sábado, 29 de noviembre de 2008

Entrevista a Alejandro Zambra

Alejandro Zambra, uno de los escritores más personales de la nueva generación, habla sobre la relación entre literatura y memoria, sobre el cine que le interesa y sobre los desafíos de la escritura

EL RESTO ES LITERATURA

Por Maximiliano Barrientos


Bonsái tiene un comienzo de antología: “Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura”.

Con sólo dos novelas breves publicadas en Anagrama, la primera, de donde proviene este fragmento, y la segunda, La vida privada de los árboles, Alejandro Zambra (Santiago, 1975) alcanzó un primer plano en el panorama hispanoamericano con una obra concisa, muy personal, de corte marcadamente intimista.

Traducido a más de nueve idiomas, incluido en Bogotá 39 (los autores menores de 40 años más representativos del continente) y celebrado ya no como una promesa, sino como un escritor en el esplendor de su carrera, sus libros dejan la misma sensación que las canciones de Nick Drake o las películas de Wes Anderson: una tristeza seca, agradable, el recuerdo de algo que no se ha perdido del todo y que vuelve momentáneamente.

-Al leer tus dos novelas tuve la impresión de que la literatura, en ambos libros, funciona como la posibilidad de reconstruir una vida que no pudo seguir sosteniéndose. La literatura como una memoria postiza de cosas que pudieron suceder y no sucedieron. ¿Cuánto hay de esto?

-Me gusta lo que dices. La memoria ordena, crea posibles secuencias, provoca la ilusión de que esas vidas persistieron, que esas derrotas sirvieron, al menos, para escribir un libro. Pero la ilusión nunca es plena y yo siempre prefiero que la historia se construya y se destruya al mismo tiempo. Que sea única y ninguna, que quede y se desvanezca.

-Cómo se escribe ahora siendo latinoamericano, y particularmente chileno, con la sombra de Bolaño. ¿Hay que escribir en contra de él?

-Hay que escribir con él o sin él, pero en ningún caso contra él. A mí me gusta mucho Bolaño y creo que es un escritor que no agota la literatura, más bien la comparte, la muestra; ilumina, sobre todo, callejones que de otro modo no conoceríamos. No comparto la lógica de las influencias, en todo caso. Al final escribes lo que sale, lo que tenías que escribir. La literatura está llena de grandes escritores y no creo que sus obras sean obstáculos.

-¿Cuál es tu relación con el cine? ¿Alguna vez pensaste en una adaptación de Bonsái o de La vida privada de los árboles?

-Mi relación con el cine es inconstante. Últimamente me he vuelto fanático de Wong Kar Wai y hay varios directores cuyo trabajo me interesa, pero puedo pasar varios meses sin ver una película. Me han propuesto varias veces adaptar Bonsái, pero me imagino una de esas películas insoportables, sostenidas solamente por las voces en off. Hace poco, sin embargo, conocí a un cineasta chileno joven –de mi edad, en realidad, es decir ya no tan joven– a quien probablemente le cederé los derechos, pues vi sus trabajos y me gustaron mucho, y me gustó también la idea de guión que él tenía en mente.

-En un artículo que escribiste para El País afirmaste sentirte lejos de los escritores del Boom… ¿De qué escritores latinoamericanos actuales te sentís cerca?

-Son muchos los escritores latinoamericanos que me interesan. Creo que casi todos, en realidad. A lo que yo me refería en ese artículo es al boom como horizonte, como forma de hacer literatura. Me interesa una literatura que no recurra a esas imágenes de marketing o a la querella entre antiguos y modernos. Esa discusión creo que está agotada, que siempre estuvo agotada. Lo urbano y lo rural, lo nuevo y lo viejo, lo masculino y lo femenino: creo que esas oposiciones son estériles a la hora de escribir un libro. Tal vez sirven para promocionarlo o algo así, pero carecen de relevancia verdadera. Prefiero a los escritores que no quieren gustar o disgustar, es decir a aquellos cuyas obras demuestran una cierta necesidad interna.

-Teniendo una trayectoria como crítico, ¿cómo abordaste a la crítica literaria cuando publicaste las novelas? ¿Es posible seguir siendo crítico una vez que entraste en el camino de la ficción?

-Es posible pero muy complejo, al menos de la manera en que yo practicaba la crítica literaria: con periodicidad semanal y aludiendo a las novedades, lo que por cierto me tenía bastante cansado. He seguido escribiendo sobre libros, en todo caso, y me gusta mucho hacerlo.

-En la conferencia Sevilla me mata, Bolaño sostuvo lo siguiente: “¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo a trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el Paseo Ahumada. Viene del deseo de respetabilidad, que sólo encubre al miedo”. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación?

-Es un buen párrafo, muy persuasivo, que denuncia una mediocridad inmensa. Pero del miedo –creo que es eso lo que dice Bolaño– viene la mala literatura. La buena proviene de un lugar menos seguro: de propósitos esquivos o ausentes, de largas horas a cargo de frases que luego borramos.

-¿A qué le temes como escritor? ¿El miedo a repetirte está presente cuando comenzás un nuevo libro?

-No le temo a nada y le temo a todo. Lo paso muy bien leyendo, pero el momento de la escritura es un gozo y una tortura permanentes. El miedo a repetirme no lo tengo, pues estoy dispuesto a repetirme, del mismo modo que estoy dispuesto a quedarme callado. A veces pienso que no voy a escribir más y créeme que no es un pensamiento dramático. A veces pienso que de repente ya no voy a querer escribir más y que estaría bien si así fuera.

-Esto lo escribió Richard Price: "Leemos y descubrimos cosas de la vida que ya sabíamos, sólo que no estamos al tanto de que lo sabíamos hasta que lo leemos en ese libro en particular. Y este auto-reconocimiento, eso de descubrirnos en la escritura de otros, puede ser muy excitante, nos hace sentir menos solo y nos conecta con el vasto mundo". ¿Qué buscás en los libros que lees y qué esperás que el lector encuentre en tus libros?

-Lo que buscaba Richard Price, parece. Es muy bello el fragmento que citaste. Ahora, como escritor, nunca pienso en el lector. No escribiría si pensara en el lector. Imagino que se produce, a veces, una complicidad. Y siempre me parece milagroso que esa complicidad se produzca.

-¿Para cuándo un nuevo libro? Y particularmente, ¿para cuándo uno de poesía?

-Ahora se reeditó, en Chile, mi libro de poesía Mudanza y hace un tiempo escribí otro que se llama Borradores, pero no me he decidido todavía a publicarlo. Trabajo en una novela, eso sí, que espero que resulte, pero eso no puedo saberlo todavía.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Maquetas, Hrönirs, Replicantes

Hablábamos, como siempre, de literatura con Juan González y me contó que estaba leyendo El Lugar de Piglia y vio que alguien usaba algunas hipótesis similares a lo que él había soltado en unos mails del 2005, cuando ambos habíamos descubierto la novela de Juan Pablo Piñeiro Cuando Sara Chura Despierte (hermoso libro que apenas si ha sido reseñado, pese a haberse agotado ya la primera edición) y que luego había desarrollado en un ensayo, que integrará un volumen de ensayos sobre narrativa boliviana llamado “Helados Propicios” (que Editorial El Cuervo publicará a fines de 2009). Así, sin permiso de JG, para adelantarnos a posibles dudas, busqué esos mails, los rearmé y aquí está. Ensayo en tono personal o mail en tono de ensayo, este texto es una lectura desde la propia literatura de la primera novela de Piñeiro y es también un caso que demuestra que las “literaturas postautónomas” no sólo afectan a la ficción. (FB)

Re: maquetas, hrönirs, replicantes

Juan González

Periodista: Borges, ¿copió mucho usted?

Borges: Yo diría que plagié mucho, más bien, ¿eh?

Creo que la copia es un placer y es un deber también.

[Citado en El factor Borges, pag. 107]

a)

a esta cosa que va ahora, nacida un poco a partir de tus ideas sobre cómo usar un escrito fuera de su contexto nodriza sin hacerle mucha violencia, le di vueltas durante varias semanas. intenté sacarla de un saque varias veces, pero no me acababa de convencer, algo había que me dejaba ante la pantalla como Larry David frente a la obligación tan leve como ineludible de asistir a una cena de amigas de su esposa, digamos.

lo tenía todo claro desde el vamos, hasta el subject del email (ese que leíste, claro), así que el problema no iba por ahí. o tal vez sí. pasa que tiendo a preferir -como condición de contorno para cualquier cosa- el salir a lo abierto con plena disposición de encontrar cosas imprevistas antes que tenerlo todo ya resuelto de antemano: es decir, la vieja idea de lanzarse al ruedo con sólo un par de intuiciones veladas. el mero “pasar en limpio” algo ya preexistente al momento de sentarme a escribir como que no me moviliza mucho: es, de algún modo, como hacerle el entre a una sujeto en un boliche sabiendo a priori que ella se va ir esa noche a camita con uno. digamos que para no fallar (mucho), yo necesito el acoso de la sensación de que el asunto no va a funcionar. sentir que todo se puede ir al carajo en cualquier momento. como si con eso no sobrara, padezco del fetichismo del primer borrador. fatalidad suprema donde las hubiere. por mucho que insista en re-escribir de modo maníaco, estoy persuadido de que el futuro de un texto está inexorablemente determinado por el primer borrador. de un mal primer borrador no puede nunca salir un buen texto final, no importa cuántas veces lo reescribas: he ahí un axioma inflexible y cojudo.

ojalá que vos estés libre de tamaña pelotudez. yo no.

en fin. lo que no me convencía era la forma en la que el texto caía una y otra vez. quería sacarlo como un ensayito, escrito en tono neutro y dirigido a interlocutor anónimo, etc, pero nunca quiso salir por ahí. y ya me harté. así que ahora me lo quito de encima y lo engancho en el curso de nuestras charlas habituales. no que éstas ocurran siguiendo un formato, pero sí que, de alguna manera, constituyen ya una forma de discursito. y uno que, según se ve (y se sufre), me pone parlanchinesco.

[te escribo desde la oficina. esto irá en varios emails sucesivos. de longitud variable. según me interrumpan]

b)

no recuerdo bien si fue Elizondo o si fue Torri o si fue García Ponce (pero fue un mexicano o caribeño -u similar) quien hace ya un buen tiempo se mandó una a lo Rodrigo de Triana: advertir un precursor de “El Aleph” en un texto no contemplado en el catálogo de fuentes directas que Georgie enumera sea a lo largo del cuento como en la “Postdata” o en las notas epilogales a las varias ediciones conocidas.

a la luz esquiva de ese rescate, de esa pasmosa movida de perito en arqueologías librescas cada vez más amenazadas por la imparable barbarie-Google, más bien uno empieza dudar del aparente descuido de JLB: uno comienza a cobijar la sospecha de que el viejo enumera todas esas fuentes überarcanas con el propósito directo de desviar la mirada de un texto que casi lo tenemos en la casa de al lado (no contento con mencionar no sé qué pasajes oscuros de Burton -Robert & Richard Francis- y otros de aún más oscuros exégetas latinos, el hijito-de-doña-Leonor aprovecha el embale y hasta se tira un lance con la matemática de conjuntos transfinitos. si eso no es emborrachar la perdiz, mon semblable, mon frere…).

resulta que ese precursor velado, traspapelado en la biblioteca de Babel, en el que muy pocos lectores habíamos reparado, ese preterido precursor (si dejas pasar la aliteración) de “El aleph” no provendría de fuente erudita o remota sino de la vecina Capitanía General de Chile. o sea, acá nomás, en el canchón, digamos.

el tal texto es uno de los folios fundacionales de nuestro imaginario continental.

gostoso demais, ¿no ve, k’awallero?

c)

las primeras noticias sobre el inconcebible aleph habrían aparecido ya muy temprano en las literaturas americanas: precisamente, en el Canto XXVII de La araucana, de Alonso de Ercilla: en ese pasaje, el anciano mago (“mágico”) Fitón pone frente a la mirada del poeta (que es quien narra) una esfera de naturaleza sobrenatural que contiene en paralelo y simultáneo todo cuanto acontece en las más distantes e insólitas latitudes del orbe.

escribió Ercilla:

“Pues yo que en un peligro tal me veo,

de la larga carrera arrepentido,

¿ cómo podré llevar tan gran rodeo,

y ser sabroso al gusto y al oído?

Pero aunque de agradar es mi deseo,

estoy ya dentro en la ocasión metido;

que no se puede andar mucho en un paso

ni encerrar gran materia en chico vaso.

Cuando a alguno, Señor, le pareciere

que me voy en el curso deteniendo,

el estraño camino considere

y que más que una posta voy corriendo.

En todo abreviaré lo que pudiere

y así a nuestro propósito volviendo,

os dije como el indio mago anciano

señalaba la poma con la mano.

Era en grandeza tal que no podrían

veinte abrazar el círculo luciente,

donde todas las cosas parecían

en su forma distinta y claramente:

las campos y ciudades se veían,

el tráfago y bullicio de la gente,

las aves, animales, lagartijas,

hasta las más menudas sabandijas.

El mágico me dijo: "Pues en este

lugar nadie nos turba ni embaraza,

sin que un mínimo punto oculto reste

verás del universo la gran traza:

lo que hay del norte al sur, del leste a loeste,

y cuanto ciñe el mar y el aire abraza,

ríos, montes, lagunas, mares,

tierras famosas por natura y por las guerras.”

acepto sin cosquillas la sugerencia detectivesca, la sospecha genealógica de la huella de Ercilla sobre la versión borgeana. si bien, no hay que decirlo siquiera, se necesita ser Borges para ver en esta breve y definitivamente incidental invención, publicada en 1569, el germen de la maravilla encerrada en el sótano de la casa de Carlos Argentino Daneri.

es posible también que, de más de una manera, ese efecto-Borges que denominamos “Kafka y sus precursores” esté operando acá a sus anchas (pensar que de esas dos páginas de JLB el muy circunspecto Harold Bloom hizo toda una industria y que apenas menciona a Borges como de pasada en el Anxiety: sin dudas, ese ensayo borgesco fue su aleph. lo mejor es que Bloom le roba a Georgie algo que el poeta austral y ciego se había incautado de T. S. Eliot, quien a su vez lo hubo tomado de Wordsworth [de su famosa carta a Lady Beaumont: “Every great and original writer, in proportion as he is great and original, must himself create the taste by which he is to be relished”]). de todos modos, la hipótesis es sugerente y podemos aceptarla sin mayores escrúpulos, ¿verdad? sobre todo luego de que, picado de intriga y burlado una vez más por las astucias del viejo, cuando uno se da a investigar las referencias explicitadas va y descubre, ya sin asombro, que la relación entre estos precursores reconocidos y el texto en cuestión es poco menos que inexistente.

quiero deciros: nada se gana con adentrarse en la matemática de Cantor, disciplina en la que aleph designa el límite inaccesible, como nada se gana revisando el quinto volumen del Satyricon de Capella (entre tantos que menciona JLB). hay, claro, vagas sombras, destellos mínimos que, con esfuerzo de prestigiditador podrían estirarse al límite de sus propiedades elásticas para establecer una relación intertextual, o de cualquier otra naturaleza, con “El Aleph”, pero en ninguna de estas así llamadas “fuentes” la relación es tan directa y autoevidente como con el poema de Ercilla.

d)

uno tiene dudas, por lo demás, respecto al posible dominio, por parte de Borges de, por ejemplo, la matemática de Cantor; no hay dudas, sin embargo, respecto a que Georgie había leído -varias veces- el poema de Ercilla (del cual, muy propio del viejo, se sabía varios pasajes de memoria). incluso lo mencionó bastante en sus cursos sobre literatura argentina y en vistosos lugares de sus no pocas bajadas de caña a Lugones.

este poema, hoy casi olvidado, fue, en su momento, una lectura obligada entre cierta clase educada. en términos de ventas, La araucana y La celestina se leyeron en la colonia como pocas cosas se leen hoy.

no me interesa intentar una lectura más sobre “El aleph”. ¿qué podría decir uno después de las bibliotecas multilingües dedicadas exclusivamente a este cuento? no me interesa detenerme en las magias parciales de “El aleph”. tampoco creo que haga falta que proceda al recurso habitual de explicitar algunas citas pertinentes para “probar” la tal filiación textual. entre otras razones, me da flojera: si fuera algo menos leído y citado, seguro lo haría, tendría que hacerlo, pero no con “El aleph”. pero si hasta hay partes que uno se sabe de memoria: botón de muestra al toque: “vi mi cara y vi mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto aquel secreto objeto conjetural cuyo nombre usurpan los hombres”. [ahora bien, qué tentador decir algo sobre este cuento, che!!! me estoy acordando de un ensayito del peruvian Julio Ortega sobre el manuscrito original que es más que recomendable –está, por si acaso, en esa compilación de la Ludmer que te mencioné días/emails atrás].

e)

lo que me interesa es divagar sobre ciertas prácticas lectoras.

sobre ciertos gestos antropófagos. sobre ciertos protocolos de apropiación.

por tanto, ya viene siendo tiempo de arrimar a Piglia –aka, el Gran Caníbal.

como bien sabes, el Pig cifra los protocolos de escritura de Georgie en una maniobra doble de condensación y aggiornamiento de las líneas mayores de la tradición rioplatense. dice Piglia, más o menos textualis, que JLB trama “versiones microscópicas” de los relatos fundadores de la tradición rioplatense [muy gracioso que diga eso, por lo demás, ya que al decirlo, y decirlo de esa manera, Piglia justamente da una versión reductora de la opera omnia de JLB. obvio, el Borges que lee Piglia, el que le sirve a sus usos y efectos, no es el Borges que lee Foucault, digamos (famosamente, en el prologo a Les mot et les choses), como no es el que lee Foster Wallace o lee Derrida (y cómo lo despacha Piglia al argelino, ¿ah?: “esas cosas que Borges vio antes que ninguno y que luego Derrida haría suyas. Borges ya había dicho todo aquello cincuenta años antes. mejor y sin tanto esoterismo”)]. Piglia sostiene que la tal estrategia microscópica de Borges respecto a la tradición habilita su forma de ser “moderno” y es lo que hace que se sitúe en el centro del canon contemporáneo (ya que estamos: no hay que confundir canon y tradición. por más que los hay -o puede haberlos- lugares ocasionales en que canon y tradición se tocan, flirtean, saludan en el atrio, no son lo mismo; es más, casi podría/debería decirse que, aunque a veces coinciden, la relación entrambos es una de fricción. al final, de todos modos, la tradición siempre engulle al canon, lo procesa, lo depura, lo recicla: el canon es carne de cañón de la tradición [canon=cannonball]: el canon está más cerca de la moda que de la tradición, ya que la tradición es justamente lo que resiste y ridiculiza a la moda [en el sentido de que pone en evidencia sus estrecheces, sus vuelos gallináceos, su intrínseca efervescencia pirotécnica]). en esa vena, Piglia llega a decir que “El aleph” es un Adán Buenosayres anticipado y microscópico; que los cuentos de Georgie condensan textos tan disímiles como Los siete locos, El matadero e incluso el Facundo (cuya dicotomía todavía no resolvemos en las crueles provincias altoperuanas). y que esa maniobra jíbara del viejo no sólo entra en acción al interior de su ficción sino que también aparece muy activa en la canibalización de cosas de Mallea o Scalabrini --en ensayos como “El idioma de los argentos” o “Nuestras imposibilidades”.

f)

pero nada dice el Pig respecto a sus propias actividades delictivas (tal vez obedeciendo el interdicto aquél que prohibe a los gitanos robarse las billeteras entre ellos [si bien, por supu, uno ha aprendido ya que en estas charlas en que el escritor A habla del escritor B hay que leer, ante todo, una enumeración oblicua, diferida, de las claves operantes al interior de la propia obra del escritor A --como queda claro en eso de la microscopía]). estas ideas de Piglia son más o menos tempranas. salen de ese otro inconcebible aleph que es Crítica & ficción como habrás reconocido (cito por primera edición, ésa de la universidad de Rosario, ejemplar que, te acordarás por el sellito, yo le robé a CB).

me causa gracia que ahora yo venga y lea esas ideas como una suerte de programa desarrollado minuciosamente en un texto (entonces) futuro.

[otro break. comper]

g)

ya viene siendo hora de sacar de la manga el as de espadas. por suerte, este texto lo tengo en un file pdf. estoy tentado a pastearlo entero. pero no va a funcar así. demasiada info. tengo que hacerle unos cortes (la “literatura interrumpida” llevada al paroxismo). sea.

aquí van, entonces, fragmentos de un texto pigliesco que debería titularse “El aleph revisited”:

“Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con materiales mínimos y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez, próxima y múltiple y como distante en la suave claridad del alba”.

“No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia“.

“[Russell] (el fotógrafo de Piglia –nota del emaileador) Ha alterado las relaciones de representación, de modo que la ciudad real es la que esconde en su casa y la otra es sólo un espejismo o un recuerdo”.

“El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda. Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar”.

“La lectura, decía Ezra Pound, es un arte de la réplica".

"Es fácil imaginar al fotógrafo iluminado por la luz roja de su laboratorio que en el silencio de la noche piensa que su máquina sinóptica es una cifra secreta del destino y que lo que se altera en su ciudad se reproduce luego en los barrios y en las calles de Buenos Aires, pero amplificado y siniestro. Las modificaciones y los desgastes que sufre la réplica -los pequeños derrumbes y las lluvias que anegan los barrios bajos- se hacen reales en Buenos Aires bajo la forma de breves catástrofes y de accidentes inexplicables”.

“Esta obra privada y clandestina, construida pacientemente en un altillo de una casa en Buenos Aires, se vincula, en secreto, con ciertas tradiciones de la literatura en el Río de la Plata; para el fotógrafo de Flores, como para Onetti o para Felisberto Hernández la tensión entre objeto real y objeto imaginario no existe, todo es real, todo está ahí y uno se mueve entre los parques y las calles, deslumbrado por una presencia siempre distante”.

“La construcción estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines, del otro lado, fluía el río que llevaba al delta y a las islas. [...] En lo alto, visible apenas en la visibilidad extrema del mundo, la luz roja del laboratorio del fotógrafo titilando en la noche”.

hasta aquí las citas a -como reconociste de entrada- el “Prólogo” de El último lector. son citas que tienen que ver con el tema de “El aleph” (vale decir, el objeto menor, a escala, que reproduce, condensa, una realidad, un objeto, mayor: o el producto o constructo que replica un objeto del mundo). siguen ahora un par de citas de este “Prólogo” que miman el desarrollo de “El aleph”, que parodian la vista de “Borges” (el narrador) a Daneri y el descenso de “Borges” al sótano de la casa en que vivía Beatriz Viterbo para contemplar el objeto maravilloso. va:

“Anduve por la sala observando los dibujos y las máquinas y las galerías que se abrían a un costado hasta que en el fondo vi la escalera que daba al altillo. Era circular y era de fierro y ascendía hasta perderse en lo alto. Subí tanteando en la penumbra, sin mirar abajo. Me sostuve de la oscura baranda y sentí que los escalones eran irregulares e inciertos”.

“Vi una puerta y un catre, vi un Cristo en la pared del fondo y en el centro del cuarto, distante y cercana, vi la ciudad y lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro”.

“Estuve ahí durante un tiempo que no puedo recordar. Observé, como alucinado o dormido, el movimiento imperceptible que latía en la diminuta ciudad. Al fin, la miré por última vez. Era una imagen remota y única que reproducía la forma real de una obsesión”.

“Russell desde la mesa donde manipulaba sus instrumentos me vio entrar como si no me esperara y, luego de una leve vacilación, se acercó y me puso una mano en el hombro.
-¿Ha visto? -preguntó.

Asentí, sin hablar.

Eso fue todo.

-Ahora, entonces -dijo-, puede irse y puede contar lo que ha visto”.

h)

ejem. no hay cómo pelarle al gajo, ¿no ve? este gran zarpado del Pig se ha mandado uno de sus choreos más sensacionales. ni el Cuervo Mereles ni el Gaucho Dorda se mandaron un laburito así. y Ricky lo ha hecho en plena vía pública. eso es robar, qué joder. podemos charlar un cacho más sobre cómo desplaza y re-elabora el Pig el trazo primero de Georgie. estoy más que tentado a hacerlo, como comprenderás. pero tengo que dejarlo pasar ahora, porque no va por ahí esta movida.

[suena el fono. otro corte --merde, ¿dónde puse el encendedor?].

i)

llego ahora al vertiginoso centro de este email.

¿qué tal si hay todavía un texto más -al menos un texto más, esto es- en esta carrera de relevos que se inicia con Ercilla y sigue hasta el presente?

sí, lees bien, sigue al presente.

entre Ercilla y Georgie median unos tres siglos, por lo bajo. entre JLB y Piglia hay como medio siglo. pero entre Pig y este otrito que voy a mencionar como que se solapan las fechas. y sin embargo hay algo más que casualidad operando aquí.

jejeje, estoy escribiendo boludeces para alargar la presentación del cuarto texto de la serie.

es que no te lo ves venir.

pero bueno, aquí va. sale con fritas para la mesa nueve:

“Pasaron cinco minutos antes de que los invitados de Al Pacheco repararan en las numerosas maquetas distribuidas en la habitación. En verdad se trataba de una sola maqueta de la ciudad de La Paz. Era una reproducción perfecta, minuciosamente trabajada, donde cada casa, cada esquina, cada persona, estaban fielmente reflejadas. Don Falsoafán y su secretario parecían niños y observaban absortos el laborioso trabajo de Lucía Apaza”.

(Cuando Sara Chura despierte, p. 86)

y sí, Fer, aquí no hay casualidad.

aquí hay algo más ("algo que no se nombra el azar rige estas cosas”).

la relación entre este pasaje de Sara Chura y el “Prólogo” de Piglia chilla con estridencia dificil de ignorar.

salvo que yo esté muy piantado y/o muy generoso a la hora de atribuir parentescos, aquí hay algo de cuidado. aquí estamos asistiendo a una gran performance de p’ajpaku.

por lo menos Pig se tomó algunas molestias con “El aleph”: el paceño no se tomó ninguna con el texto de Piglia. apenas cambió fotógrafo por mujer ciega.

y le salió impecable. qué guachín.

yo tenía tres citas de ídem número de pasajes de la novela de Piñeiro, pero no sé dónde metí las otras. por suerte, la cita precedente es de lo más “decidora”. el libro ya lo devolví a la biblio, me lo prestaron apenas por una semana. y si no te mando esto ahora, no lo mando más. de todos modos, vos tenés el libro, vos podés (y de hecho, te conozco bien, vas a hacerlo ya mismo) recuperar las citas que ahora se me esconden en algún file, sumar más elementos al tapiz. esos hilos sueltos están todos ahí. bien a la vista.

este texto prologal de El último lector se conoció bastante antes, en al menos dos publicaciones, con el título “Pequeño proyecto de una ciudad futura”.

una de esas publicaciones salió a mediados del 2001 en una juntucha gallega titulada El final del eclipse: el arte de América latina en la transición al siglo XXI.

la otra salió algunos años más tarde (marzo de 2004): es una compilación editada por Adriana Rodríguez Pérsico e impresa por el Instituto de Lite Ibero de la Univ de Pittsburgh, a comienzos del 2004, titulada Ricardo Piglia: una poética sin límites. compilatio que es, básicamente, una versión expandida del numero homenaje a Piglia de la Casa de las Américas editado en 1998 (el cual, sin embargo, no trae el texto del Pig).

como “Pequeño proyecto de una ciudad futura” y “El fotógrafo de Flores”, esto que hoy conocemos como el “Prólogo” de El último lector fue accesible por Internet en un par de revistas literaturosas entre el 2001 y el 2002.

el texto editado en 2001, 2004 y 2005 es exactamente el mismo: Piglia no le cambió una coma. sin embargo, la compilación de la Universidad de Pittsburgh trae una “Postdata” impresionante, que te estaré pasando en un par de días más.

[¿diré que la tal postdata se las trae? ¿que refuerza la procedencia borgesca (ya desde el titulo)? ¿que es un texto que podría funcionar solito?]

j)

sostengo, pues, que Piñeiro conoció este texto pigliesco mucho antes de la edición de El último lector y que lo leyó bien y lo usó todavía mejor.

osease: hay condiciones para sostener la precedencia de este texto de Piglia sobre el episodio de marras en Cuando Sara Chura despierte. además del hecho jubiloso de que el principio de producción de Sara Chura sea la reelaboración, la reescritura: una suerte de intertextualidad abigarrada, ponéle (lo que este changuito hace con Shakespeare, por ejemplo, es sensacional).

pero este proceder detectivesco es lo de menos.

a mí, en este momento del email, no me interesa mucho, o no me interesa nada ya.

(otra posibilidad es que el Piñas haya puenteado el factor Piglia, ¿no?).

hasta aquí el fiscal ha procedido a mostrar la evidencia.

hora es de pasar a las preguntas.

el asunto es la (breve) historia de los ecos de una metáfora. sería muy difícil establecer la relación que existe entre la Chura y Ercilla sin las mediaciones ya apuntadas. y en esa dificultad queda claro cómo y de qué juega una tradición, la tradición.

pero me intriga menos el uso y reelaboración del tema central que la respuesta que cada uno de los sucesivos autores que retomaron la posta viene a dar en su tiempo y con sus medios intrínsecos. puesto que cada texto ocurre en un tiempo y en el seno de una sociedad, tiene esa marca social por todo ello. y son esos textos y no otros.

¿por qué?

en Ercilla y Borges el principio de condensación al que apela la trama fantástica es de raigambre mágica. ocurre sin explicación (el método de la magia es la imposibilidad del método). la diferencia es que en Ercilla esa magia nace del delirio colonial europeo, su obsesiva avidez de maravillas, mientras que en Borges está tamizada por el misticismo judaico. en un sentido fuerte, Borges y Ercilla trabajan al interior de una misma episteme. ahora bien, de Borges a Piglia hay un gran salto. en Piglia, con esa su obsesión (muy arltiana) por la máquina, el principio de generación de la réplica es racional, se da como el resultado de un ensamblado de partes. maquinalmente. hay diseño, digamos (el escenario es un laboratorio). con el Piñas, la máquina aparece como fantasma, como intrusión execrada. aparece para ser negada y propiciar una vindicación de lo reprimido. en Sara Chura volvemos a la magia, a lo precolonial. es decir que damos un salto y somos transportados a un momento de la historia del espíritu anterior al de Ercilla.

¿qué obsesiones/preocupaciones esconde en su mero aparecer, en su persistente merodear, esta voluntad de condensar un espacio al límite de sus posibilidades?

y a la vez: ¿por qué nuestra imaginación acepta y acaso reclama ese (falso)afán de condensar un espacio, una geografía sentimental, sin que pierda detalle ni relieve?

¿no es acaso justamente eso, el apostar por esa causa perdida, lo que define la literatura?

Kafka, otro gran miniaturista, lo habría aprobado.

se lee en el multimentado “Prólogo” de Piglia: “El arte es una forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del mundo”.

seguro. cómo no. puesto que a cada estado de la imaginación corresponde un estado de la técnica, y viceversa, las supersticiones de la época de Ercilla (sociales, artísticas, cosmológicas, etc) no pueden, como vimos, nunca ser las mismas de las de JLB, ni (ya en el Río de la Plata) las de JLB son las de Piglia, ni mucho menos las de Pig son las del autor de Sara Chura.

[he ahí una de las felicidades de tener en casa un Borges: sintetiza todo cuando circula y lo hace local. así todo es más fácil: de JLB se sale a Piglia casi de modo natural, tan natural como los dibujitos en las alas de las mariposas, según dijo el duro Hemingway del talento trágico de Scott Fitzgerald].

en suma, más allá de las anécdotas temáticas a las que las variaciones sucesivas de esta metáfora inaugurada por Ercilla se hallan circunscritas, estos textos invitan a preguntar qué hay detrás de esa voluntad protohamletiana de representación-de-Lo-Mismo-al interior-de-la-representación-de-Lo-Mismo.

y a la luz de esto me parece ver aquí el corazón de la Chura: crear un shelter from the storm para la ciudad amada. hacerle una copia impermeable a la erosión y al tiempo. una copia que la reproduzca sin disminución de escala. la ciudad que despierta en Sara Chura es pariente de la Alejandría de Durrell, del Berlin de Döblin, del Winesburg de Anderson. nada menos. no es hazaña menor.

el episodio de la maqueta de la ciega es a la vez una maqueta de la novela toda: todo lo que hace la novela de Piñeiro es “maquetear” esa La Paz dual, la visible y la secreta, por todos los medios a su alcance: siguiendo ese gesto exacerbado, fijáte que todos los personajes son avatares de otro, o de otra cosa, pero a escala, como prototipos, digamos: si hasta hay uno que actúa de muerto y todo.

cada actor de esa novela metaforiza un síntoma de la ciudad invisible, la que late bajo la otra, la efímera, la de cada día y todas las marchas de protesta.

¿y qué me dices del Falsoafán?

habrá que leer Cuando Sara Chura despierte como un elogio de la copia, ¿no te parece, querido Ferdydurke? (la copia en todo sentido: tanto el de plagiar un texto otro, como el de objeto que pasa por doble, réplica o maqueta de un original). y de paso, como quien no quiere la cosa, define la función del original: ser eso inaccesible que da lugar o hace posible la proliferación de maquetas. o sea, la literatura: sucedáneo, parchecito, consuelo, bálsamo genérico de esa totalidad imposible que las palabras tan sólo merodean.

yo

PS. hablando de copias. y sus diversas acepciones. ¿ya me conseguiste un ejemplar? TENGO que tener una copia de la Churita.

Bibliografía:

Piñeiro, Juan Pablo Cuando Sara Chura Despierte, OFAVIM, La Paz, 2003

Piglia, Ricardo El ultimo lector, Ed. Anagrama, Madrid, 2005.

Ercilla, Alonso, La araucana, 1569.

Borges, Jorge Luis El Aleph, Sur, B. Aires, 1949

lunes, 17 de noviembre de 2008

Fragmentos del diario de un hombre en crisis

Además de la lucidez de los ensayos ilustrados de El Factor Borges y la narración meticulosa de El Pasado, Alan Pauls ha escrito algunos textos valiosos como el que presentamos a continuación. Acá se presentan al desnudo los síntomas de la crisis que acecha a la identidad masculina tales como la ausencia de situaciones reforzadoras de identidad masculina, el desgaste de la clásica figura paterna autoritaria y la nueva situación de la mujer, entre muchos otros. Al mismo tiempo, sirve para ilustrar como ejemplo lo de las ‘literaturas postautónomas’. Este texto salió en una revista de autoayuda masculina hace algunos años.


MI VIDA COMO HOMBRE

Un diario

Alan Pauls


M A R T E S


¿Habrá una chica en mi cuerpo? No sé. Estoy algo cansado de ser hombre. Quisiera estar abierto a todas las posibilidades –esa fue la frase que usé, creo, para conquistar a mi ex mujer, y la que recuerdo que ella usó para dejarme–. Pero me imagino teniendo que depilarme, me veo despellejándome las cutículas frente a un perchero cargado de vestidos antes de una fiesta o aguantando el peso de un hombre desnudo –mi propio peso, puesto que soy el hombre que tengo más a mano– y toda la pereza del mundo se desmorona sobre mí. Antes que sufrir prefiero hacer sufrir. Me ensaño brevemente con Rosa, mi cachorra rottweiler, a la que adoctrino en el delicado arte de amarme a mí, su amo y verdugo, y mostrarle los colmillos al resto de la humanidad. Sí, he cedido a la moda. Los rottweiler están de moda. Ya se los puede ver arrastrando a sus trémulos dueños por las calles de Palermo Viejo. Los rottweiler son a los perros lo que las 4 x 4 a los autos: masculinidad + diseño. (Que Rosa sea hembra, como es obvio, no cambia absolutamente nada.) Quiero ser claro, todo lo claro que me permitan los psicofármacos: cansado de ser hombre quiere decir cansado de sostener. Pero ¿habrá alguna identidad que exista sin esa vocación enhiesta, como de abanderado de escuela? No hay caso: el hombre es el colmo de lo primitivo. Mientras la mujer es pura cultura –autoproducción, autogeneración: los self made men ya no existen, son sólo un mito ejemplar del capitalismo norteamericano, mientras que toda mujer es siempre una self made woman–, el hombre es la naturaleza misma: toda su identidad está armada a partir del efecto de una inyección de sangre en un órgano cavernoso. Y cuando a un hombre se le da por ser cultura... ¡deja de ser hombre! Es puto (o “puto reprimido”), es travesti (o “travesti reprimido”), es mujer (o “mujer reprimida”). O es Michael Jackson. Lo más notable de la identidad masculina es la cantidad inconmensurable de peligros que lo amenazan. Ser hombre es apenas vivir todo el tiempo la posibilidad de dejar de serlo. Así que hoy, julio del 2001, a treinta y dos años de 2001 Odisea del Espacio, mi ideal sería no ser hombre, ni mujer, ni gay, ni lesbiano, sino ser clásico. Ser todo para todos, como decía Borges. Ser siempre otra cosa pero –atención– irresponsablemente, sin tener la obligación de responder, y siempre y cuando la mutación no cueste mucho más que el esfuerzo de subir o bajar un interruptor o meter y sacar una plaqueta de una ranura del cuerpo.

M I É R C O L E S
Postrado en la cama, sin fuerzas. A duras penas puedo apuntar el control remoto hacia el televisor. Llegan desde el living –ni siquiera he podido levantarme para cerrar la puerta– las aventuras de Mono Liso. Es mi hija, que ha decidido hacer una retrospectiva María Elena Walsh completa. (A llorar a la iglesia: ¿o no fui yo quien le compró todos esos discos y libros con el argumento de que leyéndolos y escuchándolos “tendría mayor riqueza de vocabulario” que viendo Pokémon o Chiquititas?) Busco rápido algo que me distraiga: un documental sobre sabios autistas, una catástrofe natural, el ex policía contratado por Ilvem que todas las madrugadas explica ante dos docenas de extras impávidos un método infalible para memorizar cualquier cadena de palabras que incluya ítem como “artefacto” o “perseverancia”. Pero son las cuatro y cuarto de la tarde, y lo único que encuentro es El satánico Dr. No, un viejísimo James Bond con Sean Connery.

Primero veo la película con una remota curiosidad, como quien encuentra entre las páginas de un libro el cadáver intacto de una mariposa. Después, algo empieza a perturbarme. Las imágenes me son demasiado familiares. Es como si viera un súper 8 del viaje de bodas de mis padres: Bond, el smoking blanco, los cigarrillos largos, la felpa verde de las mesas de baccarat... (No veo a mi madre: es probable que se haya quedado en la habitación del hotel, con dolor de cabeza, o que ya hayan empezado a pelearse, inaugurando el régimen de hostilidades que culminará con el divorcio.) Pero no, no es sólo lo que veo sino lo que oigo: “patatús”, “piolín”, “santiamén”... Y yo, que me jactaba de no tener novela familiar, descubro que el mundo la compagina ahora en tiempo real, en mis propias narices. Mi novela familiar es una aventura del 007 con Tutú Marambá de música de fondo. A los 42 años descubro que soy hijo de James Bond y de María Elena Walsh.



J U E V E S D E M A D R U G A D A
Insomne. A las cinco y media repiten Dr. No. Es parte de un ciclo: dan todo Bond. Llamo a mi ex mujer. La despierto, por supuesto. Le digo que si quiere saber cómo me hice hombre ponga el canal 35. Hay un ruido en la línea, como si el tubo del teléfono viajara por un rápido; una voz de hombre, mucho más masculina que la mía, me insulta con fruición, con una larga lentitud insolente. Creo percibir que cecea, pero cuando quiero confirmarlo me corta. Bond, James Bond. Sí: aprendí a ser hombre con James Bond. Hasta los once años, cuando un niño-gigante llamado Jorge Laborda apareció en la división del colegio con el portafolios hinchado de diminutas revistas pornográficas y reemplazó la simbólica masculina por la literalidad de la carnicería sexual, todas mis ideas sobre la masculinidad las aprendí de la academia Bond. No era sólo su condición de homme à femmes, importante, por supuesto, pero no exclusiva. Tampoco el arsenal de gadgets tecnológicos que le daban antes de cada misión, fetiches narcisísticos que la época –small is beautiful– condenaba a una pequeñez desconcertante. Ante todo, Bond me enseñó que el rasgo principal de la masculinidad es la soltura; es decir: una relación a la vez de propiedad y de perfecto desapego con el mundo. La máxima Kant de Bond era: Actúa como si el mundo fuera tu hobbie. El mundo entero: autos, armas, idiomas, mujeres, comidas, deportes, peligros, arte, política, comida, ropa... (A su manera, menos reconocida de lo que debería, Bond es un fantástico especimen de homo encyclopaedicus.) Hace de todo y todo lo hace bien, como si a diferencia del resto de los mortales, que al nacer tuvimos que pasar por el olvidadizo Leteo, él hubiese hecho un curso ultrarrápido para memorizar todos los saberes y disciplinas del mundo. En el fondo, la escuela Bond de masculinidad –el primer dogma masculino promovido por la institución publicitaria occidental– se funda en un principio de donjuanismo generalizado; ser hombre es ser capaz de apoderarse de todas las cosas del mundo con placer –la onda Atila ya no iba más en 1963–, pero también es ser capaz de renunciar a ellas en el momento mismo de poseerlas.

J U E V E S, M E D I O D Í A
Choco con mi hija frente a la puerta del baño: los dos pretendemos entrar al mismo tiempo. Bosteza; sus ojeras me alarman. “Me quedé hasta tarde leyendo Zoo loco”, me explica. Sentada en el borde de la bañadera, con los pies descalzos suspendidos en el aire, me mira mientras me afeito. Tiene la boca abierta, como si asistiera a un prodigio o a un ritual de una tribu exótica. Mi ex mujer solía hacer lo mismo. Decía que mirarme mientras me afeitaba le hacía creer que estaba cerca de descifrar el enigma de ser hombre. La masculinidad sólo puede ser un don, y un don que sólo conceden las mujeres. Se me llenan los ojos de lágrimas; trago un poco de llanto mezclado con espuma de afeitar, una especie de licor de menta casero que me hace toser hasta las arcadas. Aprovecho el acceso de tos para disimular el llanto delante de mi hija.

S Á B A D O
Me toca el portero eléctrico mi padre. Está extrañamente rejuvenecido; creo incluso que tiene más pelo que la última vez que lo vi. Necesita plata. Hasta ahora vivía de lo que le pasaba una de sus ex mujeres, no me acuerdo bien cuál. El abogado de mi padre –un profesional turbio, con las manos llenas de oro, que conoció en el baño de un casino de provincia– había conseguido que el juez lo decretara “víctima de abuso psíquico” y obligara a la ex mujer, presunta responsable del abuso, a pasarle alimentos. Pero ahora estaban reviendo el diagnóstico, y hasta que el juez no lo ratificara o rectificara, el régimen de manutención quedaba suspendido. Le pido que me espere: están dando Goldfinger. Lo oigo destapar latas, abrir y cerrar cajones, sacudir libros en busca de billetes olvidados. ¿Es él? ¿Es mi padre? ¿El mismo padre que 35 años atrás se besuqueaba en la boletería del cine Atlantic de Villa Gesell con la hija de la dueña, mientras nosotros, mi hermano mayor y yo, menores de edad, escondidos en el pullman del cine para burlar a no sé qué inspector imaginario, veíamos en la pantalla cómo Bond volvía a su habitación de hotel y encontraba a su chica desnuda en la cama, desnuda y bañada en oro y muerta? Para mí, si no era Bond, el mismo Bond, mi padre debía ser al menos su representante en Sudamérica. Era agente de viajes y viajaba mucho –cuando las aventuras de 007 empezaban a poner de moda la pulsión del turismo. Era jugador –cuando el glamour de las ruletas crecía y el azar psicótico de las finanzas se preparaba para destronar a la mística del trabajo. Se había divorciado de mi madre –cuando el divorcio sólo era moneda corriente entre los huéspedes de Hugh Hefner y sinónimo de jovial disipación colectiva. Le gustaba el whisky y jugaba al tenis –cuando hacer las dos cosas al mismo tiempo era el colmo de lo sexy. Usaba camisas con monograma hechas a medida. Tenía una vida vagamente sospechosa y doble, como la de cualquier agente secreto. “¿Qué hacés?”, le grito desde la pieza cuando oigo un estrépito de vidrios en la cocina. Un rato después aparece, avergonzado, con una mano envuelta en un repasador sanguinolento, y se queda parado junto al televisor, haciendo que me mira pero examinando el cuarto con las esquinas de los ojos para detectar alguna guarida de dinero. Bond se viste en el televisor. Mi padre lleva unos pantalones de jogging que le quedan cortos: deben haber encogido con los lavados. “No quiero darte plata”, le digo. Le propongo que me venda algo.

D O M I N G O
Le doy $ 10 por el viejo reloj Movado de bolsillo (que todavía funciona) y $ 5 por el encendedor Dupont (que ya no prende). Le parece justo. (A los siete años yo hubiera dado mi vida –la vida que él y mi madre me dieron– por tener cualquiera de esos tesoros.) Los pongo en uno de los estantes de la biblioteca que mi ex mujer, aprovechando uno de mis desmayos, desvalijó antes de mandarse a mudar. Son las dos primeras piezas de mi próximo proyecto: un museo personal de la masculinidad. “También tengo los abotinados de gamuza”, me dice, y los ojos le brillan con codicia. Digo que no con la cabeza. “Tienen la hebilla al costado”, insiste, tentándome. “Va a empezar Operación Trueno”, le digo. “¿Y una camisa de Castrillón?” “No”. “¿Un paquete de Kent? ¿Un frasco de colonia Lancaster?” Lo miro a los ojos. “Me estás mintiendo”, le digo. Está por engañarme, pero se arrepiente a último momento. “Sí”, dice, “pero puedo conseguírtelos”. Tengo que empujarlo hasta la puerta. Antes de cerrarle la puerta en la cara le advierto que con esos pantalones de jogging no vuelve a pisar mi casa.



D O M I N G O A L A N O C H E
Qué solo estoy, Dios mío. Pienso en todos los varones que alguna vez conocí, amigos, amigos de amigos, compañeros de trabajo (de cuando trabajaba), y los veo felices comiendo pizza, atontados de cerveza, limpiándose los dedos engrasados en los pantalones. Pienso: “Tal vez, si me gustara el fútbol...” No digo mucho; no: apenas lo suficiente para exaltarme y estallar y dejarme arrullar por la música anónima de alguna patria viril. Pero no: resulta que me gusta el tenis. El tenis, deporte solitario que, encima, ya ni siquiera es “el deporte blanco”. James Bond, el tenis... ¿Qué futuro puede haber para aquel que se formó en la creencia de que masculinidad e individualismo van juntos? Es obvio que para que haya identidad masculina tiene que haber más de un hombre: la masculinidad es hoy una ficción gregaria. (Pero para comprender eso a tiempo, mientras estaba tierno, no tendría que haber ido a la escuela Bond sino al seminario Cassavetes, donde Hombre no es otra cosa que el nombre de un tipo particular de agrupamiento corporal y pasional, una forma de manada: una muta.) Suena el teléfono; de golpe me acuerdo de que tengo un teléfono. Es Eric, el paseador de perros. Está inquieto porque hace rato que no ve a mi rottweiler en la plaza. ¡Rosa! De golpe me acuerdo de que tengo una rottweiler. Voy con el inalámbrico hasta la cocina, abro la puerta del baño de servicio y la encuentro tirada en el piso, medio muerta, con las fauces espolvoreadas de Cif ultrablanco y unas hebras de virulana asomándole entre los dientes. Parece una perra cocainómana. Eric me explica cómo hacer para lavarle el estómago. Cuando termina de darme las instrucciones me aconseja que la venda apenas se reponga. “¿Venderla?”, le pregunto. “Ya no confía en usted”, me dice Eric: “tenerla sería un peligro: es una raza re rencorosa”. Le pregunto si conoce algún grupo de autoayuda de dueños de rottweiler. No es bueno que el hombre esté solo, y como grupo de pertenencia algo así no estaría mal. Me dice que no, pero uno de sus clientes, dueño de un salchicha, organiza unos talleres de nueva masculinidad o algo por el estilo.

M I É R C O L E S
Mi hija cumple años. Lo festeja con un coetáneo de la escuela en uno de esos galpones con techo de chapa que alguna vez fueron playas de estacionamiento, ahora son italparks en miniatura y mañana volverán a ser playas de estacionamiento. Pienso en cómo repercuten los sonidos en esos lugares y me acobardo, pero tengo que salir. Es cuestión de vida o muerte. Rosa ya tomó dos habitaciones y destrozó a dentelladas el cableado telefónico de toda la casa. Aparte de los varones de la clase de mi hija, soy el único hombre de todo el cumpleaños. Todas son madres. Me siento como en una película de ciencia-ficción, pero tengo un comportamiento social irreprochable. Hablo con las madres de la escuela, me quejo del precio de los útiles, del desorden de actos escolares a los que nunca voy, del menú del comedor –muy bajo en fibras–, y después me trenzo en unos rounds de kick boxing con los varones. Hago llorar a dos o tres y los consuelo a los gritos, con ademanes exagerados, para que las madres después no me culpen a mí de las fisuras de costillas que les descubrirán los pediatras. Ahora recuerdo por qué me gustaba ir a esos eventos de los que parecen huir todos los hombres: veo a los varones, veo a los padres que los pasan a buscar (siempre tarde, siempre de malhumor, como si para pasarlos a buscar hubieran tenido que interrumpir una sesión de jacuzzi), veo a los padres junto a sus varones, esforzándose tanto por ser iguales, por ejemplificarse recíprocamente, y vuelvo a sentir la felicidad extraordinaria de ser padre de algo tan extraño, tan radicalmente ajeno a mi especie, tan marciano como una hija.

J U E V E S
Tocan a la puerta. Otra vez mi padre. Antes de abrir le pregunto cómo está vestido. “Dale”, protesta. Lo examino por la mirilla de la puerta. El ojo de pescado lo deforma y lo vuelve un poco monstruoso, como una mezcla de enano y de gigante. Lleva los mismos pantalones de jogging de siempre. Le digo que no voy a dejarlo pasar. Desliza un sobre por abajo de la puerta. “Para tu museo”, dice. Adentro del sobre hay dos recortes de revistas. Uno es un viejo aviso de un curso de fisicoculturismo por correspondencia. Lo reconozco enseguida. De chico solía encontrármelo siempre en la revista Patoruzú, en las páginas impares. Es un aviso-cupón: hay un par de renglones vacíos para llenar, recortar y mandar y una foto blanco y negro, con ese grano grande de las impresiones baratas, donde un hombre de unos treinta años sonríe, vestido con un suspensor blanco –se llamaban, creo, “anatómicos”–, mientras con los dos brazos extendidos parece sostener un manubrio invisible. Al pie del aviso está la frase que desveló mis años de niño: “Yo fui un alfeñique de 44 kilos”. El hombre es Charles Atlas, pero durante años yo tuve la convicción absoluta de que era mi padre, o el nombre falso bajo el cual mi padre vivía su otra vida, la vida que vivía cuando no estaba con nosotros. Me acuerdo que yo miraba la foto y pensaba: “¿Cuándo llegaré a ser un alfeñique de 44 kilos?” Sin darme cuenta me he puesto a llorar. Supongo que es la emoción del coleccionista. Sofoco las lágrimas, le ofrezco $ 20 cash, ahora, ya mismo. “Mirá la otra”, dice mi padre del otro lado de la puerta. “Cerremos esta por $ 20”, le digo. “Se venden juntas o no se venden”, dice él. No tengo alternativa. Abro el sobre otra vez.
Dios mío.

V I E R N E S
Mi encuentro con Willy Divito. El Divito de “las chicas de Divito”. Mi padre tenía un restaurante llamado Catriel, yo dibujaba historietas, Divito solía cenar en Catriel. Mi padre armó la cita, un paparazzo de la revista Panorama la inmortalizó. Yo debo tener 7, 8 años; estoy vestido con el uniforme del colegio, no sé si porque fui a Catriel directo desde el colegio o porque es la ropa más elegante que tengo, y estoy sentado en la barra del restaurante, en uno de esos taburetes altos, incomodísimos, donde los hombres se sientan a beber y a fingir comodidad. Divito está al lado mío, muy bronceado, de impecable traje príncipe de Gales, con un whisky on the rocks entre las manos. Todavía oigo el tintineo del hielo contra el vidrio. (A esta altura ya es un clásico de la masculinidad publicitaria, pero yo estuve ahí, ¡al lado del original!) Dada mi edad, y aunque mi padre es el mandamás del lugar, sólo se me ha permitido tomar una coca-cola; un barman misericordioso accedió al menos a servírmela en un vaso de trago largo. Ahí estoy, encogido y rubio, tratando de esconderme detrás de mi vaso, espiando a ese tótem viril de Buenos Aires mientras él, aburrido por mi falta de conversación –Divito dibujaba chicas pulposas con cinturas de avispa; yo, historietas de ciencia-ficción cuyos personajes tenían nombres hechos sólo de consonantes: ¡dos artistas, dos mundos!–, mira fuera de cuadro, probablemente atraído por alguna camarera ávida de figuración.

S Á B A D O
¿Por qué no fui un playboy?

S Á B A D O A L A T A R D E
Cerramos trato. $ 45 por los dos recortes. Mi padre intenta sacarme $ 50, pero hace casi dos días que está ahí, haciendo guardia en el palier, adelante de mi puerta, y está famélico, de modo que acepta mi oferta enseguida y huye escaleras abajo con la plata.

D O M I N G O
Sé por qué no fui un playboy. Los playboys no lloran. Gunther Sachs nunca lloró. Roger Vadim tampoco. Yo sí, como loco. Hijo de una tradición pedagógica mixta –Bond y María Elena Walsh, la desvergüenza hedonista y el espíritu vigilante del progresismo–, soy hijo, naturalmente, de una operación contrafóbica típica: a mis antepasados hombres les prohibían llorar; a mí me prohibieron no llorar. Llorar tiene que ser cosa de hombres. Mis padres estaban orgullosísimos de mi sensibilidad. Yo era una especie de Hombre Nuevo (aunque no exactamente en el sentido guevarista de la expresión). Mi hermano mayor tenía problemas de disciplina en el colegio; yo lloraba (y falsificaba la firma de mi madre para que las alarmas en tinta roja de su boletín pasaran inadvertidas). Mi madre se deprimía; yo lloraba. A un amigo del colegio lo encerraban en el reformatorio Roca por desvalijar un auto en la calle; yo lloraba. Un playboy puede ser muchas cosas, pero hay algo que no: un chivo expiatorio. Yo era un chivo expiatorio: el mundo entero lloraba a través de mí. Hasta que un día me cansé. Estaba en el club, iba o venía de jugar al tenis. Recuerdo la suela rojiza de mis zapatillas, la remera Pravia blanca, la vincha de toalla asomando del bolsillo como una lengua exhausta. Supongo que me puse a llorar por algo: un alud en Nepal, un perro atropellado en las vías del tren (tengo que hacer algo con Rosa, urgente), un amigo poeta abandonado por su novia... Me vi llorando en ropa de tenis y dije: no, esto así no va. Era como ver a James Bond regando de lágrimas el tapizado rojo de su Aston Martin.

L U N E S
Bianca de Nanni Moretti en el Instituto de Cultura Italiana. Moretti es Michelle Apicella, flamante profesor de matemáticas de un liceo progre de Roma, el “Marilyn Monroe”. El director, que tiene en su despacho un póster de Jerry Lewis y Dean Martin, organiza unas jornadas de pedagogía intensiva para los alumnos. Todos los profesores están reunidos. Michelle espía por una puerta entreabierta y ve al director enarbolando eufórico un póster de James Bond y exclamando: “¡James Bond! ¡La masculinidad en su máxima expresión!” Espantado, o probablemente reconciliado, Michelle escapa a la manera Moretti: patinando por los pasillos con sus invencibles zapatos de suela. Salgo de la película en un estado de beatitud. En una sola escena he visto los dos polos de mi vida como hombre: James Bond y Nanni Moretti, Apolo y el Bufón.

Estoy de tan buen ánimo que acepto ir con Eric a una reunión del taller de nueva masculinidad. Cada reunión se hace en una casa diferente; el anfitrión de turno cocina para todos –no importa qué: lo que sepa hacer, lo que “le salga”, lo que lo haga “sentir bien”–, pero todos contribuyen llevando algo que hayan hecho “con sus propias manos”. Terminantemente prohibidas las rotiserías. Veo que Eric lleva una fuente envuelta en una bolsa de Hugo Boss. “Para disimular. Todavía no me acostumbro a andar con comida por la calle”, explica. ¿Y yo, que no estoy llevando nada? (Es el horror total: pretender insertarse en un grupo de pertenencia y violar de entrada todas sus normas.) “No importa”, me tranquiliza: “la primera vez no es obligatorio”. Cuando bajamos del taxi veo que pliega la bolsa de Hugo Boss en cuatro y se la guarda en un bolsillo. “Me da vergüenza que sepan que me da vergüenza”, dice. No lo soporto. Siglos de viajar, guerrear, saquear, violar, y el único botín con el que se han quedado los hombres es el miedo. “Vergüenza debería darte andar fingiendo adelante de tus pares”, le digo, y en un rapto de intrepidez yo, que soy el nuevo, toco el timbre. Eric me mira desde abajo, empequeñecido por la mezquindad de su orgullo masculino, aferrado a su fuentecita de comida como a una balsa. Tengo una fantasía sádica: me gustaría desnudarlo, atarlo a una silla con un cinturón y azotar su asquerosa piel pelirroja con otro cinturón, uno de mujer, finito y trenzado, como de víbora.

M A R T E S
No quiero envanecerme, pero una verdad es una verdad, y si no la decís capaz que se te descompone adentro, o te intoxica, o explota. Fui la sensación del taller de nueva masculinidad. Me recibieron muy bien, y eso que no me esperaba nadie. Hasta me dieron de comer. Eran seis: faltó el de la iniciativa, el del perro salchicha: parece que se hizo unas quemaduras de segundo grado en el taller de cocina naturista. Además de Eric, hay dos ex arquitectos, un ex diseñador gráfico, un ex director de escuela y un ex piloto comercial. Todos encantadores y desvalidos. Vidas arruinadas. De tanto sostenerse como hombres fueron perdiéndolo todo poco a poco, sin darse cuenta, como perdemos cada noche millones y millones de células en las sábanas, cadáveres de sueños que jamás recordaremos. Perdieron esposas, novias, hijos, profesiones. ¡Lo perdieron todo con tal de seguir siendo hombres! Ahora quieren reconstruirse. Van de a poco, como los alcohólicos rehabilitados. Apenas entramos me dieron una remera con el lema del taller: Vos Sos Tu Falla. Como los forenses reconstruyen la identidad de un criminal a partir de un pelo dejado en el cuerpo de la víctima, ellos quieren reconstruir su masculinidad a partir del desperfecto que siempre la empañó. Son artistas del tartamudeo, rengos expertos, genios de la cobardía, impotentes profesionales. Después de los diez minutos estipulados para los abrazos, pasamos al garaje y nos sentamos en semicírculo en unas sillitas muy bajas, pintadas de colores. “Antes dirigía un jardín de infantes”, me dijo Eric por lo bajo, cabeceando disimuladamente hacia el dueño de casa. En un momento todos me preguntaron al unísono: “Y tú: ¿cuál es tu falla?” No supe qué contestar. (Me desconcertó mucho el “tú”, tan de telenovela de la tarde –después me explicaron que era la fórmula bautismal de rigor, y que la idea era dejar aflorar “el componente kitsch que todos tenemos adentro”.) Dos cosas me vinieron a la cabeza, primero remotas y pálidas, después deslumbrantes. Una, que recién empecé a tener pelos en el cuerpo a los catorce años. Hasta esa época, nada: lampiño como un delfín. De ahí el espanto cuando a los doce, en un banco del club donde jugaba al tenis, mi novia de entonces, una chica bellísima que mi hermano acababa de abandonar, levantó los brazos y me mostró con la naturalidad más atroz las dos matas de vello oscuro que acechaban en sus axilas, inmóviles y pérfidas como arañas pollito. (Creo que es en Goldfinger donde a Bond le meten una araña pollito entre las sábanas.) La otra era más o menos contemporánea. A los doce, yo no había hecho todavía ese primer servicio militar masculino que es “pegar el estirón”. Era petiso, culón, “achaparrado”, palabra que había leído alguna vez en una revista de historietas mexicana y que me parecía el colmo del desdén. No tenía granos, es cierto, pero estaba en una edad en que las absoluciones no valen nada y las culpas todo. Mi madre, alarmada, pensó en someterme al mismo tratamiento endocrinológico que tan buenos resultados le había dado a Pepito Cibrián, célebre, ya entonces, por su altura de junco. Pasé meses aterrorizado; cada vez que veía a Cibrián padre con Ana María Campoy en las revistas o la televisión no podía dejar de imaginármelos con guardapolvos blancos, barbijos, guantes de látex y un resplandor de impaciente lubricidad en sus ojitos de sabios locos. ¿Era eso una falla? ¿Dos fallas? No dije nada. Antes necesitaba entrar en confianza con mis compañeros. “No importa”, me dijeron. Me dieron hasta la reunión que viene para contestar y me aconsejaron que usara la remera, porque “el lema”, dicen, “ayuda”.

Media hora más tarde estábamos todos atados a sillas, desnudos, azotándonos con la colección de cinturones de víbora sintética que la ex mujer del ex director de jardín de infantes se había dejado olvidada en un cajón del dormitorio. Ese fue mi primer éxito. El segundo fue cuando el ex piloto comercial –un ropero que come y bebe hasta reventar, desesperado por revertir el camino de gimnasio, dieta y anabólicos que alguna vez emprendió para revertir cierta ligera tendencia a acumular grasas– fue a cambiar la música y yo escuché los dos primeros compases y grité: “¡Los paraguas de Cherburgo!” Gran conmoción. Fue como si hubiera adivinado la contraseña de una célula de espías de la Mossad. “¿Te... gusta... Los paraguas de Cherburgo?”, me preguntaron balbuceando, como cuando uno teme que lo que consideraba un milagro de comunión sea en realidad un vulgar malentendido. “¿Catherine Deneuve? ¿Nino Castelnuovo? ¿Michel Legrand? ¡Me gusta es poco! Creo que en mi cuerpo hay un órgano que se llama Los paraguas de Cherburgo”, dije. Me encantó poder desovillar adelante de un público tan cultivado las tardes que nos pasábamos con mi hermano encerrados en nuestra pieza, escuchando y cantando una y otra vez las canciones de Michel Legrand. El debía tener 9 o 10 años; yo 7 u 8. Los dos hacíamos todos los personajes de la película: Geneviève, Guy, Roland Cassard, el joyero abominable.

“Bonjour Guy / Bonjour Geneviève...” “Nous sommes perdus / paparapa / Toujours les grands mots / paparapa / C’est abominable...” “Quelle beauté / Une pure merveille/ C’est la caverne d’Ali Baba...” Nos pusimos a cantar. Yo distribuía los papeles y corregía las pronunciaciones. Terminamos el ex piloto y yo haciendo la escena del final de la película, en la estación de servicio, bajo la nieve, cuando Guy y Geneviève vuelven a encontrarse después de mucho tiempo, ya casados con otros y con hijos. Para rematar, yo conté la vez que, en una fiesta, charlando con un representante de artistas español, cometí la infidencia de decir que era fanático de Los paraguas de Cherburgo. El representante de artistas levantó las cejas y, con tono clínico, me dijo: “Pues entonces eres gay, definitivamente”. Mi historia desencadena un reguero de confesiones parecidas: quien más, quien menos, todos tuvimos nuestra brevísima temporada homosexual por culpa de Los paraguas de Cherburgo. Pero ninguno renegó. ¡Y ahora todos sabemos en carne propia lo que es salir del closet! Algarabía general. Mientras nos despedimos, decidimos por unanimidad que el taller se va a llamar Los paraguas de Cherburgo. La próxima reunión es en casa.