Hola, cómo están. En esta casa somos fans de algunas cosas. Somos fans, por
ejemplo, de Daniel Johnston: compositor, ilustrador y leyenda viva. Artista de
culto, célebre psicótico, un friki de nuestro estilo. En este doble post (que marca,
al fin, nuestro retorno blogeril) dos auteurs maison, doblemente afortunados, reseñan dos recientes conciertos
de Johnston en España: primero Liliana Colanzi nos cuenta su experiencia en
Madrid (La Casa Encendida)
y le saqueamos al suplemento cochala La Ramona este texto de Javier Rodríguez que
cuenta lo que presenció en Barcelona (Sala Bikini). Nos vemos pronto.
EL
PARQUE PSICÓTICO DE DANIEL JOHNSTON
por Liliana
Colanzi
Solo diré que, el verano antes de cumplir los
dieciocho años, atravesé una mala racha. Solo diré que mi cabeza estaba hecha
un lío, que una cosa llevó a la otra y que todo acabó con mis padres yendo a
buscarme a la Policía
Técnica Judicial en medio de la noche. Solo diré que terminé
con un diagnóstico que apuntaba a una forma leve de trastorno bipolar –la
ciclotimia— y la sugerencia de que debía tomar litio. “Lithium” era,
curiosamente, el tema de Nirvana que podría haber resumido mi adolescencia:
“Soy tan feliz porque hoy encontré a mis amigos: están en mi cabeza”. Aunque yo
no lo sabía por entonces, “Lithium” era también el desolado himno de una
generación que se quedó fuera de la fiesta durante los años del derroche
neoliberal.
En fin: yo nunca tomé litio.
En cambio, guardé durante mucho tiempo una foto clásica de Kurt Cobain, aquella
en la que se enfrenta a la cámara con la mirada dolorosa y la mano levantada en
un gesto que, más que saludar, parecería estar intentando detener la avalancha
de la fama que lo llevaría a volarse la cabeza en 1994.
Pero lo que importa aquí no es
Cobain, icono de un periodo funesto que ha dejado trazos de una nostalgia
enfermiza en mi ADN. Lo que importa es lo que lleva puesto en esa foto el ídolo
del grunge: una camiseta con la imagen de una rana extraterrestre de largas
antenas y ojos candorosos que dice “Hi, How Are You”, firmada por un tal Daniel
Johnston, un artista –me enteraría con más de una década de retraso- a quien
Cobain admiraba.
Y aquí es donde debería haber
comenzado este relato. Porque la semana pasada, gracias a la generosidad de un
amigo que me consiguió uno de los 600 tickets que desaparecieron en cuestión de
un par de horas de la taquilla de La Casa Encendida, pude ver a Daniel Johnston en
concierto en Madrid.
Llegué a la obra de este
artista maniaco depresivo a través del fantástico y conmovedor documental de
Jeff Feuerzeig, El diablo y Daniel
Johnston (2005), ganador de un premio en el festival de Sundance y
responsable en buena medida de la renovada popularidad que ha gozado Johnston
en los últimos años. Después de tres décadas de frecuentar hospitales
psiquiátricos y de soñar con ser más famoso que Los Beatles, Johnston sigue
siendo el mismo niño-joven que a mediados de los ochenta incendió el circuito
musical underground de Austin (Texas) con la honestidad hiriente de sus
canciones, al mismo tiempo que lo aterrorizaba con sus excentricidades. Es
cierto que su fragilidad adolescente ha sido reemplazada por la enorme barriga
y los cabellos blancos y revueltos de un Papá Noel psicótico, pero nada ha
cambiado de la cruda inocencia, el desamparo, el horror diabólico y la belleza
infantil de su mundo de monstruos, superhéroes y amor no correspondido.
El público finalmente se
relaja --ahora está claro que Johnston no va a estallar en llanto en el
escenario-- y le aplaude con una mezcla de fascinación y ternura. Johnston es
el niño impertinente o el loco entrañable que canta con la intensidad y la
frescura que ha perdido el mundo de los adultos. Desafina, se enreda con los cables del micrófono, confunde dos
veces la salida del escenario. El brazo izquierdo le tiembla como si hubiera
metido los dedos en el enchufe, pero la está pasando bien. Hay, por supuesto,
un alto componente de morbo en el espectáculo, y esto es algo que no se le
escapa a Daniel Johnston. “No tengo amigos/ excepto toda aquella gente/ que
quiere que les haga monerías/ como un mono en el zoológico”, cantaba allá por
1981, antes de que empezaran sus
tropiezos por los hospitales psiquiátricos.
El aura que le rodea a veces
impide recordar que la locura no tiene nada de glamoroso. A pesar de su
talento, la carrera de Johnston implosionó por causa de varios episodios
psicóticos, como el penosamente célebre incidente en el que, después de un
concierto en Austin, Johnston tiró por la ventanilla las llaves de la avioneta
que pilotaba su padre creyendo que se había convertido en el fantasma Gasparín;
se salvaron gracias a la pericia de su padre, un veterano de la Segunda Guerra
Mundial. Saboteó la mejor oferta laboral de su vida al negarse a firmar con
Elektra cuando se enteró de que se trataba del mismo sello que representaba a
Metallica, banda a la que consideraba satánica. Las 500 canciones que ha
compuesto para Laurie Allen –la chica a la que persiguió obsesivamente el año
que estudió en la universidad de Kent, y que nunca le correspondió— pueden entenderse
como un desmesurado tributo amoroso, pero también como una sofisticada versión
de la venganza: “Si no puedo ser un amante, seré una plaga”, anuncia Johnston
en “Grievances”.
La muestra de sus dibujos, que
se inauguró en La Casa
Encendida dos días después del concierto, da cuenta del
tortuoso mundo interior del artista. Allí encontramos interpretaciones de sus
personajes favoritos de cómics como el capitán América (la personificación del
valor y la bondad) y el fantasma Gasparín (símbolo de pureza), junto a
creaciones propias que oscilan entre lo cómico, lo naif y lo siniestro: la rana
Jeremiah, (su marca registrada), el Villano (un monstruo de varios ojos que
parece una versión corrupta y adulta de la rana Jeremiah), el ojo alado
(metáfora de la muerte) y el mismísimo Demonio.
Kathy McCarthy, la cantante
con la que tuvo una fugaz relación en 1986, dijo que le tomó un par de semanas
darse cuenta de que había algo en Johnston “que no era ni angelical ni puro ni
infantil ni inocente ni hermoso”. En en el dibujo titulado “Bienvenido a la
entrada del infierno”, un hombre despierta en su cama para encontrar a una
gigantesca y amenazadora mujer desnuda, mientras el omnisciente Ojo de Satán
espía por la puerta; el Boxeador con el cráneo abierto y una tremenda erección
se enfrenta al Villano, sabiendo que va a salir derrotado. Y sin embargo, en
esa muestra también está un Daniel Johnston que no ha perdido el sentido del
humor a pesar de sus continuas excursiones por el lado oscuro. En “La verdadera
historia”, una ilustración de 1988, vemos a Gasparín cercado por las llamas. El
fantasma amistoso, ese que tiene un pie en el mundo de los vivos y otro en el
más allá, ha perdido la batalla contra el demonio. Pero incluso en sus momentos
finales no renuncia a su pureza. “Él sonreía en medio de su infierno personal”,
escribió Johnston sobre este dibujo, y pensé que no podría haber encontrado un
epitafio más acertado para sí mismo.
Pero no matemos todavía a Daniel
Johnston. Ahora mismo está más vivo que nunca, de gira por España, mientras sus
dibujos se venden a través de su website y sus álbumes circulan en casetes
grabados artesanalmente. Canciones suyas han sido interpretadas por Teenage
Fanclub, Beck, Tom Waits y Mercury Rev, y bandas como The Flaming Lips,
Spiritualized, Sonic Youth y Yo La
Tengo le rinden tributo. Johnston vive medicado (toma grandes
cantidades de litio para contrarrestar el high
que le producen la comida chatarra y las gaseosas), pero la lucidez de sus
canciones nos hace, cuando menos, cuestionar nuestra propia cordura. “A veces
no estoy seguro de que alguien tenga derecho a decir quién está loco y quién
no”, dice un personaje de Faulkner en esa bella y delirante novela que es Mientras agonizo. “Es como si no
importara tanto lo que un tipo hace, sino la forma en que la mayoría de la
gente lo está mirando cuando lo hace”.
Todo indica que Johnston no
será más famoso que Los Beatles, pero sus canciones les hablan al oído a
aquellos que han hecho de la inmadurez una trinchera y un espacio para la
creación sin filtros, a aquellos que ven en el arte –incluso, o especialmente,
en el de un loco— esa llama que se niega a consumirse (el concierto terminó con
la destemplada y certera “True Love Will Find You in The
End”). El universo de Johnston no se parece al salón claustrofóbico, solipsista
y desesperanzado que acabó con Kurt Cobain, sino más bien a un parque de
diversiones en el que la montaña rusa puede convertirse en cualquier momento en
la casa del terror. Y Daniel Johnston, como todo niño travieso, sigue dispuesto
a subirse una vez más a la rueda de la fortuna, aunque no baje con los brazos y
las piernas en los lugares correctos.
Canciones de inocencia y experiencia
por Javier Rodríguez Camacho
Estiras la cabeza sobre un mar de smartphones y
te quedas con dos imágenes. Una guitarra diseñada por un esquizofrénico, con el
clavijero incrustado donde debería estar la caja de resonancia, como si la
línea de montaje fuese una sandwichera y las últimas dos guitarras hubiesen
quedado adheridas, produciendo un instrumento tal vez inservible para un músico
ordinario, pero también uno de esos hermosos accidentes que nadie excepto la
naturaleza sabe explicar. La otra le será familiar a cualquiera que haya visto
“This is Spinal Tap”. Un músico despistado que intenta abandonar el escenario
por el lado equivocado, dando con una pared donde esperaba encontrar su
camerino. Así fue el concierto de Daniel Johnston el pasado 19 de abril, en la
sala “Bikini” de Barcelona. Un poco patético pero también único, conmovedor
aunque difícilmente la clase de experiencia que uno quisiera conservar en su
repisa de conciertos históricos. Un encuentro, en verdad inusual en estos
tiempos, con la expresión desnuda y original del alma humana; un vistazo
privilegiado al mundo interno del tan genial como desastrado Daniel Johnston.
Hay varias formas de afrontar la obra de Johnston, quizás la más piadosa de ellas sea la que lo ve como un niño grande, que disfruta mucho poder difundir sus dibujos y canciones a pesar de sus problemas psicológicos. La alternativa catastrófica no se corta al describir a Johnston como un freak al que explotan los familiares más maquiavélicos del mundo. Lo concreto es que a pesar de que se queja por sufrir el trajín trasatlántico y admitir que la pasa mal enfrentando a tantos desconocidos solo sobre el escenario, no cabe duda de que Johnson quiere hacer esto. El que conozca un poco la producción del norteamericano sabe que este tiene mucho que decir, además de ser dueño de un talento que ni los fármacos ni el trastorno bipolar, ni la edad o la religión, han conseguido doblegar. Si existe la obligación de compartir con el mundo las creaciones de uno de los compositores vivos más brillantes, a pesar de su estado de salud, o si los grandes beneficiarios del negocio son los apoderados legales de Johnston, es algo que no podemos determinar con certeza. Pero los dilemas morales no vienen al caso. El asunto es comprar entradas antes de que se agoten, ir a la sala temprano, hacer cola y aguantar a los teloneros con tal de estar en primera fila. Y así lo hizo un público heterogéneo, en el que asomaban hipsters, fanáticos reverentes (como una fan a la que le cambió la semana enterarse a dos horas del show que tenía entrada a pesar del sold-out) y curiosos de todo tipo.
Hay varias formas de afrontar la obra de Johnston, quizás la más piadosa de ellas sea la que lo ve como un niño grande, que disfruta mucho poder difundir sus dibujos y canciones a pesar de sus problemas psicológicos. La alternativa catastrófica no se corta al describir a Johnston como un freak al que explotan los familiares más maquiavélicos del mundo. Lo concreto es que a pesar de que se queja por sufrir el trajín trasatlántico y admitir que la pasa mal enfrentando a tantos desconocidos solo sobre el escenario, no cabe duda de que Johnson quiere hacer esto. El que conozca un poco la producción del norteamericano sabe que este tiene mucho que decir, además de ser dueño de un talento que ni los fármacos ni el trastorno bipolar, ni la edad o la religión, han conseguido doblegar. Si existe la obligación de compartir con el mundo las creaciones de uno de los compositores vivos más brillantes, a pesar de su estado de salud, o si los grandes beneficiarios del negocio son los apoderados legales de Johnston, es algo que no podemos determinar con certeza. Pero los dilemas morales no vienen al caso. El asunto es comprar entradas antes de que se agoten, ir a la sala temprano, hacer cola y aguantar a los teloneros con tal de estar en primera fila. Y así lo hizo un público heterogéneo, en el que asomaban hipsters, fanáticos reverentes (como una fan a la que le cambió la semana enterarse a dos horas del show que tenía entrada a pesar del sold-out) y curiosos de todo tipo.
Si
algo sorprende en la última gira europea de Johnston en casi siete años (pasó
por Inglaterra un par de veces, pero desde 2005 no visitaba tantas plazas
continentales), es la falta de aspavientos. Ni una sola cancelación, abandono
repentino o colapso nervioso precedía el show en Barcelona. Daniel Johnston se
mostraba amable y en forma, arropado por una banda local y prodigando temas
clásicos, si no feliz por lo menos satisfecho. De hecho, así se lo ve los
primeros segundos que pisa el escenario, ovacionado mientras pelea por abrir
una botella de agua y acomoda su cancionero en un atril. Pero todo cambia de
repente, cuando abrazando una guitarra eléctrica tan peculiar que parece un
juguete diseñado por él mismo, comienza el mini-set solista con el que abre las
presentaciones de esta gira. Lo que tenemos frente a nosotros corta el aliento,
nadie jamás estuvo tan cerca de expresarse a través de un instrumento como
Johnston tocando “Lost in my infinite memory”. Claro, un compositor puede ser
mucho más eficiente al ensamblar sus ideas para que las interprete una
orquesta, pero hay mucho artificio y técnica mediando en ello. En cambio, las
manos de Johnston sobre el cuello de la guitarra, más que marcando los acordes,
rasguñándolos, apretando la guitarra de la forma en que pensaba le sacaría un
sonido que pudiese aproximarse a lo que tenía en su cabeza, dibujando con ese
tumulto el mismo dolor y emoción que se veían en su rostro… un psiquiatra
podría analizar esos gestos con la transparencia con la que interpreta los
garabatos de un niño que decide dibujar a su papá más grande que su mamá o
ponerle colmillos al sol. En un artista, esto es inapreciable.
Si el poder que tiene la pureza de las canciones de Johnston a veces puede llegar a abrumar, desarma tenerlo cantando a unos pasos. El californiano tiembla tanto que no consigue acertar los acordes en la guitarra, se traba al intentar tocar las cuerdas, cuesta creer que la esté pasando bien. Antes de que termine la segunda canción uno piensa que nadie merece sufrir así en público, que tampoco se puede disfrutar de esto como espectáculo. Por fortuna, y aunque Daniel Johnston nunca ha sonado del todo bien cuando se lo mezcla con una banda de rock al uso, alivia ver que un trío (guitarra, bajo y batería, más puntuales aportes de teclado) lo acompañará el resto del concierto. Se nota que casi no han ensayado juntos (hay momentos en los que la banda opaca las partes vocales, obligando a Daniel a gritar), Johnston sigue temblando y se lo percibe contrariado, pero interactúa con el público (responde a los “I love you” imitando a Elvis, al fan que reclama por “Speeding motorcycle” le pide que espere un poco, se sorprende por el nombre de la sala) y hasta confiesa sentirse seguro con el respaldo de una banda. Es lo más parecido a un concierto de rock que Daniel Johnston puede dar. Es también lo más cerca que estará de cumplir su sueño de ser un músico famoso, tocando sus hits más celebrados para un público devoto.
Si el poder que tiene la pureza de las canciones de Johnston a veces puede llegar a abrumar, desarma tenerlo cantando a unos pasos. El californiano tiembla tanto que no consigue acertar los acordes en la guitarra, se traba al intentar tocar las cuerdas, cuesta creer que la esté pasando bien. Antes de que termine la segunda canción uno piensa que nadie merece sufrir así en público, que tampoco se puede disfrutar de esto como espectáculo. Por fortuna, y aunque Daniel Johnston nunca ha sonado del todo bien cuando se lo mezcla con una banda de rock al uso, alivia ver que un trío (guitarra, bajo y batería, más puntuales aportes de teclado) lo acompañará el resto del concierto. Se nota que casi no han ensayado juntos (hay momentos en los que la banda opaca las partes vocales, obligando a Daniel a gritar), Johnston sigue temblando y se lo percibe contrariado, pero interactúa con el público (responde a los “I love you” imitando a Elvis, al fan que reclama por “Speeding motorcycle” le pide que espere un poco, se sorprende por el nombre de la sala) y hasta confiesa sentirse seguro con el respaldo de una banda. Es lo más parecido a un concierto de rock que Daniel Johnston puede dar. Es también lo más cerca que estará de cumplir su sueño de ser un músico famoso, tocando sus hits más celebrados para un público devoto.
Muy en la línea del guion “sin sobresaltos” de la
gira, el set rockero de Johnston se las ingenia para saludar lo mejor y más
conocido de su obra: “Casper the friendly ghost”, “Speeding motorcycle” y
“Devil town”, fijando la brújula en “Fear yourself” (2003), producido por Mark
Linkous –un tipo que, tal vez por sus propios problemas mentales, entendía bien
a Johnston– y lo mejor que ha funcionado el norteamericano con una banda de
respaldo. Es cierto que se pierde una dimensión al reducir a Johnston al rol de
vocalista, cosa dolorosamente notoria en una “True love will find you in the
end” que es cantada casi sin sentirse, sirviendo como bis y cierre del show. Un
poco como el Bob Dylan adulto que por ya no romper más las bolas accedía a
tocar “Like a rolling stone” a las patadas –aunque a Johnston se le perdona el
ya no querer (o poder) mirar ese viejo amor no correspondido hoy con la misma
intensidad que ayer. Pero el evocar canciones y emociones con nitidez no es lo
que hace único a Johnston. Su mérito está, por un lado, en tomar la cultura pop
norteamericana como material, aproximándose a lo que artistas como William
Eggleston y teóricos como Susan Sontag postularon en los setenta, con las armas
del comic under (aunque bañado de inocencia allí donde campeaba la perversión à
la Crumb). Pero
también en su dominio total de la canción pop como forma, al punto que
–obviando la distribución masiva y accesibilidad temática– su obra compite con
la de Leiber y Stoller, Doc Pomus o Holland, Dozier y Holland. Y para decir
esto no hace falta conjeturar, pensando “podría haber sido un Syd Barrett/Brian
Wilson”, pues los comics y casetes siguen ahí como testimonio de lo que
Johnston lleva décadas haciendo.
Así cerró un concierto que dejó esa especie de sabor agridulce que poseen muchas de las composiciones de Johnston. ¿Cuál es la diferencia entre “Only love can break your heart”, “I’ll never fall in love again” o “You’ve got to hide your love away” y “Speeding motorcycle”? Sí, que la que mejores metáforas usa es la que más lejos está del cancionero clásico. Pero también hay que recordar que mientras Young, Bacharach o Lennon estaban procesando conscientemente un sentimiento, Johnston lo exudaba. Esto para bien y para mal, pues así como se permitía componer sin cortapisas formales o de estilo, también se pasaba semanas encerrado mientras pensaba que sus vecinos eran vampiros de verdad. Si el anti-folk se jugó por una estética lo-fi de forma explícita, el amateurismo en Johnston está casado sin remedio con el contenido de su obra. Pasa lo mismo con el calculado infantilismo de Jonathan Richman –por dar un ejemplo–, que seguro no se queda “en personaje” cuando va al supermercado o regaña a sus hijos. Con Johnston esa frontera no existe. Ahí reside el vértigo de su obra.
Hace algunas semanas Mario Vargas Llosa escribió un texto tan reaccionario como sus opiniones políticas, en el que expresaba su preocupación por la aparente fusión de la cultura y el entretenimiento. Es muy fácil ver que se trata de las quejas de un señor mayor al que leer los tiempos ya no se le da como antes (dicho en fácil, un viejo choto), pero acertaba al penalizar ciertos intentos de hacer “arte” sin un sentido de la historia. Sin embargo, esa apología por una heurística del arte, margina las innovaciones alienígenas de tipos como Harry Partch, Wild Man Fischer o R. Stevie Moore. O del propio Daniel Johnston. Claro que, así como podemos rastrear a los Beatles y a los Butthole Surfers en el sonido de Johnston, también podemos discutir que lo suyo en rigor no es entretenimiento. Tampoco se puede esconder el papel que juegan los problemas psicológicos en su faceta creadora. ¿Cuánta distancia hay, al final, entre el señor que se planta todos los días en una parada de metro para cantar arias a un público invisible y el Johnston que no quiere jugar cartas con el diablo? La inocencia y lo pop han sido sustituidos por una morbidez, por la proximidad de la muerte, en las últimas composiciones del californiano, y viéndolo sufrir sobre el escenario, es imposible no preguntarse si hay algo de explotación en esto. Pero hay tan pocos compositores vivos capaces de encogerle a uno el corazón con cosas como “The story of an artist”, que lo único que puedo decir, para mitigar el sentimiento de culpa, es que no vuelvo a escuchar outsider music. Bueno, por lo menos no en vivo.
Así cerró un concierto que dejó esa especie de sabor agridulce que poseen muchas de las composiciones de Johnston. ¿Cuál es la diferencia entre “Only love can break your heart”, “I’ll never fall in love again” o “You’ve got to hide your love away” y “Speeding motorcycle”? Sí, que la que mejores metáforas usa es la que más lejos está del cancionero clásico. Pero también hay que recordar que mientras Young, Bacharach o Lennon estaban procesando conscientemente un sentimiento, Johnston lo exudaba. Esto para bien y para mal, pues así como se permitía componer sin cortapisas formales o de estilo, también se pasaba semanas encerrado mientras pensaba que sus vecinos eran vampiros de verdad. Si el anti-folk se jugó por una estética lo-fi de forma explícita, el amateurismo en Johnston está casado sin remedio con el contenido de su obra. Pasa lo mismo con el calculado infantilismo de Jonathan Richman –por dar un ejemplo–, que seguro no se queda “en personaje” cuando va al supermercado o regaña a sus hijos. Con Johnston esa frontera no existe. Ahí reside el vértigo de su obra.
Hace algunas semanas Mario Vargas Llosa escribió un texto tan reaccionario como sus opiniones políticas, en el que expresaba su preocupación por la aparente fusión de la cultura y el entretenimiento. Es muy fácil ver que se trata de las quejas de un señor mayor al que leer los tiempos ya no se le da como antes (dicho en fácil, un viejo choto), pero acertaba al penalizar ciertos intentos de hacer “arte” sin un sentido de la historia. Sin embargo, esa apología por una heurística del arte, margina las innovaciones alienígenas de tipos como Harry Partch, Wild Man Fischer o R. Stevie Moore. O del propio Daniel Johnston. Claro que, así como podemos rastrear a los Beatles y a los Butthole Surfers en el sonido de Johnston, también podemos discutir que lo suyo en rigor no es entretenimiento. Tampoco se puede esconder el papel que juegan los problemas psicológicos en su faceta creadora. ¿Cuánta distancia hay, al final, entre el señor que se planta todos los días en una parada de metro para cantar arias a un público invisible y el Johnston que no quiere jugar cartas con el diablo? La inocencia y lo pop han sido sustituidos por una morbidez, por la proximidad de la muerte, en las últimas composiciones del californiano, y viéndolo sufrir sobre el escenario, es imposible no preguntarse si hay algo de explotación en esto. Pero hay tan pocos compositores vivos capaces de encogerle a uno el corazón con cosas como “The story of an artist”, que lo único que puedo decir, para mitigar el sentimiento de culpa, es que no vuelvo a escuchar outsider music. Bueno, por lo menos no en vivo.
1 comentario:
O cuando tres bipolares se encuentran...
Me gustó mucho el texto de Liliana. La primera línea es magistral, el comienzo más bárbaro que en leído en las letras bolis en muuuuucho tiempo.
El laburito que se mandó el editor subiendo fotos y vídeos merece igual encomio, je.
Publicar un comentario