Desde su publicación en diciembre del año pasado, Las teorías salvajes, novela debut de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977), ha suscitado un variado abanico de pasiones librescas que va de las reseñas rigurosas hasta los inadjetivables ataques ad hominem (o, si se prefiere, ad feminam) pasando por las celebraciones bloggeras (“De cada tres páginas, una me divierte, la otra me sorprende y la tercera me deja fuera de juego”).
Si -como confiesa su autora- una de las búsquedas de esta “comedia filosófica” es tomarle el pulso al estado de la kultur, las disimiles reacciones a la sofisticada provocación de LTS estarían esbozando ya un mapa del Zeitgeist. Pero hay más.
Durante la semana pasada, Juan estuvo charlando con Oloixarac y aquí compartimos con ustedes los ires y venires de aquel dialogo.
Foto: Stefania Fumo
por Juan González
Recuerdo que al enterarme de la publicación de un libro titulado Las teorías salvajes mi reacción inicial fue pensar que éste habría de ser una impía imitación-Bolaño colección verano. Para colmo, era un libro de tapas rosaditas. ¿Por qué insististe con ese título?
Quizás me aproveché de que Bolaño ya está muerto y no puede tomarse un avión a Buenos Aires para venir a reclamarme un adjetivo. O quizás, ante títulos como La filosofía feroz (que trabaja el oxímoron) de un autor tan anodino como Michel Onfray, empecé a barajar que las vecindades me importan un comino. Y sobre el color de la portada, supervisé en la imprenta que fuera el tono exacto de mi bikini favorita --está documentado en mi blog.
¿Cuáles serían esas teorías que tu novela explora o discute?
En la novela hay teorías de todos los gustos y colores: hay una teoría de la memoria, de la violencia, de la cultura como especie de la violencia, de la psicología blogger, de la acción en masa, etc. Hago hablar a un aparato súper intelectual para contar cosas más bien indignas, cierto corte del mundo contemporáneo. La novela es el género que te permite todo --y lo que más me divertía, era llevar la racionalidad a niveles salvajes y violentar las jerarquías del discurso: lo que separa la teoría del objeto, lo ficcional de lo que hace el gesto "verdadero". Porque, para mí, para escribir hay que pensar peligrosamente.
Varios comentaristas creen advertir una fuerte influencia de Houllebecq en tu novela. Yo la hallo más en resonancia con David Foster Wallace, autor de implacables y delirantes mega-ficciones sobre la totalidad, donde la filosofía es, como en Las teorías salvajes, un ingrediente activo.
Bueno, me encanta David Foster Wallace, su trabajo contemporáneo con la erudición. Yo quería escribir una novela que fuera varios libros al mismo tiempo, una novela-simulacro de otros tipos de libros no novelescos pero no por eso alejados de la ficción, como el tratado antropológico, el lenguaje de programación para hackear, incluso el género memoria de la lucha armada (reciente boom editorial). Hacer entrar todo eso, y hacerlo funcionar en una comedia más bien demente. Me seduce la idea de la obra total, pero que no está encerrada, completa en sí misma, sino que se proyecta y te invade como un virus. Por ejemplo, mi novela describe la psique del comentario violento de blog, y ahora la blogósfera porteña rezuma de lo mismo que describo, como un bonus track de la novela, como una novela que sigue sumando personajes y voces, porque está abierta. Entonces me gustaría pensar que hay (que empieza a haber) una continuidad entre lenguajes escritos adentro y afuera de la red, adentro y afuera de las cabezas, y que es todo parte de una misma frase interminable. Entonces te diría que me siento en una sincro muy vertiginosa con algo inasible de mi tiempo, y que mis teorías salvajes fueron escritas desde ahí, a partir de observar como objetos literarios a Youtube, a Google Earth, a los blogs, a la educación sexual en las escuelas, a la teoría marxista leninista como clave de una aventura sexual. Y lanzarme a hacer novela (que es hacer mundo) con todas esas cosas.
Y con todos esos lenguajes zumbando a tu alrededor, trabajás la novela en dos periodos históricos distintos, pero poniendo en cuestión las continuidades consensuadas, los procesos de discurso que definen la asimilación de la experiencia al presente inestable, inasible.
En la novela hay varias historias que transcurren en tiempos y lugares diferentes: una historia que comienza en 1917 en Africa occidental, otra de chicos porteños ocurriendo ahora mismo, la historia de la narradora y su seducción a un ex montonero, las discusiones de dos académicos en los años 50 en USA, etc. La cuestión del pasado traumático forma parte de la educación (de la novela de educación) de una chica porteña, la pequeña Kamtchowsky. Pero sobre el relato de los 70s, a mí me interesaba pensar la operación mental que hace al guerrillero: cómo alguien interpreta los signos y escucha, por debajo de los signos, la voz que llama a la acción, y se lanza decidido a la batalla.
Sobre el presente inestable, vivo, activo, yo pensé la novela como un espacio atravesado por virus, carcomido por ellos, contaminado por los mismos males que sufren los personajes. Entonces, más que continuidades, me interesaba trabajar la diseminación de sentidos, que están al servicio de mostrar la crueldad de las relaciones contemporáneas, la bestialidad que subyace a los entornos más “civilizados”, y hacer comedia con ellas.
En alguna ocasión has dicho que tu lector ideal es uno “hipereducado”…
Sobre lo del lector sobreeducado, quiero hacer una aclaración. Yo digo: me interesa pensar si la literatura es un sistema de exclusión al que solamente acceden las clases educadas; en ese caso, yo iba a dirigir mi experimento político-literario para clases sobre-educadas, y buscaba el tipo de entretenimiento más apropiado para ellos. Es más un comentario sobre un estado actual de los consumos culturales que una definición sobre mi novela y su lector. Ya que estamos en el tema, yo hice experimentos, testeé mi novela con mis cobayos lectores que no eran egresados de Letras, pero sí consumidores de literatura. Mi lector es un lector de novela contemporánea.
En tu novela hay abundantes menciones a Hobbes, Wittgenstein e incluso una gata llamada Montaigne, ¿quiénes serían los autores o los libros que te hacen posible escribir Las teorías salvajes?
Bueno, me gusta mucha gente, pero no me importa si están vivos o muertos, si hacen filosofía o literatura o qué. Esas son convenciones que poco tienen que ver con la escritura. Me gustan Elfriede Jelinek, Martínez Estrada, Nabokov, J.J. Rousseau, Daniel Link, A.M. Homes, Sloterdijk, Lugones, Hobbes, Flaubert, V. Woolf, Nietzsche, Mariana Enríquez, Proust, Sarmiento, Olga Orozco, Charlie Feiling, Santiago Llach, Marosa di Giorgio, Mario Bellatín, y naturalmente amo a Borges, que es terriblemente cruel y divertido.
¿Cuál es la anécdota que te moviliza a escribir LTS?
Creo que, en el verano de 2005, simplemente no podía pensar en otra cosa que en escribir esta novela, me empecé a encerrar más y más, y me di cuenta de que hacía tiempo la parte de mi cerebro que trabaja silenciosa venía obsesionada con ella, aunque no sabía (no podía saber) que era una novela. Me divertía la idea de pensar en un yo femenino como se diseña una estrategia de guerra. Quería escribir con los dos ojos puestos en el mundo, terrible y moviente, en las relaciones invisibles que hacen que el mundo gane cohesión. Un elemento decisivo y maravilloso fue mi amistad con Maxine Swann [novia de Martín Sivak, autor de Jefazo]. Conversando con ella, me propuse diseñar un lenguaje que funcionara como un entramado donde convivieran multitud de registros y sentidos, que expresara cierto estado de la cultura. Escribir era mi método para razonar toda una matriz de violencia, desprecio, impostación intelectual y crueldad que nadie describía, y que sin embargo todos de alguna manera expresaban. Fue como un brote de paranoia, pero organizado moralmente: yo quería entender, como Facundo (de Sarmiento), “la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas” de mi tiempo.
Pero vos no invocás la sombra de Facundo. ¿Se podría decir que tu invocación es algo como: “Sombra de Santucho, voy a violarte”?
¡No! La idea de la violación me parece horrible. Ya bastantes violaciones hay para tener que traerlas a una charla sobre libros. De hecho, creo que se pueden hacer cosas mucho más violentas, a nivel crítico, que no pasan por hacer hablar al pasado, sino con desplazar su lógica interna a otros ámbitos, y ver qué pasa. Es como un experimento mental. Yo tomo una máxima del marxismo leninismo (la idea de que hay que provocar un golpe de estado porque cuando el Estado muestre toda su violencia, las condiciones de la revolución estarán dadas) y la llevo a un terreno diferente: una estudiante que cree interpretar “los signos” debajo de las palabras de un profesor (al que se refiere como el Viejo) y decide radicalizar la teoría en una extraña aventura sexual. Eso me ayuda a pensar la lucha armada como un capítulo de la educación universitaria de cierta clase social, y como un entramado complejo de libido y locura intelectual. Me parece que el efecto es mucho más espectacular cuando lo que decís ilumina una zona a la que nadie quiere mirar, porque los ensucia. En este caso me refiero a cierta cultura de izquierda que le rehúye a la autocrítica y acepta el rol heroico que le endilga el Estado, que lo utiliza políticamente. Son cuestiones revulsivas, que algunos quizás tomen como la violación de algo sagrado. En Argentina, la academia reaccionaria (retratada en la novela) ha llegado a pedirme que me retracte de mi novela. O sea que la novela, a nivel crítica política, funciona y bien que lo hace, porque se pusieron como locos! (risas).
Algo que me gusta mucho de Las teorías salvajes es el tamaño de su esperanza, su ambición enciclopédica. Hoy, la mayoría de los escritores jóvenes manifiesta no tener ningún interés en la Gran Novela, en los “grandes temas”. Prefieren explorar sus pequeñas parcelas de intimidad, el barrio, etc.
Personalmente, creo que el fin de la gran novela, como el fin de la historia, son cosas que no resisten análisis. Pensá que la doctrina del “fin de la historia” viene de un tipo como Fukuyama, y es en sí misma un relato pro-imperialista donde Estados Unidos representa la utopía realizada (por eso la historia termina: ya llegamos chicos, ahora ocúpense de pasarla bien y hacer guita). Y, aunque se trata de un discurso totalmente útil para la cultura del capital, la izquierda cultural se lo apropia porque ella misma ha llegado a una zona de confort donde tampoco le interesa cuestionarse cosas, y aunque el presente no es la utopía que imaginaban en su juventud, les basta con canturrear todos juntos estribillos bienpensantes, como si eso bastara para exorcizar los problemas reales (que por supuesto siguen existiendo y cada vez son más densos).
Como tema cultural, el fin de los grandes relatos me parece más un truco publicitario de esa misma desidia. Le quieren hacer creer a los chicos que escriben que tienen que contentarse con narrar su depto de 2x2, para que los suplementos literarios puedan seguir repitiendo las mismas tonteras y nadie tenga que ponerse a entender algo nuevo. En general, la gente deja de estudiar y de interesarse por lo nuevo después de los 50, entonces tenés que esperar a que se mueran para que empiece a haber un poquito de aire fresco. En mi país, creo que se trata de una herencia que combina bien la liviandad de los 90s con la paz mental que brinda el progresismo.
De todos los nombres que mencionaste antes, al azar: ¿Qué te interesa en Sloterdijk y en Martínez Estrada?
De Sloterdijk me encanta cómo piensa, su arte para crear conceptos y organizar un mapa de ideas que siempre es estimulante.
De Ezequiel Martínez Estrada, creo que es la mejor prosa de mi país, era un escritor ambicioso a quien, además de escribir bonito, le interesaba establecer relaciones fuertes entre pensamiento, literatura y verdad. O sea, no es todo un jueguito de clases altas que juegan a la orfebrería caligráfica: Martínez Estrada toma la posta de Sarmiento, y el espanto lo lleva a escribir cosas maravillosas que arrojan todo un juego de luces y sombras sobre el ser nacional.
Y sé que la nacionalidad está pasada de moda, que todos ahora pensamos “transnacional” y qué sé yo, pero lo nacional es un relato que se sigue construyendo, y mucho más en países como los nuestros. El discurso de lo transnacional celebra la aparición de otro tipo de uniones, y configura una especie de arcoíris de Benetton de la diversidad: están representados no los países, sino las etnias, los gays, las tribus urbanas, barriales, de inmigrantes, etc. En definitiva, sigue siendo la agenda académica de lo que interesa a Estados Unidos: aunque a Beatriz Sarlo le interese leer la literatura argentina contemporánea en términos de etnografía, los que hacen etnografía son los yankis. Y nosotros funcionamos como colonias temáticas de donde sale la materia prima para alimentar la curiosidad antropológica del Imperio.
Una de las historias de la novela sigue a unos chicos que quieren hackear Google Earth. Esa historia sería como la continuación por otros medios de la historia de la estudiante que seduce al profesor y también de la cuestión del relato montonero. Hackear: interceptar códigos cifrados y volverlos contra la matriz que los administra.
Un hacker es un lector peligroso, ¿no crees? (Wittgenstein, Spinoza, Joyce, Borges: todos hackers).
Sí, me encanta esa idea: el hacker es un lector crítico de la tecnología. Además es interesante pensar que se trata de la misma actitud mental para relacionarse con lenguajes, como si hubiera una continuidad entre esos lenguajes: el lenguaje de la cultura, que te programa para ser de determinada manera, y el lenguaje de la programación, que organiza tu interfaz con el mundo. Yo tengo una experiencia muy cercana de estos mundos, mi esposo se dedicó al hackerismo muchos años (aclaro: ahora es un chico muy legal) y nuestros amigos también. Tanto el hacker como el lector crítico trabajan con lenguajes y lo hacen movidos por el conocimiento y las ganas de entender las cosas más allá de lo que aparentan. El lector crítico es experto en hacer ingeniería reversa (que es el corazón teórico del hackear) sobre los conceptos y las situaciones que te rodean.
El ámbito de la facultad de Filosofía y Letras lo conocés muy bien, has estudiado ahí, sabés de lo que hablás. De alguna manera podías prever algunas reacciones.
Sí, quizás el libro escandaliza porque está escrito por una mujer, al punto que han llegado a pedir que me retracte públicamente. Pero también está el tema de que los escritores de mi generación no se meten a hacer crítica sociológica frontal, aunque sea en formato de comedia. No porque el tema les sea ajeno, sino porque tienen otras estrategias para pensar lo social (que, en mi opinión, van más por el lado de pensar la literatura como terreno utópico donde la inclusión social es posible). En ese sentido, creo que si el autor de Las teorías salvajes hubiera sido un hombre, también hubiera recibido reacciones fuertes, aunque puedo estar segura de que nadie se hubiera quejado porque la voz narradora sea más bien cruel. De los hombres, la crueldad es esperada, hasta bienvenida: pero cuando la que escribe es una mujer ponen el grito en el cielo. Y es absurdo, porque nadie narra mejor la crueldad que una mujer, justamente porque una mujer conoce bien la vulnerabilidad. Pienso en Elfriede Jelinek, Flannery O’Connor.
La transgresión no pasa por la facultad, sino por cuestionar un estado de cosas que nadie pone en discusión, y que tienen que ver con la cultura “progre” argentina, la clase media bienpensante.
¿Hay alguna posibilidad de redención para Pabst, para la pequeña K.?
En el final, hay algo mejor que la redención: hay intervención política sobre la representación e instrucciones para hackear Google Earth!!! (pero no pongamos esto, no contemos el final!)
Decís que te divertía la idea de pensar en un yo femenino como se diseña una estrategia de guerra, perdón pero yo no le veo nada de divertido a ese programa.
Me encanta la idea de tomar cosas y ponerlas a trabajar en un lugar inesperado, pero que trabaja un espacio imaginario capaz de indagar sobre lo real. Fijáte que la idea de la seducción está llena de connotaciones muy violentas: no sé como será en Bolivia, en Argentina cuando una chica gusta mucho se dice “a ésta la mato”, “a ésta le rompo todo”. Hay una idea del deseo femenino -que viene de los hombres- que la mujer está ahí para recibir una estocada, que te provoca, te provoca y de repente, cuando no podés más, te le tirás encima y pum, la matás. Esa idea del gran sexo como ese momento de expansión absoluta pone en juego cierta fantasía violenta que el hombre ejerce sobre la mujer; la máxima eclosión será cuando el hombre no aguante más y se le tire encima -porque ahí es también donde más va a gozar ella. Bueno, ¿y qué pasa cuando una mujer busca eso? Pretender seducir con premeditación implica entonces diseñar una estrategia de guerra; a eso sumále que allí donde debería aparecer el placer, aparece el imperativo marxista-leninista.
Insistís en calificar a tu novela como entretenimiento. ¿Por qué?
Que la novela sea entretenida es la base para dialogar con el lector, para ofrecerle tu amistad. Yo quiero que se diviertan, y si quieren ver el trasfondo sociológico lo vean, y si no que la pasen bien igual. Por otro lado, creo que es difícil hacer pactos con lectores jóvenes sin incluir un ingrediente fuerte de entretenimiento. Hacer comedia me parece el lenguaje más fresco para hacer crítica sociológica, para reflexionar sobre las cosas que damos por sentado y darle una buena patada al tedio neblinoso de la corrección política.
¿Con qué autores contemporáneos te sentís en sincro?
Aspiro a estar en sincro con Stravinsky y con San Agustín algún día.