por Antonio Vera
De un tiempo a esta parte es posible percibir que desde distintas perspectivas, profesores, críticos y periodistas culturales se esfuerzan por proyectar una imagen de la literatura que no deje duda acerca de su valor social, de su trascendencia. Sobre todo ahora, en tiempos de discurso revolucionario, cuando está por implementarse (otra vez) un cambio radical en el sistema educativo. Cierta urgencia parece impulsarnos a convencer de que nuestro oficio debería tener un lugar destacado en la vida social y, por lo tanto, en los programas educativos. Así, se propone que la literatura es un instrumento humanista privilegiado, que permitiría a los estudiantes de colegio tener una visión del mundo amplia y compleja. Según esta idea, estar en contacto con la literatura haría que los niños y adolescentes se relacionen mejor con el mundo o, como nos gusta decir a los profesores, que sean “mejores personas”.
Tengo la sensación de que estuviéramos intentando desesperadamente disfrazar de damita santa y recatada a una chica impúdica, provocadora y promiscua, que te lleva y te trae, te manipula, se apodera de ti, rompe con tu frágil mundo de certezas, usa lo poco que sirve de ti y luego se despide con una sonrisa perversa, dejándote maltrecho y feliz. Parece que quisiéramos presentarla en sociedad y quedar bien, pero nos angustia saber que eso es imposible.
Creo que Click, la primera novela de Christian Vera (Editorial El Cuervo, 2012), admite entre sus posibles lecturas ingresar a esta discusión, pues en el ruido remanente que escuchamos tras la trama, aparece la certeza de que la ficción literaria se hace potente sobre todo cuando se aleja de lo edificante, cuando se arma en los márgenes de lo intrascendente, y apuesta por introducir ruido, mucho ruido, a nuestras ingenuas verdades cotidianas.
Click no admite un resumen que no sea al mismo tiempo incompleto e impreciso. La historia comienza a las 7.53 de la mañana y termina a las 8.58. Un poco más de una hora en la que no ocurre casi nada y ocurre todo. Un insignificante recorrido y un hecho que transforma violentamente el mundo. Durante esa hora, un profesor de literatura camina: va rumbo al colegio, ingresa por el patio, entra a la sala de profesores, da una clase, se indispone, vuelve a su casa y click.
Más un vórtice que una trama, la narración nos introduce al agujero negro de la inestable, perturbada y paranoica mente del profesor. Partiendo de ese recorrido lineal y monótono (la caminata desganada, los minutos implacables de la primera hora de la mañana), como si se ralentizara al máximo, durante ese puñado de minutos nos absorbe un denso y extraño mundo poblado de historias que se superponen.
El colegio en el que trabaja el profesor de literatura fue antes una prisión, un hotel de lujo, un manicomio y una mansión presidencial. Es, por tanto, una vetusta casa, atacada por el musgo y en la que, sobre todo, se acumulan las historias. Está ubicado en lo alto de una colina y, como una típica casa de terror, está rodeada de un bosque en el que han ocurrido crímenes horrendos y por el que circulan presencias sobrenaturales. A ello hay que añadir que el profesor estudió en ese colegio y que su madre enseñó ahí. Es decir que, como apunta el narrador, está en el colegio desde que era un gameto.
Ese es el escenario en el que transcurre el día a día del profesor y por ello Click es una afilada navaja que nos corta el ojo por la mitad, perturbando notablemente nuestra mirada sobre la escuela, la institución escolar y, por supuesto, el oficio docente. De hecho, el principal nudo dramático de la novela tiene que ver con la falta de significado que amenaza a la rutina escolar. En ese sentido, la novela no quiere representar la vida de un colegio en particular, sino proponer una experiencia que cuestiona de raíz a ese largo rito de paso, ese interminable trámite por el que hemos pasado todos (y al que inexplicablemente algunos hemos vuelto).
Como lo ha señalado el autor, la visión del profesor que protagoniza Click parece el rebrote contemporáneo de la chispeante amargura verbal que Carlos Medinaceli despliega en sus cartas cuando habla de la labor docente, de los profesores, de la educación boliviana, de su desesperado instinto de fuga que lo llevaba a perderse en los valles potosinos, amando la soledad, el campo y el singani. El profe de Click confronta al lector con un escenario escolar en el que las tradicionales certezas docentes se han podrido, han dejado de ser significativas, se han convertido en un engranaje más de una máquina cruel que funciona sola y no sirve para nada.
En Click esa máquina se llama La Isla, y la ciudad donde está el colegio, La Faz. En el fantasmal contexto de la historia del profe, encontramos algunas resonancias familiares: una ciudad violenta, un país en el cual se intenta escenificar un gran proceso revolucionario, un lugar del cual es difícil salir, donde las grandes convulsiones sociales se disuelven en la nada de la rutina. En La Isla todos quieren pensar en cambios estructurales, todos quieren hablar de asuntos trascendentes. La Historia con mayúsculas, los grandes paradigmas. El profesor, en cambio, transita por la sombra, se encierra, no se compra la ilusión de cambiar. Consciente de su intrascendencia, intransigente en su furia, imagina que lo único que puede redimirlo es acelerar violentamente el caos.
No es casual que Click no presuma de ser una trama cuidadosamente entretejida, con piezas que van calzando a la perfección para armar un preciso mecanismo narrativo lleno de acción e ideas interesantes. Y que su apuesta narrativa sea, más bien, un opresivo recorrido circular por una mente atravesada por el delirio, por historias que aparecen y desaparecen como impulsos eléctricos. No es casual que en el mundo referencial del protagonista encontremos series de TV protagonizadas por nerds solipsistas, películas de George Romero, cumbias de Gilda, o canciones de Radiohead. Y que la novela renuncie a contar grandes historias, a interpretar un momento histórico, a retratar una generación. Es que en su escritura Click apuesta por desmarcarse de las grandes pretensiones históricas, de los delirios de trascendencia que tanto han obcecado a nuestros literatos.
El momento que más disfruto de la novela ocurre cuando el profesor ingresa al aula e intenta dar una clase. Hay un caos que se va calmando poco a poco. Luego, una ronda de intervenciones. Los alumnos son un rejunte previsible de estereotipos: el rebelde, el introvertido, el hablador, la corchita, la reflexiva. Algunos hablan pero nadie se escucha. Ninguno puede concentrarse. Sin plan previo, el profesor anota palabras inconexas en la pizarra: Borges, Mierda, Sexo, Fútbol, profesora Berta, Mejor película del 2011: Súper 8. No hay conexión posible, pero los alumnos participan, hablan, se divierten, le piden al profe que invente historias. Algo comienza a moverse, las palabras de pronto circulan. Al parecer, la única manera de sobrellevar el sinsentido institucional es hacer click. Y ello puede ser también una experiencia de goce.
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