domingo, 26 de abril de 2009

Retrato del artista desbarrancado

Es de sobra conocido el poder de provocación que tienen las novelas y las declaraciones públicas de Fernando Vallejo. Escritor del puro-afuera, de la raza de Céline, de Vargas Vila.

En estos días, la Cinemateca exhibe un documental sobre Vallejo y un tocayo chapaco del autor de La virgen de los sicarios, de apellido Barrientos, asistió a una de las funciones. Escéptico, más bien con mala onda, Fernando fue a la Cinemateca porque no había otro lugar para atenuar la fiebre de un sábado azul. Y se llevó una buena sorpresa: le tocó conocer la ternura que se agita al interior de un volcán en constante estado de erupción.

Y aquí nos cuenta sus impresiones.

por Fernando Barrientos

Llegué a la Cinemateca a las 16:40 y me topé con esa mala costumbre colectiva tan arraigada en esta ciudad, las colas. La primera función de La Desazón Suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo de Luis Ospina era a las 16:45. Olvidé los audífonos en casa, imposible aislarse. Olía a rancio, y no eran las pipocas. “Todo lo que se pudre forma una familia”, dice el poeta Fabián Casas. Muchas familias y ruinas de esa institución decadente. Cuando llego a la caja y veo el reloj, hace rato empezó la primera función, resignado compro una entrada para la segunda, a las 18:30. Hice cola para algo que nadie quería ver, la gente estaba ahí por Dragon Ball Z, La Tierra, etc. Ya entiendo: el Purgatorio es una larga cola al Infierno.

Debo confesar que no sentía simpatía por Fernando Vallejo, lo cual me ha alejado de sus libros. Al empezar a leerlo resonaban las declaraciones que lo han hecho célebre y abandonaba el libro. Pero la intervención de Ospina me llamaba, porque había sido muy amigo del escritor caleño Andrés Caicedo. Ospina inicia el bosquejo de Vallejo a partir de una aparición pública en un congreso de escritores. Como un viejo Stone se dirige a los jóvenes, generación que vive una nueva vuelta de tuerca del Apocalipsis, y estos reaccionan ante cada párrafo provocador, ante cada frase incendiaria, como en un concierto: gritos, silbidos, aplausos. Pronto me pregunto al ver detalladamente la cara de Vallejo ¿dónde ya he visto esta cara? ¡Claro! ¡parece el hermano gemelo de Paulie Gualtieri, de Los Sopranos!. Ospina filma a los hermanos de Vallejo mirando viejas películas caseras familiares, Vallejo está ausente. Una frase: “pasar como el viento, y morir”. Toma de Vallejo hablando contra la familia y la concepción (la vida como una condena impuesta por los padres). Otro golpe de efecto: se oye, pero no se ve, a Vallejo leer un fragmento de su novela La Virgen de Los Sicarios y de pronto se le quiebra la voz y se larga a llorar y apenas puede decir ‘es que yo nunca leo lo que escribo, yo escribí mis libros para olvidar’.

Habla con Ospina sobre su período como cineasta, en Colombia y México. Suena el teléfono. Llaman de un programa de radio en vivo, le pasan con un “crítico” que ha publicado una nota donde pide la prohibición de la película La Virgen de los Sicarios. Luego de zarandear al crítico, y de paso insultar al entonces presidente de Colombia, cuelga, mira a la cámara y sonríe. Vallejo, que atrasa treinta años con sus críticas a la iglesia y demás poses, es escandaloso porque el contexto es pacato y obcecado. Vuelven a hablar de cine con pasión (‘para mí el cine fue un templo’) y Vallejo dice que el cine es el embeleco del siglo XX y que por eso pronto va a desaparecer tal como lo conocemos.

Imágenes para el recuerdo: Vallejo tocando piano; Vallejo diciendo que desde que es escritor no ha vuelto a leer ficción; Vallejo diciendo que los seres que más ha amado fueron su abuela y una perra, ambas muertas; Vallejo quebrándose, por segunda vez en la pantalla, cuando en una entrevista responde que estando en Italia se le ocurrió la idea para La Rambla Paralela ante la posibilidad de morirse allí y no en Medellín; Vallejo riendo desinhibido como un niño; Vallejo declarando que no va a volver a escribir nunca más; Vallejo cocinando para su perro; Vallejo hablando con fascinación de Barba Jacobs y Silva; Vallejo despotricando contra Gabo, Fidel, Newton, Darwin, Einstein con esa voz amanerada y cansada, siempre suave.

El éxito de documental de Ospina radica en haber logrado una especie de retrato cubista de Vallejo, capturando los diversos costados del sujeto: no sólo el Vallejo polémico y provocador, sino también el Vallejo íntimo, real, humano. Permite conocer al colombiano y comprobar que más allá de esas poses que lo han convertido en best-seller es honesto. Al fin y al cabo para entrar a ciertos lugares hay que dejar en la puerta las esperanzas. Voy a volver a leer a Vallejo con otra voz en la cabeza.

Título Original: La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (2003)

Dirección, sonido, guión, producción, fotografía: Luis Ospina (Colombia)

Edición: Rubén Mendoza

Duración: 90 min.



martes, 21 de abril de 2009

Ballard (1930-2009)


Por Maximiliano Barrientos


Sabía que tenía un cáncer de próstata inoperable, lo apuntó en su autobiografía. Sus lectores estábamos al tanto de que era cuestión de tiempo, pero igual fue doloroso encontrar la noticia esta mañana.

La primera vez que supe de Ballard fue hace diez o doce años, gracias a una publicación argentina dedicada a la ciencia ficción: El Péndulo. La revista estaba en casa de mi abuela materna, en San Juan. Era una edición de 1991 donde había cuentos de Ricardo Piglia, Elvio Gandolfo y Carlos Gardini. El número cerraba con Credo, un poema extenso en el que el autor inglés hacía un repaso por sus obsesiones, esas constantes visuales que arman el tejido de su obra. Ahí, por primera vez, encontré poesía en los accidentes de automóviles, en los hoteles abandonados, en los aeropuertos, en las catástrofes, en las playas desiertas. En inmensos lugares vacíos.

En la entrevista que Martin Amis le hizo para el Observer en 1984, lo define como el novelista menos convencional de Inglaterra. Ballard dice: “Es muy difícil volver a mitologizar la propia vida. Uno se cuenta historias de abundancia para apoyarse, para inspirar la soledad personal. Lo que necesita es una nueva serie de sueños, paisajes, bosques. ¿Y qué ocurre? Me quedo aquí sentado con un whisky con soda, viendo Los casos de Rockford”.

Ballard como el gran paisajista de la pesadilla de la modernidad. Del espacio de las grandes ciudades. De la agorafobia. Hay poesía en esa naturaleza muerta hecha de acrílico, de cemento. Una poesía que no trata del hombre, sino del lugar después del hombre: un miedo arcaico traído a un escenario con inmensos edificios y con silenciosos estacionamientos y con piscinas sin agua. Después de Ballard, encontramos religiosidad en las carreteras interminables, en los aviones caídos en el desierto, en las metrópolis que no tienen fin, en el accidente que le quitó la vida a James Dean.

Credo

Por J.G. Ballard


Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, para soltar las riendas de la verdad dentro de nosotros, para demorar la noche, para trascender la muerte, para congraciarnos con los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.

Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de los choques de autos, en la paz de los bosques sumergidos, en la excitación de las playas de vacaciones cuando están desiertas, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de muchos pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.

Creo en las pistas olvidadas de las Islas Wake apuntando hacia los Pacíficos de nuestra imaginación.

Creo en la misteriosa belleza de Margaret Thatcher, con el gancho de su nariz y el brillo de su belfo; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en mi sueño de Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un olvidado motel de carretera mientras los vigilan con el tubo de un tanque de gasolina.

Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus imaginaciones, tan próximas a mi corazón; en el momento que apoyan sus cuerpos desencantados sobre el encantado cromo de los mostradores en los automercados; en la calidez con que toleran mis propias perversiones.

Creo en la muerte del mañana, en la fatiga del tiempo, en nuestra búsqueda de un tiempo nuevo dentro de la sonrisa de las azafatas en los autobuses de larga distancia y dentro de los ojos cansados de los hombres que controlan el tránsito en los aeropuertos fuera de temporada.

Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las 69 posiciones de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Lady Di, en los dulces olores que emanan de sus labios cuando ellos miran las cámaras del mundo entero.

Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en el humor lunático de las flores, en las enfermedades aportadas a la raza humana por los astronautas del Apolo.

Creo en nada.

Creo en Max Ernst, Paul Delvaux, Dalí, Goya, Ticiano, Leonardo, Vermeer, De Chirico, Magrite, Redon, Durero, Tanguy, el cartero Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon y todos los artistas invisibles recluidos en los psiquiátricos del planeta.

Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en el propósito asesino de la lógica.

Creo en las adolescentes, en cómo se corrompen a sí mismas por la posición que adoptan sus largas piernas, en la pureza de sus cuerpos desarreglados, en los bellos púbicos que dejan en los baños de los moteles más infames.

Creo en el vuelo, en la belleza de las alas y en la belleza de todo lo que ha volado siempre, en la piedra arrojada por un niño con la misma sabiduría de los estadistas y de las parteras.

Creo en la delicadeza de los bisturís quirúrgicos, en la ilimitada geometría de las pantallas de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la charlatanería de los planetas, en la repetitividad de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y en el aburrimiento del átomo.

Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Jonathan Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.

Creo en la inexistencia del pasado, en la muerte del futuro y en las infinitas posibilidades del presente.

Creo en los diseñadores de las pirámides, del Empire State, del bunker de Hitler en Berlín, de las pistas de aterrizaje en las islas Wake.

Creo en los olores del cuerpo de Lady Di.

Creo en los próximos cinco minutos.

Creo en la historia de mis pies.

Creo en los dolores de cabeza, en el aburrimiento de los atardeceres, en el miedo de los calendarios, en la traición de los relojes.


Creo en la ansiedad, en la psicosis y en la desesperación.

Creo en las perversiones, en las obsesiones con árboles, princesas, primeros ministros, bombas de gasolina muertas (más hermosas que el Taj Mahal), nubes y pájaros.

Creo en la muerte de las emociones y en el triunfo de la imaginación.

Creo en Tokio, Benidorm, la isla Wake, Eniwetok, Dealey Plaza.

Creo en el alcoholismo, en las enfermedades venéreas, en la fiebre y en el agotamiento.

Creo en el dolor.

Creo en la desesperación.

Creo en todos los niños.

Creo en los mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, horarios de aviones, tableros de aeropuertos.

Creo en todas las excusas.

Creo en todas las razones.

Creo en todas las alucinaciones.

Creo en todos los pleitos.

Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.

Creo en el misterio y en la melancolía de una mano, en la gentileza de los árboles, en la sabiduría de la luz.

domingo, 19 de abril de 2009

Implantes lectores en los muertos que vuelven

Como sabemos desde Derrida, el revenant, el muerto-vivo (ese mitema clave para entender la cultura presente, interpelada por el imperio de lo virtual), es aquello que insiste en retornar. El revenant hace su trabajo entre las fronteras de lo visible y lo no visible. Tal y como la lectura. Tal y como esta lectura de Fernando Barrientos.
Y si la “hauntology” –i.e. la teoría derrideana del fantasma- entiende que la estrategia del revenant se despliega entre los polos de lo intempestivo y el desajuste, Barrientos se detiene a observar el trabajo de lo espectral sobre ciertos cuerpos. Uno, el corpus saenzeano (sobre todo, Santiago de Machaca); el otro, el de un personaje de un cuento de Miquel Esquirol.

Continuidades, desplazamientos, pliegues temporales, robo de cadáveres, textos que se seducen, se solapan, se autoexpulsan, se miran en abismo. Todo eso. Y también, por supuesto, la construcción de un bildungsroman: la educación sentimental de un lector.

por Fernando Barrientos


1

Demasiado cerca de la edad de Cristo examino mis filias y fobias. Hace catorce años leía todo lo disponible, escaso y en su mayoría “malo”. En esa época un sociólogo, Alfonso, me inició en los deleites y afanes de la literatura saenzeana (además de muchas otras literaturas, entre ellas la sociología). Ese año se cumplían 20 años de la muerte de Jaime Sáenz. Alfonso tenía casi todos sus libros publicados hasta entonces, raras joyas para bibliófilos fetichistas. La Obra Poética del Bicentenario cerca a la Fenomenología de la percepción, Felipe Delgado debajo de Economía y Sociedad, Los Cuartos e Imágenes Paceñas junto a El Suicidio y, mi favorito, Vidas y Muertes conviviendo con Vigilar y Castigar. Me decía algo como ‘este, Flaco, es más duro que una losa’ y extendía alguno de esos míticos libritos que me llevaba a casa y devolvía rápido para que me prestase otro. Me los leí todos y quedé impresionado. A base de insomnios me puse al día sobre algunos tópicos básicos de su mitología. Se convirtió en mi autor favorito, teniendo no mucho para elegir. Pero pronto accedí a nuevos libros que me ampliaron la perspectiva y como Pedro negué tres veces a Sáenz.

2

Catorce años después soy otro lector. Leo la nouvelle Santiago de Machaca, que Alfonso no tenía en su biblioteca por entonces. “Tengo la teoría, nada original, de que la suma de experiencias particulares que uno vive a lo largo de su existencia es lo que lo hace único y distinto de todos los demás. […]Los libros leídos, por supuesto, también son experiencias vividas, y la suma de todos los libros que uno ha leído también lo hacen único en ese aspecto. Esa «biblioteca» personal nunca es igual a la de otro; podría serlo, por una grandísima casualidad, si uno ha leído unos pocos libros y se ha limitado a lo convencional; pero con cada libro nuevo que se lee las probabilidades de coincidencia disminuyen exponencialmente” (César Aira, Cumpleaños).

3

La historia de Santiago de Machaca [SDM] se inicia con el encuentro entre El Narrador (un novelista) y Santiago de Machaca, un “muerto”:

“El muerto cayó de cabeza, con un ramo de margaritas amarillas –pero no se lastimó la cabeza.

Yo le pregunté si le dolía la cabeza y él me dijo:

-Ni tanto ni tan poco.”

Este inicio es muestra cabal de todo lo que sigue. Santiago de Machaca está más muerto que vivo: la fiebre exantemática lo ha llevado a la tumba pero no lo ha podido matar. Es decir, vive en la tumba. Cuenta que vive en compañía de tres piojos Pío, Venancio y uno que Santiago guarda, que no está bautizado, al que llama Pedro, “[un] piojo que nunca deja de crecer […] era casi invisible, pero ha crecido a mi costilla. Dentro de poco, será más grande que yo. Dentro de un año será más grande que una casa. Dentro de dos años será más grande que la Garita de Lima” y al que no puede matar porque si lo mata Santiago muere. Hasta para El Narrador es difícil decir quién es este personaje. Apenas unos rasgos. Se lo ve al final de la tarde en la Garita de Lima, “lleva un saco de cuero, pantalón de lona y enormes zapatos, con herrajes y clavos. Un sombrero de paja redondo y de anchas alas, cubre su cabeza.” Vagabundea, lleva y trae encargos; sabe de minería y es experto en soldadura autógena y maneja ponchos de vicuña, finos aguayos y colchas de alpaca, pero no hace negocio. Solamente vende y trabaja porque le gusta. A veces va a la morgue y habla con los muertos. Atraviesa oscuros, terribles lugares. Y roba cadáveres y se los regala a los estudiantes de medicina. Santiago es lo que se conoce en el imaginario popular como ‘condenado’: una persona que ha sido dada por muerta o que ha muerto momentáneamente; lo que la hace extraña y conviene no estar muy cerca de ellos. Santiago ha muerto en el nivel simbólico, pero aún no está muerto en el nivel real. Así, vive una muerte, muere una vida, como podría decir Sáenz. Puesto en cuestión el orden simbólico, la gramática se chipa.

4

La mirada que contempla los desplazamientos del objeto en el tiempo. La ciudad retratada por Sáenz no es nunca la de una sola época: igual que en Felipe Delgado, La Paz que se representa en SDM es un abigarrado patchwork de diversas épocas en un solo tiempo (un presente anacrónico) y el estilo saenzeano es un saco remendado laboriosamente con varios niveles de la lengua paceña de la generación pre-52 (giros de larga sedimentación) encima de dichos, refranes o frases hechas y la marca indeleble de una incómoda ambigüedad: en la realidad que se refiere, en el misterio que se plantea y en la sintaxis. “Poeta de contenidos herméticos, atmósfera neorromántico-surrealista y muy prolongado aliento en su prosa poética o versículos. Tiene excelentes momentos algo diluidos por la extensión; con todo, la insistencia del discurso agrega misterio a sus fantásticas visiones; podría emparentárselo con los chilenos Rosamel del Valle y Díaz Casanueva o con el mexicano Ortiz de Montellano: de los primeros tiene el lirismo profuso, del segundo la inspiración onírica. El alcoholismo de su juventud, llevado a extremos escandalosos, sus hábitos nocturnos, su provocativa simpatía por el nazismo (para nada evidente en su poesía) le crearon un hálito de poeta maldito[...]” (“Jaime Sáenz”, en: César Aira, Diccionario de Autores Latinoamericanos). ¿Qué libros de Sáenz habrá leído el polígrafo de Pringles?

5

Antes de leerlos, los libros reposan previamente en la mesa de noche, días, meses, años. Títulos acumulados que se posponen y otros que ni pasan por la mesa de noche y son leídos de una sentada, por olfato, necesidad o capricho. Libros hurtados, libros míos, libros regalados, libros obtenidos en truque, libros prestados (hasta páginas fantasmas de libros perdidos). Interrumpo, comparo, combino la lectura de SDM con un libro prestado: Memoria de Futuro, de Miguel Esquirol. Busco Cementerio de Elefantes”, un relato de ciencia ficción de casi 40 páginas, que podría recibirse como un cover tecno de Santiago de Machaca (entre otros textos). Hay algunos sampleos de los aparapitosos remiendos saenzeanos, loops de sus atmósferas, y algunas secuencias con el ritmo de ese antecedente del género (algo como ‘novela ciber-andina’) De Cuando en Cuando Saturnina de Spedding. Cuenta la historia de El Escritor, que un día se inicia, sin mayor explicación, en el oficio de cargador (uno de estos cargadores es la voz que narra, a quien podríamos llamar El Narrador) uniéndose a un grupo del gremio (con auspicio de El Narrador y en compañía de El Pipas, El Tubos, El Indio y otros). La ciudad futura de CDE (que no es La Paz) exhibe, como en el presente actual, rastros del pasado pre moderno (personas que aún lavan ropa a mano, p.e.) y nuevos elementos característicos de ese futuro (p.e. los implantes mecánicos en los cuerpos como marca de status). El estilo es neutral y funcional al avance del relato, que prioriza detalladas descripciones (se proyectan imágenes exactas y logradas en algunos pasajes, pero en otros son obstáculo y ripio para el lector). Estas descripciones por momentos son más viscarrianas, por etnográficas, que saenzeanas.

6

En el segundo encuentro hablan sobre la extraña condición de Santiago, que perturba a El Narrador: “[…] yo te conozco pero no sé quién eres. Ya sé que vives en la tumba pero no sé en dónde está”. De nuevo un monólogo paradojal sobre lo misterioso que es el mundo. Luego van hasta las faldas de El Alto, a una casa de adobe, donde vive una vieja enana con aire de bruja, doña Natividad. La vieja le cuenta a Santiago algunas noticias de conocidos (se habla en cierto momento de la urgente necesidad de revocar las “tumbas en miniatura”, donde duermen los inocentes). En CDE, El Narrador y El Escritor acompañan al Pipas a la boda de su hija. Todos los invitados regalan a la pareja presentes convencionales y/o absurdos. El regalo de bodas del Pipas (que no está invitado) es “un eco-jardín”, “una cara miniatura viva”: un pedacito de jardín dentro de una esfera de cristal: un bonsái del futuro. Dejo sobre la mesa de noche, es decir para después, esta recurrencia constante en algunas narraciones paceñas.

7

El alcohol en SDM comunica, tonifica, ilumina (aunque “bajo un oscuro resplandor”). En CDE es la válvula de escape del lumpen-proletario de ese ejército de cargadores, no comunica (no hablan mientras beben) puede ser usado para suicidarse, y ni siquiera es alcohol (sólo en el mercado, el físico, no el abstracto de los economistas, parece haber posibilidad de encuentro y mínima ‘igualdad’.)

8

SDM y CDE son también relatos sobre la literatura. No sólo porque ambas historias se ponen en marcha a partir del encuentro de dos escritores (en ambos casos con pares de escritores “en potencia”) sino también porque los dos relatos parecen plantear dos (est)éticas respecto a la escritura.

9

En SDM ser escritor es algo más allá de la escritura: El Narrador (escribiendo una novela “entre dudas y desalientos”) y el raro amigo de Santiago, Joaquín Bermúdez (quién lleva 20 años componiendo un poema épico, que va a quedar inconcluso) son escritores, pero Santiago, que no escribe nada, también lo es. “Aquel que se cree ya poeta –dice El Escritor– por haber escrito un miserable poema, está perdido. En realidad habría que morir para ser poeta. […] El haberte conocido, ha sido providencial para mí. Yo diría que eres poeta, porque no necesitas escribir poemas para ser poeta. Aquel que escribe poemas para ser poeta es un pobre infeliz. El poeta es poeta, escriba o no escriba poemas. Como tú sabes la poesía es oscuridad y conocimiento. El poeta se adentra en caminos siempre peligrosos, se place en transitar por el borde del abismo, es afecto a escudriñar en las profundidades, y muchas veces se pierde en las tinieblas. Y por eso el poeta es poeta y no necesita escribir poemas para ser poeta”. Por lo tanto Santiago es poeta, porque está muerto.

10

En el caso de CDE El Escritor le da la posta a El Narrador (se implanta la pantalla procesadora de El Escritor cuando muere). En CDE la escritura es memoria escrita en el cuerpo, está “implantada” en el cuerpo. También hay un acento en la performatividad de la escritura (y un más allá) que se expresa en la trayectoria de El Escritor en llegar a ‘sacarse el cuerpo’ (el pasaje en tres actos, con los que trasgrede las leyes de las comunidades a las que pertenece: cargador-aparapita-cadáver). Y una visión testimonial: no por nada lo último que deja escrito El Escritor es la carta a ser entregada a la hija del Pipas, para que sepa la historia de su padre.

11

En SDM la “escritura” se manifiesta como pulsión: la novela truncada pero siempre atendida de El Narrador y el poema épico de Joaquín Bermúdez en el que se demora 20 años. Pero el mismo Santiago es también presa de la pulsión: como es un ‘condenado’ a lo único que se dedica es a intentar limpiar el honor de su nombre, mancillado por lo que se dice o cree sobre él: narrar y corregir, invalidar, las narraciones de los otros. En CDE la escritura tiene también el signo de la pulsión: es un objeto parcial incrustado al cuerpo, un órgano privilegiado, que cumple una constante y mecánica función: registrar. Además es una pulsión removible y transferible.

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En SDM hay una relación casi alquímica con el dinero: Santiago no lucra y no se dice de dónde saca dinero El Escritor para comprar esas urgentes recetas de cocaína. En CDE el trabajo es central (las descripciones más logradas son las que tocan a las leyes del microsistema de los cargadores) y no hay lugar para redenciones (además hay un cambio de significante de lo que es un aparapita: en CDE un aparapita es una especie de reciclador ultrapauperizado y marginal).

13

No puedo dejar de observar, tal vez por esta época hiperpolitizada, en Santiago de Machaca el perfil de un intelectual orgánico indigenista: defensor de los indios abusados, ha estudiado en colegios y universidades, y habla mejor que un doctor, pero nunca ha querido serlo: “Así es. Yo nunca he querido ser doctor. Yo siempre he sido indio.” También es ‘político’ el desplazamiento de la voz narradora en CDE: narra el que debería ser personaje y se retrata a El Escritor. Y ya.

A volver al silencio de la lectura.

jueves, 16 de abril de 2009

BOB ES BOB --por eso es que es Bob

No es ninguna novedad. Síntomas aislados de La Latencia se pueden observar en las caras expectantes y risueñas de algunos locos que uno se cruza en la calle, a la salida de un cine o escarmenando anaqueles en una librería. La Quinta Internacional está de fiesta. Vale decir: el próximo 28 de abril Dylan lanza su nuevo disco, Together through life. Y puesto que cierta prensa amarillista nos acusa de padecer de “recalcitrante dylanofilia”, en estas semanas de vigilia e inminencia bobalicona queremos darle la razón, toda la razón y nada más que la razón --a esos amarillosos.

Hoy robamos –procedimiento que el hijo de Bettie y Abe suele practicar en sus horas libres- uno de los textos que la revista británica Mojo publicara hace unos meses, en vigilia y celebración del lanzamiento del disco Tell Tale Signs. Lo firma Robben Ford, un músico de sesión que compartió con nuestro héroe no pocas horas en estudios de grabación y escenarios.

Bob Dylan, el último dinosaurio, está por lanzar un nuevo trabajo. Es nuestro Shakespeare. Alabado sea el inexistente dios que nos regaló el lujo de ser contemporáneos de este chaval. Habrá alguno por ahí que piense que nuestro entusiasmo por Uncle Bob es exagerado, de mal gusto, fuera de lugar, corrido al rojo en el padrón biométrico. Blablablá. Habrá, tal vez, más de uno. Pero, sinceramente, a nosotros nos chupa un huevo lo que digan. Olímpicamente.

Va.

Por Robben Ford

Coincidí con Dylan un par de veces a lo largo de mi carrera. La primera vez, yo estaba trabajando con Joni Mitchell. La segunda vez, cuando yo trabajaba con George Harrison. Y en ambas ocasiones, a decir verdad, fue como si yo no hubiera conocido a Dylan. El estaba por ahí, charlando con Joni, bromeando con George, y nada más: Bob evita todo contacto con otros humanos en la medida de lo posible. Es Dylan, ¿sabés?

Para la grabación del álbum Under The Red Sky, la producción manejaba el concepto de que cada día se probaría una diferente combinación de músicos. Sólo el bajista y el de la bata fueron los mismos de principio a fin. Aparte de esos dos, los músicos cambiaban a diario. Un concepto muy interesante para trabajar en estudio. El día que me llamaron, yo fui la primera persona en llegar. Si Dylan te hace llamar, ¿sabés?, tratas de ser puntual. Yo caí el primero, los otros empezaron a llegar como una hora después.

Finalmente, al cabo de varias horas, Bob apareció. Llevaba puesta una especie de pulóver con capucha, gorra de beisbol, pantalones de gimnasia y botas de motociclista. Una combinación bastante loca. Cuando Bob llegó, cada uno de los presentes se puso a alistar sus instrumentos. De pronto, por alguna razón, resultó que yo estaba en el estudio chequeando equipos a solas con Bob Dylan. Por unos momentos, éramos sólo él y yo. Entonces, tomé coraje y le dije: “Hey, Bob, nos conocimos hace unos años, con Joni Mitchell. Yo hacía el tour con ella y vos te sumaste al grupo para un par de conciertos”.

El no había emitido una palabra hasta entonces, abre la boca y dice: “Awww, Joni, maaan”.

Y nada más. Eso fue todo. Ni una palabra más. Ni sobre Joni. Ni sobre aquel tour. Momentos más tarde, tomé coraje nuevamente y le comenté: “Y también estuve con George Harrison. Hicimos un montón de millas durante el Dark Horse Tour. Vos estuviste en el avión con nosotros un par de noches”.

Y Dylan que me oye en silencio y dice: “Awww, George, maaan”.

Y eso fue todo. Ni un pío más. Nunca supe si me recordaba o no. Te digo, este hombre no habla nunca. Por eso le creo a sus canciones, sobre todo a “Up to me”, que él eliminó de su álbum Blood On The Tracks, cuando dice “en tres semanas no hablé una sola palabra y cuando lo hice se me salió involuntariamente”. De todos modos, lo que importa es que evidentemente él ama a Joni y a George. Y me parece que aquella vez le gustó que hubiera, a través de ellos, de Joni y George, una especie de conexión entre nosotros dos. Me pareció. Pero, bueno, él no dijo nada ni en un sentido ni en otro.

Don Was, el productor del álbum Under The Red Sky, reverencia a Dylan. Es algo un poco religioso para él. Durante las sesiones, eso se notaba a kilómetros. Dylan, para Don, es Dios. Si bien Don Was era el productor, en ningún momento Bob perdió control de las sesiones. Don es muy bueno. El elige las bandas de sesión, los estudios, todo. Ninguno como él para crear el ambiente propicio. Y a la vez, Don es de esa clase de gente que prefiere moverse tras bambalinas. No interfiere. Deja que el artista haga la suya. Me acuerdo que, en una pausa, Don, sentado en el piso del estudio de grabación, le preguntó a Bob: “¿Alguna vez te has preguntado por qué yo?”.Ya sabes, por qué el destino eligió a Dylan para ser esta figura monumental, hacer esa música increíble. Dylan lo miró. No dijo nada. Simplemente, no dijo nada.

Cuando empezamos a grabar, Dylan, básicamente, se ponía a jugar con la guitarra mientras la banda estaba en contacto con él, pero en otro cuarto. Aislados. Oyendo lo que hacía Bob. No había mucha distancia. Desde donde estábamos podíamos ver a Bob trabajar: tiene una gran mesa frente a él, con páginas y páginas cubiertas de textos escritos a mano. A lápiz. Bob no usa tinta. Sólo lápices. Son letras para canciones. El toma una de esas páginas y empieza a seguir algo en la guitarra. Y desde nuestro cuarto nosotros seguimos esa guía. Y así comienza una jam session. Tan pronto Bob se sienta a gusto con lo que estamos haciendo, tomará una de esas páginas, o varias, hojeará al azar, corregirá algo con el lápiz que tiene en su oreja izquierda, y empezará a cantar sobre la base melódica que tratamos de mantener los de la banda (un grupo de músicos profesionales que no sólo nunca antes hemos tocado juntos, sino que acabamos de conocernos). Si Bob se aburre, se levanta de su silla y busca otro manojo de textos y vuelve para testear qué pasa con esas nuevas letras y ese patrón melódico. Si no le interesa aquello, se irá del cuarto sin decir nada.

La primera vez era, de verdad, muy difícil saber qué pasaba por su cabeza. Porque él no dice nunca una sola palabra a nadie. Pero yo tengo la impresión de que Dylan estaba contento durante esas sesiones. Es más, cuando algo nuevo empezaba y salía muy bien podías ver que él realmente se entusiasmaba: tomaba una de sus armónicas y se ponía a soplarla con gusto, mientras con la mano que le quedaba libre buscaba entre la pila de páginas manuscritas algo que pudiese cantar. En algún momento, dejaba de tocar la armónica y empezaba a cantar las letras, que él va leyendo de esas páginas pero que no necesariamente canta tal cual las lee. Bob cambia sus letras hasta el último momento. No hay otro músico que entre a la sala de grabación con un lápiz en la mano. Son páginas sueltas. Literalmente, pilas y pilas de páginas, escritas a mano, 50 o 100 páginas cada vez, amontonadas sobre la mesa. ¿Te acuerdas que él decía que “Like a rolling stone” era una especie de novela, que él tuvo que cortar para que pudiese caber en seis minutos? Yo siempre le creí. Y después de haber visto cómo trabaja, mucho más aún. El toma esas páginas y las va usando al azar, mientras toca la guitarra, el piano o la armónica y canta. Es un proceso endemoniado. No entiendo cómo puede controlarlo. Nadie trabaja como Dylan. La mayoría de los músicos entra a grabar y sus asistentes le acercan páginas impresas desde una computadora, en las que les marcan qué partes se deben cantar de una manera u otra. Y ellos nunca se salen de ese formato. Bob en cambio trabaja en torbellino. Y de allí emerge con obras maestras. Da para preguntarse por horas y horas.

Mientras eso sucede, en las pausas, uno puede oír que Bob le pregunta a Don: “¿Cuántos takes van ya? Es para partirse de risa. Ni Don puede llevar la cuenta y contesta cualquier cosa: “No sé, cinco, diez tal vez, ¿te parece bien?”

Y Dylan que dice: “OK, bueno, lo dejaremos ahí por ahora”. Dicho lo cual, desaparece. Sólo toma unos segundos, de pronto Dylan se ha desvanecido.

La sensación que recuerdo más vivamente es que yo no quería que las sesiones acabaran. Había algo muy poderoso y muy extraño en el solo hecho de estar en un mismo lugar con un tipo capaz de manejar tanto poder --un poder propio, intrínsecamente suyo.

Como digo, Dylan no habla con la gente. Durante las sesiones, de verdad que nunca habló con nadie que no fuese Don. Y eso que con Don nunca pasaba de monosílabos y exclamaciones. No había necesidad de palabras. El estudio estaba protegido por su aura. Uno se sentía, se sabía, parte de algo muy especial, único. Yo he compartido escenarios y estudios con gente excepcional, como Miles Davis, o George o Joni, pero la sensación que produce Dylan es incomparable.

En el 2000 me tocó estar en tour con Phil Lesh. Dylan y su banda hicieron algunos shows en con nosotros. De ese modo viajamos juntos por más de dos meses, de una punta a otra del país. Dylan jamás admite que haya gente cerca de él. Su gente se ocupa de ello. Simplemente, no dejan que te acerques. Si estás en un hotel, por ejemplo, no puedes ni pensar en caminar por un pasillo y cruzarte con Dylan. Ni lo sueñes. Si Dylan va a cruzar un pasillo hay gente que se asegura que nadie ocupe ese pasillo hasta que él haya pasado. Esto te muestra qué tan extremo es. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi a Bob, pero tiene que haber sido durante ese tour con Phil Lesh y su banda, en el 2000.

Yapita. Eindhoven, 1993. Dylan da un recital. Hacia el tercer o cuarto número, empieza a tocar “The times they are a-changin’”. En eso, una fan hace lo que todos hemos soñado alguna vez: se da modo de eludir a los de seguridad, llega al escenario, desplaza ligeramente a Bob del micrófono y empieza a cantar. Dylan se queda duro por unos segundos. Habrá pensado, tal vez, que esa mujer era pariente de aquel filántropo, Mark David Chapman. Pero resulta que esta mujer, Liz, puede cantar. Y se sabe toda la letra. Entonces, Uncle Bob se acerca al micrófono y le hace segunda voz. Los guardias intentan quitarla del medio, Bob los aparta y sigue cantando con Liz. Y la cosa mejora a cada segundo. Lo mejor de todo esto es que el incidente fue grabado. Y se puede ver aquí.

lunes, 13 de abril de 2009

ENTREVISTA A POLA OLOIXARAC (SOBRE LAS TEORIAS SALVAJES)

Desde su publicación en diciembre del año pasado, Las teorías salvajes, novela debut de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977), ha suscitado un variado abanico de pasiones librescas que va de las reseñas rigurosas hasta los inadjetivables ataques ad hominem (o, si se prefiere, ad feminam) pasando por las celebraciones bloggeras (“De cada tres páginas, una me divierte, la otra me sorprende y la tercera me deja fuera de juego”).
Si -como confiesa su autora- una de las búsquedas de esta “comedia filosófica” es tomarle el pulso al estado de la kultur, las disimiles reacciones a la sofisticada provocación de LTS estarían esbozando ya un mapa del Zeitgeist. Pero hay más.
Durante la semana pasada, Juan estuvo charlando con Oloixarac y aquí compartimos con ustedes los ires y venires de aquel dialogo.


Foto: Stefania Fumo


por Juan González


Recuerdo que al enterarme de la publicación de un libro titulado Las teorías salvajes mi reacción inicial fue pensar que éste habría de ser una impía imitación-Bolaño colección verano. Para colmo, era un libro de tapas rosaditas. ¿Por qué insististe con ese título?

Quizás me aproveché de que Bolaño ya está muerto y no puede tomarse un avión a Buenos Aires para venir a reclamarme un adjetivo. O quizás, ante títulos como La filosofía feroz (que trabaja el oxímoron) de un autor tan anodino como Michel Onfray, empecé a barajar que las vecindades me importan un comino. Y sobre el color de la portada, supervisé en la imprenta que fuera el tono exacto de mi bikini favorita --está documentado en mi blog.


¿Cuáles serían esas teorías que tu novela explora o discute?

En la novela hay teorías de todos los gustos y colores: hay una teoría de la memoria, de la violencia, de la cultura como especie de la violencia, de la psicología blogger, de la acción en masa, etc. Hago hablar a un aparato súper intelectual para contar cosas más bien indignas, cierto corte del mundo contemporáneo. La novela es el género que te permite todo --y lo que más me divertía, era llevar la racionalidad a niveles salvajes y violentar las jerarquías del discurso: lo que separa la teoría del objeto, lo ficcional de lo que hace el gesto "verdadero". Porque, para mí, para escribir hay que pensar peligrosamente.


Varios comentaristas creen advertir una fuerte influencia de Houllebecq en tu novela. Yo la hallo más en resonancia con David Foster Wallace, autor de implacables y delirantes mega-ficciones sobre la totalidad, donde la filosofía es, como en Las teorías salvajes, un ingrediente activo.

Bueno, me encanta David Foster Wallace, su trabajo contemporáneo con la erudición. Yo quería escribir una novela que fuera varios libros al mismo tiempo, una novela-simulacro de otros tipos de libros no novelescos pero no por eso alejados de la ficción, como el tratado antropológico, el lenguaje de programación para hackear, incluso el género memoria de la lucha armada (reciente boom editorial). Hacer entrar todo eso, y hacerlo funcionar en una comedia más bien demente. Me seduce la idea de la obra total, pero que no está encerrada, completa en sí misma, sino que se proyecta y te invade como un virus. Por ejemplo, mi novela describe la psique del comentario violento de blog, y ahora la blogósfera porteña rezuma de lo mismo que describo, como un bonus track de la novela, como una novela que sigue sumando personajes y voces, porque está abierta. Entonces me gustaría pensar que hay (que empieza a haber) una continuidad entre lenguajes escritos adentro y afuera de la red, adentro y afuera de las cabezas, y que es todo parte de una misma frase interminable. Entonces te diría que me siento en una sincro muy vertiginosa con algo inasible de mi tiempo, y que mis teorías salvajes fueron escritas desde ahí, a partir de observar como objetos literarios a Youtube, a Google Earth, a los blogs, a la educación sexual en las escuelas, a la teoría marxista leninista como clave de una aventura sexual. Y lanzarme a hacer novela (que es hacer mundo) con todas esas cosas.


Y con todos esos lenguajes zumbando a tu alrededor, trabajás la novela en dos periodos históricos distintos, pero poniendo en cuestión las continuidades consensuadas, los procesos de discurso que definen la asimilación de la experiencia al presente inestable, inasible.
En la novela hay varias historias que transcurren en tiempos y lugares diferentes: una historia que comienza en 1917 en Africa occidental, otra de chicos porteños ocurriendo ahora mismo, la historia de la narradora y su seducción a un ex montonero, las discusiones de dos académicos en los años 50 en USA, etc. La cuestión del pasado traumático forma parte de la educación (de la novela de educación) de una chica porteña, la pequeña Kamtchowsky. Pero sobre el relato de los 70s, a mí me interesaba pensar la operación mental que hace al guerrillero: cómo alguien interpreta los signos y escucha, por debajo de los signos, la voz que llama a la acción, y se lanza decidido a la batalla.
Sobre el presente inestable, vivo, activo, yo pensé la novela como un espacio atravesado por virus, carcomido por ellos, contaminado por los mismos males que sufren los personajes. Entonces, más que continuidades, me interesaba trabajar la diseminación de sentidos, que están al servicio de mostrar la crueldad de las relaciones contemporáneas, la bestialidad que subyace a los entornos más “civilizados”, y hacer comedia con ellas.

En alguna ocasión has dicho que tu lector ideal es uno “hipereducado”…

Sobre lo del lector sobreeducado, quiero hacer una aclaración. Yo digo: me interesa pensar si la literatura es un sistema de exclusión al que solamente acceden las clases educadas; en ese caso, yo iba a dirigir mi experimento político-literario para clases sobre-educadas, y buscaba el tipo de entretenimiento más apropiado para ellos. Es más un comentario sobre un estado actual de los consumos culturales que una definición sobre mi novela y su lector. Ya que estamos en el tema, yo hice experimentos, testeé mi novela con mis cobayos lectores que no eran egresados de Letras, pero sí consumidores de literatura. Mi lector es un lector de novela contemporánea.


En tu novela hay abundantes menciones a Hobbes, Wittgenstein e incluso una gata llamada Montaigne, ¿quiénes serían los autores o los libros que te hacen posible escribir Las teorías salvajes?

Bueno, me gusta mucha gente, pero no me importa si están vivos o muertos, si hacen filosofía o literatura o qué. Esas son convenciones que poco tienen que ver con la escritura. Me gustan Elfriede Jelinek, Martínez Estrada, Nabokov, J.J. Rousseau, Daniel Link, A.M. Homes, Sloterdijk, Lugones, Hobbes, Flaubert, V. Woolf, Nietzsche, Mariana Enríquez, Proust, Sarmiento, Olga Orozco, Charlie Feiling, Santiago Llach, Marosa di Giorgio, Mario Bellatín, y naturalmente amo a Borges, que es terriblemente cruel y divertido.

¿Cuál es la anécdota que te moviliza a escribir LTS?

Creo que, en el verano de 2005, simplemente no podía pensar en otra cosa que en escribir esta novela, me empecé a encerrar más y más, y me di cuenta de que hacía tiempo la parte de mi cerebro que trabaja silenciosa venía obsesionada con ella, aunque no sabía (no podía saber) que era una novela. Me divertía la idea de pensar en un yo femenino como se diseña una estrategia de guerra. Quería escribir con los dos ojos puestos en el mundo, terrible y moviente, en las relaciones invisibles que hacen que el mundo gane cohesión. Un elemento decisivo y maravilloso fue mi amistad con Maxine Swann [novia de Martín Sivak, autor de Jefazo]. Conversando con ella, me propuse diseñar un lenguaje que funcionara como un entramado donde convivieran multitud de registros y sentidos, que expresara cierto estado de la cultura. Escribir era mi método para razonar toda una matriz de violencia, desprecio, impostación intelectual y crueldad que nadie describía, y que sin embargo todos de alguna manera expresaban. Fue como un brote de paranoia, pero organizado moralmente: yo quería entender, como Facundo (de Sarmiento), “la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas” de mi tiempo.


Pero vos no invocás la sombra de Facundo. ¿Se podría decir que tu invocación es algo como: “Sombra de Santucho, voy a violarte”?

¡No! La idea de la violación me parece horrible. Ya bastantes violaciones hay para tener que traerlas a una charla sobre libros. De hecho, creo que se pueden hacer cosas mucho más violentas, a nivel crítico, que no pasan por hacer hablar al pasado, sino con desplazar su lógica interna a otros ámbitos, y ver qué pasa. Es como un experimento mental. Yo tomo una máxima del marxismo leninismo (la idea de que hay que provocar un golpe de estado porque cuando el Estado muestre toda su violencia, las condiciones de la revolución estarán dadas) y la llevo a un terreno diferente: una estudiante que cree interpretar “los signos” debajo de las palabras de un profesor (al que se refiere como el Viejo) y decide radicalizar la teoría en una extraña aventura sexual. Eso me ayuda a pensar la lucha armada como un capítulo de la educación universitaria de cierta clase social, y como un entramado complejo de libido y locura intelectual. Me parece que el efecto es mucho más espectacular cuando lo que decís ilumina una zona a la que nadie quiere mirar, porque los ensucia. En este caso me refiero a cierta cultura de izquierda que le rehúye a la autocrítica y acepta el rol heroico que le endilga el Estado, que lo utiliza políticamente. Son cuestiones revulsivas, que algunos quizás tomen como la violación de algo sagrado. En Argentina, la academia reaccionaria (retratada en la novela) ha llegado a pedirme que me retracte de mi novela. O sea que la novela, a nivel crítica política, funciona y bien que lo hace, porque se pusieron como locos! (risas).


Algo que me gusta mucho de Las teorías salvajes es el tamaño de su esperanza, su ambición enciclopédica. Hoy, la mayoría de los escritores jóvenes manifiesta no tener ningún interés en la Gran Novela, en los “grandes temas”. Prefieren explorar sus pequeñas parcelas de intimidad, el barrio, etc.

Personalmente, creo que el fin de la gran novela, como el fin de la historia, son cosas que no resisten análisis. Pensá que la doctrina del “fin de la historia” viene de un tipo como Fukuyama, y es en sí misma un relato pro-imperialista donde Estados Unidos representa la utopía realizada (por eso la historia termina: ya llegamos chicos, ahora ocúpense de pasarla bien y hacer guita). Y, aunque se trata de un discurso totalmente útil para la cultura del capital, la izquierda cultural se lo apropia porque ella misma ha llegado a una zona de confort donde tampoco le interesa cuestionarse cosas, y aunque el presente no es la utopía que imaginaban en su juventud, les basta con canturrear todos juntos estribillos bienpensantes, como si eso bastara para exorcizar los problemas reales (que por supuesto siguen existiendo y cada vez son más densos).

Como tema cultural, el fin de los grandes relatos me parece más un truco publicitario de esa misma desidia. Le quieren hacer creer a los chicos que escriben que tienen que contentarse con narrar su depto de 2x2, para que los suplementos literarios puedan seguir repitiendo las mismas tonteras y nadie tenga que ponerse a entender algo nuevo. En general, la gente deja de estudiar y de interesarse por lo nuevo después de los 50, entonces tenés que esperar a que se mueran para que empiece a haber un poquito de aire fresco. En mi país, creo que se trata de una herencia que combina bien la liviandad de los 90s con la paz mental que brinda el progresismo.


De todos los nombres que mencionaste antes, al azar: ¿Qué te interesa en Sloterdijk y en Martínez Estrada?

De Sloterdijk me encanta cómo piensa, su arte para crear conceptos y organizar un mapa de ideas que siempre es estimulante.

De Ezequiel Martínez Estrada, creo que es la mejor prosa de mi país, era un escritor ambicioso a quien, además de escribir bonito, le interesaba establecer relaciones fuertes entre pensamiento, literatura y verdad. O sea, no es todo un jueguito de clases altas que juegan a la orfebrería caligráfica: Martínez Estrada toma la posta de Sarmiento, y el espanto lo lleva a escribir cosas maravillosas que arrojan todo un juego de luces y sombras sobre el ser nacional.

Y sé que la nacionalidad está pasada de moda, que todos ahora pensamos “transnacional” y qué sé yo, pero lo nacional es un relato que se sigue construyendo, y mucho más en países como los nuestros. El discurso de lo transnacional celebra la aparición de otro tipo de uniones, y configura una especie de arcoíris de Benetton de la diversidad: están representados no los países, sino las etnias, los gays, las tribus urbanas, barriales, de inmigrantes, etc. En definitiva, sigue siendo la agenda académica de lo que interesa a Estados Unidos: aunque a Beatriz Sarlo le interese leer la literatura argentina contemporánea en términos de etnografía, los que hacen etnografía son los yankis. Y nosotros funcionamos como colonias temáticas de donde sale la materia prima para alimentar la curiosidad antropológica del Imperio.


Una de las historias de la novela sigue a unos chicos que quieren hackear Google Earth. Esa historia sería como la continuación por otros medios de la historia de la estudiante que seduce al profesor y también de la cuestión del relato montonero. Hackear: interceptar códigos cifrados y volverlos contra la matriz que los administra.

Un hacker es un lector peligroso, ¿no crees? (Wittgenstein, Spinoza, Joyce, Borges: todos hackers).

Sí, me encanta esa idea: el hacker es un lector crítico de la tecnología. Además es interesante pensar que se trata de la misma actitud mental para relacionarse con lenguajes, como si hubiera una continuidad entre esos lenguajes: el lenguaje de la cultura, que te programa para ser de determinada manera, y el lenguaje de la programación, que organiza tu interfaz con el mundo. Yo tengo una experiencia muy cercana de estos mundos, mi esposo se dedicó al hackerismo muchos años (aclaro: ahora es un chico muy legal) y nuestros amigos también. Tanto el hacker como el lector crítico trabajan con lenguajes y lo hacen movidos por el conocimiento y las ganas de entender las cosas más allá de lo que aparentan. El lector crítico es experto en hacer ingeniería reversa (que es el corazón teórico del hackear) sobre los conceptos y las situaciones que te rodean.


El ámbito de la facultad de Filosofía y Letras lo conocés muy bien, has estudiado ahí, sabés de lo que hablás. De alguna manera podías prever algunas reacciones.

Sí, quizás el libro escandaliza porque está escrito por una mujer, al punto que han llegado a pedir que me retracte públicamente. Pero también está el tema de que los escritores de mi generación no se meten a hacer crítica sociológica frontal, aunque sea en formato de comedia. No porque el tema les sea ajeno, sino porque tienen otras estrategias para pensar lo social (que, en mi opinión, van más por el lado de pensar la literatura como terreno utópico donde la inclusión social es posible). En ese sentido, creo que si el autor de Las teorías salvajes hubiera sido un hombre, también hubiera recibido reacciones fuertes, aunque puedo estar segura de que nadie se hubiera quejado porque la voz narradora sea más bien cruel. De los hombres, la crueldad es esperada, hasta bienvenida: pero cuando la que escribe es una mujer ponen el grito en el cielo. Y es absurdo, porque nadie narra mejor la crueldad que una mujer, justamente porque una mujer conoce bien la vulnerabilidad. Pienso en Elfriede Jelinek, Flannery O’Connor.

La transgresión no pasa por la facultad, sino por cuestionar un estado de cosas que nadie pone en discusión, y que tienen que ver con la cultura “progre” argentina, la clase media bienpensante.


¿Hay alguna posibilidad de redención para Pabst, para la pequeña K.?

En el final, hay algo mejor que la redención: hay intervención política sobre la representación e instrucciones para hackear Google Earth!!! (pero no pongamos esto, no contemos el final!)


Decís que te divertía la idea de pensar en un yo femenino como se diseña una estrategia de guerra, perdón pero yo no le veo nada de divertido a ese programa.

Me encanta la idea de tomar cosas y ponerlas a trabajar en un lugar inesperado, pero que trabaja un espacio imaginario capaz de indagar sobre lo real. Fijáte que la idea de la seducción está llena de connotaciones muy violentas: no sé como será en Bolivia, en Argentina cuando una chica gusta mucho se dice “a ésta la mato”, “a ésta le rompo todo”. Hay una idea del deseo femenino -que viene de los hombres- que la mujer está ahí para recibir una estocada, que te provoca, te provoca y de repente, cuando no podés más, te le tirás encima y pum, la matás. Esa idea del gran sexo como ese momento de expansión absoluta pone en juego cierta fantasía violenta que el hombre ejerce sobre la mujer; la máxima eclosión será cuando el hombre no aguante más y se le tire encima -porque ahí es también donde más va a gozar ella. Bueno, ¿y qué pasa cuando una mujer busca eso? Pretender seducir con premeditación implica entonces diseñar una estrategia de guerra; a eso sumále que allí donde debería aparecer el placer, aparece el imperativo marxista-leninista.


Insistís en calificar a tu novela como entretenimiento. ¿Por qué?

Que la novela sea entretenida es la base para dialogar con el lector, para ofrecerle tu amistad. Yo quiero que se diviertan, y si quieren ver el trasfondo sociológico lo vean, y si no que la pasen bien igual. Por otro lado, creo que es difícil hacer pactos con lectores jóvenes sin incluir un ingrediente fuerte de entretenimiento. Hacer comedia me parece el lenguaje más fresco para hacer crítica sociológica, para reflexionar sobre las cosas que damos por sentado y darle una buena patada al tedio neblinoso de la corrección política.


¿Con qué autores contemporáneos te sentís en sincro?

Aspiro a estar en sincro con Stravinsky y con San Agustín algún día.