durante los años posteriores a su egreso universitario (en 1936), trabajando como periodista (del área policial, claro), exterminador de cucarachas y otra larga serie de denigrantes oficios. Particularmente importante para su formación fue su paso por Viena, donde tuvo acceso a la cultura (“iluminada” y más tolerante con lo homosexual) de la Europa del Este de la Era Weimar. Llegó incluso a casarse, aunque solamente para permitir el ingreso a Estados Unidos de una amiga judía, ya amenazada por la persecución nazi. Su interés por el animismo y las manifestaciones ancestrales mesoamericanas también se hizo evidente, pues Burroughs protagonizó numerosas excursiones a México, donde solía pasar más por un atento antropólogo que por un turista despistado.

Entre la experiencia mística, el autodescubrimiento y la forzosa reorganización sensorial, Burroughs regresó en 1939 a los Estados Unidos. Allí continuó con el que había consolidado como su “estilo de vida”, aunque ya entonces rodeado por puritanos y azorados conservadores. No ayudó a despejar las dudas sobre su salud mental cuando, en un episodio al mejor estilo Van Gogh + Bernard Wolfe, Burroughs se cortó la falange del meñique izquierdo para impresionar a un enamorado suyo (o, según prefiramos creer, como rito de iniciación de una tribu nativa que tenía al cuervo como tótem). Todavía delirado, en 1941 se enroló en el ejército, esperando participar en la Segunda Guerra Mundial. Muy pronto Burroughs estaba buscando una forma de salir de ese embrollo, y no le fue difícil demostrar sus pobres condiciones psíquicas –lo suficiente pobre, claro, para garantizarle un descargo veloz y definitivo. Extraviado y tras un tiempo irresoluto viviendo en Chicago, su amigo Lucien Carr le ofreció llevarlo a Nueva York, ciudad a donde planeaba trasladarse. Burroughs decidió seguirlo. La vida de Old Bull Lee estaba a punto de comenzar.

“Drug is a shot of death that keeps the body in an emergency condition.”

Si bien es cierto que William Burroughs poseía un talento innegable para la narración, y había ya escrito a sus ocho años la novela The autobiography of a wolf, él no parecía particularmente interesado en seguir tal camino. Es más, su ensayo “Personal Magnetism” (1929) parecía responder más a su deseo de vandalizar los sistemas de control (académico) desde dentro que a una motivación presuntamente literaria. En cualquier caso, Burroughs se apartó totalmente de este sendero por casi dos décadas. Probablemente incluso podríamos afirmar que el haber conocido a Jack Kerouac y Allen Ginsberg en Nueva York, en 1944 y por intermediación de Carr, fue lo que le devolvió el gusto por las letras; si bien dicho “evento histórico” (pues junto a Gregory Corso ese grupo formaba el primer capítulo neoyorquino del movimiento beatnik) parece haber influenciado más a Kerouac y Ginsberg, algunos años menores que Burroughs e inmediatamente fascinados por su erudición y personalidad. Este, mientras tanto, parecía más preocupado por conseguir heroína –y muy pronto hasta por venderla– que en protagonizar la fundación beat, a la que colateralmente estaba asistiendo.

Sería más correcto afirmar que conocer al proxeneta, adicto, delincuente y notorio personaje de la ciudad, Herbert Huncke fue lo que activó la memoria de Burroughs, quien en su juventud había decidido adoptar como modelo de vida a Jack Black, célebre criminal que dejó registrado en el libro You can’t win los lineamientos para llevar una vida perfectamente reñida con la autoridad y alimentada por las sustancias opiáceas. Héroe de muchos como Burroughs, Black inspiraría también al cenáculo beat, potenciando su tradición de forajidos aterrizada en las vanguardias literarias, el jazz y las sustancias psicoactivas –coctel que, luego, vendría a conocerse como “contracultura”. De impresionante efecto en Burroughs, al cobrar Black de pronto nueva carne en Huncke, la afinidad fue casi inmediata. Habiendo coincidido fortuitamente cuando Burroughs vendía una ametralladora y algunas dosis de morfina, trabaron amistad y pronto Huncke introdujo a Burroughs seriamente al submundo, sustituyendo la visión –algo romántica– del bandido honorable y picaresco estilo Jack Black, por la afiebrada inmediatez de su propia adicción. De la mano de William Burroughs, Huncke inició a Kerouac y Ginsberg en el uso de drogas duras y cautivó su imaginación con sus historias, narradas con la honesta y vívida fuerza del protagonista, que mezclaba una jerga indescifrable con giros típicos del hampa. De ahí que los primeros textos del “trío beat” ronden ámbitos criminales y ejerzan una suerte de pulp neoyorquino que recuerda mucho la vida y estilo de Huncke. Este, que “inventó” eso de beat para describir a quienes vivían sin dinero o apremios morales, siendo también un escritor frustrado, apadrinó “secretamente” (comparado con Neal Cassady, por ejemplo) el movimiento, y acaso reactivó al Burroughs escritor que, espoleado por la mordida morfínica, escribió (como luego se vería en su primera novela, Junkie: Confessions of an unredeemed drug addict) casi para registrar los días compartidos con Huncke.

Efectivamente bajo ese hechizo, Burroughs completó una novela corta al estilo de Dashiell Hammet, escrita a cuatro manos con Jack Kerouac; aunque ésta no fue publicada. Titulada And the hippos were boiled in their tanks, escrita en 1945, se considera a esta novela como el clandestino texto fundacional de la generación beat. Un registro colaborativo (al estilo “capítulo tú – capítulo yo”) del asesinato de David Kammerer, cometido “en defensa propia” por Lucien Carr –harto de sus avances homosexuales, resueltos en una pelea alcoholizada que terminó con el cuerpo de Kammerer en el Río Hudson–, este trabajo “poco distinguido” (en palabras de Burroughs) recién fue publicado en 2008, si bien fue la primera obra escrita por cualquier miembro de la generación beat. Y en este caso por dos de sus popes. Complicado e implicado por el caso, el de And the hippos were boiled in their tanks parece como un episodio aislado en la carrera de Burroughs, que volvió a zambullirse en la morfina y se apartó momentáneamente de la literatura. No sería hasta 1951, como resultado de sus cartas con Allen Gisberg (y a instancias de éste), que William Burroughs comenzó a escribir una novela trascendental, organizando los apuntes de sus días con Huncke para crear la autobiografía de un adicto no redimido, la ya mencionada Junkie.

Esta historia “testimonial”, directa y formalmente típica (según los estándares posteriores de Burroughs, claro), se publicó casi como una novela pulp desechable, bajo el pseudónimo de William Lee. La intensidad con la que se narraba la experiencia del adicto, con una honestidad y distancia casi “científicas”, provocó el revuelo necesario para atraer la atención hacia Burroughs. Faltaba todavía mucho para que la palabra beatnik comenzara a circular, y era justo William Burroughs el primero del grupo que adquiría cierto renombre mediático. Sin embargo él no se veía a sí mismo como un escritor, lo que él deseaba era ser un criminal –un Jack Black, un Herbert Huncke–, y el riesgo de las palabras no le era suficiente.

“I am forced to the appalling conclusion that I would have never become a writer but for Joan's death... I live with the constant threat of possession, for control. So the death of Joan brought me in contact with the invader, the Ugly Spirit, and maneuvered me into a life long struggle, in which I have had no choice except to write my way out.”

Junkie, que fue escrita en México, se completó en 1952 y se publicó recién en 1953. Claro que Burroughs ya había abandonado Nueva York hacia 1946. Pensando que el mejor remedio para el aislamiento es aislarse aún más, y esperando encontrar un mercado de estupefacientes menos controlado; Burroughs, su hijo y esposa Joan Vollmer, migraron sucesivamente a Texas, Nueva Orleans, y finalmente México –esto cuando, acosado por las autoridades, Burroughs tuvo que huir del país para evitar su encarcelamiento. Ya prontuariado por “empujar” sustancias ilegales, o por conseguirlas de manera fraudulenta, Burroughs se escondió tras un perfil familiar de granjero de algodón (y de marihuana) entre Texas y Nueva Orleans, a donde se había dirigido junto a su esposa gestante y Herbert Huncke. Detenido en 1949 por posesión de drogas, Burroughs decide no presentarse a juicio y huye, con su familia pero ya sin Huncke, a Ciudad de México.

Joan Vollmer y William Burroughs se conocieron en 1944, en el núcleo beatnik de Nueva York, y dentro de poco tiempo establecieron una relación en la que compartían más que el gusto por los inhaladores de benzedrina o las anfetaminas. Casados “de hecho” por su prolongada convivencia, engendraron un hijo, William “Billy” Burroughs III, con el que también se trasladaron al sur. Cruzada por arrestos, internaciones psiquiátricas y escapadas de toda suerte (Vollmer abandonó a su primer esposo para irse con Burroughs, ese amante que follaba como un cafizo, esta relación parecía predestinada al desastre, por mucho que fuera la experiencia familiar/comunitaria más estable en toda la vida de William Burroughs.

México resultó, para la (exilada) familia Burroughs, casi un paraíso. Las drogas se conseguían libremente y a bajo precio, y el bisexual escritor encontró una cantidad pasmosa de amantes dispuestos a cambiar dinero por favores sexuales, con lo que las preocupaciones monetarias aminoraban. Pero también la cultura local fascinaba al norteamericano, que como antropólogo aficionado aprovechó para continuar los estudios que dejara pendiente en su juventud. Tomó, pues, cursos sobre el lenguaje y religión azteca, y comenzó a introducirse en las facetas chamanísticas y en el uso ritual de sustancias psicotrópicas, propios de la cultura maya.

Pero fue una bravata de la pareja, y la posesión del “espíritu feo” que sufrió William Burroughs, lo que terminó de permitir el alumbramiento de éste como escritor. “Es hora de nuestro acto de Guillermo Tell”, insistió Joan Vollmer una noche de septiembre de 1951. “Tú sabes, no puedo soportar ver sangre”, dijo mientras se colocaba un vaso sobre la cabeza, en lugar de una manzana. Burroughs, un obseso por las armas de fuego, probablemente drogado y seguramente borracho –y poseído por el invasor espíritu, ya se ha dicho– apuntó y disparó un par de centímetros demasiado abajo. A Vollmer le estalló la cabeza y Burroughs, arrestado, se hizo finalmente escritor. Era su única salida posible.

1 comentario:

JG dijo...

Qué perro este Javier.
Me va volviendo junkie de sus colaboraciones.

Aquí les paso el disco que en 1992 grabaron Burroughs y KC (no confundir con Kentucky Chicken).
"The Priest" They Called Him, es el título.

Es un EP. EL file es livianito, 12 megas. Se baja en un minuto.

http://www.mediafire.com/download.php?jmwmm2iuwwa