por Juan Gonzalez
“Cada santo tiene un pasado; cada pecador tiene un futuro”.
Oído en Doubt, la peli protagonizada por Meryl Streep.
Se ha cumplido el rito anual, la ceremonia que el cine norteamericano instituyó hace ya más de ocho décadas para celebrarse a sí mismo con toda pompa y boato. No es una ceremonia mundial; de serlo, la categoría “mejor película extranjera” sería disputada por films producidos en Marte o Ganímedes. La ceremonia de entrega de los premios Oscar es, pues, un asunto interno de los EEUU. Conviene tenerlo presente [1].
Como ocurre en cada edición, la resaca es agridulce. Uno despierta al día siguiente ligeramente ofuscado tras haber visto cristalizarse aquellas amenazantes premoniciones surgidas semanas atrás al conocerse la lista oficial de nominaciones y no acaba de entender la concesión de algunos premios (los más “importantes”, casualmente). ¿Penélope Cruz mejor actriz de reparto? Por favor, que alguien avise que es una broma. Y que lo haga pronto. Y si se piensa que el año pasado, ante el pasmo global, Bardem recibió el premio a mejor actor, sólo cabe conjeturar que esos dos chavales (Penélope y Bardem, esto es) que en un certamen serio, uno que premiara logros actorales y no estuviera manejado por otro tipo de intereses, arrasarían con los premios a “más irreductible pedazo de corcho”, tienen un hábil agente, un astuto negociador de buenas reseñas y premios [2].
Con todo, la sensación de fraude ante esta galopante penelopería, este excesivo galardón penelopiano (que, siendo piadosos, uno quisiera leer como un saludo oblicuo al gran Woody), se compensa con la alegría de que el impecable bodrio de Brad Pitt (no hay un solo error que Fincher no cometa) no haya ganado el premio a mejor película (sin embargo, ganó, de modo francamente ulceroso, en otros rubros, como el de efectos visuales: ¿Benjamin Button tiene mejor trabajo que la peli de Batman? Ya, pues).
Por supuesto, la noción de que cierto producto artístico o cinematográfico es “mejor” que otro, o que todo el resto, es definitivamente problemática. Ya que puestos ante la obligación de elegir “lo mejor” de x asunto, necesitaríamos, al menos, establecer un mínimo de parámetros a partir de los cuales fuese posible establecer, cuantificar y discriminar logros y jerarquías. En el caso específico de los premios Oscar no sabemos cuáles son esos criterios, esos parámetros (suponiendo, por supuesto, que los haya). La “Academia” hollywoodense es una instancia kafkiana, insondable. Una máquina que emite dictámenes inapelables. Además, cada premio se decide finalmente entre las (no menos inescrutables) nominaciones. Lo que equivale a decir que (a) la discusión se estrecha demasiado (como si uno aceptara entrar en un debate que parte de premisas inaceptables) y (b) que se abre de par en par la puerta para que la el malestar se acentúe exponencialmente: ¿Por qué Slumdog millionaire no compitió bajo el rubro mejor peli extranjera? ¿Quién en su sano juicio podría haber nominado la peli protagonizada por
Año tras año, similares preguntas se repiten, análogas perplejidades se reciclan, cambiando algunos nombres aquí y allá (y a veces sin registrar ningún cambio: la perenne candidatura de Meryl Streep no me deja mentir). Año tras año, al llegar la noche esperada, estamos clavados frente a la pantalla, dispuestos a asistir con el mayor de los entusiasmos a la puesta en escena de un simulacro ensayado al milímetro. Año tras año nuestra nostalgia por Billy Crystal es mayor. Año tras año a nuestros candidatos les va increíblemente mal.
Te amo. Te odio. Dame más.
En un conocido ensayo, Umberto Eco decía del cine hollywoodense que se caracteriza por ser genealógico y amnésico, y que esta condición doble y paradójica era el motor que lo mantenía en vigencia ante las audiencias del mundo. Lo mismo podría decirse de la tradición anual de los premios Oscar. Como toda tradición, para mantenerse fresca apela cada tanto a sutiles innovaciones, variaciones que sin alterar el formato “consagrado” (presentadores más o menos sobrios, más o menos graciosos, números musicales, homenajes a los fallecidos y a grandes olvidados [este año fue Jerry Lewis], “and the winner is”, etc) logran imprimir a cada edición un rasgo inédito, exclusivo. Este año, los operarios kafkianos que mueven los piolines tras bambalinas tuvieron una idea sensacional, una de las mejores que se les hayan ocurrido en varios eones: eso de que cada nominación en los grandes rubros individuales fuese presentada por una estrella distinta: para lo cual convocaron sobre el escenario, al mismo tiempo, a cinco galardonados en ediciones anteriores (la “Academia” solazándose en la contemplación de su ombligo fascista una vez más). Es decir que, previo al anuncio del premio, los nominados recibían el saludo y el reconocimiento personal de sus colegas. Así vimos (y disfrutamos a lo chancho) a Sofía Loren elogiar a Meryl Streep; Nicole Kidman a ¿Angelina?; Christopher Walken (geniooo) al loco de Revolutionary Road; De Niro a Sean Penn, Anthony Hopkins a ¿Mickey Rourke? (los signos de pregunta denotan que no estoy seguro del dato y no tienen, como podría creerse, la más remota carga irónica). Necesariamente, la puesta en escena de esta notable idea tuvo grandes asimetrías (ay, Halle Berry, ay). Pero estos saludos fueron, de lejos, lo mejor de la noche. Por un momento, este televidente, este cliente, quiso creer que lo que la pantalla le ofrecía era espontáneo y sincero, por más que su alter ego criticón (su “Antón Ego”, dicho sea en onda ratatouillesca) insistía con saña en (de)mostrar que entre los diversos speechs se detectaba claramente la traza de dos estilos discursivos muy marcados (revelando así que todos los breves elogios habrían sido repartidos entre dos “negros”).
Quiero decir con esto que me gusta creer que el speech de Christopher Walken y el de De Niro y el de
Por supuesto, Sean Penn gana con ese su retrato de Harvey Milk por razones que no tienen mucho que ver con lo estrictamente cinematográfico (los gays son un grupo de mucho poder en el mundo del espectáculo --tanto como en el así llamado mundo real). La peli dirigida por Van Sant es un biopic cuadrado, de esos que creímos que I’m not there había mandado al amojoseado arcón de memorabilia para siempre (como en su día hiciera el Quijote con las novelas de caballería, pongamos por caso). Pero no. El biopic sigue en pie. Y con muy buena salud. Alas, Yorick.
No sé si Slumdog es una buena película, no sé si es menos infomercial para turistas que Vicky Cristina Barcelona. Al menos es un poco diferente (en la peli de Woody nadie se baña en mierda, si bien se nos revela que el flamenco es la expresión profunda del alma catalana!!!). Esto, sin ser mucho, es diametralmente opuesto a lo de la peli de Sean Penn (que es más de lo mismo, pero ambientado en San Francisco, una ciudad tan mugrienta como Bombay, pero mucho más fotogénica). Y en casi un siglo es la primera vez que Bollywood recibe un reconocimiento, si bien por vía oblicua (de no mediar una producción british, jamás habría ocurrido [¿hasta cuándo los ingleses explotarán a los hindúes? Bollywood espera con ansias a su Gandhi]).
No estuvo tan mal que gane
El premio para Ledger, lágrimas aparte (y aquí el corazón bobalicón salta, aplaude y se deja unas gotas de hemoglobina en lo surcos), no podía no ocurrir (histórico, también, porque salpica una legitimidad a las pelis basadas en comics que hasta ahora les había sido negada a rajatabla --no que estas pelis hubiesen hecho muchos esfuerzos por subir en el escalafón tampoco).
Como se ve, a pesar de los traspiés y/o bajadas de lienzos que la “Academia” ejecute ante pesos pesados como el acorazado Pitt-Jolie (una industria que alimenta innúmeras industrias subsidiarias, como las revistas de chismes), reserva todavía algunos lunares para el decoro. No son muchos, pero son. (A decir verdad, en el caso de la “Academia” estamos un poco lejos del decorum ciceroniano y muy cerca del mero decorado: de ahí el “vértigo de señalización” de la industria del glamour).
En uno de sus últimos libros, Slavoj Zizek, la eslava bestia pop, cuenta que durante el apogeo del stalinismo a los jerarcas soviéticos se les ocurrió publicar una enciclopedia de héroes de la revolución rusa. Una suerte de diccionario enciclopédico, digamos, en el que se describía vida y milagros de las principales figuras de la gesta soviética, redactado, por supuesto, por oscuros escribas. Al momento de publicarse esta enciclopedia, el tristemente célebre Beria (jefe de los servicios secretos, uno de los directores de las masivas purgas ordenadas por Stalin) todavía mantenía su poder, tanto así que en la entrada correspondiente de la enciclopedia se hablaba de él en términos altamente elogiosos a lo largo de más de cinco páginas. Poco después de la publicación de esta curiosa enciclopedia, sin embargo, Beria perdería el favor de
Ahora bien, ¿para qué tomarse tantas molestias?, se pregunta Zizek. ¿A quién querían engañar? Cada habitante de
El Gran Otro no es la sociedad, la masa, es algo más etéreo y más poderoso (antes de que Nietzsche le extendiera el certificado de defunción, solíamos llamarlo Dios): una agencia del súper-ego: el fantasma contra el cual se pone en escena tal o cual drama, y ante el cual es imperativo ocultar, dice Zizek, el “obscene underbelly”, el resto obsceno, el lado oscuro que toda estructura inevitablemente genera y que actúa como su complemento inseparable (los curas pedófilos son el “obscene underbelly” de
Todos aquellos que son miembros de determinada estructura conocen bien cuál es, dónde está, de qué se alimenta y cómo actúa esa excrecencia vergonzosa, ese resto incómodo e inextirpable, ese “otro lado” constitutivo de la estructura a la que pertenecen, pero actúan ante el Gran Otro como si este suplemento obsceno no existiera. Es más, deben negarlo y les resulta imperativo actuar como si ese “obscene underbelly” fuese una creación maligna de un enemigo exterior. He ahí el detalle discreto que divide a quienes son parte de un grupo de aquellos que son simples arrimados (los infaltables wannabe): siempre pasa que un arrimado, un recienvenido, por prisa, por ignorancia de las leyes no escritas (“códigos” de pertenencia), en un exceso de pureza o de severa insuficiencia de dosis de Ubicatex, a la primera oportunidad denunciará ese lado oscuro, hará que tome estado público en su plena obscenidad. Los miembros del stablishment, por supuesto, lo pasarán por las armas de inmediato. Será un sacrificio por la salud y bienestar del grupo, de la estructura de poder, ante el escrutinio fantasma del Gran Otro.
Algo similar se opera, ante la vista y paciencia de millones de espectadores, en cada ceremonia de entrega de los premios Oscar. Cada actor, en tanto es parte del complejo industrial de Hollywood (o desea serlo), se sabe parte de un fraude; cada actor sabe íntimamente que los premios serán asignados según criterios poco cinematográficos (más bien guiados de acuerdo a la lógica del pago de favores entre agentes o en función de arreglos de dudosa limpieza). Pero pretenden no saberlo (esa pretensión es, justamente, el signo de pertenencia al círculo, del ser parte de un secreto a voces). Pretenden creer que la “Academia” realmente premia “lo mejor” de cada rubro, y hasta lloran a moco tendido si oyen sus nombres luego del estribillo “and the winner is” (o si no lo oyen). Se suman a la charada porque, al fin de cuentas, si no les toca este año, tal vez el próximo. Mientras ese día llega, se trata, simplemente, de honrar el código: por muy contrariado que esté un actor por las nominaciones o asignaciones de premios, jamás cuestionará en público las maquinaciones de la “Academia”. Es más, ante cualquier supuesto cuestionamiento (que, de todos modos, nunca va a tomar estado público porque los medios comen de la mano de los mismos sujetos que negocian la asignación de estatuillas), todos saldrán en masa a proclamar la limpieza y honorabilidad del premio. De ahí, pues, el mantra que cada galardonado verbaliza al hacerse con su Oscar: gracias a
En el fondo, cada Oscar entregado es un premio que la “Academia” se otorga a sí misma, en un colosal y obsceno ejercicio de narcisismo masturbatorio: un premio a la vigencia incontestable del código de silencio, un auto-brindis a la imperturbable salud de su poder monopólico.
Desde nuestro lado de la pantalla, entre rituales puteadas, nosotros, con tan solo encender el televisor, nos sumamos también a la truculencia, nos hacemos cómplices del fraude. Estamos, al fin de cuentas, en la era de lo interactivo, ¿no ve?
25 años atrás, la ceremonia de entrega de los premios Oscar era algo de lo que nos enterábamos por los periódicos, algunos días o semanas después. Más tarde, de a poco, con el correr de los meses, las pelis ganadoras llegaban a los cines locales nimbadas por ese aura consagrado e indiscutible. Todo un sello de calidad.
Digo: en su día, fuimos a ver Rain Man (o Conduciendo a Miss Daisy ) convencidos de que era la mejor peli del mundo. En serio.
Hoy queda muy poco de aquel aura. Entre otras razones, porque hace ya un buen tiempo que es posible ver todas las pelis consideradas para los premios mucho antes de la celebración de la ceremonia anual en el Teatro Kodak de Elei.
Y no solamente aquellas películas que tienen la “suerte” de ser nominadas.
Al disponer de ese background, asistimos a la ceremonia desde otra perspectiva.
Ahora sabemos perfectamente de qué están hablando.
Ahora las maniobras de la “Academia” están más expuestas.
Y sin embargo, la “Academia” no se ha dado por enterada (al menos, así actúa ante el Gran Otro).
No sé si hoy estamos “mejor” que en 1976, cuando Rocky ganó cerca de 8 premios [4], pero Rourke tendría que haber ganado esta pelea.
Y será hasta el año que viene, you commie-homo-lovin’ sons-of-guns.
Coda. Para cerrar este artículo recurriremos a la mejor canción ganadora de un Oscar de toda la historia. Su autor e intérprete, “a worried man with a worried mind”, estaba de gira aquella noche y no pudo asistir al Teatro Kodak, así que la cantó vía satélite, desde Australia. Es una pena que la presentación haya estado a cargo de Jennifer “El-Culo-Que-Habla” López, pero igual, esta canción es Lo Más.
Del articulo sus notit’s:
1. Es una confusión bastante común en ese país: al campeonato nacional de baloncesto, por ejplo, lo llaman “la serie mundial”
2. No, Antonio Banderas, no me olvido de vos: vos sos el Pedazo de Corcho Número Uno. Vitalicio.
3. En este tren, ¿cuál sería el “obscene underbelly” del periodismo? Es curioso que estos “mártires de la verdad” gocen de presentarse ante el Gran Otro como apóstoles impolutos y objetivos, jamás comprometidos con ningún interés externo al oficio. Curioso que sean intocables, que el así llamado “cuarto poder” esté más allá de la ley: uno no puede cuestionar a un periodista sin que se le eche encima toda la jauría.
4. Pero no ganó el premio a mejor película. Acabo de enterarme de que -sorpresa, sorpresa- aquel año ganó Dersu Uzala, esa joya absoluta de Kurosawa Akira.