Hace un año habíamos homenajeado (aquí, aquí, aquí, aquí y aquí) a J.D. Salinger, muerto hace algunos días a los 91 años. Ahora, ante la avalancha de recensiones, críticas, reseñas, obituarios y semblanzas (algunos logrados, otros truchos) queremos entregar, con fervor de fans, esta traducción, perpetrada por nuestro amigo Javier Rodríguez, de este minucioso ensayo que recorre la influencia y recepción de The Catcher in the Rye, desde su lanzamiento a nuestros días.
por Gish Jen
Algunos críticos la detestan. Catholic World señala su “formidablemente excesivo uso de lenguaje soez y sandeces propias de un amateur”, y se perciben dudas respecto a si un adolescente bebedor, alienado, fumatérico y expulsado de la escuela como su protagonista, Holden Caulfield, será una influencia positiva para los jóvenes. Otros críticos, sin embargo, “se carcajean y… hasta ríen fuerte y duro”, y muchos han comparado a Holden con Huck Finn. El sociólogo David Riesman, que acababa de publicar The Lonely Crowd (1950), asigna Catcher a sus estudiantes de Harvard para que la trabajen como un estudio de caso. Aún así, el grueso de las reacciones de la crítica está dentro de las fronteras de lo que se considera normal en el mundo editorial; Harcourt Barce, que rechazó el libro, todavía no tiene mucho de que arrepentirse. En cuanto a las ventas, pues, la novela se ha movido bastante bien en tapa dura pero, y que tal con la reciente invención del paperback –esa encuadernación que utiliza cola y no hilo para el empaste–, hace falta considerar esa posibilidad también. ¿O no les parece que Catcher es la clase de libro a la que le iría muy bien en ese nuevo formato?
Y así de bien le va, vendiendo más de 60 millones de copias. Es más, en 1956, una represa de interés crítico parece reventarse para la novela. Se publica estudio tras estudio, tanto que los cincuenta son apodados “La década de Salinger”; los escritores contemporáneos se quejan por la desatención que sufren. A Holden Caulfield se lo compara no sólo con Huck Finn, sino con Billy Budd, David Copperfield, Natty Bumppo, Quentin Compson, Ishmael, Peter Pan, Hamlet, Jesucristo, Adán, Stephen Dedalus y Leopold Bloom enrollados en un solo paquete. Lo que el crítico George Steiner denominó “la industria Salinger” se hincha fantásticamente, hasta que –como una enorme y decidida ave– se posa en un huevo con la forma de un bunker.
Pero, ¿dónde comenzó todo esto? En una carta a un amigo, escrita en 1940, un Salinger de 21 años describe su novela en progreso como “autobiográfica”; décadas más tarde, en una entrevista con un reportero de una escuela secundaria –la única que el autor ha dado jamás– Salinger también dijo, “Mi adolescencia fue muy similar a la del chico del libro.” Por supuesto que hay diferencias. Salinger, entre otras cosas, es el hijo único de una familia mitad judía y mitad católica, asistió a una academia militar y fue veterano de la Segunda Guerra Mundial Como Holden, por otro lado, sí se aplazó en la preparatoria, y también como él fue capitán del equipo escolar de esgrima –tarea en la que, según su hija Margaret cuenta, una vez efectivamente perdió los enseres del equipo en plena ruta a un campeonato.
Lo que es más importante aún Salinger parece haber experimentado la misma desafección que Holden. Muchos de sus conocidos de esa época lo recuerdan como sardónico, puteador, un solitario. Margaret Salinger igualmente rastrea la alienación del libro hasta su padre, aunque para ella no refleja cabalmente su temperamento inestable ni su problemática adolescencia tanto como plasma sus experiencias con el antisemitismo y, ya adulto, en combate. Sabiendo que Salinger peleó en algunas de las más sangrientas y estúpidas campañas de la Segunda Guerra Mundial, donde aparentemente sufrió una crisis nerviosa hacia el final de su tiempo en servicio, poco antes de ponerse a trabajar –según sabemos, y todavía en Europa– en Catcher, no sorprende que la reacción de Holden evoque no sólo el tumulto adolescente, sino la espantosa resaca de un veterano al regresar a la vida civil. Holden puede ser un rebelde sin causa, pero no es un rebelde sin explicación: se reconoce en la muerte de su hermano, muy fácilmente, un símbolo para el trauma máximo. Y atestiguamos la notable vehemencia con la que Holden habla de la guerra –declarando, por ejemplo, “Como que estoy encantado con que hayan inventado la bomba atómica. Si acaso llega a haber otra guerra, incluso así, voy a sentarme encima de la puta bomba. Me voy a apuntar como voluntario para eso, juro por Dios que lo haré.”
¿Y dónde queda la teoría de Margaret Salinger y el antisemitismo? Ella muestra a Salinger como un individuo bastante sensible con sus orígenes judaicos, y con justa razón: apenas unos años antes de la llegada de su padre a la academia militar, la foto de un estudiante judío que se había graduado como el segundo de su clase fue impresa en el anuario en una página especialmente perforada, de modo que arrancarla resultase sencillo. También notamos, en la biografía no oficial que escribió Ian Hamilton, una carta escrita por el padre de una chica a la que Salinger le había propuesto matrimonio, donde lo describía como “un tipo raro. No se juntó mucho con nuestros otros invitados [en su hotel de Daytona Beach] El estaba pues… –bueno, ¿acaso es judío? Creo que eso explicaría su forma de actuar… parecía que llevaba los pantalones sucios o algo.”
Curiosamente la hermana de Salinger, en una entrevista, apoya la idea del antisemitismo, aunque se enfoca en la su naturaleza mixta, en ese “estar a medias”, también. “Era bueno ser en parte judío en aquellos días”, dice, “No es que ser judío fuese una ventaja tampoco, pero al menos eras parte de algo. De ese modo no tenías que ser ni naranja ni manzana[i].” Complicando un poco más la figura, nos encontramos con que Salinger creció entre los mimos de su madre católica-irlandesa, pero descuidado por su padre judío, que deseaba ver a su hijo entrar al negocio familiar, de importación de víveres, que tenían. Naranjas y manzanas, adorado y criticado, Salinger era recordado por algunos compañeros de clase en la academia militar, como un tipo cuya conversación “estaba empapada de sarcasmo”, mientras otros lo veían como “un sujeto común”, y por sus maestros como “calmado, pensativo, siempre ansioso por satisfacer.” Sorpresivamente, este –a veces malhablado– estudiante, escribió una canción para su clase que es tan convincentemente prístina (“Nos decimos adiós, seguimos adelante/ Vamos en busca del éxito/ Se marchan nuestras siluetas de Valley Forge / Pero los corazones se quedan atrás”) que aún se la canta en las ceremonias de graduación. Editó el anuario también, mostrando una tan genuina pátina de hombre juicioso que se hace tentador pensar que, dado su manifiesto interés por la actuación, todas estas actividades eran virtuosas performances de profundo subterfugio –por lo que, claro, no dejarían de ser dolorosamente desconcertantes. La descripción que da Holden de sí mismo, “el más fantástico mentiroso que has visto jamás”, puede haberse aplicado también a Salinger; y la opinión que tenía Salinger de su propia naturaleza dividida, en aquella era anterior a las “identidades situacionales”, puede también tener mucho que ver con la palabra que resuena en todo Catcher, “phony”.
Una parte trascendente del genio de Salinger parece, en todo caso, incluir la forma en que transmuta –como probablemente siente que debe hacer– sus problemas particulares en una, más enigmática, “autobiografía” de la alienación. Y puede darse como extraña ironía que el resultado de ello llegue a ejemplificar la autenticidad americana: como James Dean, Holden Caulfield es para muchos la imagen última del rebelde de posguerra. Joven, rudo, incomprendido, se revela ante las presiones conformistas, se ve atraído por la inocencia, etcétera. Olvidemos que Holden es blanco, varón, heterosexual, sofisticado, acaudalado y el producto de la década de los cuarenta; él personifica la angustiosa resistencia a los Estados Unidos de la década de los 50 –de hecho, para muchos unos años donde se manifestó la verdadera esencia de ese país. No está claro si Salinger intentó que su creación asumiera algo parecido a ese rol. Es más, desconocemos incluso si veía en la proyección de una identidad nacional una meta literaria deseable –como sí hacía, por ejemplo, su contemporáneo John Updike.
¿Y no hay algo falso (phony), o por lo menos loco, en la entronización de Holden dentro de la cultura Americana? Hasta cierto punto, la academia le siguió la pista a la cultura; Catcher se había disparado en sus ventas hacia mediados de los 50, en pleno “terremoto generacional”, y eso demandaba una explicación. Críticos como George Steiner vieron en el libro un diseño demasiado ajustado para triunfar en el mercado paperback –corto, fácil de leer, y capaz de adular “la grandiosa ignorancia y vacuidad moral de sus jóvenes lectores”. Otros, en cambio, vieron en su éxito un prometedor avance, indicador de que algo perseverantemente joven, desafiante y comprometido con la verdad, existía en el espíritu americano. Partiendo del trabajo de Donald Pease, el crítico Leerom Medovoi describió como un nuevo canon para la América de la guerra fría estaba surgiendo en esos días; tal proceso veía en las obras del Renacimiento Americano (novelas como “Moby Dick” y “Adventures of Huckleberry Finn”) convertidas en una “tradición coherente que dramatizaba la emergencia de la libertad americana como un ideal literario, de algún modo ya opuesta en lucha heroica al totalitarismo prefigurado”. Provocativamente, situó a Catcher entre esos trabajos, sugiriendo leerlos como alegorías nacionales donde germinaba la esencia misma de la “americanidad”, fundándose ésta en el disenso –algo difícil de creer durante el dominio del McCarthismo en los Estados Unidos.
Evidentemente, algunos académicos –ejerciendo de académicos– se mostraron en desacuerdo. Aún así, Medovoi y sus ideas se suman a la casi monalisesca ambigüedad de Catcher, ayudando a explicar cómo la novela llegó a ocupar el lugar (según otras medidas inexplicablemente alto) que tiene en las letras americanas, dado que se desvía mucho de los valores literarios canónicos. La novela es, para empezar, sentimental y a menudo sublime. Peor todavía, si bien el crítico Alfred Kazin acierta al atribuir la emoción de las historias de Salinger a su “intensa, casi compulsiva necesidad de llenar cada centímetro de su lienzo, cada segundo de su escena”, realmente la prosa de Catcher ni de lejos se enciende recurriendo a monti mentali. Vistas como un todo, incluso, son también bastante elusivos. Salinger, que a la fecha ha publicado solo ésta novela, se describió una vez como “un hombre de piscas, no de avalanchas”; lo que se percibe también en Catcher, cuyos primeros episodios estallan en su vitalidad, pero que en su totalidad pasan como una novela que apenas consigue sacudirse de encima el límite de la nouvelle. No se desarrolla notablemente, por ejemplo, en su parte media; Holden nunca profundiza en sus relaciones ni comparte el escenario con otros personajes. Por el contrario, el libro comienza a sentirse angosto y maniático, monocromático –tanto que al leerla uno se pregunta si su verdadera contribución no se encuentra en haber anticipado su tono a “The Culture of Narcissim” de Christopher Lasch. Dichas características contrastan con, por ejemplo, “The Great Gatsby”, pues ésta claramente no es una novela que se estudiará para descubrir nuevas perspectivas en torno a la novela como forma literaria.
A menos, claro, que uno se interese en cómo una novela puede armarse sin que su autor deje entrever su estudio previo de “The Art of Fiction” de Henry James. Catcher demuestra, entre otras cosas, cuán diversas y misteriosas formas encuentra una novela para “funcionar”, y cómo hasta las audiencias sofisticadas tienden a postrarse ante obras de arte pero capitulan frente al testimonio. Nos fascinan las voces que “nos la cuentan como la vivieron”. O, en el caso de Catcher, parecen hacer eso. Mi hijo de dieciséis años –que mientras escribo esto ha estado leyendo Catcher para su clase de segundo de secundaria– lo explica así: “Sientes como si estuvieras frente a una historia de verdad”, pero al final de cuentas Catcher es una ruptura con la realidad y no una fuente de información sobre ésta. Él relaciona el atractivo de Holden con el que tiene Harry Potter: así como Harry le habla a los niños porque Harry es como ellos aunque un poco “especial” y capaz de hacer magia, Holden le interesa a mi hijo porque se rebela y “se sale con la suya” en una forma que, en la opinión de mi hijo, jamás lograría en realidad. Resumiendo, una parte del atractivo de Catcher está en su provisión de fantasía. Esto puede ser valioso, si ayuda a sus lectores a reflexionar sobre los límites de su propia libertad, pero también puede fomentar el solipsismo. Alfred Kazin, poniendo en términos más toscos esa idea, describe al público de Salinger como “los numerosos sujetos a los que nuestra sociedad ha permitido verse a sí mismos como infinitamente sensibles, solitarios de espíritu y dotados; y cuyo sufrimiento recae en la constante reducción de su conciencia sobre sí misma” –un poco halagüeño grupo que sin duda incluiría a Mark David Chapman, que tenía una copia de Catcher en su bolsillo cuando asesinó a la leyenda “trucha” (phony) John Lennon, así como John Hinckley, que también bajo la influencia de Holden, intentó a asesinar a Ronald Reagan.
Otras explicaciones de la popularidad del libro tienen que incluir su descacharrante humor, así como su estatus de lectura obligada, e incluso la celebridad de su autor. Agresivamente reclusivo, el malestar de Salinger con la banalización de su trabajo y persona, lo llevó primero a desdeñar todo tipo de ronda publicitaria –nada de entrevistas o autobiografías–, y a partir de 1966, incluso a cesar sus publicaciones. Con todo, a pesar de su conocido desagrado por los hippies y su apoyo a la guerra de Vietnam, Salinger se convirtió para la contracultura de los sesenta el zafado[ii] máximo. Y así, en años subsecuentes, el escritor se vería repetidamente atrapado en un halo poco apetecible, manteniendo un aura de integridad martirizada que la recurrente censura de Catcher no hace sino intensificar.
La Academia también sigue empujando. El crítico Alan Nadel, apuntando que la Guerra Fría recrudeció entre 1946 –año en el que, por razones desconocidas, Salinger declinó la publicación de una versión preliminar de la novela– y 1951, cuando sí fue publicada Catcher, hace una interesante reflexión al ver en Holden una disconformidad poco heroica, más bien una reacción al McCartismo. Muchas características de la narrativa de Catcher –la obsesión por el control en sus patrones retóricos, su preocupación por la dualidad y la compulsión de “poner apodos”– manifiestan, para Nadel, un encarcelamiento psíquico en el que el acto de decir la verdad nunca resulta verdadero. De hecho, la insistencia de frases como “Lo digo en serio” y “a decir verdad” no producen otra cosa que insinuar arenas movedizas en lugar de tierra firme detrás de ese discurso. Al terminar la novela Holden está profundamente contrariado, más aislado que independiente, más derrotado que desafiante. “D.B. [hermano de Holden] me preguntó que pensaba de todo esto que te acabo de contar… A decir verdad, no tengo idea, no sé qué pensar al respecto,” dice, conmovido, Holden. “No sé lo que pienso de esto.”: ¿se pregunta el autor del himno de su clase en la academia militar por el valor del acto de escribir? ¿Se ha convertido Holden, el avatar de la autenticidad americana, en un avatar de la inautenticidad?, ¿De la truchez (phonyness)? Y aquí el parque de diversiones Salinger se confirma, una vez más, creo, en un perfecto reflejo de nuestro mundo.
(Tomado de “A new literary history of America”, editado por Greil Marcus y Werner Sollors, Harvard University Press, 2009)
[i] Es interesante notar que en el original se dice “neither fish nor fowl”, difícil de traducir tratando de conservar el subtexto implícito.
[ii] Dropout, en Tim Leary-esca parla.