por Benjamin Santisteban
Ese año sucedieron muchas cosas. McDonald’s abrió el primer restaurante en el país y la gente acampó en la puerta del local desde las dos de la mañana. Una mujer y su hijo de ocho años se convirtieron en los primeros clientes en probar una cheeseburger. Era imposible pasar por la rotonda de El Cristo sin quedar atrapado en un tráfico espantoso: todo el mundo hacía fila para ser atendido en el autoservicio (13).
Con esta observación clara, que se ayuda formalmente con una repetición casi imperceptible, un adjetivo —que inmediatamente se disuelve en un epíteto habitual, invisible— y una hipérbole —tan socializada que ya no pasa por tropo—, comienza Vacaciones permanentes y comienza “1997”, el primer relato de este libro, asentando una forma de escritura que parece tener la función de “retrouver ce contact naïf avec le monde” (reencontrar ese contacto inocente con el mundo), en palabras de Merleau-Ponty. La deliberada sustracción del lenguaje figurado ofrecería la ocasión para una inmediatez que entregue el mundo no adulterado por una densa retórica literaria, ese mundo cotidiano que uno vive en un lenguaje simple.
A pesar de su simplicidad, esta forma de escritura no es simplemente simple. Como es muy bien sabido por las morosas experiencias de Camus y Hemingway, dos entre muchos, la escritura donde el lenguaje literario no llama la atención a sí mismo es la forma que requiere más trabajo y disciplina. Pero, inicialmente, no es esta morosidad —a la cual habrá que retornar necesariamente— la que expulsa la simple simplicidad. La observación define de manera irreversible las características del texto y de sus personajes; se constituye en la puerta de entrada a una composición compleja, donde la simplicidad del lenguaje hace de contrapunto a la lobreguez del tema, el cual se preanuncia en seguida, casi inadvertidamente, en las oraciones del primer párrafo ya citado, rompiendo la objetividad de la descripción e imponiendo la perspectiva subjetiva:
Andrés y yo llegamos tarde al colegio tres días seguidos pese a las maniobras de Segundo, el chofer, por evitar la congestión (13).
Quien habla es el personaje principal, Analía. Ella no tiene en ningún momento la intención de realizar una representación económico-política de su sociedad; tampoco una velada contextualización que situaría el argumento venidero en un tiempo y lugar determinados, a fin de fomentar una lectura sociológica o política del tema, la que resultaría siempre una engañosa unilateralidad. Se podría afirmar que la intención de Analía al hacer la observación no es su intención; que similares instancias la sobrepasan, resaltando infatigablemente en los otros seis relatos del libro. En ésas la focalización no es de personaje en primera o tercera persona, sino externa y ya no es Analía la que hace directamente la experiencia de los hechos que estructuran el tema lóbrego.
Empero, en contra de una presentación de Vacaciones permanentes dentro de parámetros más psicológicos o subjetivos, y a favor de una lectura que consideraría que la causa de los hechos y del tema es el cambio socio-político, se podría argumentar que desde el inicio, desde el título mismo del primer relato, “1997”, se incrusta una fecha clave para la transformación de las estructuras político-económicas por la fuerza de la Globalización. La descripción de la apertura de un McDonald’s y el congestionamiento que ocasiona en el tráfico podría ser interpretada como un signo inconfundible de la alienación tercermundista, de las ostentosas venias zalameras ante la llegada de una potencia transnacional, el colmo del postcolonialismo. Sin embargo, la descripción puede ser apenas una estrategia para fabricar el efecto de realidad, carente de la intención política. Contiene algo de lo que Barthes llama —quizá muy apresuradamente— los “detalles inútiles”, que los relatos occidentales inevitablemente poseen. Los datos respecto a que una “mujer y su hijo de ocho años se convirtieron en los primeros clientes en probar una cheeseburger” parecen no tener propósito alguno desde la perspectiva estructural, sea ésta identificada como psicológica —el descenso hacia una inanición espiritual, paralizante— o como socio-política —la inacción e indecisión como modo anárquico de acción—. El detalle no contribuye ni al suspenso ni al carácter de los personajes, mucho menos al sentido simbólico. Su contingencia es tal que puede ser remplazado sin que altere en nada el tema o el argumento de Vacaciones permanentes. Pudo haber sido un abuelo y su nieta los primeros en probar la mejor muestra de la “junk food” norteamericana; o dos adolescentes con “cara de pizza” (43), resultado del exceso de tal tipo de comida. De cualquier modo, la historia tormentosa de Analía en nada cambiaría. La inutilidad y la contingencia de ese detalle se asemejan a la sonrisa del idiota en Rusia: sin motivo (87).
Otro caso ejemplar es aquella descripción del momento en que Analía, acompañada del muchacho que la ama y al cual ella no ama, debe abandonar una clínica donde se le ha extirpado el feto engendrado con el muchacho ausente que no la ama, pero a quien ella sí ama inútilmente, sin correspondencia:
El sol se filtraba por las persianas polvorientas, era casi mediodía. Afuera, en la calle, un auto pasó a toda velocidad. Las paredes de la habitación temblaron con la estela del ruido y la música.
Vámonos, dijo Analía (75).
Tanto desamor en el amor… y de por medio los detalles inútiles (los gestos y los objetos insignificantes, las actitudes transitorias…). Según Barthes, ésos llegan a tener un significado precisamente por estar desprovistos de significado. En la ideología occidental prevalente se da una “gran oposición mítica” entre la realidad misma —lo vivido— y el significado lingüístico, el significado que construye el sentido y la inteligibilidad del texto literario. Así, lo vivido resultaría siempre refractario a lo lingüístico-literario; una brecha se abriría entre la vida y la literatura. Para significar, los detalles insignificantes se constituyen mediante la asociación directa de un significante con un referente, una asociación pactada en contra del significado, el cual es expulsado del signo. Éste se conforma ahora sólo del significante —el detalle en el texto— y el referente —aquello a lo que el detalle se refiere en la realidad—. En esta referencia directa los detalles parecen denotar directamente y decir: “nosotros somos lo real”. Desde luego, “en el momento mismo en que se considera que estos detalles denotan directamente lo real”, sin pasar por el significado del texto, por su tema o trama, “no hacen otra cosa que significar” lo real. En ese mínimo intersticio, que apenas se abre para cerrarse, entre la expulsión y el retorno del significado, se produce “l’effect de réel” (el efecto de realidad), el cual es una fabricación y no la realidad misma. Se significa así la categoría de lo real, no sus contenidos contingentes.
Sin embargo, en Vacaciones permanentes los detalles insignificantes no sólo tienen la función de producir el efecto de realidad. En su retorno ya significativo, como categoría, tienen la función adicional de desactivar el pathos temático o argumental. Una muestra involucra a la confesión de embarazo que hace Analía al muchacho que la ama y que ella no ama, luego de una maratón alcohólica:
Sentada en la acera con la cabeza hundida entre las piernas, Analía vomitaba. Su cabello, en desorden y caído sobre el rostro, parecía un pequeño incendio en medio de la calle desierta. Amanecía y el viento arrastraba la basura en remolinos. Un perro callejero meó en la puerta del hotel Amazonas. Nico daba vueltas por la calle y regresaba a patear la acera, furioso, a pocos pasos de Analía (62).
La fuerza emotiva tanto de la desolación embriagada de Analía como la de la rabia despechada de Nico desciende a la mera cotidianidad, a la realidad prosaica de la actividad mingitoria de un perro. Otro ejemplo involucra a Elina, la futura compañera de trabajo de Analía en el Reino Unido, y su doloroso abandono de Tallin, su ciudad natal:
El día que me fui de Estonia mamá no pudo ir a despedirme. Estaba trabajando. Abracé a Talgat en la puerta de la casa. Le dije que todo iba a salir bien. Era diciembre y Tallin estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. Natasha subió conmigo al taxi. La ciudad tenía el aire fantasmal que siempre asocio con mi infancia. El taxista encendió la radio.
Me apoyé en el cristal de la ventanilla y me eché a llorar (127-28).
El conglomerado de emociones que ocasiona el tener que abandonar al hermano vulnerable (Talgat) y la ausencia del abrazo materno en la despedida final, todo esto consolidado por un paisaje tétrico, quiebra su intensidad dramática en ese simple acto de un taxista encendiendo la radio.
La yuxtaposición de estos actos ordinarios están registrados por focalizaciones diferentes; el primero por una focalización externa, por una voz anónima, situada fuera del texto; el segundo por una focalización de personaje, interna, en primera persona, la voz de Elina. Sin embargo, en ambos casos la yuxtaposición universaliza la escena. En todas partes hay perros meando en puertas y todos han sido testigos alguna vez del chofer prendiendo la radio al abordar un taxi. Ambos actos dejan constancia afónica de que las tragedias familiares ocurren tanto en Tallin como en Santa Cruz. Por supuesto, la universalización es una función de la desactivación del pathos, la cual minimiza lo extraordinario y singular al situarlo con hechos que ocurren también en otros tiempos y otras latitudes.
La asombrosa sencillez del lenguaje de Vacaciones permanentes, su belleza e intensidad muda, esa aparente calma que recorre con una consistencia impecable desde la primera hasta la última página, tiene precisamente su fundamento en esta desactivación. Porque la yuxtaposición debe obedecer a un imperativo peculiar para tener la eficacia con que cuenta indudablemente en esta obra. Los detalles “insignificativos”, pero tan significativos a la postre, no pueden en ningún momento opacar a los datos que sí son significativos para el argumento y el tema; deben asentar la categoría de lo real y desactivar el pathos sin llamar la atención a sí mismos. De lo contrario, sobresaldrían e inclinarían a la obra hacia la ilusión del realismo decimonónico y acallarían las focalizaciones internas, de personaje, la perspectiva subjetiva. A fin de evitar esta parcialidad, todo el lenguaje de Vacaciones permanentes está duramente trabajado para que el decir y el mostrar con palabras combinen con la yuxtaposición de los detalles, de modo que éstos no se sobrepongan, pero tampoco se releguen, lo que también sería una manera de llamar la atención sobre ellos. Su pasar desapercibidos implica su mimetización formal. La focalización de personaje en primera persona —el habla simple de Analía o de Elina— o la de personaje en tercera persona, que son los modos de focalización que imperan, se hallan al mismo nivel lingüístico de la focalización externa e indiferenciada. De esta manera, Vacaciones permanentes se incluye en la flaubertización de la escritura literaria. Muy pocas obras bolivianas pueden jactarse de que no les falte ni les sobre una palabra. Vacaciones permanentes sí puede hacerlo; cada una de sus palabras es “le mot juste” (la palabra justa), en la sentencia famosa de Flaubert. En ella queda la huella precisa del duro trabajo de la reescritura. En cuanto obra literaria, su forma se presenta como el producto de una dura y disciplinada fabricación, un “artesanado del estilo” que requiere igual o más trabajo que el que requiere fabricar una joya.
Pero es con esta huella que la fuerza del contenido podría anularse desde una lectura exclusivamente política. Si la simplicidad formal resulta un contrapunto frente al tema lóbregamente trágico, la huella formal del trabajo duro coincidiría, por el contrario, con el tema y anularía tal contrapunto, del que emana el sentimiento de belleza. Cabe, entonces, unas preguntas: ¿no se escondería en la forma cincelada por el trabajo duro una ideología que contradeciría la crítica que presenta el tema, imposibilitando el “reencontrar ese contacto inocente con el mundo” o, por lo menos, haciéndolo engañoso? ¿No se alía aquí, a través del trabajo duro, la simplicidad del lenguaje con la Globalización en la literatura, de donde se implanta la demanda de escribir en un lenguaje simple, sin sociolectos ni idiolectos que entorpezcan la venta a través de las fronteras? Si en todas partes del mundo se puede consumir una cheeseburger de McDonald’s, ¿es Vacaciones permanentes así consumible por su forma simple?
Estas preguntas encontrarían soporte teórico de dos maneras. La primera, en una complicidad —señalada ya hace mucho, no sólo por Barthes sino también por Adorno— entre la obsesión del capitalismo con el trabajo y la literatura. Ésta sólo puede justificarse ante la sociedad burguesa presentándose como producto de un trabajo duro, para lo cual tiene que “sustituir el valor de uso de la escritura con un valor-trabajo”. En el capitalismo la obra literaria se salva “no en función de su finalidad, sino por el trabajo que cuesta” crearlo. En concomitancia, el escritor se salva al hacerse “escritor-artesano”, uno “que se encierra en un lugar legendario, como un obrero en el taller, y que labra, pule y talla su forma exactamente como un joyero extrae arte de la materia, dedicando a su trabajo horas regulares de esfuerzo solitario”. Este trabajo es la base del capitalismo, gracias al cual puede subsumir a todas las prácticas artísticas y sus productos en el proceso del comercialismo y la mercantilización de la obra de arte. La segunda, en la porfiada aseveración de Jameson de que “la forma es inmanente e intrínsecamente una ideología en su propio derecho”. La ideología se halla en la forma literaria y no simplemente en el contenido; toda lectura debe ser consciente de que la forma de un texto dado se relaciona inevitablemente a determinantes socio-económicos y a las circunstancias históricas en las que surgió o se transformó. De cualquier manera, sea surgimiento o transformación, la “ideología de la forma, así sedimentada, persiste en estructuras posteriores más complejas como un mensaje genérico que coexiste —sea como una contradicción o, por otra parte, como un mecanismo mediador o armonizador— con elementos de etapas posteriores”.
En Vacaciones permanentes, esas preguntas hallan una respuesta negativa. Su núcleo temático es el desamor en las relaciones familiares, uno que precisamente extiende su cáncer por la disciplina que impone el trabajo en las sociedades atrapadas por el capitalismo y que convierte al amor en un trabajo duro. En el flujo de conciencia del padre de Nico se revela esta situación de ascendencia antigua, de la abuela ya marcada por esa disciplina:
…nadie sabe lo que le tocó vivir a ella sin marido y sin un peso lo único que teníamos era disciplina y sin ella no sería lo que soy no hubiera podido ascender en el ejército no habría llegado nunca a general el amor es duro ése siempre fue su lema… (46)
El matrimonio es apenas un pasaje doloroso, donde el amor ha devenido una actividad laboral de tan férrea disciplina que destruye los vínculos y la comunicación. Tim, el patrón de Analía y Elina, sabe y sufre la universalidad de esta situación, que es la universalidad del capitalismo:
Cuando empezaron a salir podían pasarse la noche entera cogiendo. Ahora [después de casados] ella prefiere acostarse temprano o quedarse armando su árbol genealógico en internet. Apenas puede recordar cómo fueron esos primeros meses juntos. Que las cosas sean así no es algo nuevo ni insólito en la faz de la tierra, razona Tim. Le sucede a todo el mundo, todo el tiempo, pero las personas creen que se salvarán porque son especiales, diferentes (90).
Vacaciones permanentes atestigua que bajo el capitalismo “matrimonio feliz” se ha convertido en un oxímoron. El resultado es un conjunto de jóvenes que acaban cual zombies en el puesto de trabajo, como Analía, “una chica que nunca abre la boca ni demuestra ningún tipo de entusiasmo”, que deja escapar a los clientes sin pagar, que en compañía de Elina “siempre están en la luna” (89-90). En el estado zombie la capacidad de comunicación y de decisión disminuyen al extremo de incidir negativamente en la eficiencia requerida para la multiplicación del capital. Si el capitalismo confió inicialmente en la familia nuclear para la reproducción de la fuerza de trabajo, en sus manifestaciones globalizantes atenta contra esa misma institución. Pero, como se advierte, se trata de autoatentado.
En síntesis, la coincidencia entre la simplicidad del lenguaje, como rastro del trabajo duro de la escritura, y el desamor, como la post-colonización del amor por el trabajo duro, se desvelaría como una hábil estrategia de crítica inmanente o deconstructiva. La forma en la cual el contenido halla expresión torna una constante invectiva contra ese contenido mismo, pese a su coincidencia o al “mecanismo armonizador”. La simplicidad del lenguaje replicaría el estado zombie (la indecisión, la inacción, la incomunicación), un estado que, sin embargo, no puede vender(se). Si unos momentos antes de pelearse con Diego, con el amor de su vida, Analía puede pedirle a un extraño que rece por ellos, aunque sin creer en Dios (33), pues el “rezar”, ya desprovisto de su significado teológico, se vacía a una simplicidad de significante sin significado, de significante zombie. Este vaciamiento ya hubo comenzado en la mercantilización y comercialización de la obra de arte, de la canción de Charly García, “Rezo por vos”, que Analía y Diego escuchan en la rocola del Guan Zhou (31-32). El estado zombie vacía los significados múltiples de las palabras y el número de ellas con el que se da la comunicación. Es este tipo de lenguaje el que resulta ideal para ver, sin las equivocaciones de las connotaciones, los estragos del trabajo duro del capitalismo que hizo en el amor. Ahora el significante, al expulsar al significado, ni siquiera se asocia con un referente. Si bien reencuentra ese contacto inocente con el mundo, éste es un mundo disminuido a la nada por la disciplina capitalista, donde todos están sonriendo sin motivo. El significante parece retroceder hacia sí mismo…
De cualquier manera en que se lea la relación entre el contenido y la forma, con Vacaciones permanentes Liliana Colanzi presenta, en su juventud, una obra sobre la juventud, con la cual logra dar una clase magistral del trabajo duro de escribir. Estrictamente hablando, no es una primera obra de juventud que entrega al público lector; es una obra ya madura, muy bien trabajada.