sábado, 2 de febrero de 2013

Índice de Vértigos, Antología del cuento fantástico boliviano

Tras arduos meses de lectura, relectura y cuidadosa selección, el comité organizador tiene el honor de hacer pública la lista definitiva de los relatos y microrrelatos que conformarán Vértigos, antología del cuento fantástico boliviano, libro que será publicado en agosto de 2013 por la editorial El Cuervo. El comité, conformado por Fernando Barrientos, editor de El Cuervo, Daniel Averanga, Iván Prado y Guillermo Ruiz Plaza, trabajó desde agosto de 2012 compilando y seleccionando material ya publicado; desde noviembre, además, realizó la lectura y selección de los ciento diez relatos que, generosamente, enviaron a la convocatoria participantes de todo el país y bolivianos residentes en el exterior. El proceso contó con seis cribas selectivas y el comité  trabajó en función de cuatro criterios, a saber: 1) la pertenencia al género fantástico moderno, 2) el manejo de los resortes narrativos y el lenguaje, 3) cuidado y acabado del relato, 4) originalidad. En total, son treinta y dos cuentos los elegidos y estamos seguros de que responden a las exigencias de esta antología, que, como su nombre indica, pretende reunir lo mejor y más granado de la producción boliviana actual dentro del cuento fantástico. Gracias a todas y a todos por su participación y entusiasmo. Ahora solo queda esperar la llegada de los Vértigos mejor escondidos de la literatura boliviana:

I.                   Identidades

1. “Nocturno nervioso”, Manuel Vargas
2. “Uno”, William Camacho
3. “Autorretrato”, Giovanna Rivero (microrrelato)
4. “Simetría”, Blanca Elena Paz
5. “Alma mala”, Adolfo Cárdenas

II.                Percepciones
1.    “Los otros”, Edmundo Paz Soldán
2.    “Los días”, Fabiola Morales
3.    “El dedo de las nubes”, Jaime Nisttahuz
4.     “Posibles revelaciones sobre la Semana roja”, Daniel Averanga
5.    “Cochabamba”, Edmundo Paz Soldán (microrrelato)
6.    “Palabras sacan palabras”, Pedro Shimose

III.             Apariciones y sueños
1.     “El con caballo”, Manuel Vargas
2.     “El sueño”, Elías Ghosn
3.     “El aire de las montañas”, Pedro Rivera
4.    “En el parque”, Emilio Martínez

IV.             Seres y poderes
1.    “Los motivos de Laura”, Dante Gorena
2.     “El ángel”, Homero Carvalho (microrrelato)
3.    “Incertidumbre”, Iván Prado Sejas
4.     “¿No quieres acompañarme?”, Jaime Nisttahuz
5.     “Ocho días”, Edgar Guery Quispe Durán 
6.    “Alquimia”, Ana Rosa López (microrrelato)
7.     “Pequeño cordero en la colina”, Liliana Colanzi

V.                Metamorfosis y bestiario
1.    “Una historia de amor o las muertes de Montreal”, Luis Daniel Iturralde
2.    “Evolución”, Homero Carvalho (microrrelato)
3.    “Inquietante espera”, Ayda Ruth Carrillo
4.    “Zoología fantástica” (selección), María Soledad Quiroga (microrrelato)
5.    “Sombras de verano”, Guillermo Ruiz Plaza
6.    “Final de un oficio”, Alfonso Murillo
7.     “Un ciclo de vida efímero”, Mariana Ruiz (microrrelato)
8.    “La señora”, María Soledad Quiroga
9.    “Contraluna”, Giovanna Rivero

martes, 8 de mayo de 2012

Peleadores muertos

Picado muy temprano y para siempre por el bicho de la literatura un autor de la casa, Maximiliano Barrientos, acaba de recuperarse de la picada del aedes aegypti, transmisor del dengue. En su recuperación, Maxi escribió este texto breve en el que saluda y despide a uno de sus ídolos, Mike Bernardo, sobresaliente exponente del kickboxing y ramas afines y se pregunta por lo que se pregunta un peleador.
Por Maximiliano Barrientos
a Mike Bernardo (1969-2012)

Estaba enfermo y escuchaba, insomne, la radio en el cuarto. El mundo estaba vacío en esas horas. Un hombre, como todas las noches, trotaba alrededor de la cuadra. Cerré los ojos e imaginé su corazón, un corazón distinto al mío, que latía con rabia, con vitalidad. Las canciones eran viejas, pertenecían  a la generación de mis padres. Todo lo que quisimos decir estaba ahí, en esas letras directas y duras y sencillas. El corredor y yo estábamos unidos por el mismo número de preguntas. Por los mismos miedos. Por esos pequeños momentos de lucidez en los que descubrimos que nunca volveremos a ciertas tardes de los años 90, pero igual buscamos como perros eso que quedó diseminado en el aire.
            Me envolví en una frazada y salí a la calle. Esperaba verlo pero esa noche no tuve suerte. El corredor ya se encontraba lejos. Me senté en la acera y vi la silueta de uno de mis vecinos mirando televisión. Eran las dos o las tres de la mañana, tenía fiebre. La otra noche no había podido dormir porque entre los delirios sentía que mis dedos caerían a pedazos. Esa noche era más tranquila, el dengue había bajado la velocidad, pero tenía el cuerpo empapado de sudor. Devoraba paracetamoles como si fueran caramelos. Me gustaba la lentitud de mi cerebro. Todo ese espacio que ocupaban los pensamientos, se movían lentamente echando luz, abriéndose paso como camiones pesados. Estaba solo ahí y pude estar en cualquier otra parte del mundo y hubiera significado lo mismo. Cargaba conmigo la pequeña radio que se empecinaba en pasar canciones de José José. Hacía algunas semanas se había suicidado Mike Bernardo, un peleador sudafricano que tuvo sus años de gloria en K-1. Se había quitado la vida luego de una ardua lucha contra la depresión. ¿Los peleadores se matan? ¿Los peleadores en algún momento confunden el camino? Hasta entonces pensaba que ellos, a diferencia de los escritores, tenían las cosas más claras, pero Mike Bernardo había contradicho esta idea al quitarse la vida en su residencia de Muizenberg. Joe Frazier también había muerto hacía unos meses, pero él, a diferencia de Bernardo, perdió una pelea contra el cáncer hepático y no contra la vieja tristeza, contra el zumbido en la cabeza. Mientras estaba afuera envuelto en una frazada recordé una pelea emblemática que Bernardo tuvo con Andy Hug en 1996. Hug era otro que había muerto a causa de una leucemia a mediados de 2000, esa noche estaba rodeado por peleadores muertos. Hug había perdido en otras ocasiones contra Bernardo porque este era más fuerte, pero esa vez lo que hizo Hug fue una de las cosas más inteligentes que he visto en un combate: lo debilitó sistemáticamente atacándolo en la rodilla mala, hasta que Bernardo simplemente se derrumbó y no pudo seguir. Esa noche, ardiendo en fiebre y aguardando que pasara el corredor, pensaba en viejas peleas. Pensaba en lo que hace un peleador cuando regresa a su casa después de perder o ganar. Pensaba en esos primeros minutos a solas, en la ducha, cuando la adrenalina comienza a bajar y el mundo real con todo su frío, con toda su bulla, con toda su frivolidad entra en el cuerpo. 

martes, 1 de mayo de 2012

Daniel Johnston x 2


Hola, cómo están. En esta casa somos fans de algunas cosas. Somos fans, por ejemplo, de Daniel Johnston: compositor, ilustrador y leyenda viva. Artista de culto, célebre psicótico, un friki de nuestro estilo. En este doble post (que marca, al fin, nuestro retorno blogeril) dos auteurs maison, doblemente afortunados, reseñan dos recientes conciertos de Johnston en España: primero Liliana Colanzi nos cuenta su experiencia en Madrid (La Casa Encendida) y le saqueamos al suplemento cochala La Ramona  este texto de Javier Rodríguez que cuenta lo que presenció en Barcelona (Sala Bikini). Nos vemos pronto.
EL PARQUE PSICÓTICO DE DANIEL JOHNSTON
por Liliana Colanzi

Solo diré que, el verano antes de cumplir los dieciocho años, atravesé una mala racha. Solo diré que mi cabeza estaba hecha un lío, que una cosa llevó a la otra y que todo acabó con mis padres yendo a buscarme a la Policía Técnica Judicial en medio de la noche. Solo diré que terminé con un diagnóstico que apuntaba a una forma leve de trastorno bipolar –la ciclotimia— y la sugerencia de que debía tomar litio. “Lithium” era, curiosamente, el tema de Nirvana que podría haber resumido mi adolescencia: “Soy tan feliz porque hoy encontré a mis amigos: están en mi cabeza”. Aunque yo no lo sabía por entonces, “Lithium” era también el desolado himno de una generación que se quedó fuera de la fiesta durante los años del derroche neoliberal.
En fin: yo nunca tomé litio. En cambio, guardé durante mucho tiempo una foto clásica de Kurt Cobain, aquella en la que se enfrenta a la cámara con la mirada dolorosa y la mano levantada en un gesto que, más que saludar, parecería estar intentando detener la avalancha de la fama que lo llevaría a volarse la cabeza en 1994.
Pero lo que importa aquí no es Cobain, icono de un periodo funesto que ha dejado trazos de una nostalgia enfermiza en mi ADN. Lo que importa es lo que lleva puesto en esa foto el ídolo del grunge: una camiseta con la imagen de una rana extraterrestre de largas antenas y ojos candorosos que dice “Hi, How Are You”, firmada por un tal Daniel Johnston, un artista –me enteraría con más de una década de retraso- a quien Cobain admiraba.
Y aquí es donde debería haber comenzado este relato. Porque la semana pasada, gracias a la generosidad de un amigo que me consiguió uno de los 600 tickets que desaparecieron en cuestión de un par de horas de la taquilla de La Casa Encendida, pude ver a Daniel Johnston en concierto en Madrid. 
Llegué a la obra de este artista maniaco depresivo a través del fantástico y conmovedor documental de Jeff Feuerzeig, El diablo y Daniel Johnston (2005), ganador de un premio en el festival de Sundance y responsable en buena medida de la renovada popularidad que ha gozado Johnston en los últimos años. Después de tres décadas de frecuentar hospitales psiquiátricos y de soñar con ser más famoso que Los Beatles, Johnston sigue siendo el mismo niño-joven que a mediados de los ochenta incendió el circuito musical underground de Austin (Texas) con la honestidad hiriente de sus canciones, al mismo tiempo que lo aterrorizaba con sus excentricidades. Es cierto que su fragilidad adolescente ha sido reemplazada por la enorme barriga y los cabellos blancos y revueltos de un Papá Noel psicótico, pero nada ha cambiado de la cruda inocencia, el desamparo, el horror diabólico y la belleza infantil de su mundo de monstruos, superhéroes y amor no correspondido. 
 
Ver a Daniel Johnston en vivo es una experiencia que angustia, emociona e inquieta por partes iguales, porque el cantante parece estar siempre a punto de derrumbarse. Empieza la noche en solitario con un apesadumbrado “Lost in My Infinite Memory” (“Los amo a todos, pero me odio a mí mismo”), ayudándose con un cartapacio; este Peter Pan de 52 años es incapaz de recordar las letras de sus propias canciones. Le siguen las desgarradoras y tragicómicas piezas de amor “Mask” y “Fish”, que canta en gemidos, peleando con su guitarra y con la mirada perdida ante un público todavía cohibido. Luego, para alivio de todos, se le une el resto de la banda y vienen “Sweet Heart”, “Silly Love” (“He llegado hasta aquí y esta vez lo voy a lograr/ Tengo el corazón roto y no puedes romper un corazón que ya está roto”) y “Speeding Motorcycle”, todo un himno de amor al rock y a la libertad interpretado desde la frontera de la locura (“La carretera es nuestra/ Vamos un poco más rápido/ Porque no necesitamos razón y no necesitamos lógica”).
El público finalmente se relaja --ahora está claro que Johnston no va a estallar en llanto en el escenario-- y le aplaude con una mezcla de fascinación y ternura. Johnston es el niño impertinente o el loco entrañable que canta con la intensidad y la frescura que ha perdido el mundo de los adultos. Desafina, se enreda  con los cables del micrófono, confunde dos veces la salida del escenario. El brazo izquierdo le tiembla como si hubiera metido los dedos en el enchufe, pero la está pasando bien. Hay, por supuesto, un alto componente de morbo en el espectáculo, y esto es algo que no se le escapa a Daniel Johnston. “No tengo amigos/ excepto toda aquella gente/ que quiere que les haga monerías/ como un mono en el zoológico”, cantaba allá por 1981, antes de que empezaran sus  tropiezos por los hospitales psiquiátricos. 
El aura que le rodea a veces impide recordar que la locura no tiene nada de glamoroso. A pesar de su talento, la carrera de Johnston implosionó por causa de varios episodios psicóticos, como el penosamente célebre incidente en el que, después de un concierto en Austin, Johnston tiró por la ventanilla las llaves de la avioneta que pilotaba su padre creyendo que se había convertido en el fantasma Gasparín; se salvaron gracias a la pericia de su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial. Saboteó la mejor oferta laboral de su vida al negarse a firmar con Elektra cuando se enteró de que se trataba del mismo sello que representaba a Metallica, banda a la que consideraba satánica. Las 500 canciones que ha compuesto para Laurie Allen –la chica a la que persiguió obsesivamente el año que estudió en la universidad de Kent, y que nunca le correspondió— pueden entenderse como un desmesurado tributo amoroso, pero también como una sofisticada versión de la venganza: “Si no puedo ser un amante, seré una plaga”, anuncia Johnston en “Grievances”.
La muestra de sus dibujos, que se inauguró en La Casa Encendida dos días después del concierto, da cuenta del tortuoso mundo interior del artista. Allí encontramos interpretaciones de sus personajes favoritos de cómics como el capitán América (la personificación del valor y la bondad) y el fantasma Gasparín (símbolo de pureza), junto a creaciones propias que oscilan entre lo cómico, lo naif y lo siniestro: la rana Jeremiah, (su marca registrada), el Villano (un monstruo de varios ojos que parece una versión corrupta y adulta de la rana Jeremiah), el ojo alado (metáfora de la muerte) y el mismísimo Demonio.
Kathy McCarthy, la cantante con la que tuvo una fugaz relación en 1986, dijo que le tomó un par de semanas darse cuenta de que había algo en Johnston “que no era ni angelical ni puro ni infantil ni inocente ni hermoso”. En en el dibujo titulado “Bienvenido a la entrada del infierno”, un hombre despierta en su cama para encontrar a una gigantesca y amenazadora mujer desnuda, mientras el omnisciente Ojo de Satán espía por la puerta; el Boxeador con el cráneo abierto y una tremenda erección se enfrenta al Villano, sabiendo que va a salir derrotado. Y sin embargo, en esa muestra también está un Daniel Johnston que no ha perdido el sentido del humor a pesar de sus continuas excursiones por el lado oscuro. En “La verdadera historia”, una ilustración de 1988, vemos a Gasparín cercado por las llamas. El fantasma amistoso, ese que tiene un pie en el mundo de los vivos y otro en el más allá, ha perdido la batalla contra el demonio. Pero incluso en sus momentos finales no renuncia a su pureza. “Él sonreía en medio de su infierno personal”, escribió Johnston sobre este dibujo, y pensé que no podría haber encontrado un epitafio más acertado para sí mismo.
Pero no matemos todavía a Daniel Johnston. Ahora mismo está más vivo que nunca, de gira por España, mientras sus dibujos se venden a través de su website y sus álbumes circulan en casetes grabados artesanalmente. Canciones suyas han sido interpretadas por Teenage Fanclub, Beck, Tom Waits y Mercury Rev, y bandas como The Flaming Lips, Spiritualized, Sonic Youth y Yo La Tengo le rinden tributo. Johnston vive medicado (toma grandes cantidades de litio para contrarrestar el high que le producen la comida chatarra y las gaseosas), pero la lucidez de sus canciones nos hace, cuando menos, cuestionar nuestra propia cordura. “A veces no estoy seguro de que alguien tenga derecho a decir quién está loco y quién no”, dice un personaje de Faulkner en esa bella y delirante novela que es Mientras agonizo. “Es como si no importara tanto lo que un tipo hace, sino la forma en que la mayoría de la gente lo está mirando cuando lo hace”.
Todo indica que Johnston no será más famoso que Los Beatles, pero sus canciones les hablan al oído a aquellos que han hecho de la inmadurez una trinchera y un espacio para la creación sin filtros, a aquellos que ven en el arte –incluso, o especialmente, en el de un loco— esa llama que se niega a consumirse (el concierto terminó con la destemplada y certera “True Love Will Find You in The End”). El universo de Johnston no se parece al salón claustrofóbico, solipsista y desesperanzado que acabó con Kurt Cobain, sino más bien a un parque de diversiones en el que la montaña rusa puede convertirse en cualquier momento en la casa del terror. Y Daniel Johnston, como todo niño travieso, sigue dispuesto a subirse una vez más a la rueda de la fortuna, aunque no baje con los brazos y las piernas en los lugares correctos.
 

Canciones de inocencia y experiencia
por Javier Rodríguez Camacho
 
Estiras la cabeza sobre un mar de smartphones y te quedas con dos imágenes. Una guitarra diseñada por un esquizofrénico, con el clavijero incrustado donde debería estar la caja de resonancia, como si la línea de montaje fuese una sandwichera y las últimas dos guitarras hubiesen quedado adheridas, produciendo un instrumento tal vez inservible para un músico ordinario, pero también uno de esos hermosos accidentes que nadie excepto la naturaleza sabe explicar. La otra le será familiar a cualquiera que haya visto “This is Spinal Tap”. Un músico despistado que intenta abandonar el escenario por el lado equivocado, dando con una pared donde esperaba encontrar su camerino. Así fue el concierto de Daniel Johnston el pasado 19 de abril, en la sala “Bikini” de Barcelona. Un poco patético pero también único, conmovedor aunque difícilmente la clase de experiencia que uno quisiera conservar en su repisa de conciertos históricos. Un encuentro, en verdad inusual en estos tiempos, con la expresión desnuda y original del alma humana; un vistazo privilegiado al mundo interno del tan genial como desastrado Daniel Johnston.

Hay varias formas de afrontar la obra de Johnston, quizás la más piadosa de ellas sea la que lo ve como un niño grande, que disfruta mucho poder difundir sus dibujos y canciones a pesar de sus problemas psicológicos. La alternativa catastrófica no se corta al describir a Johnston como un freak al que explotan los familiares más maquiavélicos del mundo. Lo concreto es que a pesar de que se queja por sufrir el trajín trasatlántico y admitir que la pasa mal enfrentando a tantos desconocidos solo sobre el escenario, no cabe duda de que Johnson quiere hacer esto. El que conozca un poco la producción del norteamericano sabe que este tiene mucho que decir, además de ser dueño de un talento que ni los fármacos ni el trastorno bipolar, ni la edad o la religión, han conseguido doblegar. Si existe la obligación de compartir con el mundo las creaciones de uno de los compositores vivos más brillantes, a pesar de su estado de salud, o si los grandes beneficiarios del negocio son los apoderados legales de Johnston, es algo que no podemos determinar con certeza. Pero los dilemas morales no vienen al caso. El asunto es comprar entradas antes de que se agoten, ir a la sala temprano, hacer cola y aguantar a los teloneros con tal de estar en primera fila. Y así lo hizo un público heterogéneo, en el que asomaban hipsters, fanáticos reverentes (como una fan a la que le cambió la semana enterarse a dos horas del show que tenía entrada a pesar del sold-out) y curiosos de todo tipo.

Si algo sorprende en la última gira europea de Johnston en casi siete años (pasó por Inglaterra un par de veces, pero desde 2005 no visitaba tantas plazas continentales), es la falta de aspavientos. Ni una sola cancelación, abandono repentino o colapso nervioso precedía el show en Barcelona. Daniel Johnston se mostraba amable y en forma, arropado por una banda local y prodigando temas clásicos, si no feliz por lo menos satisfecho. De hecho, así se lo ve los primeros segundos que pisa el escenario, ovacionado mientras pelea por abrir una botella de agua y acomoda su cancionero en un atril. Pero todo cambia de repente, cuando abrazando una guitarra eléctrica tan peculiar que parece un juguete diseñado por él mismo, comienza el mini-set solista con el que abre las presentaciones de esta gira. Lo que tenemos frente a nosotros corta el aliento, nadie jamás estuvo tan cerca de expresarse a través de un instrumento como Johnston tocando “Lost in my infinite memory”. Claro, un compositor puede ser mucho más eficiente al ensamblar sus ideas para que las interprete una orquesta, pero hay mucho artificio y técnica mediando en ello. En cambio, las manos de Johnston sobre el cuello de la guitarra, más que marcando los acordes, rasguñándolos, apretando la guitarra de la forma en que pensaba le sacaría un sonido que pudiese aproximarse a lo que tenía en su cabeza, dibujando con ese tumulto el mismo dolor y emoción que se veían en su rostro… un psiquiatra podría analizar esos gestos con la transparencia con la que interpreta los garabatos de un niño que decide dibujar a su papá más grande que su mamá o ponerle colmillos al sol. En un artista, esto es inapreciable.

Si el poder que tiene la pureza de las canciones de Johnston a veces puede llegar a abrumar, desarma tenerlo cantando a unos pasos. El californiano tiembla tanto que no consigue acertar los acordes en la guitarra, se traba al intentar tocar las cuerdas, cuesta creer que la esté pasando bien. Antes de que termine la segunda canción uno piensa que nadie merece sufrir así en público, que tampoco se puede disfrutar de esto como espectáculo. Por fortuna, y aunque Daniel Johnston nunca ha sonado del todo bien cuando se lo mezcla con una banda de rock al uso, alivia ver que un trío (guitarra, bajo y batería, más puntuales aportes de teclado) lo acompañará el resto del concierto. Se nota que casi no han ensayado juntos (hay momentos en los que la banda opaca las partes vocales, obligando a Daniel a gritar), Johnston sigue temblando y se lo percibe contrariado, pero interactúa con el público (responde a los “I love you” imitando a Elvis, al fan que reclama por “Speeding motorcycle” le pide que espere un poco, se sorprende por el nombre de la sala) y hasta confiesa sentirse seguro con el respaldo de una banda. Es lo más parecido a un concierto de rock que Daniel Johnston puede dar. Es también lo más cerca que estará de cumplir su sueño de ser un músico famoso, tocando sus hits más celebrados para un público devoto.
Muy en la línea del guion “sin sobresaltos” de la gira, el set rockero de Johnston se las ingenia para saludar lo mejor y más conocido de su obra: “Casper the friendly ghost”, “Speeding motorcycle” y “Devil town”, fijando la brújula en “Fear yourself” (2003), producido por Mark Linkous –un tipo que, tal vez por sus propios problemas mentales, entendía bien a Johnston– y lo mejor que ha funcionado el norteamericano con una banda de respaldo. Es cierto que se pierde una dimensión al reducir a Johnston al rol de vocalista, cosa dolorosamente notoria en una “True love will find you in the end” que es cantada casi sin sentirse, sirviendo como bis y cierre del show. Un poco como el Bob Dylan adulto que por ya no romper más las bolas accedía a tocar “Like a rolling stone” a las patadas –aunque a Johnston se le perdona el ya no querer (o poder) mirar ese viejo amor no correspondido hoy con la misma intensidad que ayer. Pero el evocar canciones y emociones con nitidez no es lo que hace único a Johnston. Su mérito está, por un lado, en tomar la cultura pop norteamericana como material, aproximándose a lo que artistas como William Eggleston y teóricos como Susan Sontag postularon en los setenta, con las armas del comic under (aunque bañado de inocencia allí donde campeaba la perversión à la Crumb). Pero también en su dominio total de la canción pop como forma, al punto que –obviando la distribución masiva y accesibilidad temática– su obra compite con la de Leiber y Stoller, Doc Pomus o Holland, Dozier y Holland. Y para decir esto no hace falta conjeturar, pensando “podría haber sido un Syd Barrett/Brian Wilson”, pues los comics y casetes siguen ahí como testimonio de lo que Johnston lleva décadas haciendo.

Así cerró un concierto que dejó esa especie de sabor agridulce que poseen muchas de las composiciones de Johnston.
¿Cuál es la diferencia entre “Only love can break your heart”, “I’ll never fall in love again” o “You’ve got to hide your love away” y “Speeding motorcycle”? Sí, que la que mejores metáforas usa es la que más lejos está del cancionero clásico. Pero también hay que recordar que mientras Young, Bacharach o Lennon estaban procesando conscientemente un sentimiento, Johnston lo exudaba. Esto para bien y para mal, pues así como se permitía componer sin cortapisas formales o de estilo, también se pasaba semanas encerrado mientras pensaba que sus vecinos eran vampiros de verdad. Si el anti-folk se jugó por una estética lo-fi de forma explícita, el amateurismo en Johnston está casado sin remedio con el contenido de su obra. Pasa lo mismo con el calculado infantilismo de Jonathan Richman –por dar un ejemplo–, que seguro no se queda “en personaje” cuando va al supermercado o regaña a sus hijos. Con Johnston esa frontera no existe. Ahí reside el vértigo de su obra.

Hace algunas semanas Mario Vargas Llosa escribió un texto tan reaccionario como sus opiniones políticas, en el que expresaba su preocupación por la aparente fusión de la cultura y el entretenimiento. Es muy fácil ver que se trata de las quejas de un señor mayor al que leer los tiempos ya no se le da como antes (dicho en fácil, un viejo choto), pero acertaba al penalizar ciertos intentos de hacer “arte” sin un sentido de la historia. Sin embargo, esa apología por una heurística del arte, margina las innovaciones alienígenas de tipos como Harry Partch, Wild Man Fischer o R. Stevie Moore. O del propio Daniel Johnston. Claro que, así como podemos rastrear a los Beatles y a los Butthole Surfers en el sonido de Johnston, también podemos discutir que lo suyo en rigor no es entretenimiento. Tampoco se puede esconder el papel que juegan los problemas psicológicos en su faceta creadora. ¿Cuánta distancia hay, al final, entre el señor que se planta todos los días en una parada de metro para cantar arias a un público invisible y el Johnston que no quiere jugar cartas con el diablo? La inocencia y lo pop han sido sustituidos por una morbidez, por la proximidad de la muerte, en las últimas composiciones del californiano, y viéndolo sufrir sobre el escenario, es imposible no preguntarse si hay algo de explotación en esto. Pero hay tan pocos compositores vivos capaces de encogerle a uno el corazón con cosas como “The story of an artist”, que lo único que puedo decir, para mitigar el sentimiento de culpa, es que no vuelvo a escuchar outsider music. Bueno, por lo menos no en vivo.

martes, 10 de abril de 2012

Los mercaderes del Che y otras crónicas a ras del suelo - Prólogo

El jueves 12 de abril presentamos el segundo título de nuestra colección de no-ficción Nueva Crónica (nuestro décimo tercer libro) Los mercaderes del Che y otras crónicas a ras del suelo de Álex Ayala. Como adelanto compartimos el prólogo escrito por el periodista Fernando Molina.

El hombre con el contador Geiger

por Fernando Molina

En los márgenes de toda “gran historia”, de esas historias que movilizan y dan utilidades a los medios nacionales e internacionales, una multitud de pequeños personajes queda efímeramente revelada por los reflectores. De la misma manera, si alguien muere de súbito, las personas que le hablaron poco antes de su muerte se tornan repentinamente interesantes. La casualidad las pone en situación de privilegio: próximas a aquello que los demás hubieran querido presenciar, o a lo que ya no es posible reconstituir sin su testimonio. Tienen, pues, algo que contar, aunque sólo sea a los amigos o parientes congregados ante la mesa, a la hora del almuerzo, el domingo siguiente. “Me dijo que estaba a punto de volver a su casa; que iba apurado; veinte minutos después —todavía no lo creo— se estampillaba contra ese bus rojo que había frenado de golpe”.

En otros casos tienen que hablar con la policía. O incluso charlar con la prensa, ser “entrevistados”, salir en las noticias. Diariamente, múltiples “fuentes” son distraídas de su rutina cotidiana por periodistas de todo tipo. La mayoría de las veces el hecho que presenciaron no pasa de ser la noticia del día o, como máximo, de la semana. En otras ocasiones puede ser más importante, pero no como para sobrepasar un año: los medios siempre encontrarán algo nuevo en lo que interesarse.

La permanencia, entonces, es tarea de los historiadores, pero éstos suelen concentrarse en el corazón de los sucesos. Es propio de su oficio comprimir la abundante información recogida por los periodistas de la boca de cientos de testigos, dentro de unos cuantos párrafos esclarecedores. E incluso cuando dedican un espacio más amplio a un solo acontecimiento, únicamente considerarán relevantes los testimonios —y a sus autores— en la medida en que iluminen este hecho, nada más. Para ellos lo que ocurre con los testigos, antes o después; cómo y cuánto el suceso llega a afectar sus vidas, siempre será algo sin importancia.

También los periodistas pierden de vista rápidamente a sus informantes; los usan y luego los dejan atrás, sin interesarse por quiénes eran ni por lo que pudo haber significado, en sus vidas, encontrarse con ellos.

Nadie se ocupa, entonces —verdaderamente, quiero decir, y tratando de encontrar un valor propio en ellos—, de los hombres anónimos que casualmente quedan revestidos de interés público, lo que ocurre por cualquiera de los siguientes motivos: el contacto con un personaje de relevancia; la desgracia de verse envueltos en una revolución, una peste, etc.; el cumplimiento de algún pequeño papel dentro de un complot…

¿Nadie? Hay algunos escritores, como el autor de este libro, que trabajan con estas “vidas minúsculas” (como las llamó el novelista francés Pierre Michon). Las vidas de seres anodinos que un día se enfrentan con la Historia o la notoriedad. De este cruce surge el mundo de Alex Ayala.

Es un mundo en el que las personas ordinarias hacen cosas extraordinarias (cuidar las gafas de una estatua, reinar en pueblos olvidados, convertir el haber conocido al Che en un oficio rentado). Es un mundo, también, en el que lo extraordinario irrumpe en lo ordinario y lo trastorna, al parecer para siempre. Sus habitantes se aferran de por vida a un único momento glorioso, aunque en realidad éste hubiera sido vivido por otros.

De todos los cronistas que hoy laboran en el periodismo latinoamericano, Ayala es el especialista de pelo pajizo que llega al terreno provisto de un contador Geiger, para estudiar la estela de radiactividad que dejaron detrás los grandes acontecimientos. Este especialista trabaja solo, porque cuando arriba en un bus o un taxi al lugar de autos, ya todos se han ido de allí, persiguiendo el espejismo, siempre cambiante, del “estar al día”.

Ayala se consagra a los hechos después del Hecho, a la resaca que deja detrás cada gran ola de actualidad.

Con curiosidad y amor por los “pequeños”, con la mirada tierna del que siempre le da un segundo chance a la realidad, con una excelente prosa, Ayala convierte a los seres anodinos de los que se ocupa en verdaderos protagonistas de una historia: pues no lo son por un día ni aparecen únicamente en las notas de pie de página.

Sus héroes son patéticos, pero por eso mismo entrañables. Ese su patetismo es la clave de su humanidad. Son los únicos héroes que vale la pena conocer personalmente: los “perdedores”.

Allí donde los periodistas y los historiadores no ven nada más que “fuentes” que saben algo, Ayala encuentra símbolos y significados dignos de descifrarse. Allí donde los demás acaban y olvidan, Ayala apenas comienza la travesía.

Y quien empieza allí, lejos, es por supuesto capaz de llevarnos adonde nunca antes habíamos estado.

martes, 20 de marzo de 2012

Click: el regreso de los profes vivientes

A horas de la presentación de Click, la primera novela de Christian Vera (quien ganara en 2008 el Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal con el libro de prosas Ciudad Trilce) los dejamos con la primera reseña, publicada hace dos días en el suplemento Ideas de Página 7, perpetrada por otro profesor de literatura. Los esperamos mañana 21 de marzo en la presentación de Click (sala Luis Bazoberry, a hrs 19:30)

por Antonio Vera

De un tiempo a esta parte es posible percibir que desde distintas perspectivas, profesores, críticos y periodistas culturales se esfuerzan por proyectar una imagen de la literatura que no deje duda acerca de su valor social, de su trascendencia. Sobre todo ahora, en tiempos de discurso revolucionario, cuando está por implementarse (otra vez) un cambio radical en el sistema educativo. Cierta urgencia parece impulsarnos a convencer de que nuestro oficio debería tener un lugar destacado en la vida social y, por lo tanto, en los programas educativos. Así, se propone que la literatura es un instrumento humanista privilegiado, que permitiría a los estudiantes de colegio tener una visión del mundo amplia y compleja. Según esta idea, estar en contacto con la literatura haría que los niños y adolescentes se relacionen mejor con el mundo o, como nos gusta decir a los profesores, que sean “mejores personas”.

Tengo la sensación de que estuviéramos intentando desesperadamente disfrazar de damita santa y recatada a una chica impúdica, provocadora y promiscua, que te lleva y te trae, te manipula, se apodera de ti, rompe con tu frágil mundo de certezas, usa lo poco que sirve de ti y luego se despide con una sonrisa perversa, dejándote maltrecho y feliz. Parece que quisiéramos presentarla en sociedad y quedar bien, pero nos angustia saber que eso es imposible.

Creo que Click, la primera novela de Christian Vera (Editorial El Cuervo, 2012), admite entre sus posibles lecturas ingresar a esta discusión, pues en el ruido remanente que escuchamos tras la trama, aparece la certeza de que la ficción literaria se hace potente sobre todo cuando se aleja de lo edificante, cuando se arma en los márgenes de lo intrascendente, y apuesta por introducir ruido, mucho ruido, a nuestras ingenuas verdades cotidianas.

Click no admite un resumen que no sea al mismo tiempo incompleto e impreciso. La historia comienza a las 7.53 de la mañana y termina a las 8.58. Un poco más de una hora en la que no ocurre casi nada y ocurre todo. Un insignificante recorrido y un hecho que transforma violentamente el mundo. Durante esa hora, un profesor de literatura camina: va rumbo al colegio, ingresa por el patio, entra a la sala de profesores, da una clase, se indispone, vuelve a su casa y click.

Más un vórtice que una trama, la narración nos introduce al agujero negro de la inestable, perturbada y paranoica mente del profesor. Partiendo de ese recorrido lineal y monótono (la caminata desganada, los minutos implacables de la primera hora de la mañana), como si se ralentizara al máximo, durante ese puñado de minutos nos absorbe un denso y extraño mundo poblado de historias que se superponen.

El colegio en el que trabaja el profesor de literatura fue antes una prisión, un hotel de lujo, un manicomio y una mansión presidencial. Es, por tanto, una vetusta casa, atacada por el musgo y en la que, sobre todo, se acumulan las historias. Está ubicado en lo alto de una colina y, como una típica casa de terror, está rodeada de un bosque en el que han ocurrido crímenes horrendos y por el que circulan presencias sobrenaturales. A ello hay que añadir que el profesor estudió en ese colegio y que su madre enseñó ahí. Es decir que, como apunta el narrador, está en el colegio desde que era un gameto.

Ese es el escenario en el que transcurre el día a día del profesor y por ello Click es una afilada navaja que nos corta el ojo por la mitad, perturbando notablemente nuestra mirada sobre la escuela, la institución escolar y, por supuesto, el oficio docente. De hecho, el principal nudo dramático de la novela tiene que ver con la falta de significado que amenaza a la rutina escolar. En ese sentido, la novela no quiere representar la vida de un colegio en particular, sino proponer una experiencia que cuestiona de raíz a ese largo rito de paso, ese interminable trámite por el que hemos pasado todos (y al que inexplicablemente algunos hemos vuelto).

Como lo ha señalado el autor, la visión del profesor que protagoniza Click parece el rebrote contemporáneo de la chispeante amargura verbal que Carlos Medinaceli despliega en sus cartas cuando habla de la labor docente, de los profesores, de la educación boliviana, de su desesperado instinto de fuga que lo llevaba a perderse en los valles potosinos, amando la soledad, el campo y el singani. El profe de Click confronta al lector con un escenario escolar en el que las tradicionales certezas docentes se han podrido, han dejado de ser significativas, se han convertido en un engranaje más de una máquina cruel que funciona sola y no sirve para nada.

En Click esa máquina se llama La Isla, y la ciudad donde está el colegio, La Faz. En el fantasmal contexto de la historia del profe, encontramos algunas resonancias familiares: una ciudad violenta, un país en el cual se intenta escenificar un gran proceso revolucionario, un lugar del cual es difícil salir, donde las grandes convulsiones sociales se disuelven en la nada de la rutina. En La Isla todos quieren pensar en cambios estructurales, todos quieren hablar de asuntos trascendentes. La Historia con mayúsculas, los grandes paradigmas. El profesor, en cambio, transita por la sombra, se encierra, no se compra la ilusión de cambiar. Consciente de su intrascendencia, intransigente en su furia, imagina que lo único que puede redimirlo es acelerar violentamente el caos.

No es casual que Click no presuma de ser una trama cuidadosamente entretejida, con piezas que van calzando a la perfección para armar un preciso mecanismo narrativo lleno de acción e ideas interesantes. Y que su apuesta narrativa sea, más bien, un opresivo recorrido circular por una mente atravesada por el delirio, por historias que aparecen y desaparecen como impulsos eléctricos. No es casual que en el mundo referencial del protagonista encontremos series de TV protagonizadas por nerds solipsistas, películas de George Romero, cumbias de Gilda, o canciones de Radiohead. Y que la novela renuncie a contar grandes historias, a interpretar un momento histórico, a retratar una generación. Es que en su escritura Click apuesta por desmarcarse de las grandes pretensiones históricas, de los delirios de trascendencia que tanto han obcecado a nuestros literatos.

El momento que más disfruto de la novela ocurre cuando el profesor ingresa al aula e intenta dar una clase. Hay un caos que se va calmando poco a poco. Luego, una ronda de intervenciones. Los alumnos son un rejunte previsible de estereotipos: el rebelde, el introvertido, el hablador, la corchita, la reflexiva. Algunos hablan pero nadie se escucha. Ninguno puede concentrarse. Sin plan previo, el profesor anota palabras inconexas en la pizarra: Borges, Mierda, Sexo, Fútbol, profesora Berta, Mejor película del 2011: Súper 8. No hay conexión posible, pero los alumnos participan, hablan, se divierten, le piden al profe que invente historias. Algo comienza a moverse, las palabras de pronto circulan. Al parecer, la única manera de sobrellevar el sinsentido institucional es hacer click. Y ello puede ser también una experiencia de goce.

viernes, 13 de enero de 2012

VARIACIONES SOBRE UNA EXPOSICION BOOTLEG

Puesto que por estos lares el año empieza de verdad luego de carnaval, continuamos con nuestra serie sobre discos de 1991. Esta vez con un disco (pirata) de 1971: como ustedes, sabemos que las fechas son relativas e intercambiables. Además el disco es de un artista que no es santo de devoción de esta maquina, sentimental y que se cuelga, que postea esto, aunque el respeto está intacto (tal vez los fans de Silvio Rodríguez sean el problema). Los dejamos con este trabajo detectivesco sobre un puñado de canciones urgentes, íntimas y preciadas.

Por Juan González

Intro: Ahora que de todo han pasado veinte años

Una frase tímida para tirar del ovillo del hilo del habla: “Oleo de mujer con sombrero”, de Silvio Rodríguez, es la mejor canción jamás escrita en lengua española (en la era del sonido grabado). Ejem. Hace ya unas cuantas décadas que vengo bromeando con esa provocación. Una frase como esta, al ser indemostrable, adquiere per se visos de irrefutable, sobre todo después del quinto Campos de Solanas. Lo curioso es que, de un tiempo a esta parte, me he empezado a tomar la bromita en serio. Cosas del ponerse viejo. Se sabe, los individuos, como las sociedades, padecen una irresistible tendencia a monumentalizar su propio pasado. El caso es que a todos los vociferantes rockerines que salíamos del colegio a mediados de los ochenta nos fue fácil engancharnos con el sonido de Silvio cuando empezamos a conseguir sus primeros discos. Estos habían sido editados, en su mayoría, en los setenta, pero, por las dictaduras y todo eso, por acá empezamos a conocerlos, editados por Heriba, con todas las canciones atrozmente mutiladas, a partir del despertar democrático del continente. (Despertar que, además, propició la primera visita de la Nueva Trova a Sudamérica --incluyendo, cosa de no creer, Bolivia: Santa Cruz, Cochabamba, Huanuni y Siglo XX). “Oleo de mujer con sombrero” estaba en uno de esos discos. Si venías de Dylan, de Neil Young, de Zeppelin, de Yes, de los Beatles, de Spinetta, de PorSuiGieco, de Caetano, etc, era fácil entrar a/en Silvio Rodríguez. Más que fácil, era inevitable; además, no había nada más cool que el consumo conspicuo de artefactos culturales oleados por la izquierda (¿Quién mató al último psicobolche?). Pero había una diferencia con este tal Silvio Rodríguez. Y se manifestaba en instancias como esta:

Una mujer con sombrero

Como un cuadro del viejo Chagall

Corrompiéndose al centro del miedo

Y yo, que no soy bueno,

Me puse a llorar

Pero entonces lloraba por mí

Y ahora lloro por verla morir.

Belleza en estado sólido. Palabras que se apoya(ba)n levemente en el sonido de una guitarra de sonoridad unheimliche para hacer estallar las posibilidades del lenguaje, ya que, como apunta Attali, la música de una canción actúa como el inconsciente de la letra. No había mucha gente cantando cosas así en aquellos días. (Tampoco hoy).

No recuerdo ahora qué fue lo que entendí, o creí haber entendido, al descubrir esta canción. Tampoco estoy seguro cuándo fue que la escuché por primera vez. Tiene que haber sido en una de esas cintas TDK de 90 minutos tan socorridas in illo tempore. Cintas que llegaban con poca o ninguna información, que pasaban de mano en mano acumulando “fritura” con cada copia. Estoy seguro, en cambio, de que me aprendí la letra casi al instante. Con su dylanismo bien procesado, la melodía de esta canción también tiene lo suyo. Son cinco estrofas, de seis líneas cada una. Estrofas de idéntica estructura musical. No hay estribillo, no hay repetición de frases. Pisándole los talones al texto, la música de “Oleo” no progresa, constituyendo una de esas “metáforas armónicas” analizadas por la musicóloga japonesa Noriko Manabe en su estudio Lovers and Rulers. Manabe, tras estudiar 165 canciones oficiales y cerca de 500 inéditas, afirma: The harmonies and melodies in Rodríguez’s songs contribute to the narrative of the text, not only by painting specific words with harmonic surprise, but also by providing musical metaphors. These devices, which often occur in pairs, include multipartite structures of songs, where one key represents one emotion or point of view, and another key, usually a relative or parallel major or minor, representing an opposite emotion or viewpoint. Rodríguez contrasts chromatic passages, modal mixture, and unresolved dominants, which often convey uncertainty, against diatonic passages of unambiguous tonality to depict truth or certainty. His most overtly political songs are often the simplest harmonically, lacking the harmonic turbulence of his more personal songs”.

A tal punto “Oleo” resiste al desarrollo, a toda narración posible, que uno puede intercambiar las estrofas como se le antoje y la canción seguirá ahí, incólume, invicta, dando vueltas y vueltas en torno a su hermética obsesión, como “un perro ladrando a la luna, con otra figura que recuerda a mí”. Eso sí, el comienzo de esta canción, como aquel famoso anatema, es uno e indiviso. No puede haber otro: “Una mujer se ha perdido conocer el delirio y el polvo, se ha perdido esta bella locura, su breve cintura debajo de mí, se ha perdido mi forma de amar, se ha perdido mi huella en su mar”… En términos de insolencia creativa, la frase que abre “Oleo” es, en nuestro idioma, el equivalente directo de aquel otro comienzo impecable: “Ain’t it just like the night to play tricks when you are tryin’ to be so quiet?”. Un umbral, un pórtico, una mojada de oreja, una conminación a seguir escuchando. Así nomás. Es que lo que es, es, y es por eso que es lo que es.

Decía Nick Hornby, hace unos años, que “Like a rolling stone” era una canción perfecta. Pero que ya no sonaba “fresca” en el siglo XXI. El sonido de ese teclado sesentista, por ejplo, la fija demasiado a su época, quita “frescura” a la perfecta imbricación simbiótica de letra y música. “Oleo”, en cambio, me parece a salvo de esos males. Está interpretada solo con voz y guitarra criolla. Y su melodía no ha sido nunca epifenómeno de algún producto (o “movimiento”) de moda. Ya lo sentenció Tom Waits en la sensacional entrevista con Zollo: “La música está demasiado sujeta a las modas, envejece demasiado rápido. Las letras, en cambio, están a salvo de los dictados de la época. Hay un sonido de los 40, otro de los 70, otro de los 80, pero las letras no se clasifican así”. Por supuesto que el tío Tom no se equivoca. En Chicago hay un Museo del Hip Hop desde 2002.

Por esas y otras razones, me gusta pensar que “Oleo” ha sido escrita al margen del tiempo, en estado de gracia, en un rapto epifánico. Se puede detestar a este cantante, se puede sentir ganas de vomitar de solo oír que alguien menciona su nombre o pone alguno de sus discos, pero basta escuchar “Oleo de mujer con sombrero” con un mínimo de atención para ser visitados por la certidumbre de que Silvio Rodríguez la bajó de entre las nubes de un saque, sin trabajarla (no había nada que retocar/ajustar), sin haberla buscado. “Oleo” vino a buscarlo a él, no hay otra explicación.

En el verano de 1991, ya nada de la producción del cubano podía sorprenderme. Había escuchado todos los vinilos al derecho y al revés y empezaba a distanciarme de sus discos más recientes (cuando “lo cubano” con mucho caño y percusión y “azuquita” empieza a tomar más presencia en sus canciones). Fue entonces que un amigo volvió de Chile trayendo una cinta “no oficial”. Lo que hoy llamamos un bootleg. Era una cinta que había salido a la venta ese año (entre los mercachifles artesas del Paseo Ahumada, no en las disquerías), con material totalmente “nuevo” e incluso con nivel de grabación bastante potable. Se trataba de un concierto que Silvio Rodríguez habría grabado en/para una radio chilena en 1971.

¡1971! ¿Pero qué hacía este hombre dando conciertos en el exterior, en 1971, si aún no había publicado siquiera su primer disco? (En 1971, Rodríguez tenía 25 años). Por esos días, aquello que luego se daría en llamar “Nueva Trova” estaba a unos cuantos años de empezar a gestarse, si bien Rodríguez ya trabajaba con nada menos que el maestro Leo Brouwer haciendo música para las primeras pelis producidas tras el triunfo de la revolución. Pero todo ello es/era lo de menos. En 1991, a veinte años de haber sido grabado este recital, todavía mantenía intacta la sorpresa: el insólito bloque de cuatro canciones colectivamente denominado “Tetralogía de Mujer con Sombrero”. Esto es, en su orden de ejecución, las canciones: “Apología de mujer con sombrero”, “Oleo de mujer con sombrero”, “Detalle de mujer con sombrero” y, finalmente, “Mujer sin sombrero”.

Veinte años después de aquella tarde de verano de 1991, ese recital sigue circulando en bootlegs (lo que equivale a decir que sigue acumulando equívocos –como que fue grabado en 1972, por ejplo), aunque es posible conseguir versiones masterizadas, gracias a los desvelos de ciertos fans muy dedicados. La mitad de las canciones contenidas en este recital jamás ha sido publicada en un disco oficial. Hasta donde es posible saber ciertas cosas, la “Tetra”, como suelen llamarla los “silviólogos” (esas pintorescas almitas obsesivas y diligentes como solo pueden serlo los “saenzeanos” o los “terranovistas”), se interpretó en su totalidad, como obra conceptual, solamente en aquella única y acaso secreta ocasión.

La irrupción de la Tetralogía denuncia que oír “Oleo de mujer con sombrero” separada de su contexto matriz es una experiencia inconclusa, mutilada. Así, para poder acercarnos al misterio exquisito de esa canción, se hace necesario afinar la oreja y dedicarle una escucha muy atenta a ese mural de cuatro canciones (mejor aún, a todo ese recital) que anda por ahí casi clandestino, circulando de mano amiga en mano amiga, tal y como me llegó a mí hace veinte años.

Nota

+ Si hay alguien interesado en este disco, aquí lo tiene: http://www.mediafire.com/?0qm522209wk1ux2

2

¿En una radio chilena?

Al escuchar las canciones de ese recital hoy perdemos de vista que fueron compuestas por un jovencito de poco más de veinte años. Un joven acosado por el furor desenfrenado de la inspiración, pero, también, inexperto, inmaduro, ávido de mundo. Un joven que puede decir “Soy enemigo de mí y soy amigo de lo que he soñado que soy, y es que nací mucho antes y aún soy lo mismo que fui” (en “Detalle de mujer con sombrero”) sin darse cuenta, tal vez, de todo lo que el lenguaje está comunicando a través de él. Por obra del efecto “Kafka y sus precursores”, escuchamos estas canciones a la sombra del prestigio del autor de “Por quien merece amor” y “Sueño con serpientes” como si hubiesen sido compuestas por la misma persona. Y al hacerlo, al caer en esa trampa sutil, nos perdemos de ver a la Tetralogía en su radical singularidad.

Ante el continuo silencio de SR no solo respecto a la Tetralogía sino a su fascinante y sin par (al menos en el orbe de la música en nuestra lengua) corpus de canciones inéditas en general, no queda otra que apelar a las versiones y a los rumores más insistentes de la mitología silviológica. Así, daremos por bueno y cierto (si non é vero…) que disponemos de estas composiciones gracias a la grabación que Silvio hiciera para una radio chilena. Por los comentarios que he leído en ciertos sitios de Internet (como el sitio oficial de SR, entre otros), entiendo que esta grabación se realiza a fines de 1970 (¿en Cuba?) y es lanzada al aire en Chile al año siguiente. Así lo registra el mp3 de mejor calidad en circulación, bajo el penoso título de Silvio habla y canta en vivo. De acuerdo a esta grabación, por lo demás, el orden de canciones de aquel recital es: 1, 2, 3, 4: Tetralogía de Mujer con sombrero; 5: “Emilia”; 6: “Debo partirme en dos”; 7: “Blanco”; 8: “Aunque no esté de moda”; 9: “Los testimonios”; 10: “Ojalá”; 11: “Esta canción”; 12: “Resumen de noticias”.

Si bien lo primero que se oye en esta grabación son los acordes de introducción a “Apología”, en la pausa que precede a la interpretación de la segunda canción se oye a Silvio presentar el más que probable debut público de “Oleo”: “La segunda canción… Que les voy a cantar… De la tetralogía… Se titula ‘Oleo de mujer con sombrero’”. A primera impresión, resulta un poco descuidado que Silvio elija empezar el recital precisamente con esta extensa pieza, este mural en cuatro partes (cerca de quince minutos entre las cuatro canciones). No estoy seguro de que hoy haya audiencia capaz de asimilar algo así en un recital, de entrada, en ayunas, sin red. Por esos días, muy pocos (casi nadie), estaban haciendo música tan arriesgada, tan poco complaciente a los gustos pasteurizados. Sí, sí, sí, por esos días, Spinetta estaba grabando “A esos hombres tristes”, pero tenía a su lado nada menos que a los musicotes de Almendra, aunque estaba a casi cinco años de “Cantata de puentes amarillos”. Ahora bien, la “Cantata” es la única creación que puede salirle al frente a la Tetralogía, en complejidad, en exigencia, en arrebato estético, en dignidad artística. Sin embargo, hay un detalle a favor del cubano: la Tetralogía dura tres veces más que la “Cantata” del Flaco. (En este caso, las pruebas cantan: Silvio la tiene más larga).

No sé si antes de que esa cinta se lance al aire en Chile, se pudo escuchar el recital en Cuba. O si es que SR cantó estas canciones en público antes de grabarlas para la radio chilena (la grabación en sí no tiene público: no hay aplausos, tampoco ruidos. Silvio está un poco dicharachero y un mucho nervioso; presenta con voz vacilante todas las canciones (menos la primera), nombrándolas por título, antes de interpretarlas, pero lo hace para un coro de fantasmas –en un par de ocasiones pareciera que consulta con algún técnico de grabación). Me llama la atención este gesto exorbitante. ¿Qué pensaba? ¿Cómo se le ocurrió empezar el recital con la Tetralogía? Resulta evidente al oído atento que este recital se graba, digámoslo así, sin respirar. De un saque. Pum, pum, pum, una canción tras otra. SR se planta ante ese micrófono como si en ello se le fuese la vida. Me parece que aquel joven SR tenía urgencia de soltar esas canciones, de deshacerse de ellas de una buena vez, de quitárselas de encima. Que no le importaba mucho cómo ni dónde se las fuese a escuchar. Lo importante para él era escupirlas, vomitarlas. Ya no las soportaba dentro de sí.

Dicho esto, entro ya (¡al fin!) en materia.

3

Lo más terrible se aprende enseguida

En numerosas oportunidades, SR ha afirmado que al momento de publicar su disco debut (Días y flores, 1975), él llevaba ya más de diez años componiendo canciones, y que ese disco era una suerte de “muestrario” de sus exploraciones artísticas juveniles. No está nada mal como mito de origen. Y grabaciones como este recital para una radio chilena apuntalan la veracidad de la afirmación. Hay que decir, además, que Silvio Rodríguez nace en un pueblito rural, San Antonio de los Baños. Que su madre, al volverse a casar tras divorciarse del padre de SR, se muda con su nueva familia a La Habana cuando Silvio tiene cerca de quince años. Que el estallido revolucionario ocurre por esos años. Que Rodríguez ingresa al servicio militar tan pronto cumple diecisiete años y que es allí, en el “cuartel”, donde aprende a tocar guitarra y, casi al mismo tiempo, descubre que eso de componer canciones se le da bastante bien. Y que a poco de “desmovilizarse”, mientras se conecta con los poetas jóvenes de entonces, se “empata” con su primera novia, una chica llamada Emilia Sánchez (el libro Que levante la mano la guitarra, de Casaus y Nogueras, ofrece toda esta información -- lo que intentaré desarrollar en adelante sería ininteligible sin esta data). A partir de allí, muchas cosas ocurren muy rápidamente: la censura revolucionaria pone a Rodríguez entre la espada y la pared, acusándolo de extranjerizante y contra-revolucionario y, por eso, a manera de impartirle una maestría acelerada en re-educación ideológica, en septiembre de 1969 lo meten a un barco de pesca, bajo vigilancia de algunos pesados para evitar que se suicide o se escape en algún puerto, con el fin expreso de hacerlo entrar en razón, que se corte esos pelos de maricón (en el documental titulado Hombres sobre cubierta, Rodríguez comenta que en esos años, para los jerarcas, tener el pelo largo y ser rockero equivalía ser homosexual), se deje un poco de joder con sus gustos anglófilos y comulgue con la razón de estado imperante. Rodríguez, pasado de anfetaminas, tal vez, se pierde en ese barco durante más de cuatro meses, al cabo de los cuales vuelve con un manojo de canciones, que puede conservar gracias a que un amigo funcionario (fan -como Silvio- de la Electric Light Orchestra) le regala una grabadora portátil y unas rudimentarias cintas. El diario creador de ese viaje se puede seguir minuciosamente en el libro Canciones de Mar. Allí aparecen, muy fresquitas, las letras y fechas de composición de varias de las canciones del recital que motiva estas palabras (así, al presentar la sexta canción, SR comenta: “La próxima canción que les voy a cantar… Se llama “Debo partirme en dos”… Esta es una canción que hice… Cuando me encontraba… Viajando a bordo de un barco de la flota cubana de pesca… Por los mares de África… Pescando… Hace algunos meses”).

Lo que no cuenta Canciones de mar es que al momento de salir de viaje en el barco pesquero, las cosas entre Emilia y Silvio no andaban nada bien y que la ruptura entre ellos se consuma cuando Rodríguez vuelve a tierra firme: Emilia rompe con Silvio y, para más inri, se va de La Habana y lo deja ahí, mirando crecer las manchas de humedad en el techo, mientras los sabuesos del régimen le pisaban los talones. En fin, que no eran días fáciles para el joven SR. La canción que cierra este recital para una radio chilena, “Resumen de noticias”, da buenas pistas sobre el omnímodo malestar que acosa a ese jovencillo revoltoso por esos días. “Pero, pobre de mí, no he estado con los presos de su propia cabeza acomodada, no he estado con los que ríen con sólo media risa, los delimitadores de las primaveras”, afirma, enunciando cada palabra como si la masticara, para rematar en abierto desafío: “Se debe subrayar la importante tarea de los perseguidores de cualquier nacimiento. Si alguien que me escucha se viera retratado, sépase que se hace con ese destino, buenas noches amigos y enemigos”. Y si esta “Resumen de noticias” es una buena canción para indagar los ánimos de Rodríguez respecto a la intelligentsia cubana de entonces, en lo que hace a su historia con Emilia, sin embargo, el mejor documento, el más desesperado, el más extremo, el más hermético, el más fascinante, es, sin duda, el recital de la Tetralogía de mujer con sombrero.

No sabemos por qué acaba la historia de amor de Silvio con aquella chica. No sé si importa saberlo. La vida privada de Silvio me interesa tanto como a él le interesa la mía. El caso es que este recital, y en especial las canciones mencionadas, (nos) cuenta(n) una historia particularmente interesante. Una historia escondida, paranoica. Sea como fuere que haya ocurrido el recital, su eje ostensible lo constituye la Tetralogía. Vale decir, el exorcismo del fantasma de esa muchacha llamada Emilia. Un exorcismo parcialmente logrado al escribir las canciones en el buque pesquero, en el mar (“se ha perdido mi huella en su mar”), pero que para completar la ordalía necesita que esas canciones sean interpretadas: que encuentren una audiencia: que salgan al encuentro del Otro. Así, tan pronto concluye la Tetralogía, como quinta canción de este recital tenemos “Emilia”. Lo cual sugiere, a los gritos, que, como los tres mosqueteros que eran en realidad cuatro, la tetralogía es, en verdad (y por lo menos), una pentalogía (adelanto una conjetura: SR aísla “Emilia” de la Tetralogía porque no puede suprimir ese nombre propio, porque todavía necesita decirlo, o no puede dejar de decirlo {por algo es que entre las plegarias/maldiciones que enumera “Ojalá”, escuchamos: “Ojalá que tu nombre se le olvide a esta voz” y que en “Oleo” aluda a ella diciendo: “Una mujer innombrable, huye como una gaviota y yo rápido seco mis botas, blasfemo una nota y apago el reloj”. Así, “Emilia” es el suplemento de la Tetralogía, su schibboleth). Pero el desborde no acaba ahí. En este recital tenemos, además, “Ojalá”, “Blanco” y hasta “Aunque no esté de moda”. Canciones que son escritas en la misma época y que están atravesadas por el mismo espanto, el mismo desamparo --la misma mujer.

La suma de “Ojalá”, “Emilia”, “Blanco” y la Tetralogía dibuja un laberinto de emociones entrecruzadas/irresueltas que se complican e iluminan unas a otras sin solución de continuidad. Espejos astillados reflejando espejos distorsionantes, constelación de islotes temáticos perversa y tortuosamente interrelacionados, estas canciones se citan unas u otras, velada o abiertamente, configurando en el oyente una suerte de hipertexto, haciendo resbalar las previsibles cristalizaciones de sentido. A menudo, pensamientos o ideas que aparecen como flashes en una canción de la Tetralogía, se complementan, se relativizan, se niegan, se revierten o se agravan en las otras canciones, las que son “externas” al cuarteto en cuestión (esto ocurre tan a menudo que a ratos me da por pensar que Silvio compuso todas estas canciones al mismo tiempo, escribiendo una frase de una canción en una hoja, luego una frase de otra canción en otra hoja, etc, etc). Ejemplos al vuelo: en “Apología”, oímos: “que el ridículo acabe implacable conmigo” y en “Emilia”: “qué ridículas mis cartas, qué ridículas las sombras de mis sueños”; “y yo, de perro fiel, lo transformo en canción”, nos dice en “Apología”, mientras que en “Oleo” tenemos: “veo a un perro ladrando a la luna con una figura que recuerda a ”; aún más interesante es, en estas mismas dos canciones, el motivo de la cobardía: “yo también quisiera suponer que la cobardía no existió (“Apología”), frase que se recupera, ampliada, en forma de comentario, en: “la cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes” (“Oleo”); si en “Blanco”, Silvio se describe como una “tumba ambulante”, en “Mujer sin sombrero” confiesa que su amor es “como una tumba”; en “Apología” se oye la admonición: “no te asusten los puentes que caigan al mar”, mientras que en “Oleo”, a ese catálogo de cosas que se han perdido junto a la mujer con sombrero se añade “mi huella en su mar”. Y así. Pero de todas las contaminaciones, la más llamativa, tal vez, ocurre cuando, desbordado por el lenguaje y el despecho, en el clímax de “Apología”, el pórtico de la Tetralogía, el joven SR se deja llevar por la revancha simbólica que provee una enumeración de maldiciones a quemarropa y escupe frases como: “Ojalá que contigo se acabe el amor”, “Ojalá hayas matado mi última hambre”, etc. Pero la rabia y el deseo de revancha no se agotan allí. Al concluir el ciclo de cuatro canciones que define la Tetralogía, vemos que Silvio no ha logrado liberar toda esa turbia energía emocional, que le sigue faltando aire. Así es que retomando el impulso con que abre la Tetralogía, a manera de variaciones paranoicas sobre una frase, nos da esa hoy ultra-trajinada canción que se abre diciendo “Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan” y que sigue al pie del mantra anafórico “ojalá” vomitando maldiciones del taco de: “Ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta”, “Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo”, “Ojalá, por lo menos, que te lleve la muerte”, etc (luego, al publicar la canción en disco, este frase será cambiada: “Ojalá, por lo menos, que me lleve la muerte”). Es otro debut, por supuesto. Y Rodríguez la presenta como la décima canción del recital diciendo: “La próxima canción… Que les voy a cantar… Ahora… Si me dejan coger un airecito… Porque estoy muy cansado… ¿Qué canto?… ‘Ojalá’… ‘Ojalá’”. Y si en esta canción, SR manifiesta su anhelo de que “Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”, el recital de 1971 desmiente ese oscuro deseo minuciosamente, ya que ese jovencito sobrepasado por el despecho se la pasa metiéndole mano a esta Emilia en canción tras canción tras canción.

Y, por supuesto, está el motivo del sombrero. Es extraño que la mención al sombrero sólo aparezca en los títulos de las canciones que integran la Tetralogía. Que sólo aparezca en la cabeza de las canciones, podríamos decir. Y que al interior de ellas no encontremos nada más que aquella famosa referencia de “Oleo”: “una mujer con sombrero, como un cuadro del viejo Chagall”; aquella otra de “Apología”: “se supone que eres el sombrero de una fiesta, de esos de cartón, para la ocasión”, y casi imperceptiblemente en la verbosa catarata de “Mujer sin sombrero”, cuando oímos: “hay un amor de laberintos, más complicados que un sombrero”.

En la melancolía amorosa, cada verbalización es un combate interno que libra el sujeto consigo mismo. Como enseña cierto método peligroso, por el habla el sujeto vuelve a vivir la experiencia vivida con el objeto perdido. Es un combate entre el deseo de que la escena amorosa vuelva a ocurrir y el deseo de liberarse de aquello. Una lucha que se lleva a cabo pieza por pieza: fragmento por fragmento, representación por representación, palabra por palabra. El sujeto necesita contar cosas vividas con su objeto amoroso, interminablemente. Cae en un delirio del discurso. La libido queda introvertida a la fantasía. El sujeto se abisma en sí mismo, recuerda, piensa, revive, reconstruye y al mismo tiempo aniquila, censura, discrimina, filtra. A veces con dolor, a veces con placer, pero siempre obsesivamente, en torno a algo que ya no es real pero que lo fue. Es más: ese algo fue todo lo real. Ajustando cuentas con sus fantasmas, salando las heridas, Silvio cierra su Tetralogía marinado, gratinado y “rostizado” en dolor y con un hilo de voz, reconociendo, antes un coro de fantasmas, ante quien quiera oírlo, que: “mi amor no ha sido tan tremendo, ni tan ancho, ni tan bello, ni tan triste, ni tan sabio, ni tan solo, ni tan loco, ni tan todo, ni tan nada… Pero canta”.

Pero canta: necesita cantarse, decirse de toda forma posible.

Ser exorcizado.

En suma, digamos, hacerse recital para una radio chilena.

4

De un tiempo horriblemente hermoso

En el libro Memoria trovada de una revolución, Joseba Sanz deja caer una duda muy razonable. Refiriéndose a la canción que abre la Tetralogía, dice: “No sé quién le puso Apología”. Ha lugar esa observación. Ante la precariedad, no somos pocos los resignados a aceptar ese título. En su website oficial, SR llama a la Tetralogía “Exposición de mujer con sombrero” y comenta: “Las cuatro canciones que conforman esta Exposición… fueron compuestas en 1970 ―en menos de una semana― y comparten una misma motivación: la de una historia de amor que se canta de principio a fin. (…) Los textos aparecen según el orden que ocupan en la tetralogía”. Y allí “Apología de mujer con sombrero” no aparece con ese nombre, sino como “Dibujo de mujer con sombrero”. ¿De dónde salió eso de “Apología”?

“Apología” es una palabra ilustre. Remite a uno de los documentos fundacionales de la cultura occidental: la Apología de Sócrates, por Platón. Además, en inglés, “apology” equivale a “disculpa” y “to apologize”, al verbo “disculpar” (se me ocurre que es un detalle a tenerse en cuenta). Dado el ambiente de la Tetralogía, no deja de ser llamativo que Silvio inicie su letanía despechada con un gesto de apariencia caballerosa: una nominal defensa de -y pedido de disculpas a- la mujer con sombrero. Más curioso es que, según vemos mejor conforme se desarrolla la Tetralogía, quien incesantemente juzga y acusa (y condena y hasta castiga) a esa mujer sea el mismísimo Silvio (esto es, aquel que dice “yo” en las canciones).

Y con ese gesto inicial, ambiguo a más no poder, una de las características esenciales de la Tetralogía es puesta en marcha desde el vamos: juego de contrarios, ambigüedad, polivalencia, inestabilidad emocional, verborragia desbordada: “Oh, mujer, no te culpes, la culpa es un juego de azar, nadie sabe lo malo que puede ser riendo, ni lo cruel que pudiera salir un regalo… No te asustes del día que va a terminar, no te asustes de mi carcajada final”, exclama el joven Silvio en las últimas líneas de “Apología de mujer con sombrero”, cerrando su presunta defensa/disculpa con frases de doble filo que lo mismo sirven para un bordado que para un zurcido. Después de todo, es este mismo iracundo jovencito despechado el que -en “Blanco”- no tiene ningún problema en afirmar: “El no te espera, mujer, para hacer el amor, más bien la guerra es lo que quiere hacer”.

El amor es, esencialmente, un fenómeno del discurso, un código cultural: los animales no aman. Ocurre que el amor está todo en el lenguaje. Es lenguaje. Es código. Por ello, al invadirnos, al tomarnos de rehenes, necesita “decirse”. “Quiero que todo el mundo sepa que te amo”, se dicen los enamorados uno al otro, sobrepasados por el peso del lenguaje amoroso, abrumados por una carga de lenguaje que se hace cuerpo más allá de sus cuerpos. Lo mismo ocurre en el desamor. Como no podía ser de otra manera, ya que el desamor es el amor visto desde de la orilla opuesta.

Si aceptamos que llamamos amor al intento de atravesar el impenetrable abismo del deseo del otro, escuchemos cómo “traduce” Silvio esta travesía del deseo: “Yo no vine a ti, viniste tú, yo no te esperaba y te besé”, le reprocha -al comienzo de “Apología”- a su interlocutora fantasma, a Emilia. La canción “Aunque no esté de moda” (la octava del recital) se abre de modo idéntico, casi con las mismas palabras: “Voy de mí hacia ti, voy de ti hacia mí, quiero hacerte un regalo viejo”. Ese regalo viejo es tan viejo como el mundo. Y a menudo es un regalo troyano: Inexorablemente hundido en los juegos de espejos, en “Apología”, canción insignia del desamor, Silvio nos dirá que aquel “regalo” se le “rompió enseguida”, como un sombrero “de esos de cartón”. Veamos:

Rodríguez abre la Tetralogía diciendo:

Yo no vine a ti, viniste tú...
yo no te esperaba y te besé
se supone que debo callar
se supone que debo reír
se supone que no debo protestar.

Suposiciones que SR procederá a negar sistemáticamente. Poco más adelante, lo oímos decir:

Oh, mujer, si supieras lo breve que entraba la luz
en la casa de un niño, en un alto edificio
y que era la hora esperada del día
no me hubieras besado en el hombro una vez.

Esta estrofa es seguida por una muy similar, en que SR enfatiza algunos detalles:

Oh, mujer, si supieras lo breve que entraba esa luz
en una casa que se llamaba la noche
en una casa en la que no había más puertas
que la de la razón de aquel niño sin fe.

Como sabemos, esa mujer a la que le habla SR se llama Emilia. Y es evidente que ese niño al que alude el narrador de la canción es aquel Silvio que fuera pareja de Emilia (Como da fe “Blanco”, SR tiene, entonces, cerca de 25 años: “con veintipico de fechas respalda su sana elección, con veintipico de muertes su amor”). Y he aquí una de las anomalías no sólo de esta canción, o de toda la Tetralogía en su conjunto, sino de todo el ciclo de canciones para/desde/sobre/hacia/contra Emilia. Esta Emilia no nombrada por su nombre en toda la Tetralogía es, con todas las letras, “mujer”. Silvio, en cambio, es “un niño”. Un niño que vive “en un alto edificio”, en una “casa sin luz”: “un niño sin fe”. (Llama la atención que en una canción no incluida en este recital, también inédita y compuesta en el mismo período, al recordar la diferencia de edad entre ella y él, SR diga que esos cuatro años que Emilia le lleva son “cuatro ruinas sin fe”.

Silvio ha hablado de Emilia en varias entrevistas. En numerosas ocasiones. Y sin embargo, cada vez que se le ha preguntado sobre ella y sobre la relación que tuvieron, y que él ha querido responder al acoso, Silvio ha dicho lo mismo --y casi con las mismas palabras: “Ella (Emilia) me enseñó todo, desde Vallejo hasta Dylan. Yo acababa de salir del servicio militar, ella era mucho más evolucionada que yo”. Cómo no creerle, ¿verdad? Cómo no creerle, si en “Apología”/”Dibujo”, al analizar retrospectivamente su historia de amor, él la ve a ella como mujer plena mientras se ve a sí mismo como un niño. Por lo demás, la elección de una palabra como “evolucionada” es un abierto jocheo a los zumbones petos de la conjetura.

Pero hay aún otra anomalía. Tanto más llamativa, más inquietante: la posición pasiva que Silvio asume en esta figura amorosa. O mejor dicho: la posición pasiva, de espera indolente, que Silvio recuerda (o peor aún: descubre) haber asumido durante su relación con Emilia. La posición pasiva que se le hace consciente a Silvio en ese momento de claridad luego del amor (necesariamente luego del amor).

Como hemos visto, “Apología” se abre con la acusación, camuflada de remembranza romántica: “Yo no vine a ti, viniste tú”. Curiosamente, esta imagen inicial desaparece durante el desarrollo de la canción, dando paso a otras urgencias, pero vuelve a nosotros, con toda su crudeza, con toda su luz anómala, en “Blanco”.

Ahora está sin salir,
casi nadie merece su amor
pero saldrá cuando vayas
por él
.

Ahora te espera en su tumba
ambulante, llena de color,
hasta de que tú la deshagas
de amor.

Líneas más abajo, SR insiste y añade:

Ahora te espera de noche en su cuarto
hasta que quieras entrar y salvarlo
de lo que nunca ha elegido
y arrastra con él.

Tú, que de un beso lo configuraste,
tú, que le echaste más blanco y lloraste,
eres la vieja navaja que espera
su piel.

(Todas las cursivas las introduzco yo, claro)

Me parece que se ve claramente la anomalía que menciono. Si no supiésemos que estos textos son de SR, si los hubiésemos descubierto por ahí, sin mayores referencias autorales, pensaríamos que han sido escritos por alguna adolescente despechada. He ahí la anomalía: Silvio es quien espera, él es quien aguarda la iniciativa de su pareja, de la mujer. Ella es quien debe ir a buscarlo, ella quien lo va a “salvar”: peor aún, si ella no va por él “nadie merece” el amor de aquel “niño”. Mientras “el niño”, espera y no hace nada más que esperar, ella toma todas las iniciativas: ella “entra” por él, ella le echa más blanco, ella lo “configura”; ella es, en suma, esa “navaja” que “espera” la piel del “niño”. Este jovenzuelo neurótico, reprimido, paralizado, espera que la redención le llegue de la mano de la mujer, y añora que esta poderosa mujer-mesías sea quien, con su amor, “deshaga” la “tumba ambulante” del “niño sin fe”. Y nótese que él incluso espera que esta redención le sea llevada a su casa (“Te espera de noche en su cuarto hasta que quieras entrar y salvarlo”). Y, ya que estamos, ¿qué podrá ser eso que el “niño sin fe” declara no haber elegido nunca y “arrastra con él”?

Solamente en la ruptura las relaciones amorosas muestran su verdad: se vuelve los ojos a determinados episodios y se los ve en lo que son/fueron, a salvo del velo del encantamiento y/o la calentura. Al llegar a su fin, la historia de amor pierde esa inestable condición de inminente salto al futuro que es su esencia: se vuelve un destino cumplido: queda quieta, fijada, ya no habrá nada por venir. A partir de la ruptura, toda la verdad de la relación amorosa queda atrás, en el pasado. Si el amor es ciego, la ruptura es el despertar, por eso el desamor puede ser luminoso y cegador. Así empezamos a entender de dónde sale tanta rabia en estas canciones. No es tanto contra Emilia, contra ella en sí misma. No. Es contra ese espejo perverso que ella obligó a Silvio a mirar para reconocerse y confrontarse, para elegirse sujeto y ensamblar su entonces dispersa subjetividad. “No te culpes, mujer, la culpa es un juego de azar”, dice SR en “Apología”, con aire perdonavidas. Pero luego, en la canción “Acerca de los padres” (otra inédita de la misma época, no incluida en este recital), SR aconsejará: “Si eres mujer, no pidas ni agua, el odio te sigue inevitable cama a cama”. Sí, ese mismo odio turbio y caótico que vemos a Silvio destilar a manos llenas en la Tetralogía y sus aledaños.

Barthes: “Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, pasiva; el Hombre es cazador, viajero, activo; la Mujer es fiel, espera; el Hombre es predador, merodea, deambula. Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción en la casa, puesto que tiene tiempo para ello: teje y canta. Se sigue de todo esto que en todo hombre que dice la ausencia de una mujer, lo femenino se declara: este hombre que espera y que sufre está milagrosamente feminizado. Un hombre no está feminizado porque sea un invertido, sino porque está enamorado”.

Y ahora escuchemos a Silvio, el amante feminizado, en “Blanco”, otra vez:

Quiere decirle a cada vecino
que salga de sus miserables paredes,
que tome la vida de ustedes,
que no haya escondrijos.
Y espera que vayas por él.

5

Apuntes para un curso sobre lectura de ruinas

(Borges sobre su “Emma Zunz”: “Elegí ese nombre porque pensé que era particularmente feo, sin llegar a ser horroroso. Necesitaba ese nombre para no atenuar en ningún momento la inquietante irrealidad del personaje y, por tanto, de la historia a contar”.)

Como mero sonido, la palabra ‘Emilia’ no rima con casi nada. Casi nada. Solamente con “familia”. Y Silvio se niega a oír ese eco y no usa la rima. Como veremos más adelante, era imposible que en aquel Silvio las nociones de “Emilia” y “familia” pudiesen concordar: justamente ahí, en esa imposibilidad, está el germen del nudo traumático que este ciclo de canciones intenta desentrañar. Una canción de la soledad, del no hallar uno su lugar en el mundo, es una canción en la que necesariamente no puede haber rimas (la rima como encuentro de significantes en su pura sonoridad). “Emilia”, obviamente, no las tiene. La canción presenta ecos internos (la frase “qué bien te recuerdo llorando” reverbera al cierre de las estrofas 1 y 2; y “llorando” se repite al cierre, cuando oímos “Que no te convenza llorando”). Pero repetición de fonemas no es rima. Todo lo contrario: repetición comporta monomanía, mientras que rima comporta invención, encuentro inesperado; repetición es idea fija, rima es aventura, abandono de la ilusión monarca del yo y salto hacia lo otro.

“Emilia” es el sonido que abre la canción y el que lo cierra (y le da nombre). La primera modulación de ese nombre, en la apertura, es tímida, vacilante, insegura, como transida de culpas (pasadas y por venir). La ultima enunciación, que cierra la canción y la tetralogía + bonus track, es un aullido, un llamado desesperado, un signo de pregunta abierto al infinito. Como tenía que ser, dado que el discurso todo de “Emilia” fluye bajo una serie de preguntas del narrador/cantante hacia/contra aquel fantasma ubicuo.

En la primera frase de la canción, Silvio dice que lee “con buena voz” las ruinas de Emilia. Y reconoce que esas ruinas “tienen puertas, como tú”. Con esa frase queda demarcado el tono general de la canción: no será una evocación en tono sepia, sino una (otra más) recriminación (como si las cuatro canciones inmediatamente anteriores no hubiesen sido suficientes). Más adelante, escuchamos: “¿Qué resaca nos llevó al silencio, a recordar?”. En el setting de la canción, imaginamos que SR hace esa pregunta mientras lee esas ruinas. Pero resuena el eco de una estrofa del núcleo climático de la canción anterior del recital, la que da cierre a la Tetralogía (“Mujer sin sombrero”): “Siempre se hizo silencio, un gran silencio, nadie ocupó tu silla, tu canción. Hay que salvar esos recuerdos de todo lo que fue ruin, hay que salvar esos recuerdos para salvarte a ti”. En “Emilia”, pues, SR intenta hablar después de la borrachera de la Tetralogía, hundido en lo ruin que gobierna las ruinas del desamor, después del desarreglo general de los sentidos, de la confusión de roles generada por Emilia. Por eso, tal vez, la frase más rica de esta canción sea “¿Qué dirá tu instinto cuando escuche esta canción y que dirás tú que te acercas a la máxima distancia entre nosotros?”.

Escuchen cómo presenta la canción en el recital para la radio chilena: “Bueno, la próxima canción es una de mis canciones preferidas… su nombre es Emilia”. Su nombre, dice: es un lapsus notable, ya que él quiso decir “su título” (pero dice lo que dice, ¿no? Y en el fondo, eso es lo que quiso decir: y así, una vez más, “ojalá que tu nombre se le olvide a esta voz”). “Emilia, has ido, junto con cada canción… como un signo inevitable”. ¿Un signo inevitable? ¿No será el signo de cada canción de la tetralogía, que acaba de cantar?, ¿un sombrero, tal vez?

En las anomalías del discurso del amante, reside la verdad anómala del discurso del amor. Y, sobre todo, la verdad del discurso del duelo amoroso. Pasa que durante el proceso de duelo retorna una y otra vez la pregunta por la naturaleza del objeto perdido. ¿Se lo tuvo realmente? Como le pasa al protagonista de esta tetralogía, el sujeto sumido en la melancolía amorosa desconoce qué es lo que realmente perdió (“Emilia, has ido… como un signo inevitable”, “Una mujer se ha perdido conocer el delirio y el polvo”). Aparece un discurso insistente caracterizado por la queja acerca de sí mismo (“qué ridículas mis cartas”, “veo un perro ladrando a la luna con una figura que recuerda a mí”). Un delirio del habla. El sujeto organiza un discurso plagado de certezas y revelador de intimidades (“Hicimos el amor en la ventana y el vecino de enfrente se quejó. Eso no lo sabías, no lo dije”, “Te quiero salvar de tu desnudez, en pleno centro de mi soledad”). Una parte del yo se encarga de maltratar a la otra; la cuestiona, tomándola como objeto, y la martiriza (“Se supone que eres un regalo que se me rompió enseguida y ahora, nada, lo de siempre”; “Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan, para que no las puedas convertir en cristal”). El yo es modificado por la identificación con el objeto perdido pero resiste la modificación, resiste a aceptar que ya no tiene al objeto. Martiriza al objeto que lo abandonó pero se lacera a sí mismo, porque ese objeto quedó inscripto en lo más hondo (“El ridículo acaba implacable conmigo y yo, de perro fiel, lo transformo en canción”, “Hay que salvar esos recuerdos de todo lo que fue ruin, hay que salvar esos recuerdos para salvarte a ti”).

Si en “Blanco”, SR traslada la carga de la canción a un “él” (el “niño sin fe”), para eludir la responsabilidad de narrar ese conflicto en primera persona (como hace en toda la Tetralogía), toda la canción “Emilia” está estructurada como un diálogo, en tiempo presente, con una Emilia que, como sabemos, no sólo ya no está allí (fija en los circuitos del deseo), sino que ha rechazado a Silvio y se ha marchado a otra ciudad. A pesar de ese ligero desperfecto en el plano de lo real, Silvio sigue hablando con ella, en presente, a través de la fantasía. Habla con ella, la atosiga con preguntas: “Qué dirá tu instinto…?”, “¿Quién conoce que un soldado moribundo te cantaba…?”, “¿Qué resaca nos llevó al silencio, a recordar…?”. Convenientemente, ella no responde. No tiene ya nada que decir(le a SR). No tiene ya palabra. Ella, justamente ella, que apenas ayer fue “sonrisa perfecta” y “palabra precisa”.

En toda canción desamorada de SR siempre hallamos menciones al cuerpo de la pareja. Pero en “Emilia” no hay ninguna alusión sexual y en toda la Tetralogía, en general, éstas son mínimas y ambiguas. En “Emilia” no hay pelo, ni risa, ni ojos, ni boca, ni manos, ni sabores recónditos, ninguno de los tópicos, en fin, de la poesía amatoria/celebratoria. Abundan, en cambio, menciones a objetos incidentales, referidos al paisaje, a la atmósfera de la relación amorosa, digamos, como Byron, Vallejo, el cine. Hay cartas, hay puertas, hay selva, hay cisnes. Hay “voz”. Pero no es la voz de ella, ya que ni eso le deja el despechado: la voz que se menciona es la voz de Silvio al leer las ruinas de la chica, o de la historia de él con la chica. “Tus ruinas, las leí con buena voz”, dice este joven Silvio, con muy mala voz

Muchos años después, en un breve concierto para el show de Verónica Castro, ¿en 1991?, Silvio desempolva “Emilia” e introduce un ligero cambio en la frase “Que no te convenza llorando”, que en el recital de la Tetralogía es cantada sino como un grito de dolor, bajo inminencia de llanto. El cambio consiste en sustituir ese “convenza” por un “sorprenda”. Casi veinte años después, nuevamente en el extranjero, Silvio hurga en sus baúles, rescata “Emilia” y le pone un parche, la edita, digamos, con fe de erratas adjunta. Que tanto tiempo después él vaya y “corrija” ese indiscreto “convenza” por el más calculado “sorprenda” llama la atención (a una canción, además, que no ha tenido difusión masiva, que sigue siendo inédita, que sólo la conoce él y tres delirantes). Si de toda la canción, SR retoca solamente ese verbo, esa confesión excesiva, es que algo le molesta en esa palabra. Algo que se le “escapó” al grabar aquella otra versión. “Que no te convenza llorando” dibuja en la imaginación del oyente a este Silvio jovencito, pelilargo, esmirriado, abrazado a las piernas de Emilia, suplicándole que no lo deje (bueno, si hay algo que la Tetralogía no tiene es mesura). “Sorprenda”, por otra parte, cambia el sujeto de la oración, pero sobre todo crea una escena distinta: con “sorprenda”, Silvio se instala en situación de poder, e instantáneamente la frase en cuestión pasa a ser una admonición leve, incluso adquiere resonancias de amenaza. Con ese leve retoque, quien llora en aquella escena recreada en el show de la tele es la chica, pero en el recital para la radio chilena quien llora es Silvio.

La escena femenina del llanto había aparecido, como bien sabemos, al cierre de “Oleo de mujer con sombrero”: “pero entonces lloraba por mí y ahora lloro por verla morir”. “Oleo” está dicha desde otro lugar de la emoción, es una creación (líricamente) más elaborada, más contenida, más reprimida que “Emilia” (y más violenta también, aunque no tanto como “Ojalá”, canción en que el asesinato simbólico del fantasma de Emilia es consumado siguiendo a pie juntillas el manual del crimen pasional). Afirmo, sin más pruebas que la emoción del texto, que la creación de “Oleo” es posterior a la de “Emilia”. Es como que Silvio puede escribir “Oleo” luego de haber procesado la primera fase del duelo, tras haber aceptado la pérdida de su objeto amoroso (esto es, tras escribir “Emilia”). Ese “entonces” de la frase “pero entonces lloraba por mí” retorna al oyente a aquel momento de “Emilia” en que Silvio le pide a ella que no lo haga recurrir a la lágrima para convencerla. Y si el oyente retorna a ese “entonces” es porque Silvio ya no está allí: en el momento del cierre de “Oleo de mujer con sombrero”, en ese “ahora” cada vez más lejano de aquel “entonces”, Silvio ya ha superado el duelo: así, trepa sobre sus derrotas y anuncia, aliviado: “y ahora lloro por verla morir”. La fuerza de la frase no está en “lloro” o “morir” (que normalmente son términos mucho más cargados de emoción), está en “ahora”: ese modesto, trivialísimo e inasible adverbio de tiempo.

{En este recital de 1971 hay, curiosamente, varias líneas que difieren de las versiones que años más tarde serían publicadas en los discos oficiales. En “Oleo”, hay dos: 1. “Que me tenga cuidado el amor que le puedo cantar mi canción”, que luego se cambia por “le puedo cantar su canción”. Y 2. La frase “Veo más, veo que se murió. “Se murió”, pues, y no, como nos hemos acostumbrado, “veo que se perdió” (¿y qué hay con “veo que no me halló”? ¿No será “veo no me hallo”, así, sin tilde, marcando, una vez más, el paso del “entonces” al “ahora”?). En estas versiones primeras, estas grabaciones crudas, toscas, sin censura del ego, SR suelta sin ambages todo lo que lo atormenta, lo que no logra controlar. La línea “Veo más, veo que se murió” pone en cuestión el final ya citado. Si tres estrofas antes él ve que ella ya ha muerto, cae en contradicción al cierre de la canción cuando declara estar llorando “por verla morir”. Se contradice, sí, y al mismo tiempo afirma la característica primera de la Tetralogía: la inestabilidad emocional. Son los juegos de lo Inconsciente: allí todo es eterno: muere y renace sin cesar. También cabe entender que “veo más, veo que se murió” es la expresión de un wishful thinking: un deseo de ver(se) ya (en) el futuro, de saltarse el presente: el deseo de ver más allá y comprobar que mañana ella ya habrá muerto para él (“Ojalá pase algo que te borre de pronto”, “Ojalá por lo menos que te lleve la muerte para no verte tanto, para no verte siempre”). En fin, todos estos elementos bastarían para darle a la Tetralogía el primer puesto entre los monumentos de odio que haber pudieren al interior de la cultura popular latinoamericana}.

“Vallejo así nos descubrió, Byron estaba en su lugar”, oímos decir a Silvio mientras enumera su catálogo de ruinas. Llama mucho la atención eso de que Byron “estaba en su lugar”. SR no menciona a Byron en ninguna otra ocasión (sea canción o entrevista), como poeta de mucha influencia en su oficio o como presencia fuerte en sus gustos lectores. Así que Byron, nada menos. Lord Byron quien, en la atribución de roles del machismo, es precisamente alguien “que no está en su lugar”, en el rol preasignado por la estructura. Sin embargo, en esta canción, que Silvio canta desde el lugar femenino de la relación de pareja, en esta evocación amorosa de una muchacha intelectual y de rasgos varoniles, que es “más evolucionada” y cuatro años mayor que el “niño sin fe”, resulta que Byron estaba “en su lugar”. Curioso, indeed.

Pero SR no sólo nombra a Vallejo, y por tanto reconoce su deuda, expresa su gratitud. Hace algo más: para que no queden dudas, al hacer la canción se las arregla para cerrarla con broche híper-vallejiano: “qué horriblemente hermoso era aquel tiempo”, le espeta al fantasma. Es un gesto a tener en cuenta. Silvio cierra la canción así como quien firma un documento. Como si quisiera demostrar algo, dejar constancia de algo. No le bastan los saluditos formales a ese joven enamorado despechado y sobrepasado por las furias del lenguaje. El tiene que cerrar su complejo monumento a Emilia con una frase en que canibalice al prócer Vallejo: una frase propia de Silvio, y a la vez evidente en su filiación: un hallazgo en casa ajena. Quiere demostrar lo aprendido, pues, durante ese tiempo horriblemente hermoso. Al cerrar la canción con esa frase, SR ensaya esa “carcajada final” anunciada al cierra de la tetralogía. Ya no sólo lee a Vallejo, ahora también lo escribe.

No otra cosa es lo que oímos que Silvio le dice a Emilia en la apoteosis de la Tetralogía, en “Mujer sin sombrero”, amplificando a priori aquel gesto que cierra “Emilia”:

Hay un amor que da lo diario

Que te va a comprender

Y otro que canta y eterniza

Que te hace trascender

Cada cual da de lo que tiene
Unos dan necesidad
Y otros regalan las palabras
Veremos que dura más
.

Nota:

+ En una entrevista de 1997, SR da algunos detalles sobre su relación con Emilia (nótense las omisiones, los presuntos olvidos) : "A Emilia yo le hice montones de canciones, le escribí “Ojalá”, “Te doy una canción”, “Josah, la que pinta”... y “Josah, la que pinta” es una de las canciones que escribí en el 'Playa Girón', hay otras tres o cuatro que están en ese... Acabo de editar el libro Canciones del mar, que son las sesenta y dos canciones que compuse en el 'Playa Girón', y ahí hay otras dedicadas a Emilia. Anteriormente a eso creo que también le escribí algunas otras canciones, pero yo no las recuerdo o no me acuerdo de cuáles son, ahora no me vienen a la mente. (...) Emilia es actualmente profesora de la Universidad de Camagüey y era una amiga que yo tenía cuando estaba pasando mi servicio militar. Era una amiga íntima, una amiga muy querida. Ella estaba en La Habana en ese momento, había venido a estudiar medicina, pero estudió un año, luego no le gustó la carrera y se marchó a Camagüey y allí estudió literatura. Después se hizo profesora de literatura. Y yo la conozco en ese momento, salía poco de paseo a la calle, siempre estaba en mi campamento y encontré un alma gemela, una persona interesada también en la literatura, en la poesía, en la música, pero un poco en el sentido que me interesaba a mí, con un sentido más indagador. No era solamente una persona que disfrutaba de aquellas cosas, sino una persona comprometida con toda esa materia, como pretendía estar yo también. Ella, en ciertos aspectos, tenía lecturas que yo no había tenido; yo no había leído a César Vallejo, por ejemplo. El primer libro que yo leí de Vallejo me lo regaló ella."

6

Also sprach un embutido de ángel y bestia

Si “Apología de mujer con sombrero” y “Mujer sin sombrero”, primera y última canciones de la tetralogía, son canciones caóticas, amorfas, oscuras, tumultuosas, resueltas en módulos que se intercambian entre sí sin transiciones; canciones, en fin, cuya (falta de) estructura armónica mima el desasosiego, el torbellino, la inestabilidad emocional del autor, “Detalle de mujer con sombrero” llama la atención, a primera oreja, por su sobriedad, su mesura, su control. Es una canción muy “formalita” (del estilo estrofa, estribillo, estrofa, estribillo), que pareciera seguir el patrón standard del betseleresco género melódico internacional al estilo de Perales y demás chavales. Pero es una apariencia engañosa. La letra de esta tercera parte de la Tetralogía es la más larga del conjunto, notablemente más larga: diez estrofas, cada una de ellas de seis líneas. Es, también, la canción menos confesional del cuarteto. Y, quizás, la más ambiciosa: justamente porque no es un estallido emocional, un brote ingobernable, sino una canción pensada, medida al milímetro, corregida y revisada para que diga exactamente lo que se quiera que diga (al menos en su primera parte). En principio, podríamos decir que “Detalle” es una puesta en canción del paso del “principio del placer” al “principio de la realidad”; es decir, la entrada en el mundo de la producción, el adiós al mundo pueril, la aceptación de la cooptación del trabajo. Esta entrada es, necesariamente, de doble filo. Por eso es que una de esas facetas de “Detalle” hace bisagra con el intimismo y la turbulencia de la Tetralogía, mientras la otra se expande, se problematiza y se resuelve en “Debo partirme en dos”, la sexta canción del recital (inmediatamente después de “Emilia”, para ser precisos). En “Debo partirme en dos”, SR plantea su “ars poética”, pongamos, y, tras elegirse autor e intérprete de canciones, declara tomar partido por una canción no prostituida, una canción no pre-digerida, una canción que no se baje los pantalones por dos aplausos, la portada de un periódico, invitaciones a congresitos, “amigos y citas o algún que otro favor de una chica bonita”. La forma en que SR plantea esta disyuntiva es parodiando, en el estribillo, los tópicos de ese malhadado género melódico internacional, diciendo: “Te quiero, mi amor, no me dejes solo, no puedo estar sin ti, mira que yo lloro”. No deja de ser llamativo ese estribillo a la luz de la Tetralogía + “Emilia” + “Ojalá”, donde vemos al joven SR llorando a pierna suelta…

“Detalle de mujer con sombrero” narra, en su plano más inmediato (especialmente, en la primera parte), la epopeya de las generaciones humanas, los azares de la evolución de la vida en el planeta. Y para dar cuenta de ello, por supuesto, se remite al origen de los orígenes, el Big Bang:

Nací cuando las nebulosas aún eran polvo cósmico en loca presión

Cuando ni el bisabuelo de este universo había conocido la luz

Nací mucho antes y aún soy lo mismo que fui

Lenguas de fuego, estrellas remotas,

Cuerpos volando y buscando la vida

Breves tormentas de millones de años

Ojos en el cielo azul

Qué joven soy, qué me dará la vida, qué me dará el amor

Así SR en la apertura de “Detalle”. Luego de esta primera estrofa, en el cuerpo de la canción, seguirá enumerando hitos de la historia universal:

Un semimono, cazador de venados

Pirámides, tumbas de arena del hombre

Dioses y héroes, imperios caídos

Guerras de la religión

(…)

Me brotaron colonias, más tarde repúblicas y países enormes en revolución

Nació quien me puso nombres y apellidos y profetas con piel de león

Sueños armados, ideas preciosas, mil enemigos con banderas atómicas

Elementales y viejas miserias y el corazón de un fusil

(…)

Hasta que en la octava estrofa, luego del ritornello (o pre-estribillo) “Soy enemigo de mí y soy amigo de lo que he soñado que soy. Nací mucho antes y aún soy lo mismo que fui”, este ambicioso racconto llega al presente (en el tiempo) y a SR (en el espacio). Y es a partir de ahí que “Detalle” explota y en su explotar reacomoda todo lo que creíamos estar entendiendo sobre la Tetralogía:

Un embutido de ángel y bestia

La democracia y el templo hermanados

Hombre, mujeres, niños y viejos

Y algo para una mujer.

Pero qué joven soy, qué me dará la vida, qué me dará el amor…

Llegado este punto, “Detalle” cambia de rumbo. Y se hunde en el dilema que agita al joven Silvio: la entrada en la madurez (“Mi anatomía de espuma y granada hiere y canta por mí”). Es decir, la etapa en que el individuo es habilitado para el objetivo trascendente: procrear, continuar la cadena de la especie, la otra cara, pues, de la entrada al mundo de la producción: la reproducción. Así, pues: “¿Qué me dará la vida? ¿Qué me dará el amor?”.

Silvio ha llegado a la edad en que se empieza a sentir el “llamado de la especie” a ser parte de la cadena (re)productora y cae en una crisis bastante aguda, en autobucle, como dicen los informáticos. Esa cadena, larga, invisible, es justamente el detalle minúsculo, imperceptible de tan evidente, que origina “Detalle de mujer con sombrero”: se es uno, pero todo viene de más lejos que cada uno y va más lejos de uno mismo. Se es individuo en la cruza de una determinación doble: la fatalidad sincrónica de ontogenia y filogenia. Se es al mismo tiempo, inexorablemente, individuo y la especie humana toda. En cada uno de nosotros está presente no solamente la humanidad entera sino, sobre todo, la historia de la humanidad, el conjunto de fantasías, miedos, repulsiones, epopeyas, tabúes y etc que hemos ido contándonos de boca en boca desde que salimos en dos patas de la caverna. Ese relato nos constituye.

“Detalle” es como un zoom, un dispositivo que nos permite ver algo que está pero no se deja ver del todo. Escondido a plena vista. En la trama sexual que origina la Tetralogía, eso que estando a plena vista no se deja ver es la cuestión de la reproducción. La reproducción -es decir, la paternidad- vista como un imperativo social, como un mandato incuestionable que viene desde antes de la insurrección contra el padre de la horda. Ya que estamos, ¿se refiere SR a este conflicto en “Blanco” cuando cuenta que el “niño sin fe” le pide a Emilia que vaya “a salvarlo de lo que nunca ha elegido y arrastra con él”?.

El antropólogo Levy Bruhl sostiene que el momento más determinante de la historia de la especie es aquel diminuto y perfecto instante de la evolución en que el primitivo deja de ser un cuadrúpedo, se yergue sobre sus patas y libera sus extremidades delanteras. Al erguirse sobre sus patas libera a la boca de su hasta entonces predominante función predatoria. Liberada de esa función utilitaria, la boca se descubre como el órgano del lenguaje. Y por ende, abre camino al nacimiento del amor, ese Gran Relato que, dicen, siguen en pie (as of yet, el del Amor y el del Rock serían los únicos grandes relatos en pie ---pero tengo mis dudas).

Como ya se mencionó, en el momento en que SR dice “Y algo para una mujer”, esta canción sufre un quiebre y olvida sus pretensiones ptolemaicas/hawkingnianas para pasar a ser una suerte de crítica de “la llama doble”, pero aquí no impera, en absoluto, la paz octaviana. No hay ninguna celebración. Antes bien, abunda el espanto (si no el odio). En esta segunda parte, de solo dos estrofas, SR vuelve a hablar con (el fantasma de) Emilia:

Cuando me beses, cuando me acaricies
Vas a sangrar, vas a iluminarte
Mi anatomía de espuma y granada
Hiere y canta por mí.
Es que nací mucho antes
Y aún soy lo mismo que fui.

Cuando me dejes, cuando me rechaces,
Estarás destruyendo, negando a mis padres,
A todos mis hijos, a lo que me hizo
Y a lo que yo vine a hacer.
Pero, qué joven soy...

Una mujer de atributos varoniles colapsa en Silvio los dictámenes del sistema patriarcal, su trama de legitimaciones y ambiciones, y el joven Silvio, cobardemente, no asimila este rechazo como individuo, sino que busca refugio en las coartadas del machismo, la fórmula “todos mis padres”. Emilia rechaza a Silvio (“cuando me rechaces”, etc), pero él, desde su despecho, le dice a ella que si lo hace no lo rechaza a él en tanto que individuo, sino que por medio de ese acto estará rechazando a “todos mis padres”. Sin ambages, SR está diciendo que ella no lo puede rechazar. Que la mujer no puede, no tiene derecho a rechazar las propuestas, o imposiciones, del varón. Ya que éste es menos un sujeto, un individuo, que la fuerza ciega de la pulsión perpetuadora de la especie. Es que, para Silvio, el amor del varón, como lo dice con todas las letras en “Mujer sin sombrero, es “más semilla que semilla” y “más arado que el arado”. Por lo demás, en todo este rezongo se lee entre líneas un “rescate” de una de las arraigadas boludeces schopenhauerianas: el instinto básico de la mujer es procrear, una mujer que pasada cierta edad no ha parido, no es mujer.

Ante el insólito rechazo, sin respuestas, SR queda tan pasmado que incluso se siente castrado, impotente, y ve amenazada su progenie, de ahí que Silvio le reclama a Emilia que, al rechazarlo a él, está rechazando mucho más que a un individuo, está rechazando, en verdad, a: (a) “lo que me hizo”, (b) “todos mis hijos” y (c) “a lo que yo vine a hacer” (frase que, por lo demás, suena “a lo que yo vine a ser”). Y luego, en el paroxismo del espanto, sumará a ese reclamo a “todos mis hijos” del mismo modo que antes apeló a “todos mis padres”. Emilia colapsa el relato pasado (los padres) y cancela el futuro, la continuación (los hijos). Síndrome del sentido.

Por lo demás, es evidente que hay una obsesión con los hijos en estas canciones. La cuestión de la paternidad es uno de los subtemas mayores de la tetralogía (o, quizás, sea el tema camuflado debajo de toda la chafra romanticona del asunto de la pareja). Hay mención a un hijo en “Blanco” (“quiere a tu hijo”) y en “Veintidós de nieve” (“Ahora viene un hijo para ti y para mí viene otro hijo, qué distinto puede ser”) y en “Mujer sin sombrero” (“más semilla que semilla”) y en no pocas líneas de “Ojalá” (“Ojalá que la aurora no de gritos que caigan en mi espalda”). “Oleo” parece merodear algún oscuro asunto relacionado con un hijo que no se tuvo, no se quiso tener. Y ni hablar de “Detalle”, por supuesto. Es difícil ver algo claramente, los textos no dejan ver mucho. A momentos se hace evidente que Silvio se cuestiona algún problema sexual, que enfrenta alguna crisis de impotencia. Lo cual no extraña si él ve a Emilia del modo que la ve (evolucionada, castrante) y si en la mirada de ella él viene y se descubre niño sin fe (no olvidemos que, según la ve él, ella “la vieja navaja que espera su piel”).

En “Mujer sin sombrero” es muy fuerte el indicio de que el encuentro amoroso no se consumó. Y en “Blanco” las figuras de inadecuación y represión son demasiado poderosas. Son figuras que estaban latentes en el niño sin fe y que saltan a la superficie tras el encuentro con Emilia, quien sería la llave perfecta (el “signo inevitable”) para hacer salir a flote esos conflictos. Y todo ello se amplifica por la fatalidad de que Silvio venga y se encuentre con Emilia justamente en el momento de su crisis de fin de adolescencia (tras salir del servicio militar: como solía decirse, “tras hacerse hombre”). Demasiadas coincidencias. “Oh, mujer, no te culpes, la culpa es un juego de azar”.

El “Qué joven soy” que se repite estrofa tras estrofa no es celebratorio. Silvio está aterrado. Llega a la gran encrucijada y, sabe que de allí en más todo será diferente y, sin sentirse muy seguro de poder dar la talla, se pregunta qué le va a dar la vida más adelante: con buen oído, entendemos que la frase “¿Qué me dará el amor?” también está preguntando: ¿qué responsabilidades me dará el amor? Por eso, “Mujer sin sombrero”, la siguiente canción de la Tetralogía, se abre planteando una disputa:

Si un funcionario y un poeta

Amaran la misma mujer

Que nueva implicación tendría

La guerra astuta que padecen

Y en fin donde se posaría

La victoria, el amor

El funcionario con funciones

El poeta cambiando de voz

Los dos haciendo pedazos

Contra el temible amor

Yo le pregunto a los presentes,

A cuál de los dos le van.

Como se ve, otra quijotesca disquisición sobre las letras y las armas.

7

Entre la apuesta y la elección, el salto

Así, no es casual que en la siguiente y última canción de la Tetralogía veamos a Silvio contraponer las figuras del poeta y el funcionario (digamos, en onda casi caricaturesca: El principio del placer vs. El principio de la realidad). Sin embargo, en un sentido, son figuras idénticas, cara y ceca de una misma moneda. Ambos son parásitos de la sociedad, del sistema patriarcal y de la producción de bienes. Poetas y funcionarios son ciudadanos improductivos, prescindibles. Y si bien las simpatías de SR hacia la figura del poeta están claramente marcadas, él no toma partido por ninguna de esas figuras antagónicas. En esa tensión, ante el deber de tomar partido, se salta los polos del dilema y declara, tramposamente: “pero solo yo le apuesto todo a la mujer”.

Si la entrada en la madurez conlleva la entrada en la órbita de la producción (el trabajo), elegirse artista comporta precisamente negar esa conminación, rechazar esa imposición incuestionable. Nadie te pregunta, llegado a cierto momento de tu vida, si quieres trabajar, “se supone” que lo tienes que hacer. Elegirse artista es rechazar la presión social que pregona las virtudes del trabajo, del empleo, de la producción. Producción es generación de mercancía. Elegirse artista es negarse a caer en el dilema de explotar o ser explotado. Retraerse de la plusvalía. Por algo es que Platón expulsa de su República a los poetas.

Y aquí, para ir terminando esta infame apalabrada, es que levanto una pica en Flandes por la Tetralogía: por mucho que me exprimo no logro ubicar una sola canción, o disco, o lo que fuere, que roce estas cuestiones siquiera mínimamente. En canciones como éstas, en que la cuestión de la identidad individual en el período de iniciación de la vida adulta es preocupación central, no nos extrañará ver que Silvio opone las figuras del poeta y el funcionario (en “Mujer sin sombrero”) como metáforas exacerbadas de las posibilidades del ser varón, como polos de sensibilidades enfrentadas. El poeta es la libertad, el caos creador; el funcionario es el orden burgués, la rutina grisácea. Silvio está en un momento clave de su vida, en el momento en que debe elegir quién será, preguntándose qué le darán el amor y la vida (O, como en “Aunque no esté de moda”, proponiendo: “Vivamos de corrido, sin hacer poesía, aprendamos palabras de la vida”). Por las dudas, y mientras lo resuelve, muy tramposamente nos dice: “sólo yo le apuesto todo a la mujer”.

Antes de cerrar, se me ocurre consignar algunas líneas de fuga presentes en las canciones de las que venimos hablando. Cúmulo de puntos ciegos, demasiado ambiguos, cuya elucidación requeriría, necesariamente, análisis de longitud prohibitiva.

1. El comienzo de la Tetralogía, esa enumeración de “suposiciones”:

Yo no vine a ti, viniste tú
yo no te esperaba y te besé
se supone que debo callar
se supone que debo reír
se supone que no debo protestar

Se supone que eres un regalo
que se me rompió enseguida
y ahora, nada, lo de siempre.
Se supone que eres el sombrero de una fiesta
de esos de cartón, para la ocasión.

La canción es una “apología”, una defensa. Y su núcleo conflictivo se solaza poniendo en cuestión, ironizando, aquellas leyes no escritas de la sociedad. “Se supone” es clara indicación de desafío, de rechazo. El machismo, como ideología incontestada, supone que al llegar el varón a cierta edad, ciertas cosas deben pasar. Se supone que es así, siempre lo ha sido, siempre lo será. A nadie se le ocurre poner en cuestión estas leyes no escritas. En la canción, Silvio ironiza sobre la forma en que desde el machismo se supone que él debe actuar luego de la ruptura amorosa. Pero la impugnación al machismo es traicionada en el hecho que Silvio considera a la mujer “un regalo”. Y para colmo, un regalo barato, o defectuoso, puesto que se le rompe enseguida.

Me llama la atención, también, la forma en que ocurre la enumeración de esos primeros tres “se supone”. La frase “se supone” es impersonal, no tiene sujeto, y es seguida por complementos conjugados en primera persona: “debo callar”, “debo reír”, “no debo protestar”. Cada una de estas obligaciones (debo hacer esto, no debo hacer lo otro) complementa, afianza, los “se supone que” fantasmales e ineludibles (los dictámenes de la cultura, las marcas del nombre del padre). El tránsito de la frase impersonal, que es la sanción social, a su complemento en primera persona, la aceptación de los deberes por parte del individuo, es genial: SR condensa la mecánica social en una forma de frase intransitiva, en una sintaxis.

2. En “Oleo”, la cintura de la mujer es breve. Como breve entraba la luz en “Blanco”. En una lectura, lo breve de esa luz alude al ambiente de represión infantil, a la falta de libertad del niño sin fe. Pero dado el contenido latente de la Tetralogía, se me antoja que la breve luz que entra en “Blanco” es también un símbolo sexual. Y también, a la luz de estas conjeturas, me llama la atención la imagen de esa “huella perdida” que se menciona en “Oleo” y aparece potenciada en “Mujer sin sombrero”, en la estrofa más desesperada, más inconsolable:

Hay un amor omnipotente,
hay un amor desesperado,
que descorazona las piedras,
que es más semilla que semilla,
que es más arado que el arado.

“Arado”, “semilla” son imágenes poderosamente sexuales. Es más, aluden a procreación (nos reenvían a lo que discute “Detalle”). No hay posibilidad de duda. Esa “huella perdida” está sublimada en la huella del arado y la semilla que es más que semilla, y despierta algunas sospechas de dificultades sexuales en el joven Silvio (como ya mencioné antes). Ese “amor omnipotente” que se nombra al empezar la estrofa, por mecanismos defensivos propios del discurso neurótico (caracterizado por el uso de términos invertidos para nombrar el trauma) bien puede ser una proyección compensatoria.

3. La sospecha de que Silvio enmascara una crisis de impotencia en un exceso de discurso, en una verborrea cargada de odio, de frustración en busca de venganza o reparación simbólica/sublimada, es reforzada en la continuación de la estrofa:


Hay amor de amor, de amor,
hay amor como una tumba,
hay amor de laberintos,
más complicados que un sombrero.
Hay el amor cercano a Cristo.

De la mano del espantoso “amor como una tumba” de “Blanco”, es inevitable preguntarse: ¿cómo puede el amor entre un hombre y una mujer ser “cercano a Cristo”? Una vez más, el hipersexualizado contexto de la canción nos ofrece un asomo de respuesta. Solo si es un amor no consumado, si es un “amor blanco”, como se decía hasta no hace mucho. Si el amor de Silvio es un “amor como una tumba”, si él se siente castrado ante la mujer evolucionada, todas las conjeturas cobran sentido. Admitiendo esto, la canción “Blanco” se abre a otra lectura, en especial el fragmento que dice:

Ahora te espera de noche en su cuarto
hasta que quieras entrar y salvarlo
de lo que nunca ha elegido
y arrastra con él.

Tú, que de un beso lo configuraste,
tú, que le echaste más blanco y lloraste,
eres la vieja navaja que espera
su piel
.

4. La cobardía mencionada en “Oleo” y que antes –según el orden de presentación de la Tetra- aparece en “Apología”, cuando Silvio dice “yo también quisiera suponer que la cobardía no existió”. ¿Es posible que Silvio se cuestione no haber tenido el coraje de hacerle un hijo a Emilia? ¿Es posible que Emilia haya abortado un hijo de Silvio, de común acuerdo entre ambos, y que Silvio se recrimine más tarde una suerte de doble cobardía? Una cosa es clara, la cobardía recrimina algo mayor que el trivial no haberse empeñado en mantener la relación amorosa. Además, es ella la que se va, la que deja a Silvio. Mientras que la cobardía mencionada en “Oleo” es, como claramente lo dice Silvio, del hombre/amante.

5. Si hay algo en lo que los críticos de arte están de acuerdo, es en su apreciación del arte de Chagall. Hay coincidencia generalizada de que los cuadros de Chagall infantilizan al espectador, que para “entrar” en ellos hay que verlos con ojos de niño. Así Silvio, que nos habla de sí mismo como un niño sin fe ante la mujer más evolucionada, al retratar a Emilia cae en el famoso “Una mujer con sombrero como un cuadro del viejo Chagall”. Ante ella, Silvio se infantiliza y desde esa posición regresiva es que la contempla. Lo de “viejo” acompañando al sustantivo también nos plantea la cuestión de la madurez de ella ante la bisoñería del joven despechado. Madurez que es corrupción y decadencia natural de Lo Blanco, de la risa intacta, de la inocencia infantil. Madurez que es entrada en la represión. Por todo ello, esa mujer que es como un cuadro de Chagall aparecerá ante los ojos del niño como “corrompiéndose al centro del miedo”. No puede sorprender, pues, que ante ese espectáculo, lo único que él pueda hacer es ponerse a llorar, tal y como un niño, o un hombre en franca regresión infantil: es decir, como un amante feminizado.

Telón

Las canciones de la Tetralogía, y aquellas otras que integran el concierto donde se registra la única grabación de las cuatro partes de la misma, ponen en escena la eterna aventura del individuo en busca de sí mismo, en procura de afirmar su identidad. Y lo hacen sin concesiones, a quemarropa. El amor es el filtro que le permite a Silvio ver más allá de su circunstancia. Un jovencísimo SR salta sobre sus fracasos y sus miedos, da unas vueltas en el aire y acaba hundiéndose en el proceloso océano del inconsciente colectivo. Con su solo estar, con su solo decirse del modo en que se dicen, estas canciones de visceral honestidad avergüenzan a las infames producciones mimadas por los media. SR jamás ha sido un buen cantante, ni siquiera un cantante pasable. Y en este recital está incluso en peores condiciones: su voz parece la de un ratoncito asustado. Por eso es que la versión de “Oleo” que aquí se registra solo valga como curiosidad histórica: SR recién tendrá la voz necesaria para cantarla como debe ser, unos cuatro o cinco años después de este recital, y esa versión es la que circula en la grabación oficial, en el disco debut. Como “Oleo”, las canciones de este recital en general, y de la Tetra, en particular, no ofrecen situaciones glamorosas, no dan respuestas condescendientes. Todo lo contrario: nos exponen a un tormento de intensidad feroz y se nos descubren tan elusivas como esos “amores de laberinto que son más complicados que un sombrero”.

Son canciones que están más allá del bien y del mal. Canciones que Rodríguez no ha querido oficializar (la mayoría de ellas). Llegan a nosotros con toda su crudeza, sin maquillaje, con su verdad desnuda. En fin, que la Tetralogía de mujer con sombrero es post-punk mucho antes de que hubiese un punk respecto al cual postularse post (robo la broma al Tristram Shandy de Winterbottom). Algunas de estas canciones, han presentado notables alteraciones en sus textos cuando han sido oficializadas (y sólo en los textos, nunca la música). Esas modificaciones, como hemos visto, arrojan luz sobre aquello demasiado personal que, en su tiempo, se le “escapó” a Silvio. En muchas de ellas, Silvio está tratando de resolver dilemas que lo atormentan, que lo superan. Tengo la certeza que ni siquiera él podía prever, entonces, el alcance de las cosas que dice, el linaje de los demonios que brotan de su confusión. Ni siquiera él puede controlar las cadenas de sentido que las palabras traman una vez son arrojadas al aire, a nadie, canción tras canción tras canción. Se sabe: el vuelo excede al ala.

Era 1991. Y en eso descubrí la “Tetra”. No había mucha gente cantando cosas así. Tampoco hoy.


Y ya. Buenas noches, amigos y enemigos.