El jueves 12 de abril presentamos el segundo título de nuestra colección de no-ficción Nueva Crónica (nuestro décimo tercer libro) Los mercaderes del Che y otras crónicas a ras del suelo de Álex Ayala. Como adelanto compartimos el prólogo escrito por el periodista Fernando Molina.
El hombre con el contador Geiger
por Fernando Molina
En los márgenes de toda “gran historia”, de esas historias que movilizan y dan utilidades a los medios nacionales e internacionales, una multitud de pequeños personajes queda efímeramente revelada por los reflectores. De la misma manera, si alguien muere de súbito, las personas que le hablaron poco antes de su muerte se tornan repentinamente interesantes. La casualidad las pone en situación de privilegio: próximas a aquello que los demás hubieran querido presenciar, o a lo que ya no es posible reconstituir sin su testimonio. Tienen, pues, algo que contar, aunque sólo sea a los amigos o parientes congregados ante la mesa, a la hora del almuerzo, el domingo siguiente. “Me dijo que estaba a punto de volver a su casa; que iba apurado; veinte minutos después —todavía no lo creo— se estampillaba contra ese bus rojo que había frenado de golpe”.
En otros casos tienen que hablar con la policía. O incluso charlar con la prensa, ser “entrevistados”, salir en las noticias. Diariamente, múltiples “fuentes” son distraídas de su rutina cotidiana por periodistas de todo tipo. La mayoría de las veces el hecho que presenciaron no pasa de ser la noticia del día o, como máximo, de la semana. En otras ocasiones puede ser más importante, pero no como para sobrepasar un año: los medios siempre encontrarán algo nuevo en lo que interesarse.
La permanencia, entonces, es tarea de los historiadores, pero éstos suelen concentrarse en el corazón de los sucesos. Es propio de su oficio comprimir la abundante información recogida por los periodistas de la boca de cientos de testigos, dentro de unos cuantos párrafos esclarecedores. E incluso cuando dedican un espacio más amplio a un solo acontecimiento, únicamente considerarán relevantes los testimonios —y a sus autores— en la medida en que iluminen este hecho, nada más. Para ellos lo que ocurre con los testigos, antes o después; cómo y cuánto el suceso llega a afectar sus vidas, siempre será algo sin importancia.
También los periodistas pierden de vista rápidamente a sus informantes; los usan y luego los dejan atrás, sin interesarse por quiénes eran ni por lo que pudo haber significado, en sus vidas, encontrarse con ellos.
Nadie se ocupa, entonces —verdaderamente, quiero decir, y tratando de encontrar un valor propio en ellos—, de los hombres anónimos que casualmente quedan revestidos de interés público, lo que ocurre por cualquiera de los siguientes motivos: el contacto con un personaje de relevancia; la desgracia de verse envueltos en una revolución, una peste, etc.; el cumplimiento de algún pequeño papel dentro de un complot…
¿Nadie? Hay algunos escritores, como el autor de este libro, que trabajan con estas “vidas minúsculas” (como las llamó el novelista francés Pierre Michon). Las vidas de seres anodinos que un día se enfrentan con la Historia o la notoriedad. De este cruce surge el mundo de Alex Ayala.
Es un mundo en el que las personas ordinarias hacen cosas extraordinarias (cuidar las gafas de una estatua, reinar en pueblos olvidados, convertir el haber conocido al Che en un oficio rentado). Es un mundo, también, en el que lo extraordinario irrumpe en lo ordinario y lo trastorna, al parecer para siempre. Sus habitantes se aferran de por vida a un único momento glorioso, aunque en realidad éste hubiera sido vivido por otros.
De todos los cronistas que hoy laboran en el periodismo latinoamericano, Ayala es el especialista de pelo pajizo que llega al terreno provisto de un contador Geiger, para estudiar la estela de radiactividad que dejaron detrás los grandes acontecimientos. Este especialista trabaja solo, porque cuando arriba en un bus o un taxi al lugar de autos, ya todos se han ido de allí, persiguiendo el espejismo, siempre cambiante, del “estar al día”.
Ayala se consagra a los hechos después del Hecho, a la resaca que deja detrás cada gran ola de actualidad.
Con curiosidad y amor por los “pequeños”, con la mirada tierna del que siempre le da un segundo chance a la realidad, con una excelente prosa, Ayala convierte a los seres anodinos de los que se ocupa en verdaderos protagonistas de una historia: pues no lo son por un día ni aparecen únicamente en las notas de pie de página.
Sus héroes son patéticos, pero por eso mismo entrañables. Ese su patetismo es la clave de su humanidad. Son los únicos héroes que vale la pena conocer personalmente: los “perdedores”.
Allí donde los periodistas y los historiadores no ven nada más que “fuentes” que saben algo, Ayala encuentra símbolos y significados dignos de descifrarse. Allí donde los demás acaban y olvidan, Ayala apenas comienza la travesía.
Y quien empieza allí, lejos, es por supuesto capaz de llevarnos adonde nunca antes habíamos estado.