Ensayo lúcido sobre la influencia de la divina TV Führer y las referencias a la cultura popular en la literatura contemporánea (además de ejemplo yanqui de la viejísima querella antiguo/nuevo) acá el gran Foster Wallace (1962-2008) escribe sobre el acto de escribir en estos tiempos de dub, internet, cine digital, etc. Que algunos aún se resistan a aceptar este mundo, que no sepan asumir el realismo, nos deja rascándonos nuestras pequeñas cabecitas saturadas de imaginería pop. La traducción, accesible y rigurosa, es del políglota Lars.
Uno de los detalles más fácilmente reconocibles de la ficción posmoderna del siglo XX ha sido la estratégica diseminación de las referencias de la cultura popular –marcas, nombres de famosos, programas de la tele- que este movimiento desarrolló hasta en los más herméticos de sus proyectos de Arte Alto. No hay que rascarse mucho la cabeza para dar con ejemplos. Ahí tenemos el encuentro de Slothrop con Mickey Rooney en Gravity´s Rainbow o los pop-hip personajes de Delillo intercambiando entre sí frases como: “Elvis colmó las condiciones del contrato. Exceso, deterioro, autodestrucción, conducta grotesca, maltrato físico y una serie de agresiones a su cerebro... y todo ello autoinfligido”. (White Noise)
La apoteosis de lo pop en el arte de postguerra definió un nuevo matrimonio entre las culturas Alta y Baja. Ya que la viabilidad artística del posmodernismo fue una consecuencia directa –una vez más- no de nuevos factoides sobre el arte sino del acceso a datos inéditos sobre la importancia de la cultura comercial de masas. Los estadunidenses, por tanto, tenemos la impresión de estar unidos ya no tanto por ideales comunes sino por imágenes comunes: lo que nos congrega es ahora aquéllo ante lo que actuamos de testigos. Nadie considera que esto sea un cambio positivo. De hecho, si las referencias a la cultura popular se han convertido en potentes metáforas para la ficción contemporánea, ello no es solamente una consecuencia de la exposición de la comunidad norteamericana a las imágenes de los mass media sino también de esa psicología de indulgencia culposa que desarrollamos para justificarnos. Dicho más simplemente: toda referencia pop funciona maravillosamente en la ficción contemporánea porque (1) todos la reconocemos en tanto referencia y (2) a todos nos pone un poquito incómodos reconocer en esa instancia una referencia cultural.
El status que las imágenes de la Baja cultura gozan en el posmodernismo y la ficción contemporánea es muy diferente al que le otorgaron los ancestros artísticos del posmodernismo –por ejplo, el “realismo sucio” de Joyce o el Ur-dadaísmo o el Urinal duchampiano. La exhibición estética que Duchamp hace del más vulgar de los objetos de la trama cotidiana sirvió para un fin exclusivamente teórico: era un enunciado por el estilo de “El Museo es el Mausoleo es el Mingitorio”, etc. Un ejemplo, en suma, de lo que O. Paz llama “meta-ironía”; un intento por descubrir que esas categorías que discriminamos en términos de superior/artístico e inferior/vulgar son, en realidad, interdependientes –e incluso coextensivas (la una desarrolla la otra). El amplio recurso a referencias Bajas en la Alta ficción actual sigue una agenda nada abstracta. Sus objetivos son (1) ayudar a la creación de un mood de ironía e irreverencia, (2) ponernos incómodos y, de esa manera, ser leídas como un “comentario” sobre la superficialidad de la cultura estadounidense y (3) sobre todo, lo que resulta lo más importante en estos días, para que podamos ser realistas a secas.
Pynchon y Delillo se adelantaron a su tiempo. Hoy por hoy la creencia de que las imágenes pop son, básicamente, simples dispositivos miméticos es uno de los factores que separan a los escritores sub40 de aquella generación que nos precedió, nos reseñó y hasta diseñó nuestros programas universitarios. Esta brecha generacional en la concepción del realismo es, una vez más, TV-dependiente. La generación de norteamericanos nacidos después de 1950 es la primera que no solamente vio televisión sino que vivió con la televisión. Nuestros mayores tienden a considerar el aparato de marras más o menos como la flapper el automóvil: una curiosidad que se vuelve placer que se vuelve arma de seducción. Para los escritores más jóvenes, la televisión es tan parte de nuestra realidad inmediata como los Toyota y los atascos de tráfico. Nosotros no podemos, literalmente, imaginar la vida sin la televisión. En esto no nos diferenciamos mucho de nuestros padres: la televisión presenta y define nuestro mundo contemporáneo. La diferencia radica en algo fundamental: nosotros no tenemos memoria de un mundo desprovisto de aquel electrodoméstico. De aquí se originan las descalificaciones que muchos autores de ficción mayores de 40 apilan sobre los autores de la generación “Brat Pack”, a quienes consideran insuficientemente críticos de la cultura de masas. Criterio éste muy entendible --tanto como desubicado. Pasa que es cierto que hay algo muy triste en el hecho de que la única descripción de personajes que el lector halla en los cuentos de Leavitt sea la marca de sus poleras o las inscripciones que éstas ostentan. Es triste, sí. Pero el hecho es que, para la mayoría de los muy educados lectores de Leavitt, miembros de una generación criada y alimentada con slogans que establecen equivalencia directa entre lo que uno consume y lo que uno es, esas descripciones de Leavitt son realmente eficaces. En nuestro mundo post-1950 e inseparable-de-la-tele, la fidelidad a una marca es, realmente, una sinécdoque del carácter individual: esto, simplemente, es un hecho.
A esos escritores estadunidenses cuyos ganglios terminaron de formarse en una era pre-tele, esos a quienes no les interesa ni Duchamp ni Octavio Paz y carecen del oracular don de un Delillo, el despliegue mimético de íconos de la cultura pop les parece, en el mejor de los casos, un tic fastidioso y, en el peor, una liviandad que compromete la seriedad de la ficción al arrojarla lejos del platónico Siempre donde ésta debe residir.
En uno de los talleres para graduados que cursé, cierta eminencia gris trató de convencernos durante todo el curso de que un cuento o una novela deberían eliminar toda “característica que contribuyera a fijarla en una época determinada”. Y todo porque “la ficción seria debe ser Atemporal”. Y cuando protestamos que el mismo profesor, esta eminencia, en sus muy bien conocidos libros presentaba personajes que se movían por ambientes iluminados con energía eléctrica, conducían autos y hablaban no anglosajón sino inglés americano de postguerra y habitaban una masa continental que la deriva seísmica había separado de Africa mucho tiempo atrás, él, impaciente, corregía su proscripción inicial y precisaba que debíamos eliminar todo aquello que marcara un texto como sumido en el “frívolo Ahora”. Y cuando lo apretábamos para que enumerase qué tipos de factores denotaban aquel Frívolo Ahora, él nos decía que por supuesto se refería al “recurso tan en boga de abundar en referencias a los mass media”. Y fue aquí, en este preciso punto, que su discurso transgeneracional hizo agua. Lo mirábamos fijamente. Nos rascábamos nuestras pequeñas cabecitas saturadas de imaginería pop. Simplemente, este sujeto y sus estudiantes no entendían el mundo de lo “serio” de la misma manera: su Atemporalidad saturada de automóviles y nuestra Atemporalidad distraída por MTV eran diferentes.
El hecho concreto es que algunas cosas que tienen que ver con la producción de ficción son hoy muy distintas para los escritores jóvenes. La televisión define el vórtice de este flujo. Y es que los escritores jóvenes no sólo tratan de ocupar los más nobles intersticios de aquello que Cavell denomina “la voluntad de ser gratificado” que tiene el lector, nosotros también somos, por autodefinición, parte de la gran Audiencia y tenemos nuestros propios centros de placer. Y la televisión es lo que nos ha formado y entrenado. No tiene sentido, por tanto, que el stablishment literario se queje de que, digamos, los personajes creados por escritores jóvenes no sean capaces de sostener diálogos interesantes; que los oídos de los jóvenes escritores sean “debiluchos”. Es posible que nuestros oídos sean debiluchos, pero la verdad es que, en la experiencia de los jóvenes norteamericanos, un grupo de gente que comparte un mismo salón no establece mucha conversación directa. Lo que hace la mayor parte de la gente que yo conozco es sentarse en un lugar donde puedan mirar hacia un mismo punto, observar las mismas cosas y recién establecer conversaciones que, por lo general, tendrán la duración de un comercial televisivo, referidas a cuestiones similares a las que miopes testigos de un accidente podrían intercambiar entre sí: “¿Viste lo mismo que yo vi?” Además, puestos a hablar de las virtudes del realismo, la pauperización de las charlas profundas en la ficción de los jóvenes parece reflejar con gran precisión mucho más que las conductas tipo de nuestra generación. Digo, si la familia norteamericana media pasa seis horas por día frente al televisor, ¿cuánto espacio queda para la conversación? Así que, díganme, ¿cuál de estos grupos de literatos está más marcado por su época?
En términos de historia literaria, es importante reconocer, por un lado, la diferencia entre el pop y las meras referencias televisivas y, por el otro, el uso de técnicas inherentes a la tele. El Cándido de Voltaire, por ejemplo, emplea una ironía de doble filo para mostrar a Cándido y Pangloss correteando por todo ello mientras repiten “todo está bien, vivimos en el mejor de los mundos posibles” entre escenas de guerra, peste, pogroms, decadencia rampante, etc. Incluso los cultores del flujo-de-conciencia, los campeones del modernismo, construyeron -a nivel bastante alto- las mismas ilusiones sobre invasión de la privacidad y espiar en lo prohibido que más tarde habría de resultar tan efectivo para la tele. Y mejor ni hablemos de Balzac.
Pero fue en la America post-atómica cuando las influencias de lo pop en la literatura excedieron el ámbito de la técnica. Tan pronto la TV comenzó a respirar, la cultura popular de masas de nuestro país aparecía ya como una colección de símbolos y mitos. El episcopado de este movimiento pop-referencial lo formaron los Humoristas Negros Postnabokovianos, los gurúes de la Metaficción y los variopintos franco-latinófilos que luego serían apilados bajo el mote de “posmodernos”. Aquellas ficciones eruditas y sardónicas de los Humoristas Negros establecieron una generación de escritores que se consideraron a sí mismos avant garde (más o menos), no solamente cosmopolitas y políglotas sino también versados en tecnología, productos culturales de más de una región, una tradición y una técnica: ciudadanos de una cultura que expresó sus preocupaciones más importantes a través de los mass media. Así, uno piensa en el Gaddis de JR y The Recognitions; del Barth de The Soft-Weed Factor; del Pynchon de La subasta del lote 49. Y sin embargo aquel movimiento empecinado en tratar al pop como su propia reserva mitopoética gano más y más envión y rápidamente trascendió tanto escuelas como géneros.
Sigamos. El acto de mirar y la conciencia de ser mirado son, por naturaleza, fenómenos expansivos. Lo que distingue a la más reciente (y muy distinta) ola de ficción posmoderna de su primera manifestación histórica es un desplazamiento todavía mayor de las imágenes de TV como objetos válidos de alusión literaria al punto que lo televisivo y la meta-observación devienen per se sujetos válidos. Me refiero a cierta literatura que empieza por definir su raison d’etre en el comentario o respuesta a una cultura cada día más ocupada en (y por) mirar: en lo ilusorio y la imagen de video.
El verdadero gran profeta de este último giro de la ficción nacional ha sido Don Delillo, un novelista durante mucho tiempo menospreciado que ha hecho de la señal electromagnética y la imagen sus topoi característicos, de la misma manera que Barth y Pynchon habían explotado, una década antes, la parálisis y la paranoia.
En 1985, una novela de Delillo, White Noise, sonó, a oídos de novelistas inmaduros, como una suerte de bocinazo televisivo. Pasajes como el que cito a continuación adquirieron entonces la mayor importancia:
“Algunos días más tarde, Murray me preguntó sobre una atracción turística que tenía fama de ser ‘la cabaña más fotografiada de USA’. Viajamos 22 millas hacia Farmington. Vimos médanos y plantaciones de manzana. Tapias blancas bordeando campos de cultivo. De pronto, los carteles empezaron a aparecer: LA CABAÑA MAS FOTOGRAFIADA DE USA. Contamos cinco carteles antes de llegar al lugar... Caminamos por una senda de pastoreo hacia el promontorio reservado para mirar y tomar fotos. Toda la gente llevaba cámaras. Algunos tenían trípodes; otros, lentes especiales, equipos de filtro, etc. En una tiendita adyacente un hombre vendía postales y slides –que eran fotos de la cabaña tomadas desde aquel mismo promontorio.
Nos guarecimos en algún lugar a la sombra y desde allí observamos a los fotógrafos.
Murray no dijo una sola palabra. Ocasionalmente apuntaba algo en un cuadernito.
“Nadie ve la cabaña”, dije, al cabo de un tiempo.
Siguió un largo silencio.
“Tan pronto uno ha leído los carteles que anuncian la cabaña, se hace imposible ver la cabaña”.
Otra vez el silencio. Alguna gente se iba y pronto otros ocupaban sus lugares en el promontorio.
“No hemos venido para capturar una imagen. Estamos aquí para mantener una imagen. ¿Puedes sentirlo, Jack? Una acumulación de energías sin nombre”.
Sobrevino un prolongado silencio.
El tipo de la tiendita no paraba de vender postales y slides.
“Estar aquí es una especie de bancarrota espiritual. Solamente vemos lo que otros ven. Los miles que estuvieron aquí en el pasado, aquellos que vendrán en el futuro. Hemos convenido ser parte de una percepción colectiva. Esto colorea, literalmente, nuestra visión. Una experiencia religiosa, de alguna manera –como todo turismo”.
Otro largo silencio nos envolvió.
“Están sacando fotos del acto de sacar fotos”, me dijo.
Nota. Tomado de A Supposedly Fun Thing I Will Never Do Again (Little and Brown, 1997).