miércoles, 28 de enero de 2009

Homenaje a J. D. Salinger (parte 3)

Continuando con nuestro homenaje a Salinger presentamos una lectura que rastrea las huellas de un leit motiv, de un elemento misterioso, de una especie de ‘objeto hitchcokiano’ presente/ausente en Catcher in the Rye.

CONTINUIDAD DE LOS PATOS

por Juan González

Tú me recuerdas el mundo de un adolescente

Un seminiño asustado, mirando a la gente

Silvio Rodríguez

0. Piglia: “No veo qué sentido puede tener, me dice Renzi, escribir un relato sobre Asja Lacis. Existen otras mujeres más interesantes que pueden servir de tema para un relato. ¿Por ejemplo?, le digo. Por ejemplo, me dice, la hija de madame Bovary. Habría que escribir una biografía de la hija de madame Bovary. En la última página del libro empieza otra novela, me dice Renzi, y se levanta para buscar el libro de Flaubert”.

1. Buena idea la del autor de Crítica & ficción: en la última página de los grandes libros no se cierra nada --se abren, al menos en la cabeza del lector, otras posibles novelas. Así, en lo que sigue trataremos de rastrear la vida de Holden Caulfield, más allá –o a partir– de lo que sabemos de él por la novela Catcher in the Rye.

En los casi 60 años que van desde su publicación, los críticos han leído la novela de Salinger desde diversas posiciones, coincidiendo en trazar una línea genealógica que hace a Holden descendiente directo de Huckleberry Finn (vía Scott Fitzgerald). Ambos son ingenuos, buscan lo verdadero entre lo trucho, se sienten desajustados respecto al mundo, sus hablas frecuentan el slang, no logran hacer contacto significativo con otras personas, preservan su inocencia a pesar de los pesares, etc. Es interesante esa genealogía ficcional, expande el impacto social de la figura de Holden, le imprime una densidad metahistórica y, sobre todo, acoge al inolvidable paria salingeriano en el seno de una comunidad.

2. Dicho mal y pronto, Catcher in the rye es la narración, en retrospectiva, en primera persona, de cuatro días en la vida del joven neoyorquino Holden Caulfield. Tras ser expulsado del colegio (no es la primera vez) y no poder regresar a la casa de sus padres (“papá te va a matar”, le dice repetidas veces su hermanita), HC se va un hotel, hasta que llegue la Nochebuena. Día tras día, Holden vaga por la ciudad, apilando desencuentros y fracasos. En su deriva, asimila los golpes como mejor puede, hasta que no resiste más y colapsa. Es importante recordar que lo que leemos, lo que HC cuenta, es, en realidad, la charla (o serie de sesiones) que mantiene con un psiquiatra, en una clínica de California, donde es internado tras haber sufrido un brote psicótico, un colapso nervioso. Cuando cerramos el libro, Holden tiene 17 años (los sucesos que relata han ocurrido el año anterior). Hasta ahí la novela de Salinger. ¿Qué pasó después? ¿Cómo fue su vida? Si antes habíamos hallado prefiguraciones de Holden en ficciones anteriores a la publicación del Catcher, ¿por qué no buscar su huella en ficciones contemporáneas? En una de esas posibles novelas, Holden supera sus taras, va a la universidad, se gradúa, llega a ser ejecutivo de Enron, tiene una esposa adorable y varios holdencitos.

Holden acaba por ser “normal”, integrado, pero, claro, ya no sería Holden.

Algo no nos convence en esta perfecta postal, ¿ah?

3. Del malestar en la cultura. Alguna vez le preguntaron a Luis Alberto Spinetta por qué catzo le puso Pescado Rabioso a su segunda banda. El “Flaco” contestó: “yo era muy joven en esa época, loco, y me sentía como un pez con hidrofobia, como un pez con mal de rabia”. Todo joven es un pescado rabioso, rechaza situarse donde el Deseo del Otro trata de recluirlo (es normal que sea así: lo anómalo sería un joven sumiso, complaciente). Holden es el arquetipo olímpico de ese desajuste. Como sabemos, Holden está harto de lo “phony”, lo trucho, las careteadas, o, siendo literatosos, el bovarismo (estar convencido de ser alguien que uno no es). ¿Qué diría HC hoy, en plena era del simulacro, cuando la espectacularización de lo inane coloniza el inconsciente colectivo a quemarropa? Por supuesto, la calificación de “phony” con que HC castiga todo cuando sale a su paso es, también, un escudo, una autojustificación, una coartada para su propio bovarismo: el salvoconducto que lo exime de asumir las consecuencias de sus actos y apuntala su empeño deliberado de no “sentar cabeza”, de seguir gozando del perverso placer del espanto ante la inminencia de la madurez física y emocional, el placer de congelarse en un estado de perpetua víspera de un evento que no se instaura, que se posterga indefinidamente. Hacerse expulsar del colegio, repetir el año, es otra manera de tomar residencia en la víspera interminable: un dar y dar vueltas sin avanzar. Holden se ha atrincherado en el umbral, traumático, impostergable, del paso -según el psicoanálisis clásico- del principio del placer al principio de realidad. Resiste seguir el camino de la especie, está paralizado. El principio del placer define el mundo en que viven inmersos los niños: todo es juego, satisfacción de necesidades sin esfuerzo propio: quieren algo, se encaprichan y chillan y patalean hasta que lo consiguen: pulsión pura. Por otro lado, el principio de realidad supone aceptar la alienación, la caída en el fango del mundo adulto, el trabajo, la ru(t)ina. Para que haya sociedad, cultura, es necesario reprimir las fuerzas primarias, aceptar que la insatisfacción es la norma (el reino del gato por liebre): olvidar toda pretensión de plenitud. [Memo para un experimento futuro: leer “Bienvenido Bob”, de Onetti, como una carta a Holden Caulfield: un par de cachetadas onettianas para despertarlo --o disuadirlo].

4. Presagios del milenio. 1999. New Jersey, consultorio psiquiátrico privado. Un hombre charla con su psicóloga. Es su primera sesión. No le hace ninguna gracia estar allí:

“Paciente. Mire, me resulta imposible hablar con un psicólogo.

Doctora. ¿Tiene alguna idea sobre qué pudo causar su colapso?

P. No lo sé. Stress, de repente.

D. ¿Qué le preocupa?

P. No sé… la mañana en que me sentí mal había estado pensando que he llegado demasiado tarde. En el último tiempo tengo la sensación de que todo acabó. Que lo mejor ya fue.

D. Mucha gente siente lo mismo.

P. Pienso en mi padre. El nunca alcanzó una posición como la mía, pero en muchos otros niveles él vivía mejor. Tenía su gente. Gente con principios, con orgullo. Hoy, en cambio, ¿qué queda?

D. ¿Se hicieron más intensas esas sensaciones en las horas anteriores a su colapso?

P. No lo sé. Algunos meses atrás, una pareja de patos se asentó en mi piscina. Fue increíble. Vienen de Canadá o por ahí. Estaban en período de apareamiento. Y tuvieron patitos… Esa noche que me desmayé… era cumpleaños de mi hijo…”.

El paciente se llama Tony Soprano, es el capo de la mafia, ha llegado a ese consultorio tras haberse desmayado mientras hacía un asado en su jardín. Ella es la Dra. Melfi. El diálogo citado anteriormente constituye la apertura de Los Soprano: primera escena del primer episodio de la primera temporada.

Vale decir: de la clínica californiana donde Holden narra su historia, hemos saltado, sin escalas, al consultorio privado de la Dra. Jennifer Melfi. Jo!

5. David Chase, creador de Los Soprano: “La serie no se ocupa del asunto de la violencia. El elemento mafioso es sólo un pretexto: nuestro show explora problemas de familia; sobre todo, las mentiras que nos decimos a diario, las coartadas de inautenticidad que han acabado por definir nuestra vida cotidiana”. Los Soprano, entonces, es una serie que explora el otro lado de la pátina de inautenticidad que recubre el presente de modo tan minucioso que a menudo resulta imperceptible (o peor/mejor: la superficie “políticamente correcta” de La Burbuja). La dimensión de mauvaise foi, en la fenomenología de Sartre. La grasa de las capitales, según Charly. Lo “phony” denunciado por Holden Caulfield.

6. Este no es lugar para desmenuzar responsablemente la densa simbología que Salinger hace trabajar en su novela [Holden sigue sumido en el duelo por la muerte de su hermano menor: Allie ha muerto hace cuatro años, la saison d’enfer de Holden dura cuatro días; Allie era pelirrojo, la prenda favorita de Holden es una gorra roja; Holden escribe para un compañero de curso una composición sobre un guante de baseball (de catcher) que perteneció a Allie; la visita al salón egipcio del Museo de Historia, etc, etc.], pero hay un símbolo particular que nos interesa sobremanera. Aparece repetidas veces en el curso de la novela. Y aparece en los momentos de inflexión del relato, a guisa de hito diegético. Esa recurrencia hace síntoma, merodea una obsesión, está diciendo algo. Veamos. Catcher in the Rye, capítulo 9, Holden charla con un taxista:

“—Está bien— le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una cosa—. ¡Oiga! —le dije—. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South... Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad dónde se van los patos cuando el agua se congela? ¿Tiene usted alguna idea dónde se meten los patos?

Yo sabía perfectamente que había una posibilidad entre un millón de que el chofer supiera. Se volvió y me miró como si yo estuviera completamente loco”.

7. Visto sin complicidad, leyendo su testimonio desde la sospecha, podríamos calificar a Holden como un muchacho perturbado. “Disfuncional”, se diría en la jerga de las pintorescas terapias new age. HC no logra integrarse a la sociedad: al saberse rechazado, su respuesta es también de rechazo, pero radical: quemar los puentes: todo es “phony”, no hay posibilidad de negociar un acceso. Holden cierra toda chance de encuentro. Dicho esto, es interesante observar las anomalías del relato de Salinger: Holden tiene 16 años pero a menudo habla como un niño de 12 (y en la traducción española [de Alianza], suena como un niño mucho menor todavía). Hay algo anómalo con su sexualidad: todavía en el colegio, escribe una composición para un amigo, mientras éste sale con la chica que le gusta a HC, y cuando ese amigo vuelve al cuarto común, HC se muestra muy interesado en los detalles escabrosos; durante esos cuatro días en la ciudad, HC trata de telefonear a esa chica que le gusta y nunca lo hace, siempre cambia de idea al último segundo. Holden llama una puta a su cuarto y cuando ella sube a verlo, él le dice que sólo “quiere charlar” (ella le cobra el doble). Cuando al fin logra concertar una cita con una chica, acaba abusándola verbalmente. Más extraño aún es el episodio que da título a la novela. Nace de un clásico acto fallido (lapsus) freudiano: Holden habla con su hermanita y recuerda un poema, pero lo cita mal: “Si un cuerpo agarra a otro cuerpo”, dice él, cuando debió decir “Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo”. Curiosamente, es la hermanita quien lo corrige. Ahora bien, el poema de Burns que cita Holden es explícitamente arrechón [antes de la cita de Holden, Burns escribe “Jenny is all wet, Jenny is seldom dry”]. Al citar ese fragmento, Holden, vía lapsus, censura el poema y le cambia el sentido: con esa operación, lo depura, le quita el barro del mundo, lo hace “sublime”. Todavía más curioso es que la niña, mucho menor que Holden, advierta la sustitución y corrija a su hermano (¿y de cómo una niña conoce un poema cachondeski escrito en inglés del siglo 17?). Holden es un jovencito traumado, violento, con problemas sexuales (represión). Ese desajuste que él no puede manejar, que lo aleja de la sociedad, es sublimado en una búsqueda de inocencia, en un afán de detener el tiempo, pero ese otro río oscuro late bajo lo inmediato del texto, y quizás sea allí donde reside la fuerza, el appeal, que la novela ejerce sobre sus más famosos lectores: esto es, Mark David Chapman y demás filántropos.

8. Todo adolescente es “disfuncional”, de eso se trata, justamente, el periodo entre pubertad y madurez: de “adolecer” las diversas transformaciones que habilitan el acceso a la identidad madura (disfuncionalidad es el nombre elegante para el típico “nadie me comprende”, ese famoso estribillo chillón, con acompañamiento de acné). Pero hay casos y casos. Hay “chicos-problema” que no lograrán jamás entrar en la sociedad, que se encaminan hacia la marginalidad a paso firme. Si uno no huye del mundo a tiempo (eligiendo ser un ermitaño o suicidándose), solamente hay dos posibilidades de ser marginal en la edad madura: elegirse un santo o criminal. No hay otra. Salinger lo intuyó con total claridad (“pero él es muy discreto, será mejor así”). De ahí que, a menudo, sus personajes favoritos recurran al suicidio (o flirteen con la idea) cuando llegan a las fronteras de la madurez. Idealizar/romantizar la “disfuncionalidad” es asunto peligroso, ya lo dictaminaron los Redondos: “Falopas duras en tipos blandos ahuecan corazones”.

9. Mientras tanto, en un consultorio de New Jersey…

“Dra. Melfi. Los ataques de pánico son emergencias psiquiátricas legítimas. Imagínese qué habría pasado si usted se desmayaba mientras conducía su auto.

Tony Soprano. Déjeme decirle algo. Hoy en día, todo el mundo va a psicólogos y consejeros y habla hasta por los codos de sus problemas privados. ¿Qué pasó con Gary Cooper? El tipo fuerte, callado. Ese era un arquetipo norteamericano. No estaba “en contacto con sus emociones”. Hacía lo que tenía que hacer y punto. Lo que nadie sospechó es que si Gary Cooper se “ponía en contacto con sus emociones” no iba a haber un alma capaz de hacerlo callar. Así que ahora todo es “disfunción”… Disfunción esto, disfunción lo otro. Va fangul!!!

DM. Siente mucha rabia...

TS. Déjeme contarle algo. Yo hice un semestre en la universidad, así que entiendo a Freud. Entiendo el concepto de terapia. Pero en mi mundo nada de esto importa. ¿Que yo podría ser más feliz? ¡Seguro! ¿Quién no?

DM. ¿Se siente deprimido?

TS. (Mira hacia el suelo, incómodo).

DM. ¿Se siente deprimido?

TS. Desde que se fueron los patos. Supongo…

DM. ¿Los patos?

TS. Sí, esos patos…

DM. ¿Y eso ocurrió antes de que usted se desmayara?

TS. Ajá.

DM. Hablemos de esos patos…”.

10. Tony Soprano es antisocial, outsider, criminal, marginal (el colosal episodio 57 de la serie titula “Irregular around the margins”), pero también es el típico padre de familia capaz de hacer alguna trampita para lograr salirse con la suya y que, no obstante, ama a su familia por encima de todo. Mantiene un rígido código de valores, basado en la lealtad, las jerarquías. En su círculo, lealtad y devoción a la familia son exigencias esenciales. Tony rige su vida según un código moral inflexible. Su ética personal diverge bastante de las leyes de la sociedad, seguro, pero en su mundo las reglas de juego son claras e indiscutibles: no hay nada abierto a la interpretación. Buenos y malos saben de qué va el asunto. “To be an outlaw, you must be honest” (así Dylan). Tony mantiene orden y disciplina a través de un código de terror y respeto (si bien visitar regularmente a una psicoanalista no es precisamente la Regla de Oro del Libro Gordo del Buen Mafioso). No hace daño por mero placer. Es más, la violencia sin sentido es considerada debilidad, anomalía patológica, muestra de inmadurez, de escaso juicio. Los tipos de gatillo fácil no son bien cotizados en el mundo de Tony Soprano: rompen la disciplina, no respetan los códigos. En su estudio Tony Soprano, the Criminal Side of the American Dream, David Simon opina que Tony va a ver a la Dra. Melfi porque “advierte que sus defensas psicológicas ya no son tan efectivas como antes. El sabe que su fachada doméstica es un fraude, que ya no puede seguir pretendiendo que sus hijos ignoran quién es él en el mundo real, más allá de las lujosas comodidades de su casa”. Tony lo intuye, se niega a aceptarlo. Y colapsa: víctima de su propia inautenticidad. Tal y como, a sus horas, le ocurriera al atormentado jovencito neoyorquino Holden Caulfield.

11. Otra escena en el consultorio de New Jersey. Antes, Carmela Soprano, esposa de Tony, al ver a su marido preocupado y elusivo, ha anticipado un diagnóstico: “I can’t tell if you are just depressed, paranoid, or a fuckin’ asshole”.

“Dra. Melfi. Vaya, ha vuelto en busca de ayuda. No lo considere una derrota.

Tony Soprano. No sé, últimamente siento que mi vida no tiene equilibrio… A decir verdad, tampoco recibo satisfacciones en mi trabajo.

DM. ¿Tiene usted algún remordimiento por la forma en que se gana la vida?

TS. Sí, claro. A mí me tocó ser el payaso triste. Ríe, en apariencia. Y por dentro, llora. Mire… Todas las cosas tienden a irse al carajo. Antes, cuando un tipo era arrestado, iba a la cárcel, cumplía su condena y no abría la boca. Todos se regían por el código de silencio. Hoy, en cambio, nadie tiene principios. Nadie tiene agallas para soportar la experiencia penal. Todo el mundo acaba siendo testigo del gobierno. Se venden. Me siento extenuado de sólo hablar del asunto”.

12. Hawthorne: “Ningún hombre puede presentar una fachada ante sí mismo y otra ante la multitud sin ser finalmente interpelado respecto a cuál de las dos habrá de ser la verdadera”. Tony lee esta frase en un pórtico a la entrada de una universidad, cuando acompaña a su hija Meadow para una entrevista (estoy seguro que Holden se habría tatuado esa frase en la frente). Tony, el triste payaso bifronte, conoce mejor que nadie los peligros que acechan en la calle (la violencia, el vicio, la degeneración). Sabe que, de una u otra manera, sus hijos sucumbirán; que él, con todo su poder, no podrá hacer nada para protegerlos. Sabe también de las atroces miserias que se esconden bajo las fachadas de la respetabilidad, de los malolientes tratos entre gallos y medianoche que propician las impecables sonrisas de las bellas almas. No es causal, por tanto, que en ese primer episodio fundacional, mientras Tony le cuenta a la Dra. Melfi el asunto de los patos, veamos escenas en que Tony y su sobrino Chris Moltisanti (geniooo!) golpean a un tipo que les debe dinero. En su fachada pública, ese tipo al que golpean es un respetable ejecutivo de una multinacional del fármaco, pero para Tony no es más que un “degenerate gambler” al que le gustan los recios jóvenes centroamericanos (de paso, asistimos a uno de los impagables loops de la serie: ¿cómo no recordar al draconiano Edgar J. Hoover, jefe vitalicio del FBI, quien públicamente perseguía a los gays, mientras en privado daba rienda suelta a su debilidad por los mejicanos jóvenes, pijudos y “sin papeles”?). Tiene razón Chase: Los Soprano es una serie sobre lo “phony”.

13. Más o menos a mitad de la novela, Holden Caulfield toma un taxi por segunda vez. Charla con el taxista, pero éste ya no es anónimo como el anterior. ¿Hay un progreso?

Catcher in the Rye, capítulo 12.

“—Oiga, Howitz —le dije—. ¿Pasa usted mucho junto al lago de Central Park?

—¿Qué?

—El lago, ya sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central South Park. Donde están los patos. Ya sabe.

—Sí. ¿Qué pasa con ese lago?

—¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando allí? Sobre todo en la primavera. ¿Sabe usted por casualidad adónde van en invierno?

—¿Adónde va… quién?

—Los patos. ¿Lo sabe usted por casualidad? ¿Viene alguien a llevárselos a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur, o qué hacen?

(…) —Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se quedan en el lago. Esos sí que no se mueven.

—Pero los peces son diferentes. Lo de los peces es distinto. Yo le hablo de los patos”.

14. En un episodio de la (fabulosa) tercera temporada, Tony charla con la Dra. Melfi sobre un problema con Meadow (su hija). Tony le regaló un jeep, que pertenecía a un amigo de ella y que Tony recibió del padre del chico como parte de pago por sus deudas de juego. Meadow reconoce el jeep y se molesta, deja de hablarle. Tony reniega, dice que la culpa es del apostador, que él sólo hace su trabajo.

Dra. Melfi: “Tal vez lo que usted está haciendo es avisarle a su hija de los peligros que aguardan. Ella se irá a estudiar el año que viene, dejará el nido…”.

Tony la interrumpe, abrumado, se lleva las manos a la cara y dice:

“Oh, no, por favor, no esos fuckin’ patos otra vez”.

La Dra. Melfi sigue: “Véalo positivamente, usted está preparando a su hija para enfrentar la realidad, le está enseñando a volar”.

Tony Soprano afloja. Sale del consultorio dando un portazo. Si no soporta las tensiones familiares, menos soporta sucumbir a sus debilidades y llorar como un bebé meón.

15. Holden Caulfield entra a su casa como un ladrón, aprovechando que sus padres no están. Habla con Phoebe, su hermanita.

Llegamos al kernel de Catcher in the Rye: el capítulo 22.

“—¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir? (Holden)

—¿Qué? (Phoebe)

—¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo atrapa a otro cuerpo, cuando van entre el centeno...»? Me gustaría...

—Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno» —dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.

Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno», pero entonces yo no lo sabía.

—Creí que era «Si un cuerpo atrapa a otro cuerpo» —le dije—, pero, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los agarro. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.

Phoebe se quedó callada mucho tiempo. Luego, cuando al fin habló, sólo dijo:

—Papá te va a matar”.

16. Y del cuarto de Phoebe pasemos a una escena que prescinde de introducción:

“Tony Soprano. Tuve un sueño la otra noche. Mi ombligo tenía la forma de un tornillo. Y yo lo iba desatornillando. Hasta que lo saqué. Eso provocó que mi pene se cayera. ¿Sabe? Así que alcé mi pene del suelo, lo levanté y lo sostuve así, cerca de mi cabeza, mientras corría de uno a otro lado buscando al mecánico que solía arreglar mi auto, para que me ayude a poner mi pene en su sitio. Pero mientras lo sostengo así, cerca de mi cabeza, un pájaro hace un clavado, coge mi pene con su pico y se va. Se lo lleva.

Dra. Melfi. ¿Qué clase de pájaro?

TS. No sé… Una garza, algo así.

DM. ¿Un pájaro de agua?

TS. Había visto la peli de Hitchcock, la de los pájaros, ¿será que dejó alguna secuela en mi imaginación?

DM. ¿Qué otro pájaro de agua le viene a la mente?

TS. Pelícanos... Flamingos...

DM. ¿Y patos? ¿Qué me dice de los patos?

TS. Ah, esos patos de mierda.

DM. ¿Qué tienen esos patos que son tan importantes para usted?

TS. No sé, era sencillamente… este… sensacional que esas criaturas hayan llegado a mi piscina a tener sus bebés. Me puse triste cuando los vi partir. Oh, Dios, me voy a largar a llorar. Mierda. Me cago en mí mismo. (Mientras Tony trata de enhebrar un discurso coherente, su cuerpo denuncia el combate interno. Ese gigante todopoderoso va colapsando irremediablemente ante nuestros ojos, superado por el espanto. La performance actoral de Gandolfini lo deja a uno temblando).

DM. Cuando los patos tuvieron sus bebés se convirtieron en una familia…

TS. Tiene razón. Ese es el vínculo. Esa es la conexión. Tengo miedo de perder a mi familia. Tal cual perdí a los patos. Por eso es que vivo aterrado. El miedo no me deja en paz, está siempre conmigo.

DM. ¿Pero qué puede pasar? ¿A qué le tiene tanto miedo?

TS. No sé. (Y se larga a llorar).

17. En su riguroso ensayo para la compilación The Sopranos and Philosophy (“I kill therefore I am”), el analista lacaniano Peter Vernezze conjetura: “la audiencia tampoco sabe muy bien de qué está tan aterrado Tony. El sueño del pájaro que se roba su pene es una perfecta ilustración de la angustia de castración, que tiene que ver con heridas narcisistas, crisis de identidad y conflictos de autoafirmación. El pájaro que se aleja llevándose su pene y el simultáneo llanto de Tony ante la Dra. Melfi, al relatarle que los patos abandonan su piscina, nos sugieren algo complejo, oscuro, acechando bajo la imponente fachada del todopoderoso capo de la mafia”.

Tony tiene miedo de perder algo precioso, vital. Tony está aterrado porque intuye que pronto perderá a su familia, a sus hijos. Como Holden, Tony quisiera ser un catcher, un guardián insomne, para proteger a sus niños de los horrores del mundo. Pero sabe que no podrá hacer absolutamente nada. Ante lo inexorable (eso de perder a su familia como perdió los patos supone aceptar implícitamente el ciclo natural), Tony se siente vacío, desorientado, “como muerto”. Ha perdido su lugar en el mundo. Ha llegado al borde, está a punto de dar un gran salto, de soltar un SI mayúsculo. Se le va la vida en ello.

Holden Caulfield tiene 16 años cuando observamos su errancia por la ciudad. Tony Soprano, a los 50 y pico, aparece más fuerte, con mayores recursos emocionales y físicos y, sin embargo, sucumbe al pánico, es superado por el miedo, la indefensión.

18. Holden va a ver los patos del Central Park. Catcher in the Rye, capítulo 16.

“Al final eché a andar en dirección al parque. Se me ocurrió acercarme al lago para ver si los patos seguían allí o no. Aún no había podido averiguarlo, así que como no estaba muy lejos y no tenía adonde ir, decidí darme una vuelta por ese lugar. Ni siquiera sabía dónde iba a dormir. No estaba cansado ni nada. Sólo estaba muy deprimido. (…) He vivido en Nueva York toda mi vida y me conozco el Central Park como la palma de la mano, pero aquella noche me costó un trabajo horrible dar con el lago. Sabía perfectamente dónde estaba, pero no acertaba a encontrarlo. Debía estar más borracho de lo que pensaba. Seguí andando sin parar. Cada vez se iba poniendo más oscuro y cada vez me daba más miedo.(…) Al final encontré el lago. Estaba helado sólo a medias, pero no vi ningún pato. Di toda la vuelta alrededor —por cierto casi me caigo al agua—, pero de patos ni uno. A lo mejor, pensé, estaban durmiendo en la hierba al borde del agua. Por eso casi me caigo adentro, por mirar. Pero, como les digo, no vi ni uno. (…) Salí del parque y me fui a casa. (…) Hacía un frío terrible y no se veía un alma”.

Más adelante en la narración, este capítulo presenta un giro muy interesante: Perdido en el parque, solo, de noche, Holden se queda sentado en un banco y fantasea que se muere allí, congelado. Pero todo eso es un simple juego imaginario. Una fantasía.

19. Si bien los patos abandonan la piscina de Tony en el primer episodio, no se van de su mente tan fácilmente. Hacia el final de la cuarta temporada de la serie, vemos a Tony llorando una vez más frente a la Dra. Melfi. Pide ayuda. Su hijo, Tony Junior, ha sido expulsado del colegio (como Holden) y se junta con chicos poco recomendables. Carmela, la esposa de Tony, quiere mandarlo a una escuela militar, pero resulta que Tony Junior también sufre ataques de pánico y por aquella deficiencia (genética, hereditaria) se salva de los milicos. Esa revelación detona la angustia de Tony: su hijo está resultando ser una réplica del padre, y él no quiere para su hijo un destino idéntico al suyo: Tony intuye que su hijo será incapaz de sobrellevar semejante peso.

Tony a su psicóloga: “¿Cómo se puede salvar este chico? Está condenado, tiene mis fuckin’ genes. No hay salvación. Oh, Dios…”. Y vuelve a llorar.

En la temporada siguiente, Tony Junior intentará cometer suicidio en la piscina de la casa paterna. El mismo lugar donde aquellos putos patos hicieron su hogar.

Se salva por un pelo. Lo rescata su padre, el atormentado capo mafioso.

20. Primera mención de los patos en Catcher in the Rye (capítulo 2). Un profesor de Historia, padre de uno de los compañeros de Holden, se burla de un examen de HC.

“La verdad es que se le notaba que le daba lástima aplazarme, así que me puse a hablar como un descosido. (...) Lo gracioso es que mientras él hablaba yo estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adónde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta… Tuve suerte. Pude decirle a Spencer un montón de estupideces y al mismo tiempo pensar en los patos del Central Park”.

21. Phoebe pasea por el Museo de Historia. Holden la observa extasiado y confiesa: “algunas cosas deberían permanecer intactas de la manera que son. Uno debería poder guardarlas en una de esas grandes cajas de cristal y mantenerlas a salvo. Ya sé que es imposible, pero igual es muy triste”. En el museo de Historia, la Historia está detenida, congelada, inmutable. Por esa misma razón Holden está fascinado con la imagen de los patos en el lago congelado de Central Park: esa imagen es idéntica al gesto de atrapar a los niños en su caída por el desfiladero: impedirles que crezcan, detenerlos ahí para siempre, guardarlos en una caja de cristal, como él mismo dice.

Holden se siente a gusto en el Museo de Historia, en el ala egipcia: hasta se mete en una tumba y se queda ahí. Lo único que lo jode es que ha sido pintarrajeada. Holden gusta del arte hierático egipcio, las momias, los patos congelados, el girar estúpido del carrusel.

Tony, en cambio, ha aceptado la caída y se ha metido en la mierda hasta el cuello. En la economía emocional de Tony Soprano, los patos condensan la fragilidad del equilibrio de nuestras vidas, la belleza torpe de lo efímero. Tony se la banca, pero le cuesta demasiado.

Tony ve a esos patos de lejos, queda deprimido al verlos partir. Holden, al contrario, es uno de esos patos del Central Park: se proyecta a sí mismo en ellos. De ahí su insistente preguntar a los taxistas (agentes de transición) qué pasa con los patos cuando se congela el lago: New York en invierno es a Holden lo que el lago congelado es a los patos. Holden quiere saber que viene después para ellos, adónde se van, qué hallan, cómo sobreviven. Es decir, quiere saber que habrá para él más adelante (en la madurez), más allá de su presente congelado, petrificado en la inautenticidad adolescente. Está aterrado. El miedo a lo desconocido lo paraliza. Por eso quiere eternizarse donde está y eternizar con él a todos los que ama, so pretexto de preservarles la inocencia, salvarlos de caer en el fango. Por eso, cuando finalmente llega al parque y no encuentra ningún pato, fantasea con morir (pero las fantasías de muerte son siempre símbolos de cambio: dejar un estado para pasar a otro, dejar un yo, para acceder a otro): Holden añora morir congelado en el parque, tal y como -según imagina él- le sucede a los patos.

Si bien ya el primer taxista le explicó que los patos migran, Holden sigue preguntando. No está satisfecho con esa respuesta. Y seguirá preguntando hasta que le digan lo que quiere oír: que los patos mueren allí, congelados, que son atrapados en una caja de cristal, de hielo transparente, y se quedan así para siempre, sin cambiar, puros y sin vida (según él fantasea en el Museo, observando a su hermanita, rodeado de momias).

22. A poco de ingresar al Central Park, HC fanfarronea con que lo conoce “como la palma de su mano”. Poco después confiesa haberse perdido. Es la última visita. Es de noche. Acaba perdido. Estamos en lo unheimliche freudiano: lo familiar ha devenido extraño. Como es clásico, de inmediato sobrevendrán las fantasías de muerte: en su imaginación, tiritando de frío, solo en el parque, de noche, perdido, en lo más crudo del invierno boreal, Holden se convierte en uno de los patos que, según fantasea él, mueren congelados en el lago. Por eso es que en esa última visita, Holden no ve ningún pato. Esta experiencia alucinatoria lo deja muy contento.

Del parque sale a la ciudad cubierta de nieve, pero ya todo es distinto para Holden.

23. Los patos de Tony, por otro lado, arriban en primavera. Y llegan a su piscina para tener patitos. Están por unas semanas y luego se van. Pero ya todo es distinto para Tony.

24. Como se ve, al saltar de la clínica californiana en la escena final de Catcher in the Rye al consultorio de la Dra. Melfi en Los Soprano, el ciclo de la vida ha avanzado: hemos pasado del invierno a la primavera. La Historia no se congeló.

Y así, como dijo Tony, “hemos llegado al final de la fiesta”.

Nota. Las citas de Catcher in the Rye provienen de la traducción ibérica de Alianza Editorial (El guardián entre el centeno. Traducción de Carmen Criado, 1978).


sábado, 24 de enero de 2009

Homenaje a J. D. Salinger (Parte 2)

Durante más de un cuarto de siglo la obra del norteamericano William Faulkner fue minuciosamente ignorada por sus paisanos, hasta que Sartre y sus amigos de Les Temps Modernes les enseñaron cómo leer al gigante. Luego de recibir el Premio Nobel, Faulkner viajó mucho por todo el mundo, dando conferencias. Entre 1957 y 1958, durante una residencia en la Universidad de Virginia, el viejo Bill retribuyó la hospitalidad de los virginianos con un ciclo de charlas sobre tópicos diversos que a menudo culminaron en un intercambio de preguntas y respuestas con el público.

Siguiendo con nuestro homenaje a Salinger, aquí les ofrecemos la segunda parte de la conferencia (y parte del diálogo posterior con el público) que William Faulkner diera el 24 de abril de 1958, en el English Club de aquella universidad.

PALABRAS PARA ESCRITORES JOVENES

William Faulkner

Considero que todos los escritores, mientras están en su pico creativo, trabajando a la máxima potencia para dejar escrito de una buena vez todo aquello que tienen la urgencia de expresar, no leen a los escritores más jóvenes, los que vinieron después de ellos. Tal vez por la misma razón que el atleta que corre los 100 metros no mira hacia atrás: no tiene tiempo de interesarse en saber quién corre a sus espaldas o a su mismo nivel, sólo le importa aquel que va adelante. Esto fue cierto en mi propio caso. Así que cuando vine a advertirlo una gran brecha se había abierto: 25 años de literatura contemporánea de la que yo no conocía nada en absoluto.

Entonces, cuando meses atrás empecé a leer la literatura que se escribe hoy, llegué a esos libros no sólo con ignorancia sino con una suerte de frescura, de inocencia: lo que podríamos llamar un interés virgen de preconcepciones. Como quiera que sea, desde el primer cuento que leí, una impresión se ha venido repitiendo tan consistentemente que creo es posible apelar a una generalización. Va así: el joven escritor de hoy se siente compelido por el presente estado de nuestra cultura a trabajar en un espacio vacío de humanidad. Sus personajes no funcionan, viven, respiran o se esfuerzan en una arcilla de común humanidad del modo que lo hicieron los de nuestros predecesores, aquellos maestros de quienes aprendimos nuestro oficio: Dickens, Fielding, Thackeray, Conrad, Twain, Smollett, Hawthorne, Melville, James. Los personajes de esas novelas eran seres humanos cuyo mero existir comportaba la afirmación de un incurable e indomable optimismo. Hombres y mujeres entendibles y comprensibles hasta cuando nos resultaban antipáticos, incluso en los precisos momentos en que robaban, asesinaban o traicionaban, ya que ellos también no eran más que simples humanos, con sus vicios, sus virtudes, sus esperanzas. Habitaban una forma de humanidad que habían aceptado, en la que creían y en la que funcionaban de acuerdo a principios morales: la verdad no era una variable sujeta a interpretaciones según desde donde se paraba uno a observar los hechos; era una esencia inalterable, una cosa que podría partirte la cabeza si no la aceptabas o respetabas.

No he leído todos los libros publicados por la reciente camada de escritores. No he tenido tiempo. Por tanto, hablaré únicamente de aquellos que conozco. Estoy pensando en el libro que considero el mejor de todos: Catcher in the Rye, de Salinger. Tal vez porque este libro expresa exhaustivamente todo aquello que he estado tratando de decir: es la historia de un joven, padre de aquello que un día será un hombre, más inteligente que algunos, más sensible que la mayoría, quien (él no lo habría llamado instinto, porque ignoraba poseerlo) tal vez porque Dios lo arrojó al mundo, amaba a su prójimo y añoraba ser parte de la humanidad. Alguien que trata de sumarse a la sociedad y fracasa. Para mí, la tragedia no reside en que este joven, Holden Caulfield, no era, como quizás lo pensaba él mismo, lo suficientemente duro, o lo suficientemente valiente, o contaba con los méritos necesarios para ser aceptado por la humanidad. No. Para mí, la tragedia reside en que este joven trató de integrarse a la humanidad cuando ya no quedaban trazas de humanidad, cuando aquello que hace humano al hombre se había extinguido. No había nada en el mundo para él. No le quedaba otra que aletear, nervioso, desesperado, dentro de su jaula, hasta que se rindiera o hasta que, atormentado por su inútil aleteo, acabara por destruirse a sí mismo. Inmediatamente, uno piensa, por supuesto, en Huckleberry Finn. He ahí otro joven siendo ya el padre del hombre en que se convertiría en el futuro. Pero en el caso de Huck lo único que él tuvo que enfrentar fue su pequeñez, algo que el tiempo habría de resolver. Con los años, Huck habría de ser tan grande como cualquier otro hombre al que le tocara enfrentar. Siendo Huck como era, el mundo a lo sumo iba a dañarle un poco la piel de su nariz. Nada más. La humanidad, la comunidad de los hombres, habría de aceptarlo, ya lo había aceptado. Lo único que Huck tenía que hacer era desarrollarse físicamente.

Este es, según lo entiendo, el dilema de los jóvenes escritores. Rescatar al individuo de la anonimia antes de que sea muy tarde, antes de que la condición humana haya abandonado del todo a ese animal que llamamos el hombre.

Pregunta del público. ¿Podría usted, por favor, hacer una comparación entre Wall Street Panic Snopes [N. de El Cuervo: personaje de Faulkner que aparece por primera vez en la novela The Hamlet] y Holden Caulfield? ¿Qué ventajas o habilidades observa usted en Wall Street Panic que Holden Caulfield no tiene y nunca tendrá?

William Faulkner. Wall Street Panic sabía perfectamente dónde quería ir; él sabía que lograría llegar a su meta si tomaba la precaución de respetar unas cuantas reglas de juego. Eso es lo que hace. Y logra su propósito. Yo creo que Wall Street no era realmente un Snopes, que probablemente, o verdaderamente, él no era un Snopes, que la mujer de su padre quizás hizo algo de trabajo extracurricular alguna noche, y que, por tanto, él no era en verdad un Snopes. El era… mucho más simplote que el resto de los Snopes. Pero quería ser independiente y amasar mucho dinero. Tenía para sí mismo reglas sobre cómo iba a lograr su cometido. El quería hacer dinero según las viejas leyes del trabajo duro, ahorrando cada centavo, no buscaba estafar o sacar ventaja de nadie.

Pregunta. A menudo pienso que la tragedia de Holden Caulfield es que, de alguna manera, él no sucumbe, que de haberse dejado caer en la humanidad, la habría encontrado…

WF. Bueno, él podría haberlo logrado, si hubiera sido más fuerte de lo que era. Y de haber sido más fuerte, para empezar, no habría habido ninguna historia que contar. Con todo, su historia es la de un jovencito inteligente, muy sensible, quien ya entonces era un anacronismo para su época. Algo así como una obsolescencia, puesto que él se esfuerza para satisfacer las demandas de un mundo en el cual no estaba capacitado para sobrevivir: él no quiere dinero, no quiere ninguna posición, nada de eso, solamente busca humanidad, algo, alguien, a quien amar. Y no logra hallarlo. No había nada allí, en ese mundo, para él. Cuando más cerca logra estar de alguien es al charlar con su hermana, quien, a pesar de ser una niña, trata de amarlo, sin poder entender su problema. El tiene demasiados preconceptos sobre las otras personas con las que se encuentra. El profesor que podía haberlo ayudado, por ejemplo, es un fracaso para Holden, ya que muy pronto él pone bajo sospecha los verdaderos motivos del profesor.

Pregunta. Señor Faulkner, todo esto me recuerda muchísimo a una novela titulada The Sound and the Fury… En ella tenemos a Quentin Compson, ese gran personaje, buscando amar a la gente y también tenemos esa relación con la hermanita…

WF. No estoy completamente de acuerdo con usted. No creo que Quentin y Holden sean tan parecidos, excepto en el detalle de que ambos son muy sensibles. Además, están provistos de un bagaje familiar bastante similar: gentes excesivamente inteligentes pero incapaces de reciprocar afectos, de dar ternura. Algo que, según lo entiendo, era el ámbito de Holden.

Pregunta. ¿No le parece a usted que Salinger ha creado un mundo demasiado estrecho, que no ha creado la suficiente cantidad de personajes para representar la sociedad del presente? Es como que Holden no tiene suficientes posibilidades de contacto antes de que pueda avanzar en algún sentido.

WF. No, él no podía establecer ningún contacto. Lo intentó, pero no pudo. Ahí tenemos ese episodio con el profesor: era una posibilidad de contacto, el profesor lo entendía e incluso podría haberlo ayudado, pero de inmediato Holden se refugia en uno de los preconceptos que le fueron enseñados: todo varón que no está felizmente casado es, seguramente, un homosexual. Esa es la presión nacida del pertenecer a un grupo, del ser tipificado: uno ya no puede ser uno mismo. Cada quien debe pertenecer a un grupo. Holden tropieza con dos personas que podían haberle dado esa sensación de humanidad de la que hablé antes. Son la prostituta y el cafishio. Pero el único punto de contacto que establecen es aquel billete de cinco dólares. No hubo otra cosa. Ya que incluso cuando el cafishio golpea a Holden es como si se hubiese golpeado contra una puerta o una pared. No hay nada humano en ello. El único contacto posible es con su hermanita. Ella es demasiado pequeña para ver el problema… Ella intuye, sabe, que Holden está metido en un lío, pero no puede tener la mínima noción respecto a esas angustias, esos problemas…

(Tomado de Faulkner in the University: Class Conferences at the University of Virginia 1957-1958. Editado por Frederick l. Gwynn y Joseph L. Blotter)


lunes, 19 de enero de 2009

Homenaje a J. D. Salinger (Parte 1)

EL FESTEJO OCULTO

El primero de enero, J.D.Salinger, el mítico escritor ermitaño cumplió 90 años. Objeto de culto durante sucesivas generaciones, no concede entrevistas ni deja que lo fotografíen. Vive en un perfecto aislamiento.

Por Maximiliano Barrientos

Ningún otro silencio ha sido mitificado como el de J.D. Salinger. Un silencio que dio otro sentido a sus cuatro libros publicados. Se los lee a la luz de esa desaparición, de todo lo que ésta implica.

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Hace 43 años se alejó de la vida pública y se convirtió en un ermitaño que vive en una cabaña de New Hampshire. Se despidió con un cuento de 25.000 palabras publicado en el New Yorker. Los críticos, los mismos que años atrás lo compararon con Shakespeare y William Blake, lo vilipendiaron. Dijeron que era lo peor que había hecho. Hapworth 16, 1924 es una extensa carta escrita a sus padres por el más raro de sus personajes, el suicida Seymour Glass. Una carta escrita desde un campamento de verano, cuando sólo tenía siete años. Nunca se publicó en formato de libro.

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La única foto que se conserva de él en la vejez es una que le tomaron al descuido, mientras salía de un supermercado. Iracundo, mira a la cámara e intenta agredir al fotógrafo.

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Pensar en Salinger como en una hermosa utopía: la obra sin el autor, la obra por sí sola. Sin embargo es imposible, su desaparición aumenta su presencia, la vuelve luminosa. Saber que sigue vivo en alguna parte la hace aún más intensa y misteriosa. Un fantasma pegado a sus libros, a la excéntrica familia Glass que ha sido tan imitada en el cine, en la literatura.

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El escritor misántropo cumplió 90 años el primer día del año. Los libros no envejecen a la par de los autores. Salinger, el seguidor del budismo zen y de la comida macrobiótica, el neurótico que prohíbe terminantemente que le tomen fotografías, está a una década de cumplir un siglo. El guardián en el Centeno --esa biblia del adolescente disfuncionalsigue tan fresco ahora como en 1945, fecha de su primera edición.

La novela de las grandes conspiraciones: Mark David Chapman la leía cuando mató a Lennon. Y Lee Harvey Oswald cuando asesinó a Kennedy. Y Robert John Bardo cuando acabó con Rebecca Schaeffer. Y John Hinkley Jr. cuando intentó matar a Ronald Reagan.

Cada año se reimprimen 250.000 ejemplares.

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En Holden Cauldfield --el emblemático personaje de esta novela— la confusión es un privilegio. La adolescencia como un lugar donde la guerra adquiere una rara fascinación, donde las preguntas duras y difíciles tienen un magnetismo único que luego se pierde. Holden como un límite problemático, la línea divisoria que separa dos tipos de mundos: el corrupto y decadente propio de la adultez del juego irresponsable típico de la infancia, esa tierra que también fascinó al polaco Witold Gombrowicz.

Mucho se ha escrito sobre el papel de los niños en la obra de Salinger. Los más maliciosos ven tendencias pedófilas. Otros, conociendo la inclinación religiosa que fue devorando al escritor, ven una más de sus rarezas zen. En la parte más entrañable de El guardián en el centeno, Phoebe le pregunta a Holden qué quiere ser cuando sea grande. Él, glosando un poema de Robert Burns, contesta que quiere ser el único adulto en un campo de centeno viendo a un montón de niños jugando, el único adulto que evita que caigan al vacío, que crezcan.

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Holden como un héroe trágico. Él crece, se entrega al mundo corrupto, para evitar que los niños caigan, para evitar que ellos se conviertan en lo que él se ha convertido. El protector de un lugar vulnerable que desaparece.

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El culto a la obra de Salinger sigue tan vivo ahora como hace cincuenta años porque las generaciones que siguieron a la suya intentaron prolongar, hasta límites que a veces resultaron ridículos, el derecho a la inmadurez. Peter Pan tardíos. Hay algo trágico y valiente en es gesto. Pelear en una guerra perdida siempre resulta conmovedor.

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Todos en algún momento quisimos ser Holden Cauldfield.

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Pero lo cierto es que hay muchos Salinger. El Salinger de El guardián en el centeno no es el mismo de Seymour, una introducción, así como tampoco es el mismo de Franny y Zooey. A pesar de que varían los registros, las obsesiones se mantienen intactas, eso que hace que siempre volvamos a un autor.

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Mi Salinger favorito es el de El tío Wiggily en Connecticut. Un cuento menor en su obra, pero un cuento perfecto. Dos amigas, ex compañeras de la universidad aun cuando ninguna llegó a graduarse, se reúnen y se emborrachan. Los años pasaron. Ambas se casaron, Mary Jane se divorció, Eloise tiene una hija pequeña que habla y juega todo el tiempo con un amigo imaginario. Cuando bebieron suficientes tragos, Eloise recuerda a un novio que murió en la guerra. No murió en combate, sino por un accidente tonto con una garrafa. Él la hacía reír. Nieva y hace frío y las dos ya están ebrias. Es un cuento que precede a todo lo que años más tarde se conoció como realismo sucio. Ahí está retratado con sutileza, con frialdad, el drama doméstico, los desarreglos microscópicos. Un cuento cuyo antecesor más inmediato es Los muertos, esa obra maestra de James Joyce. Ambos relatos tratan del pasado, de vivir con la responsabilidad de mantener intacta la memoria de los muertos –personas que conocimos cuando éramos jóvenes, cuando éramos jóvenes de verdad. Cuentos sobre la pureza y sobre cómo la intensidad de los afectos no merma cuando la experiencia no ha intercedido. Cuentos sobre la irrupción peligrosa de la nostalgia en los momentos de celebración, cuentos sobre la infelicidad de la vida adulta.

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Seymour, el personaje más próximo a ser el alterego de Salinger, escribe en una carta a su hermano Buddy Glass: “Si se me puede aplicar un nombre clínico, soy una especie de paranoico al revés. Sospecho que la gente conspira para hacerme feliz” (Levantad carpinteros la viga maestra).

Y ahí está la paradoja, el koan zen que siempre lo deslumbró: Seymour, impenetrable como pocos personajes en la literatura norteamericana --su hermetismo quizás sólo se equipara al de los villanos de las novelas de Cormac McCarthy--, se suicida. Pero en ese suicidó no hay ningún acto desesperado ni histérico, ninguna reacción emotiva. Es, como en la de los antiguos estoicos, una muerte serena, asumida, consciente. Una muerte tranquila, para nada histriónica. Responde a un orden completamente distinto. Lo hace en su luna de miel, después de bañarse en la playa y de conversar con una pequeña niña sobre peces bananas. Lo hace después de ver a su esposa durmiendo, en el momento de mayor calma e intimidad. Saca el arma, la lleva a su cabeza. No duda siquiera por un segundo.

Salinger opta por una salida igualmente radical. Se retira en pos de una privacidad absoluta. No concede entrevistas ni deja que lo fotografíen. No firma reseñas ni publica ningún libro desde 1955. Se trata, nuevamente, del silencio. Pavese, ese otro artista del suicidio, lo dejó claro en su diario, en la última anotación de su diario: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”.

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Primero de enero. Las fotos imposibles. La celebración solitaria.